I

1

Mi avión tocó tierra en el aeropuerto de Marseille-Provence esa tarde sobre las cinco.

Miriam y Britney me esperaban en la puerta de llegadas. Nos abrazamos en silencio y fuimos al aparcamiento. Nada más llegar al coche, Miriam dijo que conduciría ella. Supuse que no se le había escapado el aroma a alcohol que emanaba por todos los poros del cuerpo. Una cerveza en el vuelo Jerez-Barcelona. Dos más en el aeropuerto del Prat mientras esperaba el avión. Y, finalmente, para coronar la jornada, un par de Jameson’s con hielo en el vuelo Barcelona-Marsella. Me dije que aquello era un fin de fiesta, que me lo podía permitir, pero sabía que estaba empezando a caer en picado, y Miriam tuvo a bien recordármelo aquella tarde.

—Llevas una semana bebiendo sin parar. Y he encontrado esto.

La «caja de trucos» se deslizó por la mesa del salón hasta tocar mi codo. Debí de haber bajado la guardia escondiéndola y Miriam la había encontrado.

—No voy a echarte una bronca, Bert. Pero sí que necesitamos hablarlo. Sé que es un momento muy duro para ti, pero esto no es la solución.

—No lo es —admití—. Y lo sé.

—¿Y qué vas a hacer al respecto? Tu hija también está afectada y te necesita. No ha parado de tener pesadillas desde esa noche. Menos mal que Elron ha estado con ella estos días. Ha sido una gran ayuda para ella. Pero tú debes mantenerte firme, Bert.

—¿Firme? Parece que no te das cuenta de que he perdido a un hermano. ¿Cómo puedes pedirme que esté firme?

—Al menos evita las pastillas. No vuelvas a eso. Recuerda cuánto te costó salir.

Sí, lo recordaba. Exactamente dos años de reuniones de adictos-a-los-tranquilizantes anónimos. Y unos cuantos miles de libras en psiquiatras y orientadores personales. Fue el precio a pagar por una fama desbordante que no me dejaba trabajar ni dormir ni concentrarme.

—Lo intentaré, Miriam. Eso es todo lo que puedo prometer. Pero me pesa mucho por dentro.

—¿Te pesa?

—La culpa, Miriam. La última vez que vi a Chucks, yendo solo a esa casa tan solitaria… Creo que esa noche debería haber hecho algo más por él.

—¿Por qué dices eso? ¿Crees que Chucks se suicidó?

—No lo sé…

Me levanté para buscar un cigarrillo en mi chaqueta, pero no lo encontré. Me hubiera bebido un sorbito de Tullamore para compensar, pero dadas las circunstancias, abrí la nevera y saqué una Coca-Cola light.

—Le dije a la policía que Chucks no tenía ninguna razón para ello, pero he empezado a dudar de todo. La última vez que hablé con él estaba fuera de sí. Había empezado a ver «cosas», gente que lo perseguía, que hablaba a través de su amplificador.

—Esa historia del atropello, ¿verdad? —Miriam debió de ver mi cara de asombro—. No te preocupes. A Jack Ontam se le escapó en Londres, pensó que ya me lo habías contado.

—Joder con Ontam. Es un transistor andante.

—Al menos me alegro de saber la verdadera razón por la que te levantaste de la mesa aquel viernes. Entiendo que no me la contaras. Entiendo tus razones y de alguna manera las agradezco. ¿Crees que hubo algo de verdad en ello?

Después de quince años de matrimonio, Miriam todavía me sorprendía con alguna que otra dosis de absoluta frialdad e inteligencia. Sonreí. De alguna manera fue todo un alivio poder hablar con mi esposa.

—Nadie ha encontrado ni una sola prueba de ello, pero Chucks estaba convencido de que ocurrió —dije—. Después empezó a decir que alguien le perseguía. Se montó una conspiración en la cabeza…

Miriam asintió.

—Leí lo del cibercafé de Kensington en TMZ. Jack cree que Chucks estaba entrando en otra crisis delirante como la de Ámsterdam… Al parecer lo había comentado contigo. Y la idea de enviar a Chucks a ver al doctor Calgari. ¿Llegaste a hablar con Chucks de todo esto?

—Sí… la última vez que estuvimos juntos. Había tenido una especie de revelación sobre el tipo al que se había llevado por delante. Aunque, como todo lo demás, sonaba demasiado improbable. Un periodista francés, un tal Someres. Pero en realidad lo conocía. Lo habíamos conocido juntos una vez hacía mil años, en París.

—Quizá no había otra cosa que hacer, Bert. Quizás estaba perdiendo la cabeza definitivamente… Quizá lo entendió y… quizá prefirió ahorrárselo.

Aquella idea resonó con un terrible eco de realidad en mi mente.

—Joder, Miriam, no digas eso, por favor. Ni lo insinúes.

«Aunque podría ser cierto…».

—No quiero decirlo. Yo tampoco pienso que Chucks se quitara de en medio, Bert. Pero a fin de cuentas, tenía cuarenta y cinco años y un cuerpo machacado, asma y además había tomado un par de Valiums. Tiene todas las papeletas de que fuera un accidente.

—Puede ser…

—¿Puede ser? ¿Y qué otra cosa puede ser?

La miré y estuve a punto de decirle esa «otra cosa» que me rondaba la cabeza, que todavía no era más que una minúscula semilla negra. La semilla de una sospecha.

Pero no dije nada.

Lola empezó a ladrar fuera. Me acerqué a la ventana de la cocina y vi que estaba junto al cobertizo, ladrando a unos árboles.

—Verás… —siguió Miriam—. Hay otra cosa de la que quería hablarte: Britney.

—Adelante.

—Pensaba que quizá deberíamos hablar con un psicólogo o algo así. Ya sabes, por lo de Chucks. Fue un shock bastante fuerte para ella y sigue teniendo pesadillas. Eric van Ern me envió sus condolencias el otro día, y lo comentó.

—¿Que comentó qué?

—Pues que quizá deberíamos estar atentos a Britney. A fin de cuentas, se topó con el cadáver de un hombre. Es algo bastante fuerte.

—Desde luego —dije, un poco arrepentido de no haber caído en la cuenta yo mismo, y un poco resquemado de que fuese Van Ern quien lo hubiera hecho—. ¿Crees que un psicólogo es lo mejor? Ya sabes lo mal que le sienta.

En Londres, tras su aventurilla drogata, habíamos llevado a Britney a un psicólogo juvenil de doscientas libras la hora. La clase de especialista que se dedica a niños ricos con problemas extravagantes. Britney se pasó la hora diciendo que tenía doble personalidad y que oía voces que la animaban a matar a todo el mundo.

—Podríamos esperar un poco —seguí diciendo—. El curso está a punto de acabar y quizá podamos cambiar de aires. Coger el coche e irnos a la Toscana. Algo así.

Lola seguía ladrando a los árboles.

—¿Qué le pasa? —preguntó Miriam.

—Supongo que habrá algún gato por ahí —dije—. ¿Ha empezado a comer algo?

—Ha empezado —dijo Miriam—. Poco, pero come algo.

Lola seguía ladrando con un vigor que me resultó extraño. «Quizá signifique que está saliendo de la depresión. Al menos, uno de nosotros lo consigue».

2

Dicen que el duelo por un ser querido es un proceso en etapas. La negación, la ira, la depresión.

Lloré mucho por Chucks durante aquella semana. Dan Mattieu y Charlie Grubitz intentaron convencerme para ir al Raquet Club a tomar una copa un par de noches. Finalmente accedí y estuve allí, sentado frente a las pistas, recibiendo el inesperado calor y apoyo de muchos de aquellos «nuevos amigos». Incluso los Van Ern, que también aparecieron esos días por el pueblo, nos enviaron una bonita carta de condolencias diciendo cosas emotivas sobre la vida y la muerte.

El miércoles recibí una llamada de la prima segunda de Chucks, Mary Jane Douglas Basil, desde Dublín. Mary me contó que había asistido al funeral con Keith, su marido, pero que no me encontró. Lloró por teléfono un buen rato, lamentándose de la vida poco cristiana que su primo segundo había llevado, pero alegrándose de que al final estuviera cerca de algún amigo. Después pasamos a los temas prácticos y me preguntó si sabía algo sobre el testamento de Chucks. Mis ojos se pusieron como platos al escucharla hablar.

—No sé si lo hemos entendido bien del todo… pero el abogado de Chucks nos dijo que te habían convertido en una especie de testaferro.

Alucinado con aquello, llamé a Jack Ontam y localicé al abogado de Chucks en Londres, Leslie Lavender, que me indicó que, en efecto, había un testamento, registrado por Chucks cinco años atrás, inmediatamente después de divorciarse de Carla, su última esposa. Carla y los familiares irlandeses de Chucks habían pedido su lectura esa misma semana, y se habían encontrado aquella pequeña sorpresa: mediante una fórmula legal, Chucks había nombrado dos comisarios de toda sus pertenencias: Miriam y yo.

—Básicamente, Chucks os da el poder de repartir su herencia. O quedárosla, si así lo quieres.

Yo sabía que Chucks no era tan multimillonario como la gente pensaba —sobre todo después de unos años de sequía creativa y algunos excesos y malas aventuras financieras—, pero que tenía dinero suficiente para vivir muy bien el resto de su vida. Unos meses más tarde sabría que su herencia se elevaba a tres propiedades (su villa provenzal, un apartamento en Londres y la casa de Cádiz), cuatro coches, una lista de valores y posiciones bancarias que sumaban unos cuantos millones de libras y los derechos de explotación de todos sus discos, DVD, letras, etcétera…, a lo que había que sumar su seguro de vida, de otro millón de libras, que también quedaba incluido como parte de la herencia. Y además estaba su magnífica colección de instrumentos musicales, que sin haber tasado, seguro que superaba el medio millón. Vamos, que resultó tener más pasta de la que pensaba.

Recibí otro par de llamadas de Mary Jane y su marido, que atendí con la educación justa para comunicarles el estado de las cosas y decirles que todavía no estaba listo para pensar en la partición de la herencia, pero que les llamaría en cuanto hubiera tomado una decisión. Internamente no quería quedarme con nada excepto la casa de Cádiz, y solo para conservarla igual que hasta entonces, como Villa Soledad. El resto se lo hubiera dado a Carla, a la regordeta Mary Jane y a la caridad, pero Miriam, esa noche, me aconsejó que dejase pasar un tiempo, seis meses al menos, hasta que mi cabeza estuviera lista para pensar. «No te precipites, y de todas formas todo el mundo puede esperar seis meses o dos años». Estuve de acuerdo. Hasta entonces, a efectos legales, me convertía en el administrador único de la pequeña fortuna de Chucks. Lavender me envió una copia certificada para poder hacerme con sus asuntos en Francia. Entre ellos, recoger las llaves de su casa del depósito de la comisaría de Sainte Claire.

Decidí ir una semana más tarde, el viernes por la mañana, día en que recibí una llamada de la gendarmerie de Sainte Claire informándome de que el sello policial había sido retirado esa misma mañana. De paso pensé en darme una vuelta por la casa de Chucks y empezar a poner cierto orden por allí. Lo primero y más importante era poner a salvo las grabaciones de Beach Ride y enviárselas a Ron Castellito, cumpliendo con las últimas voluntades de Chucks («Si me pasara algo, si algo llegara a pasarme», sus palabras estaban ahí abajo, repitiéndose en mi cabeza como un rosario). Además, pensé que debería localizar a Mabel para limpiar la casa y empezar a recoger la ropa y los efectos de Chucks. Hacer un par de maletas y quemarlas la noche de San Juan.

En Sainte Claire, unos vecinos que pasaban la mañana sentados en unas sillas de mimbre vendiendo mermelada casera me confiaron que Mabel se había puesto a trabajar para otra familia, pero que tenía una sobrina, llamada Manon, que quizás estuviera interesada en el trabajo. Les dejé mi número y les agradecí su ayuda (ahora todo el mundo sabía quién era yo). Después, en la gendarmerie me hicieron entrega de la copia de las llaves que se habían quedado y salí en dirección a la casa de Chucks.

Hacía un día desapacible y el cielo prometía una tarde de lluvias e incluso alguna que otra tormenta eléctrica. La casa de Chucks me recibió aterida, sombría y silenciosa. Al entrar y cerrar la puerta tras de mí, el ruido de los goznes reverberó por el amplio recibidor, subió las escaleras, se escapó por los salones vacíos, pero llenos aún de las cenizas de una vida recién extinguida.

¿Por qué nadie avisa a los carteros? Las cartas a un muerto son dolorosas para quien ha de recogerlas, abrirlas… Y las cartas para Chucks habían seguido llegando al número 17 de la Rue de la Lune, en Sainte Claire. Estaban esparcidas por el suelo ajedrezado, a la altura del pequeño tragadero de la puerta. Las recogí y las coloqué sobre la mesa. Una de ellas era del doctor Sauss, el dentista de Saint-Rémy al que nosotros también acudíamos. «Es hora de que se haga la revisión dental, señor Basil».

«Ya no necesitará más revisiones», pensé estrujándola entre las manos.

La casa olía a cerrado y a rancio. Surqué el pasillo en dirección a la cocina. En la nevera, un trozo de carne había empezado a oler. En un frutero se apilaban las naranjas cubiertas de moho. Una caja de dónuts a medio terminar atraía una fiesta de moscas y hormigas sobre la mesa. Eso me hizo pensar que la muerte es así, que llega cuando le da la gana aunque todavía te queden un par de dónuts por comer, o un disco por grabar.

Encontré una bolsa de plástico y me hice cargo de todo aquello.

Después abrí las puertas de la terraza para que entrase el aire y limpiara aquel olor. Salí y me fumé un cigarrillo mientras contemplaba el jardín y los bosques del fondo. Había comenzado a llover y un viento silbaba desde el sur, como el mensajero de una guerra. Un poco más abajo, la piscina donde Chucks había dicho adiós a todo estaba cubierta por una lona azul, supuse que habría sido cosa de la policía científica.

Traté de imaginarme el momento. Su último momento de soledad bajo el agua. ¿En qué pensaba un hombre cuando estaba a punto de decir adiós? «¿Cómo fue tu último minuto, Chucks? ¿Miraste las estrellas y pensaste en Linda?».

Terminé el cigarrillo y cerré las puertas de la terraza por miedo a que el viento las cerrase y rompiera algún cristal. Después bajé a la bodega, a cumplir la misión que Chucks me había asignado.

El espacio del estudio estaba dividido en tres habitaciones. Un recibidor de paredes de piedra con un sofá, una pequeña estufa de leña y una alfombra. Chucks había vivido casi más tiempo allí que en el resto de la casa. Había algunos víveres apilados a un lado, latas de cerveza, paquetes de cigarrillos y una docena de paquetes de salchichas polacas Druwel (el snack favorito de Chucks, que podía llegar a alimentarse de ellas durante días). Además, había un par de camisetas tiradas por el suelo, calcetines y una zapatilla deportiva cuya pareja parecía haberse escondido en alguna parte. La siguiente sala era la cabina de grabación. Un espacio pequeño panelado en madera clara, dominado por la gran mesa de mezclas, los racks de ecualizadores y compresores… y el Mac frente al cual estaban las dos cómodas butacas de cuero en las que Chucks y yo nos habíamos pasado tantas horas escuchando el progreso de Beach Ride aquel año. Frente a la cabina, a través de una gran ventana, se veía el estudio sumido en la penumbra. Una gran sala de casi treinta metros cuadrados que en sus tiempos albergó una buena bodega de vinos. Jean Pettite, el ingeniero que la construyó, había dejado parte de la bodega intacta para la grabación de percusiones. El resto era una habitación alta, de unos cuatro metros, dividida por paneles móviles, entre los cuales descansaban los amplificadores, las guitarras y los bajos de Chucks.

Me senté en el sofá de cuero más cercano al Mac. Acerqué uno de los ceniceros y le di candela a otro Marlboro. Mientras tanto, escuché el ventilador funcionando dentro de la caja del ordenador y me di cuenta de que se había quedado encendido todo ese tiempo. Apreté la barra espaciadora y apareció ante mí la pantalla de log in. Me sabía la contraseña del iMac porque muchas veces había ayudado a Chucks en alguna grabación y me tocaba desbloquear el ordenador mientras él estaba tocando algo. Chucks me la había hecho memorizar: «LolaKinks1978», y la introduje y el ordenador me mostró la desordenada pantalla principal de Chucks, donde había algunas ventanas abiertas. Una de ellas era el explorador de Internet y pude ver la mitad de una fotografía mirándome desde una página web. Una fotografía que reconocí de inmediato, al tiempo que notaba un escalofrío recorriéndome la espalda.

«Daniel Someres, el periodista polémico», rezaba el titular de la noticia.

Recordé aquel mensaje de Chucks que había leído en el hotel de Ámsterdam. «He estado investigando…», y me di cuenta de que aquellas habían sido realmente sus últimas palabras.

Permanecí en silencio, observando el retrato de aquel muchacho de cara pálida, sonrisa forzada, pelo rubio lacio y un cuello delgado que surgía de una camisa con chaqueta. En otra foto aparecía acompañado de dos policías que lo llevaban esposado a un coche.

El periodista de investigación marsellés es detenido mientras intentaba infiltrarse en una reunión privada del G-8 en Niza.

Conocido por sus métodos de investigación, criticado por unos y alabado por otros, Daniel Someres es un personaje que a nadie deja indiferente. En sus libros, cuyas ventas se mantienen gracias a una ferviente comunidad de fans, habla de un mundo de manos negras, conspiraciones, asesinos «legales» y proyectos de control mental.

Su catapulta para el éxito fue Territorio esvástica, donde narraba sus experiencias como infiltrado en un grupo nazi en Leipzig durante casi catorce meses, en el que llegó a presenciar el asesinato de un indigente de nacionalidad polaca y por cuyo testimonio fue llamado a declarar por la policía alemana en 2011. Más tarde, siguiendo una pista que aseguraba haber encontrado durante sus meses como «topo» en el grupo ultra Juggernauts, se obsesionó por «los ataques de falsa bandera», escribió y codirigió el cortometraje Operación Gladio, en el que insinuaba una participación activa de algunos gobiernos europeos en el «sabotaje sistemático de elementos subversivos» mediante acciones violentas en manifestaciones con el fin de provocar movilizaciones policiales masivas.

La noticia era de 2012 y había otras, hasta diez ventanas abiertas que Chucks debió de estar leyendo en los últimos días de su vida. Era todo basura conspiranoica, casi rozaba la ciencia ficción. Foros en los que se trataba de desmontar el 11-S, la muerte de Bin Laden y otras cosas por ese estilo. Uno de ellos hablaba de la muerte de Someres. Lo llamaban «limpieza de libro» y lo relacionaban con la muerte de Diana de Gales y unos miniexplosivos que provocan accidentes de tráfico sin dejar huella.

«Bufff».

Otra página hablaba de un proyecto de control mental de la CIA llamado MK-Ultra y su probable relación con un hombre conocido como Padre Dave. Ese nombre me sonó de las noticias de hacía un par de años. Algo relacionado con unos asesinatos en la Guayana Francesa que había saltado en las noticias. Pero esta no parecía tener relación alguna con Someres.

Me dije que lo único que estaba claro era que Chucks había encontrado un filón para su personalidad compulsiva-obsesiva. Y pensé en las palabras de Miriam unos días atrás: «Quizá se dio cuenta de que estaba perdiendo la cabeza…».

Fui cerrando las ventanas del explorador de Internet. Cada una que cerraba lograba liberar una tensión que me había hecho comenzar a apretar los dientes. Estaba a punto de terminar mi limpieza cuando la última de aquellas páginas web apareció ante mis ojos. Era la fotografía de un hombre negro. En realidad, la fotografía estaba centrada en su cabeza, rapada posiblemente con la intención de permitir distinguir una serie de cicatrices horribles que alguien, una torpe cirugía, le habían provocado por todo el cráneo. En el pie de la imagen se leía: «Este hombre haitiano sobrevivió a una de las terribles torturas practicadas por el Padre Dave en los años ochenta y noventa. Las cicatrices dejan adivinar los salvajes métodos de “limpieza mental” empleados en el llamado Hospital de la Jungla del Padre Dave».

«Las cicatrices —pensé recordando mis sueños—. Las cicatrices».

¿Fue Chucks el primero en mencionarlas? Era incapaz de recordarlo, pero estaba seguro de que las había visto en mis propios sueños. Al menos en el último, que tuve en Cádiz. En él Chucks tenía la mitad de la cabeza plagada de esas extrañas marcas… pero todo eso no eran más que pesadillas, pensamientos apestados que se contagiaban de cabeza en cabeza…

Di el último clic al ratón y acabé con aquello. Había logrado ponerme los pelos de punta.

Fuera sonaba la tormenta.

Recordé un pequeño escondite donde Chucks solía guardar hierba. Se la compraba a precio de oro a uno de esos moteros que solían parar por el Abeto Rojo y ni siquiera era muy buena, pero servía para aliviar alguna que otra tarde aburrida en la Provenza. Pensé que me vendría bien un poco de Paz Mental antes de comenzar a trabajar, así que entré en la sala de grabación y caminé en penumbra hasta la parte trasera de un amplificador Blues Fender Junior edición especial Cannabis Rex (el nombre no era coña, el altavoz estaba fabricado con cáñamo). Metí la mano por detrás hasta que palpé una bolsita de plástico. Allí había por lo menos cuatro o cinco preciosos cogollos. Dentro de la bolsa encontré también un grinder y algunos papeles. El Kit del Buda Feliz de Chucks Basil. Bueno, pues ahora haría feliz al señor Bert.

Después de prepararme la medicina, de encenderla y ahumar mis pulmones con aquella dulce sustancia, me puse manos a la obra. Durante las siguientes dos horas estuve escuchando las demos y mezclas finales de Beach Ride, y echando alguna lagrimita también. La única versión del tema «Time Waits for No One», de los Stones, me erizó la piel. Pero todavía no había visto nada.

Chucks hacía copias de seguridad de todo, y tenía una carpeta llamada «finales», donde iba colocando las mezclas que le gustaban. Esas eran las que enviaría a Castellito en el transcurso de la semana siguiente. Pero además tenía una carpeta de «Experimentos, noches largas y brujería» en la que guardaba ideas, bocetos o largas noches de experimentos con guitarras y pianos. Encontré una carpeta llamada «visitante X» y ya no me quedaba duda de quién era esa visitante. Dentro había tres canciones cantadas por Britney. Una de ellas era «Black Bird» de los Beatles. Chucks había grabado un par de instrumentos (la guitarra original de McCartney y una mandolina) y la voz de Britney en crudo. Y la grabación era inmensa. Dicho por el padre de la niña, que además llevaba medio canuto a cuestas, pero era inmensa.

Escuché «Black Bird» unas diez veces y me emocioné. Aquella canción tenía una historia que Chucks había recordado y yo no. Y no sé si se la habría explicado a Britney, pero mi hija le hacía honor al viejo tema de los Beatles. Y por primera vez pensé que quizá Britney tuviera razón queriendo dedicarse a la música.

Después de acabarme el canuto encontré otra cosa. Dentro de la carpeta de experimentos, había otra llamada «guitarras sábado noche»: era la grabación de guitarras en la que Chucks aseguraba haber «capturado» las voces de aquellos intrusos imaginarios. Volví a reproducirla y traté de recordar el minuto y el segundo en los que Chucks me había dicho que sucedía. Escucharlo todo sería demasiado largo (horas: para cada una de sus canciones probaba guitarras, amplis y configuraciones de efectos hasta la saciedad), así que fue más fácil dar con ello fijándome en las «gráficas» de sonido capturado del ordenador. Había, básicamente, un momento en que se producía un gran silencio. Moví el ratón hasta allí y di al botón de reproducir. Escuché un poco de música y de pronto una especie de interferencia, un zumbido. Chucks la oía también y dejaba de tocar. Y entonces, muy lejos, se oían aquellas voces hablando en francés, pero no se entendía ni papa.

Subí el volumen hasta casi el 10 y aquel ruido cobró una fuerza monstruosa a través de los altavoces Equator de la cabina de grabación. El ruido del acople y el zumbido eléctrico del altavoz casi me ensordecieron, y las voces de aquellos hombres se entrecruzaron en un par de rápidas frases que seguía sin poder distinguir. Después bajé el volumen y mientras lo hacía escuché algo más. Algo que Chucks pasó por alto la noche que me mostró la grabación: se le oía a él murmurar un «Jesús bendito» y dejar la guitarra en su stand.

Fuera lo que fuese lo que Chucks había escuchado, el pobre hombre se había asustado de veras.

Decidí incluir la grabación en el paquete que enviaría a Castellito. Le puse una nota indicando el minuto en el que sucedían aquellas interferencias y una frase: «Se escuchan unas voces saliendo por el ampli. ¿Puedes tratar de limpiarlas?».

Cuando todo estuvo listo, empecé a copiar los gigantescos archivos del ordenador de Chucks a un disco duro portátil que había traído. Pensaba llevarme el ordenador en el coche y quería estar seguro de tener una copia de seguridad de todo antes de moverlo.

Mientras esperaba, miré el reloj. Eran las seis y media y escaleras arriba se oía ruido de lluvia y viento. Pensé en liarme otro canuto pero decidí que ya había fumado bastante, así que me levanté a por un paquete de tabaco de los de la pila de Chucks («No creo que te importe, ¿no?, viejo granuja»). Me puse el filtro en la boca y me dejé caer sobre el sofá, y entonces algo se me clavó en las posaderas. Algo que había estado escondido entre los dos cojines. Era una caja de CD, de las que ya se veían bastante pocas. La puse frente a mis ojos y reconocí a Chucks en una foto de estudio de por lo menos 1995. Con aquellas pintazas que se llevaban en los noventa. Ojos perfilados con rímel, melena rubia y una camisa blanca desabrochada. Su vieja guitarra Guild en bandolera. Era su primer disco en solitario, Love Harvest, que contenía «Una promesa es una promesa», la balada, más bien ñoña, que lo aupó al éxito de masas. Que lo convirtió en el Chucks de las universitarias, las abuelas y las amas de casa.

«Una promesa es una promesa», parecía decirme Chucks a través de los tiempos, con su bonita sonrisa de gran divo del rock. «Y no la puedes dejar atrás».

Y recordé de pronto aquel sueño que había tenido en la casa de Cádiz, en el que Chucks se me aparecía en sueños, tumbado sobre mi pecho, diciendo «una promesa es una promesa», pero había algo más…

«Mira hacia atrás, Bert».

El momento, que casi había olvidado, volvió a mí. El sol había dado la vuelta por debajo del mar y volvía a asomarse por el este. La botella reposaba vacía junto al sofá y tenía la garganta seca como un desierto. Acababa de tener aquel sueño y me había despertado. Por un instante pensé que Chucks estaba allí, en algún sitio de la casa. Y dije en voz alta: «¿Qué me querías decir, Chucks?», pero después volví a dormirme.

«Mira hacia atrás».

Di una calada al Gauloises y expulsé el humo lentamente mirando la portada del disco. «¿Te referías al disco? Ya está a salvo, Chucks. ¿Era eso? ¿Pero qué querías decirme con “Mira hacia atrás”?».

«Una promesa…».

Chucks sentado sobre mí, con los ojos puestos en la mesa. «Mira hacia atrás», decía mientras se frotaba las sienes, como si estuviera concentrándose en algo. Miraba hacia delante, hacia la mesa. ¿Qué miraba? En la mesa no había nada.

«Espera…».

Nada excepto mi teléfono.

La idea me cruzó la mente como un rayo quebrando el silencio del cielo, uniendo un montón de pequeños pensamientos y conformando una idea sólida como una roca. No voy a negar que la marihuana tomó parte en aquel alarde creativo, pero ¿y si tuviera razón?

Me puse en pie y regresé a la cabina de grabación. Allí, la copia de los archivos seguía en curso. Mi teléfono estaba junto a la mesa de mezclas. Lo tomé y me dejé caer en la butaca.

«Mira hacia atrás. Una promesa es una promesa». Eso fue lo último que le prometí. No que salvaría el disco, sino que investigaría sobre Daniel Someres.

Miré hacia atrás, tal y como Chucks me había pedido. Atrás en el teléfono. Atrás en la lista de mensajes sin abrir. Chucks había muerto el día 5 de junio y desde esa noche los correos sin abrir se acumulaban uno detrás del otro. Fui hacia atrás hasta esa mañana en la que yo no me había despertado hasta las doce (gracias a mis queridas Dormidinas) y allí estaba, algo que posiblemente habría pasado desapercibido. Algo que habría olvidado de no haber sido por Chucks: un mensaje de Mark Bernabe titulado «Sobre Daniel Someres» que mi agente había enviado al día siguiente, tras nuestra conversación telefónica desde Aix.

Casi me reí de la mezcla de miedo y sorpresa que supuso encontrar aquello. («¿Era esto, Chucks? ¿A esto te referías?»). Y con el corazón latiéndome a mil pulsaciones por minuto abrí el mensaje de Mark.

Querido Bert:

Acabo de colgarle el teléfono a Anne-Fleur, la agente de Daniel Someres. Parece que todo ha sido una pequeña tragedia. Debió de dormirse al volante, o perder el control, y se salió por una curva bastante mala de las Corniches. El coche quedó hecho una chatarra. Al parecer, iba a darle una sorpresa a su hermana, que vive cerca de Niza, o al menos esa es la teoría que se ha montado, porque llevaba un par de meses desaparecido. (???).

Anne-Fleur dice que tenía una respuesta automática activada en su e-mail que decía (copio y pego):

«Hola, gracias por tu correo. Estoy trabajando en una nueva investigación y no podré leerlo en unas semanas. Para asuntos relacionados con mis libros, ponte en contacto con mi agente Anne-Fleur…».

Ya ves, toda una muerte misteriosa para un autor de misterio. Aunque según Anne-Fleur, Daniel solía desaparecer a menudo. Debía de sufrir algunos problemas mentales y últimamente las ventas de sus libros no iban precisamente bien. Ella no descarta nada. (A buen entendedor…).

Oye, ¿de qué va todo esto? ¿Estás planeando una nueva novela? Si necesitas más información ponte en contacto con su hermana. Se llama Andrea Someres y vive en Cap-d’Ail, a unos kilómetros de Mónaco. Trabaja en una tienda de ropa llamada Look. Esto me lo ha dicho Anne-Fleur en plan colega, pero solo si no la nombras.

Y yo negaré haberte dicho nada, claro.

Bueno, aclárame cuanto antes este misterioso interés por Someres.

Un abrazo,

MARK

«Me vuelvo con mis fantasmas» fueron las últimas palabras que dijo Chucks. Y yo creía en los fantasmas. Claro que sí. Creía que Chucks había venido para decirme algo, para decirme que las cosas no habían terminado.

Que él no estaba en paz.