VI
1
Era lunes por la tarde cuando me dieron el alta en Salon-de-Provence. Un coche de la clínica me esperaba a la salida. Un hombre vestido de traje había recogido mi maleta y me invitó a sentarme en el interior de un cómodo Bentley de asientos de cuero color marfil. Cuarenta y cinco minutos más tarde llegábamos a las escaleras principales de la clínica. La canola amarilla danzaba al ritmo de un brisa veraniega.
Aquella mujer alta y elegante que me había servido café en mi última visita se encargó de recibirme. Se presentó como Emma y dijo que Eric estaba ocupado hasta la noche, pero que me recibiría antes de la cena.
Desde el primer instante noté algo extraño y diferente respecto a mi anterior visita a la clínica, pero no supe definirlo bien hasta que atravesamos los salones de la casa. Emma utilizaba su tarjeta magnética para abrir una puerta detrás de otra, provocando aquellos pequeños pitidos eléctricos, y yo me iba fijando en la soledad del lugar. Cuando Eric van Ern me invitó aquella mañana, había visto gente sentada dentro, fuera, leyendo o charlando. Enfermeros, jardineros… pero hoy, esa tarde de lunes, no se veía un alma.
—Hay muchos compañeros de vacaciones —respondió la mujer cuando le pregunté por esto—, y además estamos en una época de baja ocupación. Tiene usted suerte. Tendrá casi toda la casa para usted.
Las viviendas se encontraban en la parte trasera de la maison, formando alrededor de un patio de hierba y gravilla. Había un total de ocho pequeños apartamentos que debieron de pertenecer al servicio, o servir de caballerizas, en los tiempos en que la mansión estaba ocupada por una importante familia.
Aquello también estaba desierto. Ni un alma. Cruzamos el patio y Emma abrió (con su tarjeta, una vez más) la puerta de uno de los apartamentos.
—Bienvenido a su casa —dijo invitándome a pasar.
El apartamento era amplio, luminoso y espartano. El dormitorio constaba de una cama individual, con una mesilla de noche y una lámpara. Había una pequeña ventana frente a un escritorio que daba a los terrenos adyacentes y otra que daba al patio. No había televisor, solo una estantería de libros y material de escritura. Un radiador de acero, con sus cuatro patas sobre el suelo de madera. La puerta no tenía llave, sino otro de aquellos lectores de tarjeta.
—No necesitará llave —dijo Emma cuando le pregunté—. Por cuestiones de seguridad, los apartamentos se cierran por la noche y hay un botón de llamada por si usted necesita cualquier cosa. Ahora póngase cómodo. Dentro de un rato se servirá la cena. Puede ir leyendo nuestra guía de bienvenida —dijo, señalándome un pequeño librito que alguien había dejado sobre el escritorio.
—¿Puedo fumar? —pregunté.
—Sí que puede, aunque nos encantaría que se plantease dejarlo durante su estancia. En todo caso, hágalo fuera, si no le importa.
Dicho esto, se marchó cerrando la puerta. Oí sus pasos alejándose por encima de la grava. Me acerqué a la puerta y comprobé que, efectivamente, estaba abierta.
«Vaya, parece que sigo siendo libre… por ahora».
Me senté fuera, al sol, fumando y leyendo aquel folleto durante un rato. Esperaba encontrarme con algún otro «habitante» de la residencia. Algún otro yonqui de la Provenza, rico y perdido, buscando una salida llana a su barroca existencia. Pero nadie pasó por allí, ni un alma. Los pájaros aterrizaban sobre la hierba a coger un gusano. La brisa iba y venía recogiendo y llevando la fragancia de la lavanda. Todo era perfectamente tranquilo y aburrido.
Al cabo de un buen rato leyendo, me levanté y empecé a investigar el resto de las viviendas. Fui mirando una a una a través de todas las ventanas, pero allí no se veía un alma. Todas las camas estaban hechas, todas las habitaciones recogidas. Me fijé en la fina capa de polvo que cubría algunos escritorios que alcancé a ver. Parecía que todo aquello llevara una buena temporada cerrado. ¿Es que el negocio no iba tan bien como presumían? ¿O era por otra razón?
Salí del patio y di un paseo por un pequeño camino empedrado que iba a dar al picadero. El camino continuaba alrededor de esa valla y terminaba en el bosque. A mi derecha, a unos cien metros, observé que había una especie de pista de tenis o trozo de asfalto en medio del jardín, unido a la mansión por una estrecha carretera. Más allá comenzaba un frondoso y oscuro bosque y calculé que detrás se elevaba la casa familiar de los Van Ern. Pero antes, entre la clínica y la casa, había otra cosa. Los últimos rayos del sol apenas daban para iluminar el aire, pero quise adivinar el rastro de un tejado asomando entre las copas de los árboles. Era, por supuesto, el otro edificio.
La ermita.
Un estruendo, como un ruido de palas, empezó a crecer entonces desde alguna parte. Miré al cielo, a un lado y otro, hasta que vi aparecer un pequeño mosquito negro por detrás de la mansión. Un helicóptero que parecía una libélula monstruosa y que venía directamente hacia mí.
Me quedé congelado sobre el césped, no sabiendo hacia dónde ir, y después empecé a retroceder. El helicóptero pasó por encima de mi cabeza batiendo sus aspas con un ruido ensordecedor. Sobrevoló el césped hasta alinearse sobre aquella especie de pista de tenis que había visto antes. Me di cuenta de que se trataba de un helipuerto. Lo vi descender suavemente hasta posarse sobre aquel trozo de asfalto.
—¿Señor Amandale?
La voz sonó tan cerca de mí que me sobresaltó. Me volví y vi que se trataba de Emma. Obviamente, la mujer se había acercado al amparo del ruido del helicóptero.
—El señor Van Ern le recibirá ahora.
—¿Algún nuevo cliente? —pregunté, señalando al helicóptero, cuyo motor acababa de apagarse.
—No, regresa de Marsella. Esta tarde dimos el alta al último. Pero tendrá compañeros pronto, no se preocupe.
Regresamos a la maison. Emma me condujo a través de la casa (bip, bip) hasta las escaleras principales, y una vez allí hasta una biblioteca en la primera planta. Había varios sofás y canapés distribuidos en círculo y algunos grandes estandartes dictando lemas muy propios de una clínica de rehabilitación: «¿CÓMO ESTÁS?», me imaginé que aquel sería el lugar donde los pacientes se reunían para charlar en grupo. «Hola, me llamo Brian y llevo quince días sin tocar una botella». Algo de lo que yo me había ido librando progresivamente a lo largo de los años, pese a que muy probablemente llevaba siendo alcohólico más de una década. Pero, bueno, todo es una cuestión de actitud.
Me senté en un sofá y esperé hasta que oí abrirse las puertas de nuevo. Eric van Ern cruzó la sala sonriente, su cuerpo delgado y fibroso, su plateada cabellera y sus andares que a veces me recordaban a Mick Jagger. Me estrechó la mano y me dio la «bienvenida a su casa». Después se dejó caer sobre el sofá opuesto al mío, cruzó las piernas y entrelazó las manos sin dejar de mirarme y sonreír.
—¿Qué le ha parecido la habitación? Espero que esté todo en orden.
—Cómoda, aunque un poco solitaria. Pensaba que tenían ustedes una larga lista de espera.
—Estamos planeando algunas reformas —respondió Eric—. Queremos dar un nuevo aire a las habitaciones y hacer algunos arreglos en la clínica. Esa es la razón de que hayamos decidido bajar un poco la intensidad durante el verano. Aunque, claro, su caso es diferente. Ya se lo dije: usted es un huésped especial.
Hizo un sonidito con la lengua en la palabra «especial»; me recordó a la lengua de una serpiente.
—Pero, bueno, ¿cómo se encuentra? ¿Qué tal van esas contusiones y la herida en la cabeza? ¿Aún le duele?
—Bueno, ya puedo andar sin que me rechinen las costillas —dije—. Y hoy se han pasado la mañana haciéndome resonancias. Parece que sigo teniendo mi cabeza de chorlito en su sitio.
—¿Le han prescrito algún calmante?
Dije que sí. Nolotiles.
—Intentaremos quitárselos cuanto antes —respondió Eric—. Mañana, antes del desayuno, empezaremos con un buen chequeo médico. Algunos análisis. Es importante para orientar los siguientes pasos. Eso respecto a la química. Pero había pensado mantener una primera charla con usted. Esta misma noche, si le parece.
—¿Por qué no? No tengo nada mejor que hacer.
Me reí y Eric se rio también. No obstante, noté cierta alteración en él. Como si algo le tuviera preocupado.
—¿Quizá prefiera cenar primero?
—No —dije—, hoy comí los dos platos en el hospital y no he hecho nada más que leer el resto de la tarde. En realidad, podría saltarme la cena perfectamente.
—Como usted quiera, Bert. Verá, no puedo ocultar mi sorpresa y curiosidad por todo lo sucedido. Vincent Julian vino a hablar conmigo el sábado. El hombre estaba descompuesto, confuso… me pidió consejo y se lo di: le pedí que evitara la denuncia.
—Se lo agradezco, Eric.
—Es lo mínimo que podíamos hacer por usted, Bert. Hablé con Miriam y ella estuvo de acuerdo en que podríamos intentar ayudarle aquí, en la clínica. Pero V.J. me explicó algo que usted le había contado unos días atrás… una historia en la que yo también era protagonista. ¿Sabe de lo que hablo?
—Olvídelo, Eric —respondí—. Aquello fue un momento de locura. Ya se lo dije a Miriam: me arrepiento mucho de ello y le pido disculpas por haberle acusado a usted.
Eric van Ern tragó saliva. Su delgada nuez subió y bajó en el cuello y sus labios hicieron por sonreír.
—De veras, Bert. Será interesante empezar a hablar de eso y aclarar cualquier duda al respecto. A fin de cuentas, no hace ni tres días que usted pensaba que podíamos pertenecer a una especie de secta. ¿No es cierto? Y ahora usted está aquí… Me pregunto si podrá dormir tranquilo.
Me reí.
—Ya le digo que lo siento. Es una auténtica paja mental. Estoy completamente seguro de que todo está bien.
Eric se rio conmigo, pero tenía los ojos clavados en mí. Intuía algo, pero no podía saber el qué. Y yo había vestido mi expresión con la mejor cara de póquer que tenía. La cara de póquer con la que me jugaba el sueldo del mes en nuestro piso compartido en Londres.
—Bueno, déjeme recordar —siguió diciendo Eric—, usted le dijo a V.J. que somos los descendientes de ese tal Padre Dave. ¿Correcto? Aquel hombre de la Guayana. ¡Ah! Y toda esa conclusión es debido a que yo crecí en Surinam. Y los cuadros.
Me reí. Eric van Ern casi no podía ocultar su prisa por hablar del asunto.
—Si así lo desea. Sí, en efecto. Eso es lo que pensaba.
—Veamos, Vincent Julian también está metido en el ajo. Y por lo visto Dan Mattieu y los Grubitz. ¿Alguien más?
—Bueno, llegué a pensar que todo Saint-Rémy estaba dentro. Aunque me pareció exagerado. Más tarde pensé que quizá la secta alcanzase solo a algunos «recién llegados». Los Beverly Hills… A fin de cuentas, solo llevan unos años por aquí. Imaginé que eran un grupo de criminales que, haciéndose pasar por corrientes ciudadanos franceses, han escapado de la justicia y han ido a asentarse en este pueblo remoto, una pequeña comunidad donde poder continuar con sus actividades maléficas.
—Y la base central de esas operaciones es esta clínica, ¿correcto?
—Sí.
Volví a reírme.
—De verdad le pido disculpas por todo esto, Eric. Tengo verdaderas ganas de comenzar con el tratamiento. Jamás había estado tan motivado por curarme. Todas estas ideas… han escapado a mi control, ¿sabe? Me doy cuenta de que además tiene mucho que ver con mi relación con Miriam. Ya sabrá que estamos en proceso de separarnos y…
—No se preocupe, Bert —me interrumpió Eric—. Está usted en el sitio correcto. Pero sigamos por un instante. El viernes usted encontró algo en la casa de Chucks Basil. Un pequeño dispositivo que le hizo relacionarlo todo definitivamente. ¿Es correcto?
«Vaya, por fin sale —me dije para mis adentros—, confiaba en que por lo menos pasara un día antes de que quisieran sacar el tema».
Pero Eric van Ern parecía apurado, y empecé a preguntarme el porqué.
—Sí, correcto —respondí.
—Hábleme de ese USB —dijo—, me interesa. Vincent nos contó que usted pensaba que contenía información extraída por Daniel Someres sobre nuestras actividades «criminales». Y que se lo había pasado a Chucks el día del accidente.
—Ahora ya no estoy seguro de nada, ¿sabe? Lo perdí. Debió de caerse en alguna parte…
—Pero V.J. lo vio —dijo Eric—, y ponía DSOMERES2. ¿Pudo ver lo que había en su interior?
De pronto Eric hablaba cada vez más rápido. Se había reclinado hacia mí. Se dio cuenta y volvió a apoyar la espalda en el sofá.
—No —respondí—. Estaba protegido por una clave.
—Pero en su teoría usted pensaba que eso contenía información sobre nuestras actividades. Es lo que Daniel Someres robó de nuestros ordenadores, ¿verdad? Datos. Algo parecido. ¿No?
—No lo sé, Eric, yo… —me limité a decir.
—Juguemos, Bert. ¡Especulemos! —dijo casi gritando—. ¿No es lo que a usted le gusta?
—Pongamos que son datos, sí. Evidencias.
—Evidencias —repitió Van Ern—. ¿De qué exactamente? ¿Qué es eso tan maligno que hacemos en esta clínica?
—Es en esa casa del bosque. La ermita.
Un extraño fuego se encendió en sus ojos. De pronto había empezado a hablar más y más alto.
—¡En la ermita! ¡Claro! Ahí es donde está el secreto, Bert, ¿verdad? Ese es el lugar que le trae de cabeza. También lo mencionó el otro día. ¿Qué es lo que escondemos ahí, Bert? ¿Al Padre Dave?
—Le ruego que me perdone, Eric. Haré lo que usted me pida para reparar esta ofensa. Escribiré una carta a todos los vecinos, a nuestros amigos. Lo que quiera.
—No se preocupe por eso ahora, Bert. Lo importante es que aclaremos todo esto. Siga. Usted pensaba que éramos parte de esa secta.
—Lo insinué, pero no tiene sentido. Usted creció en Surinam, y no en la Guayana Francesa. Y, de todos modos, ¿cuántos años tiene usted ahora, cuarenta y cinco? Debía de tener usted trece cuando ocurrió todo eso. Es imposible. A menos que fuera un niño.
—A menos que fuera un niño —repitió Eric perdiendo la vista en alguna parte—. ¿No se le ocurrió pensar que en esa clínica había niños? Quizás algunos de esos hombres tuvieron hijos… hijos que aprendieron de sus padres…
Eric se calló, como si se hubiera sorprendido hablando demasiado. No dije nada y se hizo un silencio abismal en la biblioteca. Un silencio negro y profundo. Eric van Ern estaba literalmente en tensión sobre su sofá. ¿Era el brillo del sudor lo que se dibujaba en su frente?
—Enhorabuena —dijo al final—. Solo un escritor magnífico podría tejer semejante teoría.
—Son solo bobadas, Eric. —Me temblaba la voz—. De veras…
—Bobadas… claro. Pero dígame una cosa más, Bert. Una última cosa. ¿Cómo se llama el perro de su amigo?
Aquello me pilló por sorpresa.
—¿El perro?
—El labrador de Chucks. ¿Cómo se llama?
—¿Se refiere a Lola?
—Lola —repitió Eric—. Qué nombre tan curioso. Al parecer, lo llevó usted a una clínica veterinaria el viernes y lo dejó allí abandonado. Después de la pelea con V.J. ¿Es cierto?
Noté que la sangre abandonaba mi rostro, pero intenté recomponerme. Ahora comprendía las prisas de Van Ern. Ahora se explicaba todo. Y mi plan de ganar tiempo acababa de recibir un gigantesco varapalo.
Asentí un poco con la cabeza. Eric van Ern continuó hablando.
—… Pero afortunadamente el perro tenía un chip con su identificación. Esta mañana, la veterinaria intentó localizar a Mister Basil y eso le llevo a la gendarmerie de Sainte Claire, donde le hablaron de usted. Y entonces fue cuando llamaron a Vincent. ¡Imagínese la sorpresa! Bueno, como amigos suyos que somos, fuimos allí a buscarlo en su nombre. No se preocupe por el perro. Vivirá. Pero la veterinaria estaba un poco preocupada por su «dueño». Le contó a Vincent que estaba usted fuera de sí. Enloquecido. Y Vincent se preguntó si habría causado alguna otra molestia por allí. Investigó un poco y parece que entró en un par de negocios preguntando si había Internet… La mujer del estanco recordaba que usted volvió a entrar más tarde y dijo que quería enviar una carta. ¿Es cierto?
Tragué saliva.
—No.
—Bueno. Pero ¿qué razones tendría esa mujer para mentir? Le recordaba muy bien, ¿sabe? Es usted extranjero y además iba como un loco. Ansioso. Muy ansioso. Compró un paquete acolchado y un sello urgente para el extranjero. Ella no vio nada más. Solo que escribía una nota, apresuradamente. Después lo echó en el buzón de La Poste. Y allí estuvo todo el fin de semana, hasta esta mañana.
Mi cara de póquer se desmoronaba por todas partes. Apreté los dientes. «Vamos, Bertie, hora de tener alguna idea feliz».
—¡Ah! —dije dando un aplauso con las manos—, se refiere al contrato de Ontam. Sí… aproveché que estaba por allí para enviarlo. Era urgente.
Los labios de Van Ern formaron una sonrisa reptil. No me había creído, y no le culpaba por ello: era la bola más chafardera que había inventado desde que tenía trece años.
—¿Un contrato? —dijo Eric sonriendo—. Vamos, Bert. Usted debía de sentirse perseguido, el cerco se estrechaba a su alrededor. Nadie se acordaría de un contrato en esas circunstancias. ¿Sabe lo que pienso? Pienso que envió usted ese USB a alguien.
Me hice el sorprendido.
—Se equivoca, Eric. Es verdad que perdí el USB. Se me cayó en el accidente. ¿No me cree?
—No lo sé… Bert. Este mediodía, cuando nos enteramos del asunto, lo primero que pensé es: «Encaja». Que usted venga a la clínica, de forma voluntaria, después de todo lo que ha imaginado sobre nosotros. Eso tendría lógica si lo que usted está haciendo es ganar tiempo.
Me reí.
—¿Ganar tiempo? ¿Para qué?
—No lo sé… quizá tenga la esperanza de que la policía se lance sobre nosotros en cualquier momento. Que el séptimo de caballería venga a rescatarle.
—¿Es que necesito ayuda, Eric?
De nuevo silencio. La tensión de aquella biblioteca se podía cortar con una navaja.
—Lo que quiero decir, Bert, es que quizás esté usted mintiéndonos a todos. Quizás esté jugando a un juego peligroso, en su imaginación. Y eso sería algo contraproducente, créame.
—¿Qué quiere decir?
—Imagínese por un instante que yo soy ese monstruo que usted teme. Usted me ha hecho daño, o planea hacerlo, ¿qué cree que haré? Tengo su vida y la de su familia en mis manos.
—No se atreverá —dije con la misma firmeza que un flan servido en un vagón restaurante—. Ustedes no quieren hacer tanto ruido. Ustedes…
Sus ojos se habían vuelto absolutamente negros. Dejó de sonreír y su voz se convirtió en algo horrendo, monstruoso.
—Hay muchas maneras de hacerlo, Bert. Unos ladrones que entran en la casa pensando que está vacía. Al ver a Miriam y Brit, se asustarán y las asesinarán torpemente, atadas en la escalera, a palos, después de violarlas. O quizá las invitemos a un crucero por el Mediterráneo. Empujaremos a Britney al agua, esperaremos a que Miriam se lance a por ella y las abandonaremos en alta mar. Hay tantas maneras…
—Elron… —empecé a decir.
—El chico hará lo que se le diga —respondió Van Ern.
Me quedé en silencio. Mirándole, aterrorizado. Entonces, Eric van Ern volvió a sonreír, a recobrar el color de sus ojos.
—Pero eso, por supuesto, es tan solo una fantasía, ¿verdad, señor Amandale? Una fantasía siniestra pero irreal.
En ese instante sonó un timbre. Eric van Ern cogió un teléfono del interior de su chaqueta y habló a través de él. Noté inmediatamente que algo le sorprendía.
—¿Puedes detenerlos?
Vi cómo murmuraba algo entre dientes. La verdad es que se había puesto de mal humor. Pensé: «¿Ya está? ¿Ha llegado la hora?».
—Bueno, de acuerdo. Yo me hago cargo. Gracias, François, acompáñalos hasta el patio.
Colgó. Se me quedó mirando.
—Vaya, parece que las sorpresas solo acaban de empezar —dijo elevando las manos al aire como si aquello fuera una buena noticia—. Se trata de su hija Britney.
Sentí que mi corazón daba un latido muy fuerte y muy profundo.
—¿Qué hace ella aquí?
—Elron y ella han aparecido por la puerta de la clínica. Al parecer, ella insistió en despedirse de usted. ¡Vaya! Hace bien. Después no le volverá a ver en unas cuantas semanas. Vamos, acompáñeme.
Eric se levantó de su sillón y me guio hasta la puerta del despacho, donde utilizó una de esas tarjetas magnéticas para abrir. Después enfilamos un pasillo que desfilaba ante el campo de canolas.
2
François, el jefe de seguridad, estaba esperándonos cuando salimos por la parte trasera, al patio de las viviendas. Nos observamos en silencio aunque él no pudo evitar sonreír como diciendo «tanto tiempo, señor». Eric le dijo un par de cosas en francés, muy rápidas, que no entendí.
Yo estaba nervioso y mi cabeza se había quedado en blanco. De pronto me había dado cuenta del gran error que había sido separarme de Britney y Miriam. Ellos se habían enterado de lo de la carta. Sabían a qué estaba jugando y no dejarían pasar demasiado tiempo. Quizá lo hicieran esa misma noche. ¿El qué? ¿Abrirme la cabeza? ¿Colocarme una de esas coronas de espinas?
El sol se había ocultado ya completamente detrás del Mount Rouge. Un horizonte metálico y ligeramente rosado era el último fulgor del día, y sobre él, las estrellas. Yo trataba de pensar, de imaginar, de anticiparme a los pensamientos de Britney, a lo que fuera que hubiera podido planear. «Confía en ella —me decía a mí mismo—. Es diez veces más lista que tú y además tiene la sangre fría de Miriam. Algo se le habrá ocurrido».
El coche de Elron rodeó la mansión y se acercó por la carretera que entraba en el patio. Dos hombres venían caminando a su lado. Otros dos guardas se seguridad. Y sumados a François eran ya tres. Además de ese gigantesco mastín que sabía que rondaba por alguna parte.
El Beetle dio un par de alegres pitadas y ráfagas antes de llegar donde nosotros. Se abrió la puerta y salieron los dos chicos. Eric alzó sus brazos para saludar a Brit, y mientras tanto Elron se acercó por el otro lado.
—Elron —dijo Eric sonriente—, debiste explicarle a Britney lo del reglamento de visitas…
—Lo hice, papá, pero…
—Lo siento, señor Van Ern —dijo Britney empleando su dulce tono de voz capaz de derretir muros de hormigón—. Estábamos en el estanque y recordé que había un par de libros que había olvidado meterle en la maleta. Espero que no le importe.
Eric jugó el papel del estricto doctor que se ve forzado a hacer una concesión.
—De acuerdo, de acuerdo. ¿Cómo podríamos decirle que no a nuestra «hija adoptiva»? Espero que no le importe, Bert —dijo mirándome fijamente.
Yo asentí con gravedad. Aún resonaban sus palabras en mi cabeza: «las asesinarán torpemente, atadas en la escalera, a palos, después de violarlas».
—¿Quieres ver mi habitación? —le pregunté a Brit. Y ella asintió. Entramos juntos, seguidos por Elron y su padre. Supuse que no querían dejarnos solos ni un instante.
—¡Está muy bien! —celebró Britney al ver la habitación—. Un poco monacal, pero en fin. ¿No tienes compañeros?
—Esta semana se incorporan un par de nuevos huéspedes —dijo Eric—, hasta entonces tu padre estará solo. Espero que no sea usted asustadizo, Bert.
—Bueno —dije—, no mucho.
—Bueno. Entonces quizá no debería haberte traído estos libros —dijo Britney entonces.
Sacó dos libros de su bolso y los colocó sobre la mesa. Joder, eran aquellas dos novelas de Amanda Northörpe que yo tanto odiaba. Pensaba que Miriam las habría reciclado ya.
—Tu escritora preferida, papá —dijo elevando la comisura de sus labios en una suave sonrisa.
La miré con el ceño ligeramente fruncido. Sonreí.
—Muchas gracias, Brit —dije recogiendo los libros—, esto hará que el tiempo pase más rápido.
Entonces Van Ern dijo que sería conveniente que nos despidiéramos.
—Tu papá necesita descansar. Le esperan semanas duras. ¡Aquí se viene a trabajar!
Brit se me acercó y me dio un beso en la mejilla y un abrazo. Después, al separarse, me miró fijamente a los ojos.
—Vuelve pronto a casa, papá. ¿Me lo prometes?
La miré a los ojos mientras veía a Elron y Eric van Ern a un metro de nosotros, escuchando cada palabra que decíamos.
—Te lo prometo, nena. Volveré muy pronto.
Brit y Elron volvieron a su coche y se marcharon. Los vimos partir en silencio. Las luces rojas de sus faros traseros hundiéndose en la penumbra.
—Es hora de descansar, Bert —dijo Eric despidiéndose—. Mañana nos espera un día muy duro a los dos.
3
A partir de aquel momento, uno de los guardas estaba siempre a mi alrededor. En el comedor principal, durante la solitaria cena, les vi al otro lado del cristal, observándome. Supuse que las cartas habían quedado boca arriba y que Eric no se la iba a jugar hasta sacarme lo que quería saber. Y quizá todo ocurriese esa misma noche.
Tras la cena, Emma me acompañó de vuelta a la habitación y me informó de que las ventanas quedarían cerradas por la noche, pero que podía regular la temperatura de la habitación con un termostato. Después salió y escuché el bip de su tarjeta al pasar junto al lector magnético. Inmediatamente oí cerrojos eléctricos activándose en la puerta y las ventanas. Era, a todos los efectos, como estar en una cárcel.
Me quedé un rato sentado sobre la cama hasta que sus pasos se hubieron alejado sobre la gravilla. Después me levanté y traté de abrir la manilla.
Estaba cerrada, por supuesto.