VI

1

La noticia fue como un golpe en la nuca. Un dolor blanco, como una explosión silenciosa en la parte trasera de tu cabeza. Un velo cayó sobre mi entendimiento. Un barranco eterno al que no quería asomarme. Miriam se me aferró a un brazo. Empezó a llorar pero yo era incapaz de soltar una lágrima. Todo lo que hice fue buscar un cigarrillo. No llevaba ninguno encima, así que le pedí uno al policía, que tampoco fumaba. Pero alguien me consiguió uno antes de que Riffle nos acompañara hasta la entrada de la casa.

Britney estaba sentada en el sofá de la «sala de ver», rodeada por dos agentes. Tenía las manos en la cara cuando entramos por la puerta e iba cubierta con una manta. Medio desnuda. Eso fue lo primero que vi. Las piernas desnudas al aire. Miriam gritó al verla y se lanzó a por ella, algo tan irracional y primitivo como eso. Primero gritó: «¡Qué ha pasado! ¡Qué te han hecho!», pero Britney negó con la cabeza. Después se abrazaron y comenzaron a llorar juntas.

Y yo seguía fumando, mirando a mi hija medio desnuda bajo esas mantas. No sé en qué pensaba: ¿qué hacía Britney allí? ¿Había matado ella a Chucks? Cogí un cenicero de una estantería, aún había colillas de Chucks. De hecho, yo me sentía como si Chucks fuera a aparecer por allí en cualquier instante.

—¿Qué ha pasado? —le pregunté al gendarme—. ¿Por qué está desnuda mi hija?

—Ella fue quien le encontró, hace una hora y media. Se lanzó a la piscina.

—¿A la piscina? ¿Ella? Eso… no tiene sentido.

Riffle me puso la mano en el hombro.

—Es lo que ha contado, señor: que vino con la motocicleta hasta aquí. Debía de tener una llave de la casa. Entró y le buscó por todas partes, después oyó al perro gimiendo en el jardín. Salió y lo encontró en la piscina.

—¿Mi hija…? ¿Una llave…? Quiero verlo. Quiero verlo con mis propios ojos.

—Señor. No creo que sea adecuado…

—Ellas se quedan aquí, ¿de acuerdo? Pero él era mi amigo. Quiero verlo ahora.

El gendarme carraspeó como si aquello no le hiciera demasiada gracia. Después me indicó que lo acompañara. Miriam y Britney seguían fundidas en un abrazo, no les dije nada. Sencillamente me fui.

Salimos a la terraza trasera y ya desde arriba detecté el resplandor de unos potentes focos. Había un grupo de policías allí, haciendo sus investigaciones. Guantes y capuchas blancas. Y a un lado de la piscina había una bolsa alargada. Los tipos de la ambulancia, cuyos chalecos reflectantes relumbraban bajo los focos, acababan de aparcar una camilla a su lado.

Bajamos las escaleras de piedra y el gendarme les dijo algo en francés a los hombres de la ambulancia. Se apartaron. Todo el mundo guardó un respetuoso silencio al verme entrar en escena. El gendarme se arrodilló junto a la bolsa y me pidió que hiciera lo mismo. Alguien, un enfermero, se colocó a mi espalda, supongo que por si me desmayaba o algo. Entonces Jean-Luc descorrió la cremallera lentamente y allí apareció el rostro de Chucks. Blanco, dormido. Él ya no estaba allí. Su pelo estaba empapado, aún pegado a la frente, y dormía. Tan solo eso. Su cuerpo dormía en paz.

—Es él —dije, como si hiciera falta confirmarlo—, es Chucks Basil.

—Parece que fue algo rápido —dijo el gendarme—. Debió de darle un ataque en el agua. Algo así. ¿Sufría del corazón?

—No que yo supiera —respondí—, pero tenía asma. Quizá fuera eso. Dios…

En ese instante nos interrumpieron unos gemidos terribles que venían desde más abajo. A unos cuantos metros de allí, Lola estaba atada a uno de los postes de piedra de la terraza.

—Tuvimos que atarla. No dejaba acercarse a nadie. Estuvo a punto de morder a uno de los agentes.

Me levanté, fui hasta allí y me agaché frente a Lola. La perra me metió el hocico bajo el sobaco, lo que supongo que es la forma de un perro de llorar desesperadamente con un amigo.

Lola —le dije—, ¿qué ha pasado, Lola? —Y me quedé mirándola como si fuera a ponerse a hablar y explicarme lo que había sucedido allí.

Me senté en el suelo de piedra junto a Lola, y vimos cómo los hombres de la ambulancia colocaban a Chucks sobre una camilla. Y entonces, solo entonces, me di cuenta de que mi viejo amigo Chucks se había ido para siempre. El chico raro de mi barrio de Dublín, cuyo padre era un borrachín que siempre debía dinero a todo el mundo, y del que un día me hice amigo. Con el que empecé a tocar en una banda a los doce años. A quien le confesé mis primeros amores, y con quien reí y lloré mis primeros corazones rotos. El tío con el que emprendí la aventura de coger la mochila de irme a vivir a Londres con dieciséis años. Con el que malviví en una ratonera y con quien trabajé en un 7-Eleven hasta que la vida empezó a sonreírnos un poco. El hermano que nunca tuve y que se había ido al cielo de las estrellas del rock. Nunca más volvería a verle. Por extraño y profundamente doloroso que aquello fuera. Jamás volvería a hablar con él de nuestras cosas. Y recordé aquella última frase que me dijo. «Vuelve con los tuyos. Yo me vuelvo con mis fantasmas», y me sentí tremendamente culpable por no haber insistido, aquella noche, en que viniera a dormir a nuestra casa. Me sentí tremendamente cabrón por haber puesto la tranquilidad de mi hogar por encima de su soledad, que esa misma tarde, en el Abeto, me había confesado.

Y entonces, solo entonces, en la oscuridad de aquel rincón, y abrazado a Lola, rompí a llorar desconsoladamente.

2

Al cabo de una hora apareció una jueza, Annete Bovair, que parecía no llegar ni a los treinta. Con ella presente se procedió al levantamiento del cadáver y la firma de la declaración de Britney, asistida por un abogado de oficio también llegado de Marsella.

Miriam y yo escuchamos en silencio a Britney repitiendo su historia: había llegado allí sobre las diez y media, después de pasar un par de horas ensayando en el garaje de los hermanos Todd (que más tarde lo confirmarían) en su casa cerca de Sainte Claire. Después, antes de regresar a casa, había decidido pasarse a visitar a Chucks, cuya casa quedaba de camino a Saint-Rémy.

Aparcó la motocicleta en la calle y entró hasta la casa, ya que contaba con una llave.

—Me la dio él mismo hace un par de meses —aclaró ante la pregunta de la jueza. Y Miriam y yo lo escuchamos todo sin hacer una sola pregunta. Nos las reservábamos todas hasta llegar a casa.

Llamó al timbre de la puerta principal, pero al ver que Chucks no contestaba, abrió y entró. Entonces fue cuando escuchó a Lola gimiendo desde alguna parte en el jardín trasero. Salió afuera, pensando que quizá Chucks estaba allí tomando un vaso de vino al fresco, y entonces vio que Lola ladraba en la zona de la piscina. Y al acercarse, detectó aquella sombra flotando entre dos aguas.

—Por un instante pensé que estaría buceando, que saldría en cualquier momento, pero entonces me di cuenta de que estaba muerto.

Se lanzó a la piscina en su ayuda, pero solo consiguió sacar su cabeza y hombros y apoyarlo en las escaleras. Después, asustada y desesperada, intentó llamarnos a casa, pero su teléfono se había estropeado con el agua. Buscó un teléfono en la casa de Chucks, pero no encontró ninguno (Chucks solo tenía móvil y lo habían encontrado en su bodega). Entonces salió en busca de ayuda. Llamó a la primera puerta que encontró, la casa de los siguientes vecinos (los Dodeur, a quienes agradecimos su ayuda más tarde), y fueron ellos los que llamaron al número de emergencias.

Después de una corta deliberación en la biblioteca, la jueza Bovair nos informó de que la policía técnica no había encontrado ningún indicio «superficial» de delito. Las primeras investigaciones parecían apuntar a una «muerte accidental», aunque se haría un análisis forense en profundidad. Podíamos marcharnos a casa, pero no debíamos abandonar el país mientras se esclarecían los hechos y los forenses emitían un informe definitivo. Mientras tanto, decretó el sello policial sobre el lugar y se nos ordenó a todos salir de allí.

Según salíamos por la puerta, vimos a los hombres de la ambulancia empujando la camilla con el cuerpo de Chucks. La habían subido por uno de los laterales de la casa, quizá con la intención de que no lo viéramos, pues aquella bolsa era una imagen escalofriante. Nos quedamos los tres, Miriam, Britney y yo, mudos. Yo necesité apoyarme en Miriam para no irme de bruces contra el suelo.

Los gendarmes iban a llevar a Lola a la perrera municipal, pero insistí en quedárnosla nosotros. Era lo menos que podía hacer después de todo. La metí en uno de los coches patrulla. En el otro se montaron Britney y Miriam. La ambulancia encabezó la comitiva y salimos de allí bajo la mirada de vecinos, curiosos insomnes y algún periodista local.

Llegamos a casa sobre las dos de la mañana, destrozados, pero nadie tenía sueño. Miriam hizo té, yo saqué una botella de Tullamore Dew del armario y Britney se limitó a obedecer a su madre y beberse un vaso de agua con una pastilla de valeriana. Salimos a la mesa del jardín porque yo quería fumar. Lola se arrulló bajo la mesa, a nuestros pies, y entonces le pedimos a nuestra hija de dieciséis años las explicaciones que nos faltaban para entender aquello.

—Explícanos qué hacías en casa de Chucks esta noche.

3

Britney nos contó que ella y Chucks se veían «en secreto» desde hacía meses. Bueno, eso ya nos lo habíamos imaginado. Se habían topado de casualidad en marzo de ese año, un día que había ido con los hermanos Todd a ver una banda tocar en el Abeto. Ese día Chucks estaba por allí tomando una copa y la reconoció en el acto. Chucks había sido siempre un personaje maldito en casa (gracias a todas las veces que Miriam había soltado pestes sobre él) y desde que vivíamos en Francia, Britney no había estado con él ni una sola vez, aunque por supuesto sabía de su existencia. Miriam insistía en que un exyonqui no era la mejor influencia para Britney en aquellos momentos en los que tratábamos de crear una imagen saludable de la vida. Y supongo que eso despertó una especie de oscuro magnetismo en Britney.

Después del concierto, cuando los Todd se hubieron marchado, Chucks la invitó a cenar y se pasaron un par de horas hablando. Eran esos días en los que Britney estaba que trinaba con Francia, y encontró en Chucks un canal donde soltar todas sus frustraciones (ya que había aprendido que Miriam y yo solo le decíamos «aguanta»). Se cayeron bien, así que Chucks y ella intercambiaron sus números y quedaron en verse otro día. Además, estaba el tema de la música. ¿Qué cosa mejor puede soñar una banda de adolescentes que contar con el consejo de una vieja estrella? Chucks se ofreció a ir al garaje de los Todd y verles actuar.

—Él me dijo que no le parecía bien hacerlo a vuestras espaldas, pero yo le hice prometer que no os diría nada. Os lo juro. Fui yo quien le hizo prometer que guardaría el secreto.

Después de sorprender a los Todd el día que apareció con Chucks Basil (y que este firmara los 4 LP que tenían de sus bandas), Chucks y Britney mantuvieron esa amistad encubierta. Ella nos decía que iba a ensayar, o a dar una vuelta con la motocicleta, y se acercaba en secreto a la casa de Sainte Claire, donde Chucks le había comenzado a grabar algunas demos.

—No hacíamos nada. Ni siquiera me dejaba probar un vaso de vino, o fumar. Me trataba como a una niña. Como si siempre hubiera querido tener una hija. Un día incluso cocinó para mí. Después empezó a grabarme. Me dijo que tenía una buena voz, pero que debía educarla. ¡Me enseñó un montón de cosas!

Britney no mentía y yo lo sabía. De alguna manera, nada de aquello me sorprendía demasiado. Pero de cualquier forma me reconfortó oír que no había nada más que esa especie de relación de tíos y sobrinos. Por un instante, cuando la vi medio desnuda en el sofá de Chucks, pensé que le mataría a golpes si eso había llegado a pasar. Pero no, demonios, estábamos hablando de Chucks, del bueno de Chucks Basil. No era ningún ejemplo de comportamiento, pero tenía un corazón debajo de aquella piel tan dura.

Era noche cerrada cuando Britney dio por terminado su relato. Los grillos eran el único sonido en el jardín. Miriam, que había dejado de fumar en el año 2003, cogió un cigarrillo y se lo encendió. Yo iba ya por mi tercer vaso de Tullamore.

—¿Tú sabías algo de esto, Bert? Júramelo.

Negué con la cabeza.

—Te lo juro. Nada. Y créeme que me gustaría que Chucks estuviera aquí para poder retorcerle los cuernos por esto. Cuánto me gustaría.

Miriam lanzó una flecha de humo por la nariz.

—Britney, sube a la cama. Hoy no vamos a hablar más.

—No quiero dormir —dijo Britney—, no puedo dormir.

—Sube a la cama —repitió Miriam.

—Déjala, joder —dije con rudeza—. Yo tampoco puedo dormir.

Miriam se levantó en silencio y se fue adentro. Le pedí perdón pero continuó escaleras arriba. Teníamos los nervios deshechos.

Britney volvió a llorar. Yo me rellené el vaso de whisky y lloré también. De otra manera, pero lloré. Lola, a mis pies, dejó escapar un largo suspiro.