VII
1
Pasaron otras cosas durante aquellas dos semanas tras la muerte de Chucks. Fue como un carrusel girando a cien kilómetros por hora y nuestra cordura viajando dentro. Tuvimos que agarrarnos bien fuerte para no perder la cabeza. Y mi «caja de los trucos» volvió a la primera línea de mi vida. Empecé a no poder dormir sin calmantes o alcohol.
Empecé a estar en racha.
De entrada, el atestado forense sobre la muerte de Chucks determinó «muerte accidental» como causa del fallecimiento. Chucks había ingerido whisky y un par de Valiums antes de meterse en el agua de la piscina. Le encontraron restos de fibras químicas en los dedos y también huellas dactilares en el bote de Valium hallado en su habitación, cuyo envase adquirió él mismo unas semanas atrás en una farmacia de Sainte Claire. La muerte había acaecido sobre las nueve y media. No había ningún indicio de violencia, pero teniendo en cuenta su historial psiquiátrico y el pequeño desvarío que había protagonizado unas semanas antes en la gendarmerie de Sainte Claire, se consideró la posibilidad del suicidio.
Fui interrogado al respecto por uno de los gendarmes de Sainte Claire al día siguiente de la muerte. Recordaban el asunto de la confesión de Chucks un par de semanas atrás (algo que no pasa muy a menudo) y quisieron conocer mi opinión sobre el tema. Les dije lo que pensaba: que Chucks estuvo seguro, hasta el último día de su vida, de que aquel accidente había sido real. Aunque también admití (porque de cualquier manera se sabría más tarde) que no era la primera vez que Chucks se obsesionaba con la idea de que le perseguían. Y que los días previos a su muerte había comenzado a tener ideas de ese estilo.
—¿Le habló de la idea de quitarse la vida en los últimos días?
—No. Ni la mencionó.
—¿Lo había intentado antes?
—Nunca —respondí—. Ni siquiera en el peor trago de su vida, cuando su primera esposa murió en un coche que él conducía. Pero no lo hizo. Y créame: si hubo algún momento en su vida en que necesitó hacerlo, fue entonces.
Además, Chucks no tenía ninguna razón para suicidarse. Estaba terminando un gran disco con el que iba a regresar al mundo de la música. Había sido, según aquellos policías, un «accidente desgraciado».
—Lamentablemente, no es la primera vez que ocurre, señor Amandale.
Jack Ontam, a quien avisé esa misma madrugada con un SMS, apareció por allí a media mañana rodeado de un séquito de periodistas llegados de Londres. Debía haberme imaginado que el desquiciado de Ontam aprovecharía el momentum para hacer dinero y le odié profundamente por ello. No mucho después me enteré de que la noticia de la muerte de Chucks se había filtrado una hora después de mi SMS a Ontam, a través de TMZ, la revista online especializada en celebridades, que publicó un bonito reportaje sobre la salud mental de Chucks.
«El músico, cuya carrera se vio interrumpida por la muerte de su primera esposa en un trágico accidente de carretera, estaba trabajando en un nuevo disco. […] En los últimos años había protagonizado algunos episodios de delirante fantasía. En Londres creyó estar siendo espiado por un grupo de adolescentes en un cibercafé de Kensington (donde fue arrestado por agresión y destrozos) y, más tarde, en su residencia francesa, acudió a la policía confesando haber atropellado a un hombre que jamás pudo ser localizado.
»[…] su muerte “accidental”, según fuentes policiales, recuerda mucho la de otra leyenda del rock: Brian Jones, el líder espiritual de los Rolling Stones. Gente cercana a Chucks no descarta el suicidio».
Bueno, no es que Chucks fuera tan famoso como Michael Jackson ni mucho menos, pero a principios de aquel verano de 2015 el mundo de las celebridades llevaba un tiempo sin entregar ningún carnero sacrificial al vulgo, siempre tan sediento de sangre famosa, y la noticia alcanzó las portadas y los telediarios del día. Universal se puso a preparar un gran disco de recopilación y la web se llenó de biografías, recopilaciones de fotos y todas las leyendas disponibles sobre la loca y desenfrenada vida de Mister Chucks Basil. «Y al final esto es lo que pasa —venía a decir el gran altavoz de la prensa— cuando uno roza el cielo con las manos. Como Ícaro, este es el resultado de acercarse demasiado al sol. La caída. La caída de Ícaro. ¡Eso es lo que todos los mediocres del mundo queremos presenciar!».
Los paparazzi revolotearon por Sainte Claire durante un par de días. También hubo algún que otro moscón a nuestro alrededor, sobre todo desde que algún medio muy mal intencionado estableció una posible relación entre Britney y Chucks.
«Britney Amandale, la hija del escritor Bert Amandale, amigo de Mister Basil y también residente en la zona, fue quien encontró el cadáver flotando en su piscina. La muchacha, de apenas dieciséis años, declaró tener una amistad “especial” con el músico».
Hice un par denuncias y logré quitar una fotografía del Daily Sun, aunque no pude evitar que muchos blogs se recrearan en el asunto. Un tipo que decía escribir para el Telegraph me abordó en la puerta de casa preguntándome si era cierto que Britney mantenía una relación con Chucks y qué opinaba yo al respecto. Era un tío de gafitas, un poco gordo y con cara de pajero profesional. Salí del coche, le solté un empujón y le dije que le iba a meter el boli por el culo. Me costó una multa de tres mil euros y una orden de alejamiento, pero fue bastante poco lo que pasó para lo que podía haber sucedido en el estado en que tenía la cabeza. Me sentía a punto de reventar.
Mientras tanto, Ontam presionó para que hubiera más investigación policial, quizás intentando azuzar la madeja para conseguir más atención. Pero la policía francesa respondió que «la investigación científica no había arrojado dudas». Además, los medios enseguida se desviaron a otras cosas. Chucks valía para la portada de un día, pero poco más. Al fin y al cabo, llevaba años sin sacar un disco, sin hacer giras, sin salir al escenario de la fama. Y, algunos días después de su muerte, el mundo asumió su pérdida y el circo de la prensa nos dejó en paz.
El cuerpo de Chucks seguía en un tanatorio de Marsella y me preguntaron qué hacer con él. Sabía muy bien que Chucks quería ser incinerado y que sus cenizas debían reposar junto a las de Linda en España, pero pensé que quizá fuera apropiado organizar también un pequeño funeral en Londres con amigos y su pequeña familia (que se reducía a Carla Longharm —su segunda mujer— y una prima segunda de Dublín).
Así que organicé el funeral en Londres. Le dije a Jack Ontam que si veía un solo fotógrafo iría a aplastarle la nariz personalmente, y le pedí que llamase a todos los amigos «reales» de Chucks, y que evitase montar una fiesta de networking alrededor de la muerte de mi amigo. Suficiente espectáculo había organizado ya en Francia.
Incineramos a Chucks en Marsella, un martes por la tarde. Aquella semana llovió copiosamente sobre aquella parte del mundo. Miriam, Britney, Jack y yo fuimos a presenciar el momento. El tipo de la funeraria nos preguntó si deseábamos ver el ataúd con la tapa descubierta. Dije que sí y fue un error. Lo que apareció ante nuestros ojos, vestido con un traje que Miriam había seleccionado, no era más que un muñeco deforme, una copia barata del cuerpo de Chucks. Su cara, retocada con maquillaje, era ya una máscara sin vida que se derramaba hacia el suelo. Después, antes de que el tipo del tanatorio apretase el gran botón rojo que conduciría aquel cuerpo al horno de cremación, saqué un pequeño papel de mi bolsillo y leí una estrofa de una vieja canción de Chucks.
Miriam, Britney e incluso el duro de Jack Ontam rompieron a llorar. Y ese fue el final de Ebeth James Basil en este mundo.
2
En Londres, a pesar de pedirle «intimidad» a Jack Ontam, no pudimos bajar de cien personas y hubo algunos periodistas, pero se portaron bien. Estuvo Jimmy Page (con quien Chucks se amigó en el centro de rehabilitación de Dublín), Lana del Rey y Norah Jones. También casi todos los integrantes de sus bandas y se dice que Keith Richards se pasó a dejar una rosa roja que apareció junto a la foto ampliada de Chucks (una imagen de su gira de 2002) que colocamos en la entrada. Ron Castellito, el que fuera su ingeniero de sonido preferido, también estuvo por allí y aproveché el encuentro para hablarle de las últimas voluntades de Chucks respecto a su disco. Yo no sabía en qué estado habían quedado las pistas de Beach Ride, pero Ron dijo que contase con él. «Puedo ir a Francia en un par de meses y echarle un vistazo a todo. Llámame cuando estés listo».
Hablé con Carla, la bella modelo portuguesa con la que había tenido un corto matrimonio de tres años. Apareció allí con su nuevo marido y dos niñas. También estuvo Laura Fitzwilliams, la madre de Linda, la primera esposa de Chucks y su auténtico amor. Me preguntó si pensaba llevar las cenizas a España y le dije que sí. Ellos habían derramado la mitad de las de Linda en su jardín de Beckinshire y la otra mitad estaba en Cádiz. Y lo único que yo tenía claro era que Linda y Chucks debían estar juntos.
En todo ese tiempo, Miriam se comportó. Estuvo a mi lado en todo momento. Me ayudó con la organización del funeral, recibió el pésame de todos los invitados e incluso sirvió el té y el café. Yo sabía que ardía por dentro, pero respetó la situación con la gravedad adecuada.
Los amigos que alquilaban nuestro piso de Kensington nos ofrecieron la casa, pero decidimos instalarnos en un hotel del centro. Al cabo de cuatro días, tras varias reuniones con abogados y notarios, la discográfica y Jack Ontam, yo tenía ganas de escapar de Londres y hacer lo que sabía que debía hacer. Pero entonces Miriam dijo que ella y Britney volverían a Saint-Rémy.
—Ve solo. Nosotras tenemos que intentar recobrar la normalidad. Volver a casa.
—Lo entiendo —le dije—. No tardaré.
3
Al día siguiente dejamos el hotel. Miriam y Britney con destino a Francia y yo a Jerez de la Frontera, en el sur de España. Mi equipaje se reducía a una bolsa con un recambio de ropa y la urna con las cenizas de Chucks. También, a través de la agencia que administraba su propiedad en Cádiz, conseguí las llaves de la casa de la playa de los Alemanes. «¿Piensa venderla? —me preguntó el encargado de la agencia—. Llevamos años recibiendo ofertas por esa casa». Le dije que no. Era lo único que tenía claro respecto a las propiedades de Chucks: que su casa de Cádiz se quedaría donde estaba.
Estaba enclavada en una de las colinas que hay frente a la larga playa de los Alemanes (según la leyenda, Franco permitió a unos cuantos nazis asentarse por allí). Chucks casi nunca la visitaba, aunque tampoco quería venderla. Pagaba los costes de mantenimiento y a un jardinero que iba por allí cada dos meses. Jamás la había alquilado a nadie. Era su forma de honrar a Linda: darle aquel solitario y hermoso mausoleo frente al mar.
Tuve un problema con el coche de alquiler en Jerez y después de perderme un par de veces llegué a Zahara cerca de las ocho de la tarde, donde hice una parada para comprar vino, tabaco, algo de comida y un par de velas. Para cuando llegué a la casa el sol comenzaba a declinar sobre el Atlántico. Era un día claro de esos en los que se adivinaban las montañas de Marruecos al otro lado del mar.
Salí a la terraza y coloqué las sillas alrededor de la mesa. Tal y como habíamos hecho muchos años atrás, preparándonos para la cena. Limpié la arena que el viento había esparcido por todos lados y me senté. Coloqué la urna de Chucks sobre la mesa y descorché el vino.
—Por ti, Chucks —dije alzando mi copa hacia las primeras estrellas—. Y por ti, Linda.
Recordé las noches del verano que pasamos en aquella casa Miriam y yo, Chucks y Linda. Casi todas las noches cenábamos en aquella mesa, bajo la inmensa Vía Láctea, con el ruido del mar intercalándose en nuestros chistes. Era el verano en el que supimos que Miriam esperaba a Britney, el verano después de aquella Navidad en la que Chucks había salido del centro de rehabilitación y había conocido a Linda.
Después de aquella Nochevieja en Escocia, Chucks y Linda se enamoraron locamente. Fue la primera vez que vi a Chucks ponerse nervioso por una mujer. Recuerdo que una vez me confesó que era «tan feliz que tenía miedo de perderla», así que no me sorprendió nada cuando, al cabo de tan solo seis meses de relación, se hincó de rodillas y le pidió matrimonio.
Lo hizo una tarde en la que Miriam y yo habíamos ido a Tarifa. Al volver nos encontramos a los dos en el columpio, de la mano, bebiendo una botella de champán y tan felices que casi no pudieron darnos la noticia de las carcajadas que se echaban. Recuerdo aquella noche como una de las más felices de nuestra vida. Nosotros esperando un niño y Chucks y Linda hablando de que pronto ellos también harían un encargo a París. Parecía que, después de todo, la vida de Chucks se encaminaba en la buena dirección. Y brindamos por un futuro que esa noche parecía prometedor. Un futuro que, tan solo ocho meses más tarde, se iba a destrozar como una frágil porcelana contra el suelo.
El accidente nunca pudo aclararse del todo, ya que el conductor del otro coche desapareció sin dejar rastro. Lo que se sabía es que Linda y Chucks viajaban en un coche deportivo por las colinas de Cádiz una noche después de una fiesta… y que iban demasiado rápido. Un coche apareció frente a ellos en una curva y Chucks dio un volantazo. Se salieron de la carretera y el coche se estampó contra un árbol por el lado del copiloto. Linda murió en el acto y Chucks se salvó por los pelos. Más tarde dio positivo en el control de alcoholemia y fue acusado de homicidio involuntario.
En aquellos días Chucks estaba en lo alto de su carrera y Ontam contrató los mejores abogados y sobornó a todo el mundo que se dejaba sobornar para que el caso de Chucks no llegara a ningún lado. Afortunadamente, un testigo que conducía en el mismo sentido que Chucks aquella noche admitió haber visto otro coche cruzarse a toda velocidad, dándose a la fuga, y además había huellas de un frenazo fuera de su carril, pero ese conductor jamás tuvo la decencia de entregarse. Todo se quedó en una multa y una retirada de carné y una cojera que resultó ser permanente. Aunque Chucks preferiría haberse muerto, y, bueno, de hecho, una gran parte de él murió aquella noche.
Miriam jamás lo encajó. Linda era su mejor amiga y culpó a Chucks de su muerte. De hecho, jamás se creyó la historia del otro coche. Según ella, Ontam lo había orquestado todo (incluso el testigo) para exculpar a Chucks, quien seguramente había provocado el accidente con todas las copas que llevaba encima. Le retiró la palabra y a mí también por intentar defenderlo. Estuvimos a punto de romper nuestra relación, pero Britney estaba a punto de llegar y aquello nos mantuvo unidos. Y de alguna manera sobrevivimos a aquello.
Me había bebido la mitad de la botella, fumando un cigarrillo después de otro, y el sol se había escondido completamente a mi derecha. La playa estaba casi vacía, solo algunos pescadores en la orilla y una pareja haciéndose arrumacos a lo lejos.
Me levanté, tomé la urna entre las manos y caminé por aquel jardín de piedrilla y tierra arenisca, entre los cactus y las camelias, hasta un pino que marcaba el centro del jardín. Abrí la tapa de la urna y la volqué junto a la base del árbol, de la misma forma que Chucks hizo muchos años antes.
—Linda, Chucks —dije incapaz de contener las lágrimas—. Ahora por fin estáis juntos de nuevo.
Había planeado dormir en otra parte, coger una habitación en algún hotel de Zahara, pero la noche había caído, estaba cansado y borracho, así que me quité los zapatos y me tumbé en el sofá del salón con el resto de la botella. Encendí el teléfono y vi la lista de mensajes que esperaban ser leídos. Miriam, Ontam, mis abogados, los abogados de Chucks, Mary Jane, mi agente Mark Bernabe… casi ochenta correos electrónicos que no había podido ni siquiera ojear con la semana que había pasado.
Abrí el último, el de Miriam, y dejé el resto para el día siguiente, o quizá para nunca.
Ya hemos llegado y sienta bien estar en casa. Elron ha tenido el detalle de traernos un ramo de parte de su familia. Te mandan muchos recuerdos. Espero que todo haya ido bien en Cádiz. Fueron muy felices allí… Ojalá vuelvan a encontrarse otra vez en alguna parte.
Vuelve pronto. Te echo de menos,
MIRIAM
Se había levantado viento de poniente y la temperatura descendió unos cuantos grados. Encontré una manta junto al sofá y me la puse encima, pero era incapaz de dormir. Me recosté, agarré la botella y le metí unos cuantos tragos. La dejé apoyada en el suelo y me quedé mirando el jardín. Llevaba cuatro noches durmiendo dos o tres horas a lo sumo, pero me resistía a empezar una rutina de pastillas. Sabía muy bien cómo acababa todo eso. Aunque esa noche me arrepentí de no haber comprado al menos una caja de emergencia.
Encendí un cigarrillo y volví a beber.
—Te has ido, cabrón. ¡Qué bien sienta estar muerto! —le dije a las oscuras paredes—. Y me has dejado solo, solo con un agujero en el estómago que ya no se cerrará jamás. ¿Te acuerdas de las veces que hemos llorado juntos por Linda? ¿Te acuerdas? Éramos el hombro del otro. Desde Dublín, desde que ensayábamos juntos en aquellos locales del puerto. ¿Te acuerdas del frío? ¿Y de la vez que te quemaste el culo contra la estufa de butano? Y nuestras noches locas por Londres. Trabajando en aquella cocina con aquel chef adicto a la coca que nos enseñaba su descomunal rabo cada dos por tres.
Me eché a reír. Por un instante, sentí que el fantasma de Chucks estaba sentado conmigo en el sofá, riéndose también.
—Y saliendo a bailar al Pepe’s hasta la madrugada. Sentados en el Enbankment con un último cigarro y viendo salir el sol. ¿Cuántas veces me he enfadado contigo? ¿Y cuántas me he vuelto a reconciliar? La rubia de Krakov, ¿la recuerdas? Llegamos incluso a las manos por esa tía. Te llamé enano, que era lo que más te jodía en el mundo, y tú arremetiste como un bulldozer y me tiraste al suelo de la cocina, y se rompieron los platos y nos echaron a la puta calle. Y después, bajo la lluvia, con las manos en los bolsillos, la nariz sangrando, te pedí un cigarrillo y nos echamos unas risas…
Me había terminado la botella y la borrachera hizo su efecto en algún momento. Caí rendido encima de una almohada.
Cuando más tarde abrí los ojos, había alguien sentado sobre mi pecho. No podía moverme y apenas respiraba bien. Pensé que estaba a punto de sufrir un ataque al corazón.
Pero era otra cosa.
Había alguien sentado sobre mis costillas. Era Chucks.
—¡Chucks! —grité, aunque en realidad mi voz era como un hilo.
Era él y tenía un aspecto inmejorable. No estaba muerto. ¡Todo había sido una gigantesca equivocación! No era él el hombre que apareció en la piscina de Sainte Claire. Ni el cadáver que incineramos en Marsella. De alguna manera, todo había sido un gran error y Chucks seguía vivo.
—¡Chucks!
No pareció oírme. Miraba al frente, hacia la mesa, y se acariciaba las sienes con las puntas de los dedos mientras se balanceaba suavemente sobre mi pecho. Estaba preocupado por algo.
—Mira hacia atrás, Bert —dijo—. No te olvides. Una promesa es una promesa.
—¿Qué quieres decir, tío? —Yo casi no podía articular palabra, ni respirar debido al peso de su cuerpo.
Entonces volvió su rostro hacia mí. Vi que alguien le había recortado el pelo en la mitad del cráneo. Lo habían rapado como a un mohicano, joder. Y esa parte calva de su cabeza estaba llena de cicatrices, gruesas suturas hechas en carne viva, como si alguien hubiera jugado a meter y sacar cosas en su cerebro, torpemente.
—Mira hacia atrás, Bert. Una promesa es…
… una promesa.