II
1
Conduje de vuelta a Saint-Rémy, muy despacio y en silencio. Había dejado a Chucks en su sofá del salón, con un vaso de agua, un par de Valiums y Lola echada a sus pies. Y al verlo allí, con su clásica postura despatarrada, no había podido evitar pensarlo: «Joder, Chucks y los problemas». Y me lo reproché a mí mismo porque era la clásica frase de Miriam sobre Chucks: «Chucks, el imán de los problemas».
Y entonces pensé en Miriam, y lo que pasaría si Chucks realmente había matado a un tipo con su coche y todo terminaba saliendo a la luz.
Durante muchos años habíamos tenido lo que yo llamaba pax romana entre Miriam y Chucks, sobre todo al mudarnos a la Provenza y dejar Londres, pero todo se fue al traste cuando, un buen día, hacía exactamente un año, Chucks se mudó a Sainte Claire «por sorpresa».
Todavía puedo verla ese día, tan bella y enfadada, apoyada en el mostrador de la cocina con un cuchillo de cortar pescado en la mano.
—Júrame que tú no has tenido nada que ver.
—No he tenido nada que ver. Ni siquiera había venido por aquí. Se compró la casa a través de un agencia, por Internet.
Era la noche de un largo día en el que Chucks había aparecido por Saint-Rémy «de visita», según él. Dijo que iba a pasar el fin de semana fuera de Londres. El muy capullo lo había planeado todo como una broma.
Miriam se había «fugado» con Brit a Nimes, de compras y con la intención de no cruzarse con él en todo el día. En cambio, tengo que admitir que yo estaba entusiasmado con volver a ver a mi amigo.
Nos fuimos de paseo por las montañas de Grambois, comimos en un restaurante, bebimos una botella de vino y me contó las noticias del disco. Fue la primera vez que me habló de «Beach Ride», un tema que había compuesto en una playa colombiana, ese verano. «Tiene el aroma y la fuerza de las grandes canciones de los setenta, tío. Y ha sido como un tronco del que han ido surgiendo el resto de las canciones. Está lleno de maldita vida, joder».
Después me dijo que debía enseñarme algo «muy especial». Y me llevó hasta Sainte Claire, un pueblo que solo había visitado cinco veces en el año y medio que Miriam, Brit y yo llevábamos viviendo en la Provenza. Yo pensaba que se trataba de una chica. Alguna francesita loca que ahora sería su novia o algo así. Entonces frenó su coche frente a aquella casa que apareció entre los pinos del camino.
—¿Qué coño es esto, Chucks?
Y el muy cabrón se empezó a reír y me dijo:
—Mi nueva casa, Bert. ¿Qué te parece? Ahora somos vecinos.
Aquello me llenó de alegría. Chucks era lo más parecido a un hermano que he tenido jamás. La persona más divertida (o al menos con la que yo me divierto más) del mundo. Me gustaba salir de copas con él, ver películas con él, incluso perseguir un erizo era una actividad divertida si lo hacías con Chucks. Y en nuestra nueva vida provenzal, después de casi quinientos días en aquellos idílicos valles, aún no había encontrado algo semejante. Y Chucks venía a tapar el hueco. ¡Sí!
Pero, claro, también me preparé para la increíble tormenta que aquello iba a desatar en Miriam. Chucks y la gente como Chucks eran una de las «grandes» razones para haber dejado Londres y venirnos a vivir al sur de Francia. Alejarnos del «monstruo» y aposentarnos en los lomos de los ángeles franceses. Empezar una nueva vida. Una vida limpia, rodeados de montañas, lavanda, deportes y amigos con camisas de cuadros que salen a celebrar la fiesta del vino. Era su gran proyecto de higiene mental para 2014 y los años posteriores. Y Chucks venía a joder todo el asunto de una manera fastuosa.
—No es bienvenido. Quiero que lo sepa, díselo.
—Miriam, tiene todo el derecho a mudarse donde quiera.
—Pero no quiero que aparezca por casa. Britney lo está empezando a «llevar bien» ahora. Es un momento delicado y no quiero que Chucks le influya negativamente.
Bueno, Britney era el otro problema de la ecuación, claro. De hecho, era también la razón de todo. Britney, mi preciosa niña de dieciséis años que quería ser cantante de rock como Chucks. Que era una rebelde sin causa y que había fumado heroína en un papel de aluminio, durante una fiesta en una casa de Brixton, y se había desvanecido en una cama piojosa.
—Justo ahora, no. Chucks trae problemas. Siempre los ha traído. Acuérdate de Linda…
2
Encontré a V.J. en su puesto, en la pequeña gendarmerie local de Saint-Rémy; un estrecho edificio frente a la plazuela del pueblo, que compartía espacio con algunos negocios para turistas, una tienda de delicatessen y un despacho de vino. Según entré por la puerta, le vi comiendo el segundo croissant de la mañana, acompañado de un café en vaso de cartón y el último libro de Benjamin Black.
Al oír mi toc, toc en la puerta, V.J. sonrió debajo de su pequeño mostacho y me ofreció una silla.
—¡Amandale! Pase, siéntese —dijo levantando el libro—. ¿Lo ha leído?
Vincent Julian era la estampa del clásico gendarme francés que yo habría imaginado para una novela. Cincuentón, con un mostacho canoso y una sonrisa amable. Casi le pegaba más trabajar en un estanco que en una comisaría. Sus funciones como policía en Saint-Rémy se limitaban a organizar el tráfico en la feria del vino, multar a algún turista mal aparcado o dar clases de educación vial en el colegio del pueblo. No obstante, era una gran lector de archivos policiales y eso le había dado una buenísima base para los cuentos de detectives que solía escribir.
—Tengo la novela casi acabada —me dijo nada más sentarme en la silla—. Me encantaría que usted la leyera. ¿Cree que tendrá tiempo para ella? Al menos las primeras cien páginas.
—Claro, V.J. —le dije—. Lo haré con mucho gusto. ¿Resolvió el asunto del revólver que desaparecía y volvía a aparecer?
—Sí, bueno, espero que le guste la idea.
—Seguro. Páseme el manuscrito en cuanto lo tenga listo. Aunque deberá tener paciencia: mi francés no es para lanzar cohetes.
—Lo haré. Lo haré. Pero siéntese. ¿Cómo va su libro? ¿Quiere un vaso de agua? ¿Una tónica?
—Nada, gracias. La novela va bien —mentí, pero ya estaba acostumbrado a no cargar a nadie con mis problemas—. Estoy más o menos en la mitad.
—¿Me sigue prometiendo que seré el primero en leerla?
—En canutillo de plástico, V.J. Tiene mi palabra. Pero yo en realidad venía con una pregunta esta mañana. ¿Han tenido que atender algún accidente grave últimamente? ¿Algo en la carretera que va a Sainte Claire?
V.J. frunció el ceño al escuchar mi pregunta y después sonrió. No era la primera vez que le preguntaba algo sobre la actualidad policial de la zona. Cuando un escritor conoce a un policía, no tarda en empezar a tirar de la cuerda.
—No me suena de nada. Déjeme ver.
Tecleó en su ordenador y escrutó los resultados de la pantalla con el ceño fruncido de quien comienza a necesitar gafas. Una muñeca que representaba una bailarina tailandesa se meneó sobre el monitor.
—El último incidente que tenemos —dijo mirando su pantalla— fue hace tres semanas. Un camión de fardos de paja se volcó en una curva. Y en la D-952, el lunes pasado, una pareja se salió de la carretera en su motocicleta. Se hicieron unos bonitos arañazos, pero nada más.
Junté los dedos de las manos y comencé a hacer un gesto de abrir y cerrar, pensando.
—¿A qué viene está curiosidad, Monsieur Amandale? —dijo V.J. entonces—. ¿Datos para una historia?
—No… Bueno, en realidad, un amigo me dijo que le había parecido ver luces y sirenas la noche del jueves —dije sonriendo—, pero que después no había salido nada en los periódicos. Por eso la pregunta.
—Claro. Bueno, es extraño. Quizá fueran los bomberos de Arlés. A veces se caen ramas en la carretera o alguien atropella un jabalí, pero esas cosas menores no constan en el ordenador. Si quiere, puede consultar con la comisaría en Sainte Claire.
—No, déjelo, V.J. En realidad, era simple curiosidad, pero si se entera de algo, acuérdese de mí. ¿De acuerdo?
—Lo haré, monsieur. Pero ¡quiero salir en los agradecimientos si alguna vez esto se convierte en un libro!
Me reí. No sabía si estar aliviado o preocuparme más. ¿Chucks estaba inventándose todo aquello de pronto? Y si no: ¿dónde se había metido aquel «muerto»?
3
Llegué a casa cuando el reloj de mi Alfa Romeo marcaba las 12:32. Vivíamos en una preciosa villa a dos kilómetros del pueblo. Los lugareños la llamaban la «villa de los manzanos» por la profusión de frutales que salpicaban su terreno. Un edificio sobrio, de paredes grises y un tejado de tejas rojas. Hiedras en las paredes por las que trepaban todo tipo de insectos (incluidos los escalofriantes escorpiones que abundaban en estos lares) y un bonito jardín con una pequeña piscina, elemento casi obligatorio en cualquier maison de la Provenza.
Después de aparcar las compras sobre la mesa de la cocina, salí al jardín y me encerré en mi pequeño cobertizo. Allí tenía mi pequeño despacho. Un ordenador, impresora, conexión a Internet y una sola ventana con vistas a la casa. La luz de la mañana entraba como una flecha, haciendo brillar el polvo como si fuese oro, iluminando los manuscritos, cuadernos de notas, dibujos y otros tantos artefactos de escritor que reposaban sobre una mesa de carpintero. Detrás, a espaldas del sofá de cuero (la única comodidad de mi espartano refugio), se ordenaba una colección de variados aparejos de jardinería. Rastrillos, palas, sacos de abono y mangueras…
El café de la mañana estaba allí, frío, y la rosquilla huérfana sobre el plato. Me senté, me la comí y encendí el ordenador.
Mientras se cargaba, estuve a punto de llamar a Chucks para contarle lo que V.J. me había dicho (y que, desde mi punto de vista, venía a aclarar un poco el asunto), pero pensé que era mejor dejarle descansar.
Una vez que el iMac me mostró el escritorio, entré directamente en la página web de La Provence. Empecé buscando en la sección de sucesos y navegando por la hemeroteca. «Mort en route», «accident», pero aquello no dio ningún resultado, excepto la noticia de un ciclista accidentado cerca de Aviñón seis meses atrás. Después amplié la búsqueda a otros diarios de la zona, hasta los nacionales, con idénticos resultados. Afiné mi mejor francés para hacer una búsqueda más atinada. «Mort en route Saint-Rémy», «accident Sainte Claire», «hit and run»… y después se me ocurrió incluir el nombre de la carretera. ¿Era la R algo, no? Abrí Google Maps y eché un vistazo partiendo desde Saint-Rémy. Allí estaba la carretera, efectivamente, la R-81. Utilicé el nuevo término («R81») en la búsqueda de noticias, pero de nuevo, y dejando aparte la dificultad del idioma, no encontré nada relacionado con un accidente, un muerto o algo parecido en nuestra zona, en los últimos días.
Y entonces… ¿qué? Los muertos no desaparecen así como así…
Traté de escribir hasta las tres de la tarde, hora en la que oí el motor del coche de Miriam. Eso me hizo salir del trance y también darme cuenta de que tenía un hambre voraz: no había probado bocado desde el desayuno. Grabé los últimos cambios en mis documentos y salí en dirección a la casa.
En la cocina, Miriam estaba sacando la compra de unas bolsas de tela. La miré por detrás, en silencio, disfrutando de ella. Su pelo, recogido en un moño de oro, una vaporosa camisa beis que dejaba traslucir un sujetador negro y unos pantalones de color marrón que daban ganas de morder.
—Hola, madre sexy —le dije.
Aquel era nuestro chiste «interno» desde hacía un par de semanas, cuando Britney nos contó que sus compañeros del nuevo colegio rumoreaban que Miriam era una MILF, que es el acrónimo de algo muy pervertido sobre madres que despiertan las hormonas de los adolescentes. «Tu madre es una MILF —le habían dicho—. ¿Está casada o divorciada?».
—Hola, hombre del cobertizo —respondió ella—. ¿Cómo ha ido la mañana? ¿Has comido algo?
—No. Pero he comprado queso y vino para la noche.
Dejó las manzanas sobre el aparador y vino a darme un beso inesperado, ¿porque había comprado el vino y el queso?
—Por eso tu coche está fuera —observó acertadamente—. ¿Qué pasa, no te concentrabas? ¿Has ido a dar una vuelta?
—No, bueno… fui a visitar a Chucks —dije—. Hacía un par de días que no sabía nada de él y hemos tomado café juntos.
La mención de Chucks provocó que las preciosas mejillas de Miriam se encendieran. Sus finas cejas castañas se agruparon en un ceño fruncido y sus ojos marrones brillaron de furia por un instante.
—Ah.
Se dio la vuelta y siguió con lo suyo, en silencio.
—¿Ya has decidido el menú de esta noche? —dije colocándome a su lado y ayudándola a desembalar algunas frutas.
—Lleva decidido una semana, cariño.
«Buen intento, Bert».
—¿Qué tal está? —dijo entonces ella.
—¿Quién? —pregunté.
—Quién va a ser: Chucks.
—¿Chucks?
Miriam asintió con un sonido que delataba cierto embarazo. Lógico porque jamás preguntaba por Chucks.
—Bueno, pues está… bien —dije—. Te manda recuerdos.
—¿Cómo va su disco?
—Pues viento en popa. Pronto lo terminará. Le faltan algunas guitarras, no mucho más.
«¿De qué demonios va todo esto? —pensé—. ¿A qué maquiavélico juego estás jugando?».
—Genial. Tengo… La verdad es que tengo ganas de escucharlo. ¿Sabes que Britney me preguntó por Chucks anoche? Me preguntó por nuestra historia. De cuando éramos jóvenes. ¿Te ha preguntado algo a ti?
—¿A mí? No. Bueno, lo básico.
—¿A qué llamas lo básico?
—Bueno, pues cómo nos conocimos. Y le conté que éramos amigos en Dublín, que tocamos juntos en una banda cuando éramos adolescentes. Pero eso fue hace mucho. En Londres. ¿A qué viene todo esto?
—Eso me pregunto yo también. Pasé por su habitación para decirle buenas noches y de pronto me preguntó por Chucks. Por qué no le veíamos tan a menudo «si es que éramos amigos» y por qué, en cambio, veíamos a toda esa «nueva gente».
—¿Y qué le dijiste?
—Le dije que Chucks era «sobre todo» tu amigo. Que él y yo teníamos visiones muy diferentes de la vida. ¿Tú le has hablado de Chucks recientemente?
—No.
—Bueno, vale. Será una pájara que le ha dado.
—Alguien del instituto le hablaría de él —dije yo—. Hay mucho freak de dieciséis años que conoce a Chucks Basil y supongo que a estas alturas del año todo el mundo se habrá enterado de que vive por la zona. Le habrán dicho algo, yo qué sé.
—Claro.
Miriam había terminado de sacar la compra de las bolsas. La mesa de la cocina estaba cubierta de vegetales, vino, queso, botes de mostaza, lácteos, lácteos, lácteos y varias tarrinas de helado.
—Bueno. Es una pregunta lógica… Quizá, no lo sé. Quizás algún día convenga invitar a Chucks a casa. Tampoco es cuestión de mantener una situación tan poco natural: si es tu amigo, es normal que lo invites a casa, ¿no?
—Claro. Sabes que harás muy feliz a Chucks. Y a mí, por supuesto.
Supongo que había sido suficiente para Miriam. Dijo un «vale» y se puso las manos en la cintura mirando todo aquello que «había por hacer». El gran reloj de la cocina marcaba las 15:12, lo cual nos daba tres horas para a) poner la mesa; b) cocinar la receta de Bruno Loubet (sacada de su libro Mange tout) que Miriam había seleccionado para impresionar a los invitados; c) vestirse, descorchar el vino y preparar el canapé.
4
El buen karma de Miriam respecto a Chucks iba a durar muy poco y todo por culpa de Chucks y la «feliz» idea con la que se despertó de su siesta de cinco horas. Pero ya llegaremos a eso. Primero hablemos de la cena de esa noche, con los Mattieu y los Grubitz, y de lo importante que era para Miriam y para nuestra vida social en Saint-Rémy.
Habíamos llegado a Saint-Rémy hacía un año y medio y la mitad de ese tiempo habíamos sido una de esas «nuevas familias» que llegan a una comunidad pequeña y entran, como se suele decir, en periodo de cuarentena. Todo el mundo es amable contigo, te pregunta de dónde eres y cómo terminaste llegando allí, pero sabes que al mismo tiempo estás bajo la estricta y precisa evaluación de los «moderadores» sociales de tu nuevo entorno. «Los nuevos habitantes de la “casa de los manzanos” ¿de dónde son? ¿Ingleses?». «Dicen que él es un escritor famoso». «¡Ay, Dios! Espero que no sean la clásica pareja que se emborracha y grita por las noches». «¿Se han apuntado al Raquet Club? Pensaba que se necesitaba un avalista. ¿Quién será?».
Antes de dejar Londres, Miriam había trabajado en una de esas minigalerías de franquicia que exhiben arte a precios asequibles, y a través de ella había conocido a Luva Grantis, una pintora afincada en Mouries, a unos kilómetros de Saint-Rémy. Ella fue la que la invitó a la Provenza por primera vez, y gracias a ella —de alguna forma— habíamos terminado todos allí. Pasamos unas cortas vacaciones de verano en la maison de Luva en julio de 2014 y Miriam se enamoró completamente del lugar, de su clima y de la sencillez de aquellas pequeñas comunidades. Y como Londres empezaba a convertirse en un nido de problemas (sobre todo a raíz de las nuevas amistades de Britney), Miriam elaboró este nuevo plan para la familia: «¡Vivamos un año en Francia!». A través de los contactos de Mademoiselle Grantis, encontramos aquella preciosa casa rodeada de manzanos, y un buen colegio donde Britney podría blindar su francés a prueba de balas. Miriam se dedicaría a descubrir artistas y artesanos para su tienda en Londres y yo… ¡qué demonios!, yo era escritor. Se supone que podría trabajar hasta en Alaska.
Los Mattieu (Annete y Dan) y los Grubitz (Charlie y… no me acuerdo cómo se llamaba su señora) eran parte de una «pequeña comunidad de nuevos vecinos» (en el pueblo nos llamaban los Beverly Hills) que se habían asentado en las afueras de Saint-Rémy en los últimos años, principalmente en chalés y maisons de cierta categoría. Miriam había conocido a las dos mujeres a través de una de las actividades municipales que había comenzado ese año: restauración de muebles y antigüedades. Supongo que había echado mano de sus conocimientos de arte para deslumbrarlas y caerles bien, cosa que Miriam sabía hacer de maravilla. Nos invitaron a un par de cenas (primero en la casa de los Mattieu, después una barbacoa en la de los Grubitz) y había llegado nuestro turno. La ocasión de demostrar lo buenos, interesantes y sofisticados vecinos que éramos.
A las cinco de la tarde íbamos por delante del reloj. El plato progresaba adecuadamente dentro del horno. El postre estaba listo y en el congelador. Todo indicaba que aquella sería una exquisita velada con familia y amigos, pero entonces asomaron las primeras nubes de tormenta. Hablo, por supuesto, de la reina de los rebeldes sin causa, la diosa destructora de las convenciones sociales: mi bella hija de dieciséis años. Britney Amandale.
—¡No pienso ponerme ese vestido de monja!
Yo estaba en el jardín trasero, probando las luces con las que engalanaríamos la mesa, cuando escuché su voz, aguda y musical, abriéndose paso a través de la ventana de su habitación. Posiblemente acababa de descubrir el vestido que Miriam le había comprado en una tienda de ropa bastante cara de Arlés.
«Bueno —pensé—, al menos solo ha dicho “monja” y eso ni siquiera llega a la categoría de insulto. Se ve que el colegio francés está teniendo algún efecto sobre ella».
—Además, os dije que no quería estar en la cena.
—¿Sí? —oí decir a Miriam—. ¿Y qué plan tienes exactamente para hoy?
—¿Qué te importa? Tengo mi vida. Tú tienes la tuya.
A pesar de que Britney tiene bastantes cosas mías (el gusto por la música y los platos pesados), también tiene mucho de su madre: básicamente, los genes de alguna sangrienta guerrera nórdica. Mi estrategia cuando discuten es mantenerme alejado, a riesgo de morir agujereado en un cruce de picas.
—Te avisé de que vendría el hijo de los Grubitz, Bastian. ¡Y viene solo porque les dije que tú también estarías en la cena!
—Pues que se aguante. Además, ya sé quién es. Va a mi clase. Es un aburrido de cojones.
—Britney, cuida esa lengua, compañera.
Silencio. Me imaginé el sonido de una espada deslizándose fuera de una vaina.
—¿Sabes una cosa, Miriam…?
Hete aquí, Britney empleando un dardo mortífero. Llamando Miriam a Miriam. Eso solo podía significar guerra total.
—… Estoy harta de que intentes transformarnos a todos en la familia de tus sueños. Ahora la ropa. ¿Qué será lo siguiente? ¿Elegirás a mi novio? ¿Me casarás con Bastian?
—Deja de decir bobadas. Es un vestido negro porque sé que te gusta el negro. Solo que esto es elegante. Pero negro. Pero, en fin, haz lo que quieras. Ponte lo que quieras. Y si quieres, no bajes a la cena, pero no irás a ninguna otra parte.
—¿Eso es? ¿Estoy encarcelada en mi habitación? —gritó Britney, pero su queja coincidió con el portazo que Miriam acababa de dar.
La vi bajar por las escaleras, con un conjunto marrón perfectamente ajustado a su esbelta silueta y las mejillas ligeramente enrojecidas de furia.
—¿Has descorchado el vino? —se limitó a decir—. Es mejor que se vaya aireando.
Yo la tomé por la cintura, frené su avance en dirección a la cocina.
—¿Qué? —dijo, y el fuego draconiano de su ira casi me depila las cejas.
Le sonreí.
—Que estás muy guapa —le dije, e intenté darle un beso.
—Bert, son las cinco y…
La atrapé entre mis brazos y la besé con fuerza. Ese es un terreno donde sé que siempre gano. Miriam se resistió un poco, pero terminó relajando los músculos y dejándose llevar.
—Es imposible. De verdad —dijo al separarse. Los ojos se le habían cristalizado en una lágrima de ira—. Lo intento todo, pero no me deja.
—Déjame a mí —le dije después.
Britney estaba sentada en la cama, de espaldas. Según entré, vi cómo escondía su teléfono móvil a toda prisa. Bueno, eso no tenía nada de raro; seguramente estaría mandando un WhatsApp lleno de ira a alguna amiga de Londres.
—¿Qué quieres? —dijo—. ¿Tú también vienes a convencerme?
—No vengo a nada —respondí—, solo a ver a mi hija. ¿Qué tal el día?
Me acerqué y me senté a su lado. Ese día vestía unos vaqueros negros rotos por las rodillas, un cinturón de tachuelas y una camiseta sin mangas. El pelo rubio suelto por los hombros y un par de lágrimas en las mejillas. El vestido de la discordia yacía extendido sobre el colchón.
—No es tan feo —dije levantándolo en el aire—, un poquito clásico tal vez. Pero una monja no se pone esto, créeme. Bueno, una monja cachonda tal vez.
Britney aguantó un poco, pero terminó cediendo a una sonrisa.
—¿Ni siquiera vas a hacer la prueba?
Negó con la cabeza.
—A mamá se le ha ido la olla si piensa que me voy a poner eso.
Entonces su teléfono emitió un bip, como si alguien le hubiera respondido. Pero ella se reprimió y ni lo tocó.
Miré a la colección de pósteres que ocupaba la pared norte de su habitación. Lo más viejo que había allí era un póster de Nirvana, pero eso daba igual. Con una diferencia de veinte años, era exactamente igual que mi habitación de Londres de los años ochenta, solo que entonces eran The Police, The Cure o Joy Division. En vez de un tocadiscos, ahora era un iPod con altavoces. En vez de una Rolling Stone, era una página de Internet. Por lo demás, todo era lo mismo.
—Bueno, ¿qué tal el colegio?
—Se acaba pronto, gracias a Dios.
Se sentó en la cama, con la espalda apoyada en el cabecero de forja, y dobló las piernas. Tomó el teléfono de forma que yo no pudiera ver nada, y se puso a teclear.
Me quedé callado. Miré el bajo Fender Jazz Bass que reposaba en la esquina de su habitación. Las esquinas rozadas y un par de pegatinas decorando el golpeador negro. Se lo había comprado en Denmark Street un par de años atrás.
—¿Cómo va con Rick y Christine? ¿Para cuándo otro concierto? Nos dejasteis con la boca abierta el otro día.
Rick y Christine Todd eran un par de hermanos norteamericanos que también pasaban una temporada en Francia. Su padre, un ingeniero de telecomunicaciones, había sido trasladado a una filial de su empresa en Sophia Antípolis, cerca de Niza. Y al igual que Britney, ambos tenían grandes planes en la música, de modo que se habían puesto a organizar una banda. Su debut oficial había sido dos semanas atrás, en la fiesta de primavera del instituto, y realmente habían logrado mover de sus sillas a todos aquellos culos cuarentones y cincuentones.
—Aquí no hay «circuito», papá. Este lugar está muerto. Rick y Chris lo dicen también. Ellos, que son de Carolina del Sur, dicen que allí puedes tocar todos los días de la semana en temporada de verano, ¡y ganando dinero!
—Pues aprovecha para ensayar y pulirte. Todavía no eres Glenn Hughes. Y cuando volvamos a Londres romperás la pana.
—Eso es lo que quiero saber: ¿cuándo vamos a volver a Londres?
—Dijimos que hablaríamos al final del verano.
Britney resopló haciendo un ruido con sus bonitos labios.
—¿Qué hay que hablar? Ya está, ya ha pasado. Aprendí la lección. Soy la primera a la que no le gusta vomitarse encima y terminar en un hospital.
—No solo se trata de ti, Brit. Recuérdalo.
—Bueno. Yo os veo bien. No habéis tenido una bronca importante en dos semanas.
No quería reírme, pero me reí.
—Eres la releche, hija mía. Anda, ponte lo que quieras pero baja a la cena. Aguanta el tipo por una noche, ¿vale?
A las seis en punto sonó el timbre y eran los Grubitz y los Mattieu. Les abrí la puerta, cogí sus botellas de vino y la tarta que la señora Grubitz había preparado, y lo llevé todo a la cocina mientras Miriam controlaba esos primeros momentos teatrales en el vestíbulo. A partir de entonces entrábamos en modo «familia feliz y divertida».
—Bert, cariño, ¿por qué no vas preparando unas copas de vino mientras les enseño la casa?
—Claro, amor mío.
—Oh, lo tienes muy bien educado, Miriam —comentó la Grubitz, y todos se rieron.
—Vieja bruja —murmuré con mi acento de Dublín del norte.
Bastian, el hijo «casadero» de los Grubitz, era realmente una estampa desmotivadora. Un chaval de dieciséis años vestido con camisa y jersey. Peinado con raya y con los zapatos tan brillantes como los de un soldado en día de desfile. Desde que entró por la puerta se esforzó por resultar gracioso, con un inglés bien pulido en varias estancias en Estados Unidos, y probablemente un buen coeficiente intelectual que, sin embargo, no le salvaban de ser un auténtico plomazo.
Cuando Britney apareció por el jardín, vi que me había hecho caso respecto a la ropa «a su manera»: en vez del vestido de Miriam, se había puesto uno de esos minipantalones vaqueros que había comprado en Barcelona el verano anterior. Unas medias negras recubriendo el largo y ancho de sus esbeltas piernas y una camiseta que le quedaba corta y dejaba ver su ombligo. «Me cago en todo», pensé al verla. Y Miriam casi rompe la copa de vino entre sus dedos.
Bastian se puso a tartamudear de pronto. Se quitó el jersey porque tenía calor, pero su madre le obligó a volver a ponérselo.
Después de esas primeras turbulencias, la conversación fluyó durante el aperitivo. Bastian y Britney hablaron del colegio mientras los adultos nos separábamos entre hombres y mujeres. Mientras el brie recibía su último golpe de horno, yo llevé a Charlie Grubitz y Dan Mattieu a ver los manzanos. Ninguno era originario de Saint-Rémy (Grubitz era marsellés y Mattieu de París), pero me contaron algunas cosas de la familia que originariamente había vivido en esa casa, los Bernard, que se habían dedicado al negocio de la sidra y el vino. Me dijeron que los manzanos eran de buenísima calidad y me preguntaron si no me gustaría intentar hacer sidra como «afición». Les dije que me parecía una idea brillante (mentira) y que me lo pensaría (otra mentira).
Mattieu era ginecólogo en un hospital de la zona. Grubitz, en cambio, se dedicaba a la abogacía y hacía algunos pinitos en propiedad inmobiliaria. Me habló de la suerte que habíamos tenido de conseguir la casa de los manzanos.
—Una de las mejores propiedades de Saint-Rémy, sin duda. ¿La han comprado o están de alquiler?
Le expliqué que estábamos de alquiler pero que había, al parecer, una opción de compra. «Dependerá de cuánto tiempo pensemos quedarnos por aquí», dije al final.
Eso suscitó que los dos hombres se miraran desconcertados.
—Pero ¿no piensan quedarse para siempre? ¡Ahora que habíamos conocido a un nuevo miembro para nuestra secta! —bromeó palmeándome el hombro con fuerza.
Nos sentamos a cenar y, bueno, no fue tan mal. Grubitz era un tipo bien viajado y tenía un montón de anécdotas, y eso mantuvo la atención enfocada en él durante un buen rato. Después comenzaron a caernos las preguntas que, más o menos, me había esperado. La señora Mattieu le preguntó a Britney si había elegido ya el plan de estudios del año siguiente, que básicamente decidiría qué carrera universitaria terminaría eligiendo. Estaba claro que en el mundo de los Grubitz y los Mattieu todos los chicos de dieciséis años iban a la universidad.
—No iré a la universidad —dijo Britney—. Quiero dedicarme a la música.
—¿A la música? —dijo la señora Mattieu—. Oh, pero ¡qué bella vocación! ¿En algún conservatorio?
—No… —dijo Brit—, quiero hacer rock. Componer canciones. Formar una banda.
La señora Mattieu ganó algo de color en las mejillas. Nos lanzó una miradita sonriente.
—Se puede combinar eso con una carrera universitaria —intervino Miriam—, o al menos con unos estudios profesionales. Ya hablaremos cuando llegue el momento.
—Cuando tenga dieciocho seré libre —dijo Britney retadoramente.
—Ya hablaremos —repitió Miriam sonriendo.
Noté que había llegado el punto de fusión del átomo y que si no intervenía seríamos todos víctimas de una explosión nuclear.
—¿Y tú, Bastian? —dije—. ¿Quieres ser abogado como tu padre?
Bastian empezó a hablar acerca de las universidades de Estados Unidos o de Europa en las que le gustaría estudiar. Mientras hablaba y hablaba yo miré a Miriam y a Britney. Britney miraba a Bastian como quien mira a una mosca en un cristal. En cambio, Miriam se había servido otra copa de vino quizá demasiado rápido y tenía las mejillas encendidas. «Calma, calma —dije para mis adentros—. Va a salir bien. Vamos a sobrevivir. Somos un equipo».
El brie horneado con patatas y jamón fue todo un éxito y suscitó un aplauso general para Miriam. El flambeado con ginebra, en aquella mesa oscura del jardín trasero, bajo las estrellas, nos iluminó los rostros como en un pequeño aquelarre. Entonces el tema de conversación se desvió a nosotros, sobre todo a mí y mis libros.
—No he leído ningún libro suyo —dijo el señor Grubitz—, pero Marie dijo que son aterradores.
—Lo son —aprobó su mujer—. Tenía que levantar la vista en algunos instantes de la lectura. ¿De dónde saca esas ideas tan sangrientas?
—Son cosas que desearía hacerles a mis vecinos —bromeé. Pero me vi obligado a aclarar que «era una broma» cuando las dos parejas se quedaron calladas.
Después hablé un rato sobre el rodaje de la película basada en Amanecer en Testamento y de cómo había llegado a conocer a Benicio del Toro, Raquel Welch y a Brad Pitt en una fiesta en la casa del productor en West Hollywood. La señora Grubitz, que llevaba la filmoteca del pueblo, dijo que planeaba proyectarla en septiembre y que estaría muy bien si yo pudiera asistir y leer algunos fragmentos del libro. A Miriam le encantó la idea, y también a la señora Mattieu, y mientras comentaban los detalles de ese posible evento, yo noté que algo zumbaba en el bolsillo de mi pantalón. Saqué el teléfono por debajo del mantel y miré la pantalla. En letras grandes vi el nombre de CHUCKS.
«Joder —pensé—. Ahora no».
Volví a metérmelo en el bolsillo y dejé que zumbase ahí dentro, pero Chucks debía de tener algo muy importante que decirme porque el teléfono siguió dando guerra durante otro largo minuto, antes de apagarse. Yo, para entonces, ya había perdido el hilo de la conversación…
—¿Qué… perdón?
—Le preguntaba si se le ha ocurrido ya alguna historia que pase aquí, en Saint-Rémy.
—Pues… yo… bueno, pues ahora mismo estoy con una idea…
Noté que el zumbido comenzaba otra vez en mis pantalones. «Mierda, Chucks, ¿qué quieres?».
—Perdonen un segundo —dije, levantándome con cierta torpeza, tanto que empujé la mesa y provoqué que la copa de vino de Dan Mattieu se cayera sobre su plato—. ¡Lo siento!
Corrí por la casa hasta el salón y saqué el teléfono, que seguía vibrando con el nombre de CHUCKS en la pantalla.
—Dime, tío, estoy en medio de una cena —contesté casi de mal humor.
Oí un ruido al otro lado, una especie de sollozo.
—¿Chucks?
—Bert, tío. Soy Chucks.
—Ya sé que eres Chucks. ¿Qué pasa?
—Necesito… necesito que vengas a Sainte Claire.
—¿Qué? Te he dicho que estoy en medio de una cena. ¿Qué ocurre?
—Estoy en la gendarmerie. He venido a entregarme. Me han dejado hacer una llamada. ¿Puedes avisar a Jack Ontam?
—Ostias, Chucks. ¿Qué me estás diciendo?
—Tenías razón —respondió—. Era lo mejor. Dormir me ha sentado bien… me ha hecho pensar. Avisa a Jack. Todavía no me han detenido ni nada, aunque supongo que lo harán en breve.
—Vale. Vale. Tranquilo. Espérame, voy… voy para allá.
—No hace falta. No quiero interrumpiros. Miriam me odiará.
«Sí —pensé—, lo hará».
—No te preocupes. Voy para allá.
Colgué y me quedé mirando al teléfono con una mezcla de ideas en la cabeza. Aquello era una explosión nuclear en toda regla. Chucks acababa de joderse la vida y todo por un consejo que yo le había dado. Bueno, era el consejo que le hubiera dado cualquiera, ¿no? Eso traté de decirme a mí mismo mientras caminaba en dirección al jardín, donde Miriam, Britney y los invitados interrumpieron su conversación al verme regresar a la mesa.
—¿Pasa algo, cariño? —preguntó Miriam, seguramente detectando mi cara de «haber visto un fantasma» bajo la luz de los farolillos.
—Era una llamada de Chucks —dije, todavía sin haber planeado cómo enfocaría el tema—. Tengo que salir. Es una emergencia.
Debí de imaginarme que usar la palabra «emergencia» suscitaría ciertas reacciones. Dan Mattieu se levantó.
—¿Necesita un médico?
—No… no… tranquilo. No tiene nada que ver con la salud.
Miriam explicó que Chucks era un amigo que vivía en Sainte Claire.
—No debería conducir —dijo la señora Grubitz—. Charlie, llévale tú.
—No hace falta —insistí—, se lo juro. Gracias. Me llevará un rato… espero, pero de verdad que tengo que ir.
—¿Ahora? —preguntó Miriam con el rostro desencajado, en el que se leía una gigantesco NO ME JODAS, BERT—. Si no es nada de salud, ¿puede ser tan urgente?
—Sí, Miriam, créeme. Lo es.
Britney, que hasta ese momento había permanecido callada, en su esquina de la mesa, me miró con cara de preocupación.
—¿Quieres que vaya contigo, papá?
Y se lo agradecí de veras, pero le dije que no haría falta.
Salí de allí dejando el ambiente frío e indigesto. Había arruinado la cena, y no solo eso: ya podía escuchar la maquinaria de la rumorología local preparándose para el cotilleo del día siguiente: «Miriam es encantadora, pero ese marido suyo, el escritor… Uf. Un tipo raro, como todos los artistas. ¿Y viste a qué velocidad bebía el vino? Tuvo que largarse de la cena pitando. Un amigo suyo. ¿Problemas con la justicia?».
Casi podía sentir sobre mi cabeza la mala, la tremenda, la terrible mala leche que Miriam debía de tener en esos momentos.
Traté de concentrarme en conducir con cuidado. Lo último que nos faltaba era un nuevo accidente, y sobre todo con dos vasos de vino que ya llevaba encima. Llegué a Sainte Claire cuando todavía quedaba algo de luz. Pregunté por la gendarmerie a un par de cocineros que descansaban de la jornada fumando en la parte trasera de un restaurante.
La Gendarmerie Nationale de Sainte Claire estaba en un edificio blanco de dos plantas y tejado rojo en el centro del pueblo. Hablé con un agente que montaba guardia en la recepción y le dije que era amigo de Ebeth James Basil (que era como se llamaba Chucks en realidad), que me había llamado desde allí, al parecer. El agente, que no hablaba nada de inglés, asintió con la cabeza y me hizo un gesto para que aguardara; aunque yo le hablé con mi mal francés, él prefirió no responderme.
Esperé unos cinco minutos hasta que apareció otro gendarme, mayor y más serio. Con los ojos rasgados y la mandíbula cuadrada.
—¿Es usted el amigo de Monsieur Basil? —Respondí que así era. El policía se presentó como el teniente Riffle—. Mire, señor. Su amigo ha venido por aquí hará una hora y media manifestando que deseaba realizar una confesión. Le hemos hecho pasar a la sala de interrogatorios y allí nos ha contado una historia muy extraña.
—¿Qué les ha contado? —pregunté, evitando dar ningún detalle yo mismo.
—Bueno, pues básicamente afirma que el lunes pasado debió de atropellar a un hombre en la carretera regional. Dice que no pudo evitarle, que apareció de la nada en medio de la noche.
—Ay, Dios…
—Admite que se dio a la fuga. Que entró en pánico al ver que el hombre estaba muerto. O eso es lo que él dice al menos. Y que después regresó por allí en su busca, arrepentido, pero que el cadáver ya no estaba.
—¿Qué? —exclamé tratando de hacerme el sorprendido. El teniente Riffle, que era cualquier cosa menos tonto, debió de calarme al instante.
—¿Usted conocía esta historia?
—¿Yo? —dije al tiempo que ponía un dedo acusador sobre mi pecho—. No tenía ni idea.
—Mire, llevamos dos horas hablando con todos los hospitales y servicios de emergencia de la zona. No ha habido ningún accidente ni ha aparecido ningún cadáver en la zona en toda la semana. Hemos enviado un par de agentes al tramo de carretera donde su amigo dice que sucedió todo. Tampoco hay rastros de un accidente. Y, bueno, las abolladuras del Rover que su amigo ha presentado como prueba no nos dicen gran cosa. Curiosamente, Monsieur Basil dice que las limpió a fondo. ¿Conoce usted bien al señor Basil?
—Bastante —respondí—; somos amigos desde hace años.
—¿Sufre algún tipo de enfermedad mental?
Se hizo un pequeño silencio después de la pregunta. No era para menos. Tragué saliva.
—Ha tenido algún problema en el pasado —dije, recordando una vieja historia—, pero fue hace mucho tiempo. Y relacionado con las drogas. Ya sabe…
—Un examen toxicológico revela que ha tomado algún tipo de calmante en las últimas horas. ¿Consume drogas habitualmente?
—Hace mucho tiempo que no toca nada más que una cerveza —respondí. No era del todo cierto, pero aparte de algo de marihuana y alcohol, Chucks no probaba ningún «truco» desde que llegó a Francia, al menos que yo hubiera presenciado—. Estuvo en algunos centros de rehabilitación en el pasado.
Riffle se quedó en silencio, pensativo. Le pregunté si debía conseguirle a Chucks un abogado, pero él negó con la cabeza.
—Sin indicios de delito no hay base para ninguna acusación. Al menos no hasta que encontremos el cadáver o detectemos alguna desaparición por la zona. Monsieur Basil no ha aportado ninguna descripción, ni ningún dato de ese supuesto «cadáver». Podría ser una alucinación, una falsa confesión o ganas de darse publicidad de algún tipo, ¿comprende? Mientras tanto, no podemos detenerle, pero me gustaría contar con su palabra de que no se moverá del pueblo.
—¿La mía? —pregunté—: La tiene.
—Sabemos que tiene una propiedad a unos kilómetros del pueblo, y que es un personaje famoso, por lo que no veo ninguna razón para que pase aquí la noche. Lléveselo a casa, hable con él. Quizá deberían contactar con un psicólogo.
—De acuerdo.
Esperé otros diez minutos hasta que apareció Chucks acompañado por dos gendarmes y vestido con un chándal de color blanco. Por la cara que traía no parecía demasiado contento.
—Nada, tío. Todo para nada. ¿Has llamado a Jack?
—Está bien, Chucks, hablaremos luego.
El gendarme Riffle nos acompañó hasta la puerta.
—Monsieur Basil, una mera confesión no basta para detener a nadie en Francia, y su historia, a falta de pruebas, no constituye ningún delito. No obstante, cuento con su palabra de que no abandonará Sainte Claire en unos días, hasta que hayamos hecho algunas investigaciones. ¿Estamos de acuerdo?
—De acuerdo, agente —dijo Chucks—. Tiene mi palabra.
Salimos de allí en silencio. Chucks cogió su Tesla y yo le seguí con el Spider hasta la casa. Mientras conducía intenté llamar a Miriam, pero debía de tener el teléfono en alguna otra parte. Finalmente me cogió Britney.
—Mamá está que arde.
—Me lo imagino. ¿Siguen los invitados en casa?
—Se han quedado un rato después de que te marcharas. Mamá ha servido el postre y se lo han comido a toda velocidad. Ni siquiera se han tomado el café. ¿Qué le ha pasado a Chucks?
—Nada. Una historia muy rara. Os lo contaré al volver a casa.
—No tardes, papá. Creo que hoy es uno de esos días que…
—Ya… lo entiendo.
Llegamos a la maison y aparcamos los coches uno detrás del otro. Acompañé a Chucks dentro. Abrimos las puertas de la terraza trasera y nos sentamos allí. Chucks se puso un gin-tonic y me ofreció uno a mí. Lo rechacé. Ya habíamos tenido suficiente alcohol en carretera.
—Vuelve a casa, tío —dijo Chucks—. Quizá llegues al postre.
Le dije que no se preocupara.
—Os he jodido la noche, y al final para nada.
—No ha sido para nada, Chucks. Está bien. Has hecho lo que… sentías.
Se sentó a mi lado. En ese momento había aparecido Lola por allí. Nos rechupeteó las manos y después se sentó a los pies de Chucks.
—Pero ese tipo sigue muerto, en alguna parte. ¿Sabes que he soñado con él esta tarde?
—¿Un sueño?
—Sí. Estaba sentado con ese tipo, en una terraza en Londres. El muchacho, de no más de treinta, estaba allí, perfectamente vestido y sin heridas en la cara. Con un par de pintas de cerveza. Me hablaba, me decía que no pasaba nada. Que yo no tenía la culpa del accidente.
Dio un sorbo a su gin-tonic y los dos permanecimos callados, fumando. El humo de nuestros cigarrillos formaba un perfecto hilo recto. Chucks tenía la mirada perdida, profundas ojeras.
—Era como si le conociera de algo. Podía ver su cara perfectamente, tío. Cada detalle de su cara. Un chaval de ojos rasgados, barbilla pronunciada. Hablaba muy nervioso, de estos chicos que tienen mucho que contar en muy poco tiempo. Se atragantaba con sus palabras. Aunque no entendía muy bien la mayor parte, era capaz de verle… Increíble.
—De veras lo es.
—Y me decía que ahora tenía algo que hacer. Que tenía algo en mis manos. Y yo le preguntaba qué, pero entonces dejaba de hablar. De pronto, tenía la boca cosida con hilo blanco. De pronto, alguien le había cosido las mangas de la camisa y estaba sentado, con los brazos cruzados, como un loco. Entonces empezaba a gritar, y tenía los ojos abiertos de par en par. Los ojos vacíos, como los de una res, y la cabeza llena de esas pequeñas heridas. Y estaba otra vez de vuelta en la carretera, y otra vez volvía a arrollarlo con el coche. BAM, y volvía a volar por encima de mis faros. Entonces me desperté y decidí entregarme.
—Has hecho lo correcto, tío, ¿te sientes mejor?
—Sí, pero ahora esos polis piensan que estoy loco. ¿Y tú?
Me quedé callado pensando en aquella vieja historia de Chucks. Había venido a mi memoria cuando el gendarme me preguntó por una posible enfermedad mental de Chucks y yo le respondí que «tuvo algo en el pasado».
«¿Y si estuviera pasando otra vez?», me pregunté.
5
Hace un millón de años, creo que en 1995, Chucks acababa de coronar una gira europea. Era esa época en la que lo raro para él era pasar un día entero sobrio. Bebía y tomaba todas las drogas que pasaban por el backstage. Y eso significa un montón de drogas.
Nada más terminar la gira se mudó a Ámsterdam, a la casa de Elise Watenberg, una bella modelo holandesa que entonces era su novia. Planeaban pasar el otoño allí —una especie de fase de recuperación antes de encarar el 96, en el que se embarcaría en una gira por América— y venir a Londres por Navidad.
Supongo que la vida en Ámsterdam tampoco era precisamente sana esos días, y Chucks siguió con su ritmo de auténtico campeón del autoderribo. Además, Elise no era precisamente una monja, y por lo que me contó más tarde, debían de tener una vida bastante caótica en aquel apartamento del Pijp. Muchas fiestas. Tríos, alguna que otra orgía. A Elise le iba lo de intercambiarse y no le hacía ascos a ninguna mujer tampoco. Y todos sabemos que en esos días Ámsterdam era un gran carnaval multicolor de drogas.
Bueno, el caso es que durante aquel mes de octubre, en sus paseos diarios o sus noches de golfería, Chucks debió de empezar a sentirse observado por «personas». Es lo que nos dijo a Miriam y a mí mucho más tarde. Personas que se repetían, que eran «las mismas» pero con diferentes «vestidos». «Un tipo chino, con ojos rasgados. Otro de origen árabe. Otro…».
El dispositivo se elevaba a una veintena de personas, según él. Gente que le perseguía por algún motivo. Espiarle. Secuestrarle. O algo peor. En su último disco había dos canciones que insultaban directamente al Gobierno de Estados Unidos y los neocon. Canciones que habían levantado ampollas y provocado un aluvión de censuras en Estados Unidos, donde se suponía que comenzaría su gira a principios del verano siguiente.
Y eso hizo que su fantástica imaginación lo conectara todo. Decidió que aquellos hombres de Ámsterdam eran agentes de la CIA.
«Un día estaba en un restaurante con Elise y unos amigos, bebiendo hasta el agua de los floreros, y entonces los vi, sentados a una mesa, observándome. El chino, el árabe y el tipo alto. Me levanté y fui donde uno de ellos, lo cogí de la corbata y le grité que SABÍA LO QUE ESTABAN HACIENDO. Fue un escándalo por todo lo alto, pero nadie me detuvo (tal y como contó la prensa). Cogí mi coche y me pasé toda la noche conduciendo hasta París».
Según su relato, aquellos agentes también le siguieron por la autopista hasta París. Se alojó en el George V y desde allí llamó a Jack Ontam para que viniera a buscarle con un par de rompehuesos, porque «alguien quería hacerle daño». Y al día siguiente volaba en un jet privado a Heathrow.
Chucks estuvo sometido a terapia un par de meses, y finalmente fue referido a un centro de rehabilitación en Irlanda, al sur de Dublín (donde, por cierto, se hizo muy amigo de Jimmy Page), y así pasó el invierno de 1995, pintando acuarelas y aprendiendo a hacer esculturas de arcilla. Yo fui a visitarle un par de veces, e incluso nos hicimos un viaje en furgoneta por el oeste y la costa de Connemara. Un viaje de «fin de curso yonqui» en el que prometió dejarlo todo. Con el beneplácito de Miriam, le invitamos a casa por Navidad, y para entonces ya se había dado cuenta de que todo había sido una locura. «Mi mente estaba fuera de control, había perdido los papeles, Bert. Y no quiero que vuelva a pasar». También, a cuenta de su pequeña aventura de espías en Europa, nos contó que había roto con Elise, quien al parecer pasaba por una fase lesbiana con una mujer danesa.
A esa misma cena de Nochebuena, Miriam había invitado a su mejor amiga. Linda Fitzwilliams. Bueno, Linda era como un angelito. Una estudiante de Ingeniería de ojos azules, pelo rojo y un bonito cuerpo de atleta semiprofesional. Chucks y ella se sentaron juntos por casualidad y a ninguno de los invitados a la mesa de esa Navidad se les escapó la buena química que surgió entre ambos casi al instante. Linda era hija de una familia obrera y había crecido en un barrio duro de Londres. No se dejaba amedrentar por las grandilocuencias de Chucks, a quien le metió el hacha en un par de ocasiones sin ningún sonrojo. Pero Chucks, en vez de enfadarse, sencillamente la miraba y se echaba a reír. Y para cuando fuimos al abeto navideño a descubrir nuestro regalo «del amigo invisible», ya nos estaban organizando un viaje en coche hasta Escocia, donde Linda conocía un sitio perfecto para pasar la noche de Fin de Año. Al final nadie se apuntó y se fueron ellos dos solos. Y así fue como empezó la historia de Linda y Chucks. Yo jamás había visto a mi amigo tan feliz, tanto que estuvo a punto de pedirle a Linda matrimonio solo un mes más tarde de enrollarse en Escocia (cosa que le desaconsejé hacer). Pero a Miriam, desde el principio, aquello le dio mala espina. Conocía a Chucks, le caía bien pero le temía. Decía que era «un problema andante»; que era un «egoísta disfrazado de tipo guay». Y después, cuando ocurrió El Accidente, sencillamente decidió odiarle con todas sus fuerzas, cosa que no había cambiado hasta aquella noche.
Por eso decidí callármelo al principio, cuando la encontré sentada en la mesa del salón, esperándome con una solitaria copa de vino frente a ella. Britney apareció al oírme entrar, se quedó a medio camino en las escaleras que subían a la primera planta.
—Vengo de la comisaría —dije nada más cerrar la puerta—. Chucks tuvo un accidente.
Miriam abrió los ojos de par en par.
—¿Qué? —dijo Britney bajando un par de escalones, todavía agarrada a la barandilla—. ¿Está bien?
¿Qué hacer? Chucks era mi amigo; Miriam, mi mujer. ¿Debía contarle la verdad? Pero ¿y de qué serviría la verdad? Y, en realidad, ¿había pasado algo?
—Con el coche, nada grave —terminé diciendo—. Solo un susto.
—Dios…
Miriam perdió la mirada, y yo ya sabía dónde.
—¿Iba…?
—No. Sobrio como una lechuga. Patinó. Seguramente con alguna mancha de aceite. Un par de rayones en su coche y algo de dolor en las articulaciones. Se pondrá bien.
—Joder. Chucks y… —empezó a decir, pero se interrumpió.
—No, dilo —le animé—, dilo, Miriam.
—Los coches —dijo Miriam antes de beber un largo trago de vino—. Chucks y los malditos coches.
Esa noche soñé con Chucks, Miriam, Linda y yo. Estábamos en una playa de España, alrededor de una fogata, tocando la guitarra y bebiendo cerveza. Miriam y Linda, a la luz del fuego, eran las dos chicas de veintisiete años más bellas del mundo en aquellos instantes. Chucks se levantaba, miraba las estrellas y gritaba «¡Lo son!» y todos nos reíamos. Era 1999, el verano que recorrimos España, Marruecos y Portugal a bordo de dos furgonetas. Pero en aquella noche de la costa de Cádiz, a lo lejos, en la arena, comenzaban a aparecer unas siluetas. Diez, veinte, treinta personas que se acercaban hacia nosotros amenazantes. Y yo trataba de avisar a mis amigos, pero ellos seguían riéndose sin prestarme atención.