V
1
Pasé la noche en blanco, tratando de pensar. Tenía la mente revolucionada, igual que cuando me tumbaba a pensar en las tramas de mis libros. ¿Y qué pasaría si…? ¿Y a continuación…? Estaba jugando a un juego terrible, en el que cualquier equivocación se pagaba con toda la apuesta. Tenía que elegir sabiamente todas mis palabras. Todos mis actos. Incluso el pestañeo de mis ojos. Tenía que controlar el mensaje igual que lo controlaba cuando escribía historias. Y al mismo tiempo debía hacer evolucionar la acción. No podía quedarme quieto. El reloj, igual que aquel reloj que sonaba en alguna parte del hospital, seguía marcando las horas y los minutos. El sábado había pasado. El domingo amanecería pronto. Y el lunes… ¿de cuánto tiempo estaríamos hablando? Miriam no me había traído el teléfono, pero daba lo mismo, ya no quería utilizarlo. No me arriesgaría a que incluso una conversación telefónica pudiera ser observada por aquel «gran ojo».
Finalmente la enfermera de noche llegó con un Nolotil a las tres de la madrugada. Entró en silencio y primero pensé que era alguien que venía para matarme, para ahogarme con mi propia almohada. Pero después resultó no ser más que una enfermera sonriente.
—Su medicina, señor.
«No, no quieren acabar contigo. Todavía no, Bert. Y en todo caso no lo harían aquí, en el hospital».
Tomé el Nolotil y seguí pensando hasta que la droga me derritió los pensamientos como los relojes de Dalí. Tictac, tictac… más lento, pero el reloj seguía corriendo.
2
El domingo me desperté tarde. Alguien había dejado café, croissants y unos periódicos a mi lado. Supuse que Miriam y Britney habrían venido temprano, pero no sabía dónde estaban.
En los periódicos nadie hablaba de Bert Amandale, el famoso escritor, sino de un accidente anónimo en la carretera de Mount Rouge. Una fotografía pequeña mostraba una grúa arrastrando mi destrozado Spider del 88.
A mediodía apareció Miriam. Me explicó que se había puesto en contacto con la policía de Sainte Claire y que el coche estaba en sus dependencias. Dijo que había dejado una descripción del objeto que yo estaba buscando, pero que por ahora nadie lo había encontrado. En la sección de «objetos perdidos» del hospital tampoco tenían noticias de un pequeño USB de color negro. No hice ninguna pregunta ni comentario al respecto.
—Te he traído un teléfono —dijo Miriam después, sacando un pequeño Nokia de su bolso—. No es el tuyo. No me he atrevido a ir a casa de Chucks, lo siento. Pero tienes mi número y el de Britney en él. ¿Necesitas alguno más?
Negué con la cabeza. Le dije que no quería ningún teléfono.
—De todas formas —añadí—, seguro que en la clínica Van Ern no me permitirían tener uno.
Miriam arqueó las cejas.
—¿Quieres decir que…?
—Sí, Miriam. Iré.
Extendí el brazo hasta la mesilla de noche donde reposaba el formulario de inscripción al tratamiento «por una nueva vida sana» de la clínica Van Ern. El lugar donde «se convertirá en una nueva persona, más independiente, más fuerte, más feliz».
—Lo he pensado. He pensado en todo lo que me dijiste ayer. He tenido toda la maldita noche para pensarlo. Y quiero curarme.
Miriam alzó sus bonitas y finas manos y me apretó el brazo. La vi sonreír como no sonreía en semanas. Se le encendieron los pómulos, le brillaron los ojos.
—¿Lo dices en serio?
—Sí. He sido un idiota. Todo este tiempo me he negado a participar en la vida y ahora comienzo a darme cuenta. Tenía miedo de salir a bailar. Tenía miedo de que no me aceptaran en este lugar. Tú has ido de frente, te has arriesgado, pero yo me recluí en mi cobertizo, en Chucks… para intentar no ver todo lo que me estaba perdiendo. Esta vida, estos amigos. No son mi gente favorita y lo sabes. Tanto jersey, tanto zapato brillante, pero en el fondo, detrás de todo eso hay buena gente. Y ahora lo estoy descubriendo.
—Sí… de verdad, Bert. Son mejores de lo que piensas.
—Pero no iré de gratis. Quiero pagar hasta el último céntimo de mi tratamiento. Díselo a Eric, que esas son mis condiciones. Quiero salir de estas malditas pastillas para siempre y eso tiene un precio que tiene que ser pagado. De otra forma no sería real.
—De acuerdo. Es tu decisión y la respeto. Entonces… todo ese asunto de… bueno, ya sabes. El USB y esas cosas. Como ayer estabas tan…
—Confundido. Triste. Amenazado.
—¿Amenazado?
—Por las circunstancias. La vida. Britney y tú estáis construyendo vuestras vidas y yo sentía que me estabais dejando de lado. Que mi vida había llegado a una vía muerta. Lo de Chucks solo fue el golpe definitivo para terminar de hundirme en el fondo del pozo. Y las pastillas… y mi maldita y furiosa imaginación… pero quiero apearme de este orgullo que me impide aceptar mis debilidades. Lo dice en el panfleto de la clínica: «El orgullo es la armadura que tus miedos se colocan encima».
Miriam se mordió el labio inferior y yo sabía lo que eso significaba. Me miró fijamente, meneando la cabeza de un lado a otro. Después se agachó y me besó en la mejilla. Un beso especial. Un beso que estaba un milímetro más allá de la ternura.
—Gracias, Bert.
—¿Gracias?
—Por volver. Por regresar. Gracias.
La visita de Badoux esa tarde discurrió sin sorpresas. El joven y sonriente médico dijo que me daría el alta al día siguiente, lunes. «Puede usted recuperarse perfectamente en casa, solo tendrá que venir a limpiarse esa herida del cráneo un par de veces más».
Yo ya había decidido que mi siguiente parada sería la clínica Van Ern. Miriam regresó a Saint-Rémy a prepararme una maleta siguiendo el reglamento de la clínica: «Ropa deportiva, de paseo y un conjunto formal, nada más. Traiga su propia música y libros, si lo desea. Nada de tecnología más allá de un reloj de muñeca». Y, entretanto, me imaginé que la noticia ya habría corrido como la pólvora entre todas nuestras amistades, quizás incluso llegara un poco más lejos… Eso sería lo más deseable.
Pero antes de todo eso tenía que jugar mi última carta. Y ya había decidido cómo hacerlo y con quién.
Miriam y Britney habían regresado de Saint-Rémy con la maleta. Miriam me informó de que la clínica enviaría un coche a buscarme al día siguiente, así que pensábamos despedirnos esa noche hasta al menos dentro de un par de semanas, ya que la clínica tenía un reglamento estricto sobre las visitas de familiares.
Estábamos en la habitación y eran cerca de las ocho de la tarde. El horario de visitas terminaría en media hora y ya no quedaba mucho más que decirse, pero necesitaba quedarme a solas con Britney por un instante, así que le pedí a Miriam un favor de lo más estúpido. Además de los tres libros de Highsmith, King y Capote que le había pedido que me metiera en la maleta, le pedí que me comprara un par de best-sellers en francés en la librería de la clínica. «Un capricho tonto —le dije—, pero he pensado que quizá deba esforzarme más con el francés».
Un favor de última hora, pero desde que había firmado los papeles de ingreso en la clínica, Miriam era una nueva Miriam conmigo. Ya me había dado tres besos ese día, y sin pedírselos. Así que, tras preguntarme qué estilo quería («¿Histórica? ¿Thriller? ¿Romance?»), se marchó en busca de un par de novelas.
Y Britney y yo nos quedamos a solas.
—Brit, no tengo mucho tiempo para explicaciones, pero necesito pedirte algo. Algo que debe quedar entre tú y yo. Ni mamá, ni Elron, nadie. Tú y yo.
Ella me devolvió la mirada con aquellos bonitos y atentos ojos grises.
—Sí, papá, lo que quieras.
—No, escucha, de verdad. ¿Te acuerdas de cuando eras niña y me decías «promete que volverás pronto» y yo te decía «promete que estudiarás»? Hacíamos promesas…
Un pequeña sonrisa afloró en sus labios.
—Sí, me acuerdo.
—Pues esto es igual, Britney. Es importante y tienes que prometerme que harás lo que te pida sin decírselo a nadie, aunque pienses que estoy equivocado. Aunque mamá y todos piensen que he perdido la cabeza. ¿Me lo prometes?
El gesto serio en su rostro fue suficiente para convencerme.
—Te he dicho que sí, papá.
La agarré de la mano y la acerqué a mí. Puse mis labios junto a su oreja y comencé a hablar.