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Fugitivos y viajeros

Un niño despertó, agitado y lloriqueando, de la misma pesadilla que obsesionaba a la casi totalidad de los ochocientos humanos que trataban de hallar la paz en el sueño: la de la servidumbre. Las estrellas, danzarinas luces de plata en la negra bóveda del cielo, espiaban a la mujer que, cansina y todavía medio dormida, se levantó y fue a consolar al pequeño. No era su madre, sino alguien que había visto morir a su hijo aquella misma mañana. En los dos días transcurridos desde que el grupo, antes esclavos en las minas de Pax Tharkas, huyera de las montañas, habían perecido cinco hombres, viejos y enfermos, y dos niños.

«Hasta ahora», caviló Tanis el Semielfo mientras contemplaba las llamas mortecinas de la fogata de campaña y acercaba con el pie un haz de leña. Sentía el agotamiento adherido a sus articulaciones. Casi un millar de personas atravesaba, en aquellos momentos, los estrechos pasos montañosos que unían Pax Tharkas con el camino del sur.

La ruta meridional no era el camino hacia la libertad. Tan sólo prometía un comienzo.

Unas pisadas, tan suaves como los susurros de la mujer para reconfortar al desvalido gimoteador, resonaron detrás de Tanis. Se volvió el joven, bajando la mano a la altura de la espada, y sonrió a modo de disculpa al comprobar quién era.

—Goldmoon —murmuró—, me preguntaba dónde te habías metido.

La princesa de las Llanuras era adorable. Aunque en su rostro se advertían la misma palidez, las mismas huellas de cansancio que en el de su amigo, irradiaba toda ella una serenidad que acariciaba a éste cual una dulce mano.

—Buscaba a Tasslehoff.

—¿Lo has encontrado?

—Por supuesto que no —respondió la dama con una sonrisa—. Era tan sólo una buena excusa para pasear por las colinas durante un rato.

—No se me había ocurrido pensar que alguien necesitase un pretexto para hacer lo que hemos estado haciendo a lo largo de dos dias, y que probablemente se prolongue mucho más.

Goldmoon se sentó junto a Tanis, dejándose caer con su donaire habitual.

—En ocasiones he de errar en solitario para meditar. ¿Adónde llevaremos a todo este gentío, querido Tanis?

«Sí, ¿adonde?», la coreó el joven para sus adentros. En voz alta dijo:

—No existen muchas opciones. Verminaard ordenará a sus draconianos que exploren estas montañas. Quizás ahora mismo nos pisen ya los talones pues, aunque Tas obstruyó muy bien la puerta, no aguantará demasiado. Hemos de salir de aquí sin demora y, dada la imposibilidad de retroceder, hay que seguir hacia adelante.

—¿Hacia adonde, en concreto?

—Sólo hay un lugar que retendría a los perseguidores, Goldmoon, un reducto que pueda calificarse de seguro.

—Thorbardin —concluyó la princesa por su interlocutor, a la vez que meneaba la cabeza en ademán negativo—. Los enanos no han mostrado ningún interés en la guerra que estalló hace ya tres años, a pesar de que ha desgarrado Krynn con su azote. ¿Qué te induce a creer que admitirán a ochocientos refugiados en su capital?

Tanis arrojó los troncos secos al fuego y al instante se avivaron los rescoldos, lamiendo ramas y cortezas.

—Argumentaremos con sus cabecillas.

—Ya se ha intentado.

—Suplicaremos.

—Hasta la fecha no han atendido ninguna demanda de auxilio.

El joven, con un brillo de determinación en sus pupilas y los labios abiertos en una mueca que nada tenía de alegre, sentenció:

—Los obligaremos a escucharnos.

«No hay quien pueda ignorar cerca de mil voces», añadió en su fuero interno.

* * *

En las elevadísimas laderas, moradas de águilas y otras rapaces, que flanqueaban el escondido reino de Thorbardin, había una serie de crestones rocosos que, aunque no se divisaban desde las hondonadas y los valles adyacentes, eran ya transitados por los enanos antes de que se creara la metrópoli. No podía treparse a estas repisas desde el valle: lo impedía la escabrosidad de las montañas. En cambio, desde la fortaleza sí eran accesibles. Unas angostas trochas, que partían de la muralla de la Puerta Sur, conducían a los salientes, senderos que sólo una cabra montés o un enano criado en la ciudad era capaz de jalonar. El salvaje canto del viento flagelaba los oídos del caminante en tales altitudes. Invierno o verano, el aire era gélido. Stanach Hammerfell siempre había considerado los peligrosos camellones como algo propio.

Ahora se encaramaba a ellos, con un odre lleno hasta el borde atado al talle. Durante todo el día el calor de la fragua le había hecho sudar sangre y el vapor que se desprendía de las pilas de enfriamiento le había succionado el contenido de sus pulmones hasta asfixiarlo. Incluso dudó de volver a respirar. Debía impregnarse de la calma de las cumbres, recapacitar bajo su amparo.

El enano apoyó su cuerpo en la fuerza eterna de la piedra. El primer sorbo del embriagador aguardiente de los enanos calentó sus tripas a la par que muy abajo, en la hundida planicie, las sombras del crepúsculo colmaban grietas y gargantas, cubriendo las vertientes festoneadas de oro y de una amplia gama de pardos, con el frío y negro terciopelo.

Había pasado una hora escasa desde que le informaran de que Vulcania había sido descubierta en el extranjero, fuera de la demarcación de Thorbardin. De las tierras donde los dragones surcaban el firmamento propulsados por sus alas correosas, donde batallaban los ejércitos y los dioses se desafiaban entre sí, habían surgido rumores acerca de un guerrero que portaba una tizona con zafiros engastados en su empuñadura. Dos años después de que fuera sustraída, la Espada Real reaparecía en el horizonte, y Hornfel se proponía encomendar a hombres capaces la misión de restituírsela. No sería una empresa fácil. El thane temía que el theiwar Realgar también hubiese sido puesto en antecedentes, así que los hylar debían ser rápidos y precavidos. Un arma que confería tanta autoridad era algo que el nigromante querría apropiarse aun a costa de matar a sus hermanos.

No hubo una sola vez, cuando examinaba el horno encendido de la forja, en que Stanach no recordase la noche en que Vulcania había visto la luz, fruto del mineral, las llamas y el agua. Nunca olvidó que, poco después de su alumbramiento, fue robada, ni que aquella misma madrugada Isarn, su maestro, pariente y amigo, se sumió en un estado de creciente desaliento que lo precipitó en el pozo de los pesares y la locura. Stanach no temía el riesgo: estaba dispuesto a recuperar el arma y traerla a casa.

Partiría, si lo lograba, en compañía de otro miembro de su familia, Kyan Redaxe. Patrullero de fronteras, nadie conocía el extranjero mejor que él. Al menos eso afirmaba, y el aprendiz, por lo general, no desconfiaba de sus palabras. Pese a tener ambos una edad similar, Kyan siempre dio a todos la sensación de ser más adulto. Se debía este hecho a su experiencia, a sus alardeadas aptitudes para detectar los peligros que Stanach sólo acertaba a imaginar, y hacerles frente en el acto, sin vacilaciones. El pupilo de herrero, que nunca se había aventurado en el exterior de Thorbardin, que jamás se había separado de su hogar ni de sus seres queridos, como la mayoría de sus congéneres, pondría gustoso su vida y su integridad en manos de alguien tan preparado.

Por si no bastaba la pericia de Kyan, Hornfel había designado a otro personaje para formar parte de la comitiva: el mago Piper. ¿Qué podría ocurrir que Piper no solucionase? El joven había trabado una profunda amistad con aquel humano de áureos cabellos durante los tres años que éste había residido en la capital. Aunque en realidad se llamaba Jordy, los niños enanos le habían impuesto su actual sobrenombre a raíz de las melodías que interpretaba en la flauta —en la lengua de Thorbardin, tal instrumento musical se denominaba «pipería»—. Fuera como fuese, Stanach lo apreciaba sinceramente, quizá más aún porque el humor desenfadado y jovial del hechicero aliviaba las oscuras lucubraciones a las que él solía entregarse en sus frecuentes momentos depresivos.

Los ratos más gratos los habían pasado en las tabernas, donde se vaciaban de sus preocupaciones con tanta prontitud como las jarras de su espumoso contenido, la cerveza. Resultaban especialmente entretenidas las veladas en que Kyan, de regreso de su ronda, se sumaba al jolgorio y se esforzaba en dar visos de verdad a una sucesión de historias, a cual más fantasiosa.

Stanach ansiaba acompañarlos, pero todavía no había obtenido la autorización de Hornfel. Debía convencer al thane de que él era el más indicado para completar el grupo de expedicionarios y rescatar la espada.

No era sencillo planteárselo. La idea de dejar la montaña y renunciar a la ordenada rutina de sus días le espantaba.

Descendiente del acaudalado clan Hammerfell, el aprendiz tenía el porvenir asegurado. Era un buen artesano en un oficio respetable. Su padre había empezado en época reciente a discutir posibles contratos matrimoniales, y la conversación de su madre durante la cena estaba salpicada de referencias a una u otra doncella casadera, y de sutiles recomendaciones que tanto divertían como intrigaban al primogénito. Stanach acababa de cumplir setenta y cinco años, de modo que no había alcanzado aún la madurez. Según los cómputos de su raza, se hallaba en los albores de la juventud, y no tenía prisa en tomar esposa e instituir una familia. Mas, en cierto sentido, una familia significaba riqueza, una riqueza que no podía heredarse de las arcas de un progenitor.

—Hay que ganarse la fe de los demás —le aconsejaba su madre—. No se trata de llenar cunas o de observar a los hijos mientras crecen, sino de dar a la mujer que desposaste, a la prole engendrada y a las amistades que trabes motivos para confiar en ti. Entonces, aunque vistas harapos, serás rico.

Stanach posó la frente en sus dobladas rodillas. Era más pobre que cualquier andrajoso enano gully: había defraudado las expectativas de sus superiores.

«¡Debería haber custodiado mejor la espada!»

Sí, pero no lo había hecho. La prodigiosa arma había sido hurtada, y aunque Isarn no culpó a su ayudante, él mismo se hizo reo. Cada vez que trabajaba en el taller se recriminaba su desidia con la dureza propia de quien censura sus propias flaquezas.

Hornfel enviaría a un guerrero y a un mago. ¿Qué necesidad tenía de incluir también a un aprendiz que, en primer lugar, había sido el causante de la irreparable pérdida?

Un minuto más tarde de hacerse estas conjeturas, Stanach sonrió. Su primo era un espléndido combatiente, y Piper un hechicero de probada valía, mas ninguno había visto la tizona ni podría reconocerla basándose en las vagas descripciones que circulaban. Él, por el contrario, la visualizaba todas las noches en sus sueños.

Alzó los ojos hacia el enjoyado cielo, a la estrella roja que relampagueaba sobre la más alta cima de la cadena. Se aseveraba en las leyendas que aquel resplandor encarnado se originaba en la fragua de Reorx.

—Soy consciente de que debería haberla cuidado mejor —oró a su dios—. Padre, si me infundes la locuacidad que preciso para persuadir al thane de que he de viajar junto a Kyan y Piper, te juro por Vulcania que la protegeré con mi vida y la reintegraré donde pertenece.

Terminada su plegaria, Stanach se puso en pie sobre la repisa de roca y, mientras ensayaba el discurso que pronunciaría ante el soberano, entró de nuevo en Thorbardin. Se acusaba de inútil, de fracasado, y tenía que alterar tal opinión frente a sí mismo y los demás. Con el respaldo de Reorx encontraría el medio de agregarse al cortejo de buscadores, siguiendo a Kyan y al mago en su periplo por el extranjero para adueñarse de Vulcania y entregarla a su monarca.