II
1
«Bravo, Bert. Bravo. Lo encontraste. Esto era lo que debías encontrar».
Chucks y Daniel estaban allí, a mi alrededor, entre los demás fantasmas, celebrándolo, pero yo me sentía estremecido, asustado, minúsculo. Había comenzado a temblar y de pronto mi mente regresó a un lugar y a un momento en el que yo no había estado jamás, pero que había guardado en mi memoria:
«… Y ahí es cuando noto su mano. Me ha agarrado de pronto del bolsillo de mi camisa vaquera y me mira, temblando. Empieza a respirar muy fuerte y muy rápido, como un viejo asmático, está cogiendo aire para decirme algo, mientras me agarra por el bolsillo de la camisa con la mano…».
Aquella pieza era lo suficientemente pequeña y ligera para que Chucks no se hubiera dado cuenta de que caía en el fondo de su bolsillo. Y Daniel Someres confió en que aquel hombre que lo había atropellado la encontraría. Por supuesto, ni se imaginó que aquel hombre se daría a la fuga, ni que se cambiaría de ropa esa misma noche y la olvidaría en el maletero de su coche durante semanas. Y tampoco que moriría sin descubrirla.
Golpeé la mesa con rabia. Y me hubiese golpeado también la cabeza porque en aquel momento solo sentía una profunda ira contra mí mismo. Chucks había tenido razón desde el principio. Era Daniel Someres. Me lo repitió: «Te estoy diciendo la verdad», lo repitió hasta la saciedad y no le creí. Tuvo que ser terrible que ni siquiera su mejor amigo confiara en él.
—¡Lo siento, Chucks! —grité en aquel salón vacío—. Tenías razón. ¡Siempre dijiste la verdad!
Me encendí un cigarrillo y traté de relajarme. Aquella pequeña pieza negra había aparecido en mi vida como una terrible noticia. Como un tumor en el pulmón. Como un signo de muerte. Si aquello era lo que pensaba que era, entonces todo era cierto y Daniel Someres murió en la carretera entre Sainte Claire y Saint-Rémy la noche del 21 de mayo, bajo las ruedas del Range Rover de Chucks Basil. Y alguien robó su cadáver y lo hizo aparecer a cientos de kilómetros de allí. Seguramente alguien que lo perseguía y que no quería que su cuerpo pudiera aparecer cerca de ciertos terrenos…
Hice doble clic sobre aquel icono y apareció una pequeña ventana con un mensaje en francés que no me costó entender: «Este dispositivo está protegido por un cifrado. Por favor, introduzca contraseña».
Un cursor intermitente esperaba al comienzo de un campo de texto. ¿Cuál podría ser la contraseña? No sé por qué lo intenté con el nombre de la hermana de Daniel. «ANDREA». Supongo que era porque se trataba de un detalle «íntimo» de Daniel que yo había llegado a conocer. Pulsé la tecla de INTRO y la pequeña ventana se agitó durante unos segundos y me informó de que «la contraseña era incorrecta». En la línea inferior se leía: «Le quedan dos intentos».
La frase «dos intentos» me convenció precisamente para no seguir intentándolo. No quería que aquello se bloqueara o se autodestruyera. ¿Quién sabe qué sistemas de protección habría ideado Daniel Someres para aquello? Su hermana Andrea dijo que era un auténtico paranoico a la hora de proteger su trabajo (y aquella contraseña era buena prueba de ello).
Pero ¿qué importaba de todas formas? La policía contaría con especialistas que serían capaces de romper aquel sello de seguridad y desbloquear la información. Lo que realmente importaba era que aquel USB de Daniel Someres había terminado en la camisa de Chucks y eso solo podía significar una cosa: que toda la historia de Chucks era cierta. Que todo encajaba. Que 1 más 1 era igual a 2.
Llovía. El agua de una tormenta regaba el césped sediento, que alguien había dejado crecer más de la cuenta. Me levanté y empecé a dar vueltas por el salón. No sé cuánto tiempo estuve dando vueltas, pero me fumé dos o tres cigarrillos seguidos tratando de pensar, tratando de enfocar la mente. ¿Qué debía hacer?
«No te dejes llevar por el pánico, Bert. Piensa. Piensa. Piensa. Utiliza ese cerebro privilegiado que tienes sobre los malditos hombros».
Terminé junto a la ventana. Había un mueble de bebidas que no había tocado en los ocho días que llevaba allí, pero hice una excepción y me serví una ginebra a pelo. Miré a través del cristal. Lola estaba tumbada a un lado de la terraza, guarecida bajo el saliente del tejado, dormida en una esquina. Más abajo se veía un fragmento de la piscina de Chucks, tapada por una lona de color azul. La piscina… ¡Ojalá Lola pudiese hablar!
«Piensa. Piensa. Piensa. ¡Ay, Rosie, ahora me vendrías tan bien!».
Quizá los «perseguidores» de Daniel Someres sabían que llevaba aquel dispositivo USB. Debieron de registrar su cadáver antes de lanzarlo por las Corniches. Recordé a François, el guarda de la clínica Van Ern, y su mastín rastreando los bosques colindantes a la carretera. Ahora estaba muy claro lo que iban buscando. Y al no encontrar nada supusieron que, de alguna manera, Daniel se lo habría pasado a Chucks, el hombre que lo había atropellado y se había dado a la fuga.
Saqué el teléfono y busqué el número de Miriam. Fue mi primer instinto, avisarla, ponerla a salvo. Pero ¿qué le diría? «Hola, Miriam, por fin puedo probarlo todo, los Van Ern son miembros de una secta de conspiradores. Ve preparando las maletas». No, pensé mientras descartaba la llamada. Sería peligroso, más que nunca, porque Miriam había dejado de confiar en mi cordura. Corría el riesgo de que cualquier cosa que le contase terminara en los oídos de Edilia o Eric van Ern. Por no hablar de Britney y su amor adolescente a quien seguramente confiaba todos sus secretos íntimos. No… ni Miriam ni Britney debían saber nada todavía. Estaban demasiado cerca de los Van Ern. Demasiado cerca.
«Vamos, concéntrate».
Debía mover ese asunto en otra dimensión: la justicia. Debía entregar el USB a la policía, pero no a cualquier policía. La gendarmerie de Sainte Claire estaba bajo sospecha. Allí era donde Chucks había realizado su confesión y desde donde posiblemente se había filtrado todo. Tenía que ser alguien de absoluta confianza que pudiera ayudarme a llevar aquello al lugar correcto. Un amigo. De los pocos que me quedaban…
V.J. tardó un poco en contestar. Su voz sonó soñolienta, como si acabara de despertarle de la siesta.
—¡Bert! Bueno, dispare —dijo nada más responder—. Estoy dispuesto a oírlo. Sea cual sea su opinión.
—No, Vincent, no le llamo por eso. Aún no me he puesto a leer su libro. ¿Está trabajando ahora?
—Pues estaba metiendo un barco dentro de una botella. —Se rio—. Ya ve. No muy ocupado. Pero ¿qué se le ofrece, señor Amandale?
—Verá… Vincent. —La voz había comenzado a temblarme—. Creo que he encontrado algo… importante. ¿Recuerda lo que le conté hace una semana? ¿Aquellas ideas fantásticas? Creo que tengo una evidencia que lo prueba todo.
Se hizo un corto silencio en la línea. Escuché como si V.J. dejara la botella con su barquito sobre la mesa de trabajo.
—Pero, Bert… —dijo dejando escapar un tono de lástima—. En fin… ¿de qué se trata?
—Créame, V.J., por imposible que parezca. Deme un voto de confianza.
V.J. se quedó en silencio otro par de segundos.
—Está bien, amigo —dijo al fin—. Lo tiene.
—Estoy en la casa de Chucks en Sainte Claire. ¿Puede venir esta tarde?
—¿Chucks? ¿Su… amigo? —titubeó Vincent.
—Sí, bueno… es una larga historia, pero estoy aquí. Necesito que venga y vea una cosa, ¿de acuerdo? Solo eso. Y que no lo comente con nadie. Absolutamente con nadie, Vincent.
La voz de V.J. era un poema al otro lado del teléfono. Tartamudeó un poco, pero terminó diciendo que vendría.
—Dígame la dirección.
No la sabía de memoria pero la leí en una de las cartas que había apiladas en la entrada.
—Pues salgo para allí en unos cinco minutos.
—Gracias, Vincent. Y recuerde: no hable con nadie de esto.
—Tiene mi palabra, Bert.
Colgó.
Esperé sentado junto al ventanal de la sala «de ver», fumando un cigarrillo tras otro con los nervios a flor de piel. Trataba de pensar cómo debían hacerse las cosas. Lo único que tenía absolutamente claro era que en el momento en que aquello se destapara correríamos peligro. Miriam, Britney y yo, y que deberíamos protegernos. Así que unos diez minutos después de haber llamado a Vincent pensé que podría ir dando pasos en esa dirección. No hacía falta informar a Miriam de lo que estaba ocurriendo, pero debería asegurarme de que esa misma tarde saldríamos de Francia. Quizá la policía actuase rápido, o quizá todo tardase mucho más. Pero estaba claro que debíamos alejarnos de ese pueblo y esa gente cuanto antes.
La dificultad estribaba en convencer a Miriam para que nos reuniéramos ella, Britney y yo esa misma tarde en algún sitio fuera del pueblo.
—¿Bert?
La voz de Miriam sonó sorprendida por la llamada, incluso un poco enfadada.
—Miriam, soy yo, ¿cómo… cómo estás?
—Bien, Bert —dijo con la voz más tiesa que un poste de la luz.
—Escucha: te llamaba porque he pensado que me largaré a Londres durante el mes de junio. Esta casa me deprime más que otra cosa y, bueno, comprendo que tú quieras quedarte en la de los manzanos…
—¿Londres? Bueno, claro —dijo Miriam, y noté que la noticia le entristecía—. Avisaré a Tristan y a Monica.
—No hace falta —respondí—. Por ahora me instalaré en el loft de Chucks. Oye, ¿Britney está contigo?
—No… ha ido al pueblo con Elron, ¿por qué?
—Pensaba salir conduciendo esta tarde. Si llego pronto a Calais, quizás esté en Londres de madrugada. Y, bueno, me gustaría despedirme de vosotras.
—¿Tan pronto? Vaya… —Se hizo un corto silencio—. Bueno, como tú veas. Creo que Britney tenía planeado pasarse por casa antes de salir. Hay una fiesta en alguna parte, ya sabes.
—Vaya, sí. Será un minuto. ¿Qué os parece sobre las ocho de la tarde?
—La llamaré y se lo digo. Me imagino que no habrá problema. Pero, Bert, ten cuidado con ese «minuto», ¿vale? Hablé con Britney anoche. Le conté lo nuestro…
Entonces oí, a través del teléfono, cómo alguien tocaba el timbre de nuestra casa en Saint-Rémy.
—¿Esperas a alguien?
—Sí… la señora Grubitz, acaba de llamarme para ver si le puedo prestar el Mange tout. Debe de haberle salido un compromiso urgente. Y de paso supongo que viene a tomarse un café y a cotillear un poco.
En ese momento escuché yo también un ruido fuera de la casa de Chucks: el motor de un coche y el sonido de los neumáticos sobre la grava. Aparté las cortinas de la ventana y vi un Renault Scenic bastante nuevo aparcando junto a mi Spider. Debía de tratarse de V.J.
—Bueno, Bert —dijo Miriam—, voy a abrir a la señora Grubitz. Te dejo. En principio quedamos a las ocho en casa, ¿de acuerdo?
Casi no me dio tiempo a decir «de acuerdo»: Miriam colgó y yo me quedé pensando durante un instante, hasta que vi a Vincent salir del coche vestido de civil, con una chaqueta de cuero marrón y pantalones de pana. Dejé el teléfono en la repisa de la ventana y salí a abrirle la puerta.
—Gracias por venir, V.J.
—Bert —dijo con un gesto de clara preocupación—. ¿Cómo se encuentra?
Noté que me miraba de arriba abajo y que lo que vio vino a acrecentar su preocupación. No era para menos. Yo iba vestido con unos vaqueros rotos, unas Crocs y la vieja camiseta agujereada del Boss. No me había dado una ducha y tenía el cabello bien revuelto. Supongo que tenía todo el aspecto de un loco.
—Pase. Hablaremos dentro —le respondí. Y sentí que mi aliento a ginebra le golpeaba en el rostro.
Una vez cerrada la puerta, lo guie hasta el salón y también cerré esa puerta. Vi los ojos de V.J. escrutando el desorden de la mesa. Las tazas sucias, los cigarrillos.
—He pasado unos días aquí —dije tratando de excusar el caos imperante—. Estoy teniendo algunos problemas con Miriam.
Aquello hizo que V.J. abriera los ojos de par en par.
—¡Vaya… cuánto lo siento, Bert! No sabía nada. Ayer mismo la saludé por la plaza del pueblo y…
—Lo hemos mantenido en secreto. Bueno, todo el secreto que se pueda en ese pueblito. Pero estamos planteándonos la separación. Bueno… digamos que esta era nuestra última oportunidad. Y no ha funcionado. En fin… lo que quería enseñarle…
—Bert. Antes de que siga, estoy al tanto del pequeño episodio en Saint-Rémy el otro día, y también de lo que le contó usted al señor Van Ern. Esa historia que ya me había contado a mí antes. Tiene usted que dejar todo eso… ¿lo comprende?
—Lo comprendo, V.J., pero me temo que voy a tener que volver a la carga —dije con una sonrisa—. Y usted me acompañará después de ver esto.
Me senté en el sofá. Levanté la pantalla del MacBook Air y lo encendí.
—¿Alguna otra página web? —preguntó V.J.
—No… no, ya verá. Siéntese.
Pero V.J. se quedó de pie.
—¿Quiere tomar algo? Yo me prepararé un martini, con su permiso.
Fue al mueble bar que había junto a la ventana. Yo esperé a que el ordenador cargase la pantalla principal. V.J. regresó con un par de martinis.
—Brindo por lo que sea que haya encontrado, Bert —dijo colocándome el vaso en la mano.
No me apetecía mucho, pero bebí. Después me encendí un cigarrillo y lo apoyé en el único hueco libre del cenicero.
V.J. se sentó a mi lado en el sofá. En cuanto el sistema operativo hubo cargado la pantalla principal, me llevé la mano al bolsillo pequeño del vaquero. Seguramente el lugar más seguro del mundo para guardar algo pequeño. Pude ver el gesto de sorpresa de V.J. cuando vio aparecer aquel pequeño objeto negro entre mis dedos.
—¿Y eso?
—Esto —respondí— lo encontré hoy por causalidad en una camisa de Chucks. La llevaba la noche en que atropelló a Daniel Someres. ¡Lo atropelló, Vincent: Chucks atropelló a Someres y esta es la prueba que lo demuestra! Ese hombre estuvo allí, tal y como Chucks dijo. Y estaba escapando de la clínica Van Ern.
Desenfundé el USB y lo conecté al ordenador. Otra vez, el icono del disco apareció en el escritorio. Y debajo, el título que no dejaba ninguna duda: «DSOMERES2».
—¿Lo ve?
V.J. soltó una especie de risa floja al verlo.
—¿Dónde dice que encontró esto?
—En el coche de Chucks. Venga, se lo enseñaré. Está en el garaje.
—No hace falta, Bert. Le creo. ¿Puede abrirlo?
—No… ese es el problema. Está protegido por una contraseña. Mire.
Hice doble clic sobre el icono y apareció la ventana con aquel mensaje de seguridad recordándome que aún me quedaban dos intentos.
—Pero no creo que esto sea un problema para la policía, ¿verdad?
V.J. asintió sin dejar de mirar la pantalla.
—Si no puede abrirlo, ¿cómo sabe que esta es la prueba de su teoría?
—¿A qué se refiere? —pregunté quizás un poco airadamente—. Mire el nombre: DSOMERES2. ¿Qué otra cosa puede significar? Está claro que es el nombre que le puso su dueño: Daniel Someres. Y lo encontré en la camisa que Chucks llevaba en la noche del atropello. ¿Qué más pruebas necesita?
—¿Cómo está tan seguro de eso? Puede que Chucks le pusiera ese nombre. Que guardara datos de su investigación… Usted mismo dijo que estaba obsesionado con Daniel Someres.
Se lo expliqué. Le hablé de la mancha de vino sobre la camisa de cowboy. Del momento en que Daniel Someres agarró a Chucks por la camisa, un segundo antes de morir, y le dijo aquella extraña palabra: «ermitage», mientras seguramente le deslizaba aquel pequeño USB en el bolsillo.
—¡«Ermitage»! —repetí en voz alta nada más decirlo.
—¿Qué? —dijo V.J. sorprendido.
Bebí el resto del martini de un trago y apagué el cigarrillo en la pila de colillas que se acumulaban en el cenicero. Estaba tan nervioso que derribé parte de las colillas por la mesa.
—Esa puede ser la contraseña. ¡Claro! ¿Qué otra cosa puede ser? Someres quería salvar su trabajo, pasar el mensaje a aquel extraño que se topó en medio de la noche, que lo atropelló, con la vida suficiente para decir una palabra, eligió «ermitage». ¿Por qué? Estoy seguro de que era la contraseña del USB.
V.J. miró la ventana. Lola se había puesto a ladrar ahí fuera. Supuse que era por la tormenta de verano que ya estaba sobre nosotros. Ladraba una y otra vez, pero yo estaba tan excitado que no la miré siquiera.
Empecé a teclear esa palabra en la caja de texto de la contraseña.
—Espere —dijo V.J.—, ahí dice que le quedan solo dos intentos. ¿Y si falla?
—No lo sé —respondí—, desconozco cómo funcionan estos cacharros.
—No debería intentarlo entonces —dijo V.J.—, podría destruirse la información, y como bien ha dicho antes, es mejor ponerlo en manos de los expertos. Voy a llamar a un colega de la sección informática en Marsella ahora mismo. No toque nada.
Lola seguía ladrando. La palabra «ermitage» estaba ya escrita en el cuadro de texto (enmascarada detrás de unos asteriscos, pero escrita) y el puntero de mi ratón colocado sobre el botón de aceptar. Tenía tanta adrenalina en el cuerpo… y además estaba tan seguro de que aquello abriría el USB…
Lola ladraba y ladraba y ladraba. Miré por la ventana y la vi con las dos patas delanteras estiradas. No ladraba hacia fuera, al bosque o a la lluvia, sino que miraba hacia el salón. Hacia nosotros.
V.J. se había levantado del sofá y había sacado su teléfono.
—Parece que el perro está nervioso. ¿Le pasa algo?
—No lo sé —dije.
—Aquí no se oye bien. Saldré afuera a llamar —dijo V.J.—. Un segundo, Bert.
V.J. abandonó el salón y cerró la puerta detrás de él. De pronto vi que Lola se iba a otro lado, como si estuviera siguiendo a V.J. por la casa. Oí sus patas sobre la terraza buscando. Después volvió a la ventana y emitió una especie de sollozo.
—¿Qué te pasa, Lola? —dije, levantándome y acercándome al cristal.
El perro me miraba fijamente y entonces, más allá de la terraza, volví a ver la piscina de Chucks. La lona echada sobre ella. Y, como si en mi cabeza sonara un pequeño clic, entendí lo que Lola intentaba decirme.
Y lo que entendí no me gustó.
Caminé muy despacio, casi de puntillas, hasta la puerta del salón. V.J. tampoco estaba en el recibidor, pero podía escuchar su voz, en francés, en alguna parte de la casa. Tardé poco en darme cuenta de que estaba en el salón «de oír», me acerqué a la puerta y pude escuchar algo de lo que decía en voz muy baja.
—Hay que darse prisa. Hoy mismo. Sí. De acuerdo. Estoy con él ahora mismo.
2
Cuando V.J. regresó al salón, me encontró sentado en el sofá, mirando el ordenador y fumando un cigarrillo.
—Ya está, Bert. Mi amigo dice que podrán echarle un vistazo esta misma noche. Pero tendré que llevarle el USB a Marsella. ¿Qué le parece? ¿Se queda más tranquilo?
Lola había empezado a ladrar otra vez, en cuanto V.J. había puesto el pie en el salón.
—Vaya con el perro, qué malas pulgas tiene —dijo sonriendo.
Pero la sonrisa se le apagó en el momento en que vio cómo yo alzaba la escopeta de dos cañones de Chucks y le apuntaba.
—Levante las manos, V.J. —dije, y al hacerlo me di cuenta de que mi voz temblaba.
—¿Qué hace? ¿De dónde ha sacado esta escopeta?
—Un regalo de mi amigo Chucks. Y le juro que la usaré si no hace lo que le digo, querido amigo Vincent, querido traidor.
—Está usted… loco, Bert. ¿De qué habla?
Vi cómo daba un paso hacia mí.
—Quédese donde está —dije con la voz llena de nervios—. Y levante las manos.
—Bert, por favor, relájese. Está equivocado. Es un gran error.
—No es ningún error.
—Pero esto es un asalto a la autoridad. Tendré que detenerlo…
—Ya veremos quién detiene a quién. Por ahora, hágame el favor de quitarse la chaqueta.
—Se está metiendo en un lío muy gordo, Bert. Como amigo le aconsejo que…
—¡Quítese la maldita chaqueta, Vincent!
Se quedó callado y esta vez vi cómo todo su rostro adquiría un gesto de enfado absoluto. Se quitó la chaqueta y la dejó caer al suelo.
—Ahora dese la vuelta. ¿Lleva algún arma?
—¿Armas? Esto es Francia, querido amigo, no es ninguna película del Oeste. Aquí nadie lleva armas, nadie excepto usted.
—Bien. Bien. Siéntese en ese sofá —dije, señalando con la escopeta un sofá que había en la esquina del salón—. Vamos a ponernos cómodos y charlar, V.J.
Me obedeció con las manos aún en alto, pero le permití bajarlas al reposabrazos.
—Ahora explíqueme por qué Lola le conoce. Le está ladrando porque le ha reconocido, pero usted nunca estuvo en esta casa, ¿verdad, V.J.? Y a pesar de eso la conoce bien.
—¿De qué habla, Bert? Yo no sé por qué me ladra su perro. ¿Ese es todo su razonamiento para encañonarme? Ha perdido el sentido. Lo ha perdido usted completamente.
—Se ha metido usted en el salón contiguo. ¿Para qué haría algo así? Solo para que yo no le oyese. Pero le escuché decir esas palabras aceleradas, urgentes. «Hay que hacerlo, ahora». ¿Con quién hablaba? ¿Con Van Ern, quizá? ¿Son ellos los que le pagan esos viajes a Tailandia, Vincent? ¿Ese retiro dorado?
V.J. soltó una risotada.
—Su fantasía ha podido con usted, Bert. Es realmente una pena. Supongo que es cierto lo que dicen: la muerte de su amigo lo ha trastornado.
—¿Fantasías? ¿Y qué hay de este USB? Un USB perteneciente a Daniel Someres, que le entregó a mi amigo Chucks. Quien por cierto murió en su piscina seguramente ahogado por ustedes. ¡Y yo que se lo conté todo! Desde el primer día estuvo usted al tanto de todo. Pero le haré pagar por ello. ¿Con quién hablaba?
—Ya se lo he dicho: con mi amigo Jean Frateau, del Departamento de Delitos Informáticos de la Jefatura de Marsella.
—Eso es muy fácil de comprobar. El teléfono. Pásemelo.
—¿Qué?
—Su teléfono móvil. ¿Dónde está? Revisaremos el historial, esa última llamada.
Traté de detectar un asomo de sorpresa en el rostro de V.J., pero este permaneció inmutable.
—En la chaqueta, bolsillo interior derecho —respondió impasible—. Llámele, ande. Y salúdele de mi parte.
La chaqueta había quedado a medio camino entre mi sofá y el suyo. Me levanté sin dejar de apuntar a V.J. con la escopeta y caminé hasta allí. Recogí la prenda del suelo y la palpé pegándomela al pecho hasta que di con el teléfono. Mientras tanto, V.J. me miraba sin perder la compostura. Empecé a temer que, al repetir la llamada, efectivamente hablaría con ese hombre de Marsella.
«En ese caso me disculpo y santas pascuas».
Cuando por fin tuve el teléfono en la mano, me di cuenta de que no sería tan fácil. De entrada el teléfono estaba bloqueado con un PIN.
—El PIN, por favor.
—3131 —respondió V.J., y yo comencé a teclearlo.
Al terminar, la pantalla se puso en rojo y me informó de que el PIN era incorrecto.
—Está mal… —empecé a decir, pero en ese instante, al alzar la vista del teléfono, vi que V.J. se levantaba a toda velocidad, gritando. Había aprovechado ese momento en el que había dejado de encañonarle para abalanzarse sobre mí.
Me embistió como un tren de mercancías y solo me dio tiempo a poner el cañón del rifle entre mi cuerpo y el suyo. Caímos al suelo agarrados los dos al cañón y V.J. fue más rápido y trató de colocármelo en el cuello, pero yo me resistí.
—No haga el idiota, Amandale. No se resista. Está detenido.
—Asesino de mierda —le respondí—. Les haré caer.
Lola empezó a golpear con sus patas en el cristal de la ventana mientras ladraba histéricamente. V.J. forcejeaba con la escopeta. Estaba concentrado en quitármela, quizá porque pensaba que estaría cargada, pero yo sabía que aquello solo era un trozo de madera y hierro, así que aproveché las circunstancias para sorprenderlo. Solté las manos del cañón y se las lancé al rostro en un golpe que podría definir como «de sumotori», ni puñetazo, ni tortazo, sino un aplastamiento nasal. Y al mismo tiempo saqué todas las fuerzas de la pierna derecha para propinarle un rodillazo y volcarlo contra el suelo. Aquello funcionó a medias. V.J. llevó una mano a mi muñeca para apartársela de la cara y con la otra siguió sujetando el rifle.
Entonces sucedió algo inesperado, joder que sí. Su pulgar debió de quedarse enganchado en uno de los dos gatillos y apretó, provocando que aquella escoba disparase su carga contra el techo.
¡Estaba cargada! Chucks debía de haber encontrado las balas, o quizá las había comprado en alguna tienda.
La bonita lámpara de araña que pendía sobre nosotros recibió la lluvia de perdigones. Cayeron trozos de escayola sobre nuestras cabezas y el humo a pólvora nos envolvió.
La explosión y el retroceso hicieron que nos separásemos. Según me levantaba vi que V.J. se hacía con la escopeta, así que salí corriendo hacia la puerta de cristal, donde Lola estaba ladrando histérica y mostrando sus afiladas fauces.
—¡Quieto! —gritó V.J.
Al oírlo pensé que dispararía, así que me lancé en plancha detrás del sofá que había junto a la ventana. En las películas, el héroe siempre cae bien, como los gatos, pero yo me zampé un bonito castañazo en el pecho.
—Deje de complicarlo todo, Bert —dijo V.J. en ese instante—. Salga de ahí con las manos en alto.
—¿Complicar el qué, V.J.? ¿Mi propia muerte?
—No diga tonterías, nadie va a hacerle daño.
Me recosté tras el sofá y miré a Lola, que seguía ladrando tras la ventana, a un metro y medio escaso de mí.
—Todo debe parecer un accidente, ¿verdad, V.J.? Eso es lo que ustedes saben hacer tan bien: crear accidentes. Lo mismo que hicieron con Daniel Someres y Chucks. ¿Fue usted quien se encargó de ahogarle? ¿Lo hizo en persona?
—Levántese, Bert. Todo irá bien, se lo prometo.
Oí cómo V.J. caminaba hacia un lado, tratando de buscar el ángulo por el cual apuntarme. La bandeja con botellas de vodka, ginebra y lima con las que solíamos hacernos los gimlets mañaneros en nuestros tiempos felices estaba cerca. Me arrimé y cogí una de Rose’s Lime Juice.
—Deje eso.
Casi sin pensarlo, lo lancé en dirección a la voz, como si fuera una granada. La botella explotó en alguna parte. Después me hice con un Tanqueray número 10 y, esta vez asomándome un poco, se lo lancé directamente a V.J., que estaba en el centro del salón. No le acerté porque se apartó. La botella de ginebra se estrelló contra una pared, pero no llegó a romperse. Mientras tanto, salí corriendo hacia la puerta del jardín.
—¡No huya o dispararé! ¡Tendré que disparar!
Abrí la puerta dejando entrar a Lola. La perra dejó de ladrar y entró en el salón a toda velocidad, derecha hacia V.J. Vi cómo el gendarme daba la vuelta a la escopeta y se preparaba para repeler el ataque del perro con la culata. Aproveché para saltar sobre el sofá y correr hasta la esquina donde reposaba la Gibson Les Paul Goldtop del 57 de Chucks y cogerla por el mástil.
Lola saltó sobre V.J. y solo por cómo lo hizo estuve seguro de que lo odiaba profundamente. Jamás había visto a aquel bello animal portarse de manera tan agresiva con nadie. Pero V.J. estaba preparado y la recibió con un duro culatazo en un lado de la cabeza. La perra dejó escapar un tremendo aullido y cayó como un saco en el suelo. Después Vincent me vio llegar por su costado y se volvió al tiempo que volteaba el arma para encañonarme, aunque no le dio tiempo a abrir fuego. El cuerpo de caoba macizo de la Les Paul del 57 cortó el espacio entre V.J. y yo como un hacha. Le acerté en pleno brazo izquierdo, con tal fuerza que le hice soltar el cañón y provoqué que el arma bailara en su mano derecha, pero no llegó a disparar.
Aproveché el momento para darle otro guitarrazo en la mano derecha y conseguí que soltase la escopeta.
—¡Quieto! Me ha roto el hombro —gritó en francés doliéndose del brazo—. Me lo ha roto, malnacido.
Recogí el arma y le apunté con ella. Aún quedaba un gatillo por apretar.
—¡Ahora hable o lo mato aquí mismo!
—¿Qué quiere que le diga?
—La verdad, V.J. Quiero oír la verdad.
—La verdad es que está usted acabado, Bert. Esa es la verdad.
—¿Vienen hacia aquí, verdad? Usted les ha llamado.
—Sí… eso es —dijo Vincent riéndose—. Exactamente eso. ¿Piensa matarme?
—Lo haré si da un paso en falso, querido amigo. Ahora levante las manos y camine —dije dirigiéndolo hacia el vestíbulo.
Una vez allí le indiqué que recorriera el pasillo y al llegar a la puerta del sótano le dije que la abriera y se metiera dentro.
—Saque la llave y déjela en el suelo. Después entre, cierre la puerta y baje las escaleras. Grite cuando haya llegado abajo.
Gritó. Su voz reverberó desde el estudio de Chucks.
—Está loco, Amandale. ¿Me oye? ¡Loco!
Recogí la llave y cerré la puerta por fuera. Fui a la cocina, cogí una silla y la entrampé entre la pared y la puerta.
Regresé al salón, que aún olía a pólvora, y me acerqué a Lola. Tenía una herida en la cabeza, pero respiraba aunque estaba sangrando bastante. Debía ayudarla, pero ninguno de los dos nos salvaríamos si nos quedábamos demasiado tiempo en aquella casa. V.J. había avisado a los «demás» y ya estarían en camino. Pero ¿quiénes eran? ¿Aquellos hombres con sus perros? ¿El propio Eric van Ern? No iba a quedarme esperando para verlo.
Abrí la puerta y eché un vistazo al exterior de la casa. Había dejado de llover un momento y las nubes daban paso a unos pocos rayos de sol. No se veía ni un alma. Todo parecía normal aquella tarde en la Provenza. Los pájaros aprovechaban la escampada para salir en busca de algún gusano; lejos, en Sainte Claire, se oían los ruidos de un festival y la carretera que pasaba por Villa Chucks estaba tan solitaria como de costumbre.
Cogí a Lola en brazos y la saqué por la puerta delantera. El Spider tenía la capota echada, así que abrí el maletero y la metí allí. La pobre perra, que probablemente me había salvado la vida con sus ladridos, gemía de dolor, quizá moribunda.
—Tranquila, Lola, ahora te llevaré a un médico.
Me apresuré de vuelta a la casa y recogí la escopeta y el MacBook Air con el USB adherido a él. No se oía nada en el sótano y supuse que V.J. estaría esperando la llegada de los suyos, tranquilamente sentado.
De vuelta al coche pensé por un momento en rajarle las ruedas al Renault Scenic, pero lo descarté por parecerme una pérdida de mi valioso tiempo. Posé con cuidado la escopeta en el suelo trasero del Spider y metí el ordenador en la guantera. Después, sin más ropa que las Crocs, los vaqueros y la camiseta de Bruce, arranqué y salí de allí a toda velocidad. Las ruedas de mi Alfa Romeo patinaron sobre la grava húmeda y escupieron pedriza antes de proyectarme hacia delante.