IX

1

En mis rodillas, así de cerca.

Su parachoques estaba en mis rodillas.

Abrí los ojos. Con la boca abierta, pero incapaz de articular palabra. Temblando. Apunté con la pistola hacia delante.

—¡Abra!

Era un viejo Citroën DS, un «tiburón», creo que los llamaban. El motor se había parado por el frenazo y su único ocupante tenía las manos alzadas.

Me acerqué por un lado. El conductor era un hombre de gafas con cara de oficinista. Me dijo algo en francés a través de la ventanilla cerrada.

—¡Salga del coche! —dije apuntándole con la pistola, al estilo de las películas de acción.

Miré al borde de la carretera. Las linternas estaban ya de pie, entre los árboles. Dispararían en cualquier momento. El conductor estaba muerto de miedo, así que tiré de la manilla y abrí. El tipo estaba cagado. Pensaba que se había topado con su final. Que su vida terminaba en ese instante. Entró en pánico y se quedó clavado en el asiento, agitando las manos y diciendo «s’il vous plaît!, s’il vous plaît!».

—¡Salga o lo mato! —dije en inglés. Era incapaz de encontrar las palabras en francés.

Entonces los vi aparecer por la carretera. Sombras. Monstruos del bosque con sus linternas.

—¡Deténgase, Amandale! —gritó alguien en inglés—. No lo complique aún más.

Abrí la puerta del conductor y cogí a aquel tipo por el cuello de la camisa. El hombre llevaba el cinturón puesto y ni se movía. Entonces, con la otra mano, encañoné a las sombras.

—¡No os mováis!

El hombre del coche estaba bloqueado. Se puso las manos en la cabeza y se agachó sobre el volante. Si hubiese sabido un buen insulto en francés en aquellos instantes, se lo hubiera gritado con toda mi alma. En las películas, el héroe siempre consigue el coche a la primera, pero aquel tipo tenía el culo pegado al asiento. Me di cuenta de que estábamos perdidos, así que rodeé el coche por delante y entré por el asiento del copiloto. Sin mediar palabra con el hombrecillo, giré las llaves de contacto. La marcha estaba metida así que volvió a calarse. Tiré de la palanca, saqué la marcha y volví a girar el contacto. El motor se encendió.

—¡Conduzca! —le grité. Puse la mano en su rodilla y la empujé hacia abajo.

El tipo reaccionó. Metió primera y aceleró a fondo. El coche salió con el motor revolucionado y el hombre ni se acordaba de cambiar de marcha. Miré hacia atrás, veía las linternas en la carretera, pero no abrían fuego. Por supuesto: ahora estaba a salvo, en el coche de un testigo, y no se la jugarían.

Me acordé de cómo se decía segunda en francés. Se lo grité y el tipo obedeció como si fuera su primera clase en la autoescuela. Después metió tercera y pilló la curva a unos ochenta. Pensaba que nos mataríamos pero, joder, conducía de puta madre. Tomó la curva como un verdadero dragón de fuego.

Bien, bien! Très bien! ¿Cómo se llama?

—Gérard.

—OK, Gérard. Llévelo hasta Saint-Rémy, ¿de acuerdo? Está a salvo, no le haré nada, pero lléveme hasta Saint-Rémy.

El hombre asintió. Estaba sudando por todos los poros de la piel, pero había convertido su miedo en una misión. Condujo rápidamente, mientras yo iba mirando hacia atrás, pensando en que pronto aparecería un coche persiguiéndonos. Pero nada de eso ocurrió. Mientras tanto traté de explicarle a Gérard que unos hombres me habían secuestrado y que iban a matar a mi familia. Pero Gérard solo asentía y conducía. Supongo que él también pensaba en su familia. Y, además, mi francés, en pleno ictus de terror, no era precisamente bueno.

Llegamos a Saint-Rémy, que dormía bajo las estrellas del verano. Indiqué a Gérard que cruzara el pueblo y enfilara la Rue des Petits Puits hasta llegar más o menos a cien metros de mi casa. Entonces le ordené que detuviera el coche.

—Mi nombre es Bert Amandale —le dije mientras salía de allí—. Llame a la policía de Sainte Claire, pregunte por el teniente Riffle y dígales que vengan a mi casa inmediatamente. Hágalo, por favor.

Gérard asintió en silencio, pero en cuanto comencé a caminar en dirección a mi casa, escuché cómo metía la marcha atrás y salía de allí como alma que lleva el diablo. Incluso rompió un par de tiestos que había frente a otra casa. No le culpé por ello, pero al menos esperé que llamase a la policía en cuanto estuviera a salvo. Que les dijera que un loco lo había asaltado en mitad de la carretera, que lo había secuestrado y que se dirigía ahora a una casa de Saint-Rémy armado con una pistola. «Perfecto. Eso hará que lleguen mucho antes».

¿Me estaban esperando? No lo sabía, pero decidí tomar algunas precauciones. Rodeé el seto de la casa y busqué el punto de la verja que Lola había roto a mordiscos. Lancé la pistola a través de él y me colé por el hueco. Cinco arañazos más tarde gateaba por entre los pinos y terminaba junto al cobertizo.

La luz de la cocina estaba encendida. ¿Quién estaba despierto a esas horas? Intenté ver algo pero solo alcanzaba a distinguir los muebles de cocina a través de los cristales. Bueno, en cualquier caso debía rearmarme. La pistola era toda una amenaza, pero estaba descargada, así que entré en el cobertizo y busqué algo con lo que atizar, agujerear o cortar. Había un buen serrucho, pero pensé que no sería un arma muy manejable, así que opté por un largo destornillador de estrella. Esa punta podía causar un buen contratiempo si la hundía en el lugar correcto. Me la metí en el bolsillo trasero del pantalón.

Crucé el jardín empuñando la pistola. Llegué al techado de parra y miré a través de la ventana. No veía a nadie y me pareció oler el aroma de un pastel. ¿Eso era todo? ¿Un fantástico y rutinario momento de repostería nocturna? ¿Y yo me había roto los huesos, matado a dos hombres y secuestrado a un ciudadano francés para llegar a tiempo de comerme un trozo?

Abrí la puerta del jardín, que crujió en sus bisagras. Entré, crucé la cocina. Había restos de tazas en el fregadero. Platos de tarta, cucharillas. Olía a café.

El salón estaba en penumbra, pero atisbé la mesa del comedor con el mantel puesto y llena de tazas, como si allí hubiera ocurrido una pequeña merienda casera. ¿Quién había estado por allí? Las cosas sin fregar, como si hubieran salido corriendo. Dios mío, pero ¿adónde?

Corrí escaleras arriba y fui de frente, sin pensarlo, a la habitación de Britney. Grité su nombre según me lanzaba sobre la puerta. «¡Brit! ¡Brit!», con aquel revólver en las manos, enloquecido… Entré. La habitación estaba a oscuras pero las cortinas estaban descorridas y la luna entraba fugazmente. Había alguien en la cama. Alguien callado, inmóvil. Me lancé de rodillas a su lado y la vi. Era Britney y estaba quieta como un muerto.

Dejé el revólver en el suelo y la moví por los hombros, intentando despertarla.

—¡Britney! ¡Despiértate! ¡Despiértate!

Pero la niña estaba quieta, no se despertaba. Temblando, respirando como un loco, le puse los dedos en el cuello y empecé a buscarle el pulso pero no se lo encontré. («Britney, por favor, por favor»). Entonces acerqué el oído a su boca y me quedé quieto, como cuando ella era un bebé y yo me despertaba en medio de la noche atemorizado porque no la oía. Escuché mi corazón golpeando en el pecho. «Respira, por favor, Brit, respira. Lo has hecho muy bien, nena, has sido tan valiente…».

Entonces noté un ligerísimo soplido en mi oreja. ¡Estaba viva! Pero ¿qué le ocurría? Era como si estuviera sumida en un profundo sueño.

En ese instante oí crujir las maderas del pasillo. Me volví y vi a Miriam en el vano de la puerta, quieta, su silueta dibujada por el brillo plateado de la luna, su melena rubia.

—¡Miriam! —grité poniéndome en pie—. ¡Tenemos que llevarla al hospital! Creo que le han hecho algo.

Me acerqué a ella y vi cómo abría los brazos para recibirme. Se habría despertado al oírme entrar. No había tiempo para mucho. Se lo explicaría todo de camino al hospital. Le explicaría por qué me había escapado de la clínica esa noche. Todo lo que allí había encontrado. No era el Padre Dave, sino algo muchísimo más sofisticado e inteligente.

Según me acercaba a Miriam, me di cuenta de que estaba vestida de calle, con una falda y una camisa. Aquello me extrañó, pero yo ya estaba casi en sus brazos. Entonces, solo en el último segundo, me di cuenta de que era cinco centímetros más alta que yo. Algo que Miriam no conseguía ni poniéndose tacones.

Noté sus brazos rodeándome en el mismo instante en que percibí una fragancia extraña. «¿Cuántas veces debo decírtelo, Bert? No todas las rubias son iguales».

Alcé la vista y vi a Edilia van Ern sonriéndome al mismo tiempo que notaba un pinchazo en la garganta.