I

1

Todo comienza con Chucks no cogiendo el teléfono durante días, ni respondiendo al e-mail, ni dando señales de vida en el WhatsApp, lo que probablemente significaba que estaba metido en su sótano, grabando sin parar y durmiendo en un sofá.

Pero ¿y si le hubiera pasado algo?

Le escribí un mensaje el miércoles y después le intenté llamar el jueves por la noche, pero no tuvo el detalle de decir: «Perdón. Ocupado». Y esa semana yo tampoco había estado muy ocioso que dijéramos: cuando no atendía las llamadas de la prensa, era Miriam y sus viajes a tiendas para comprar mantelerías, baúles, candelabros de bronce y otras chucherías para recargar nuestra ya de por sí recargada cueva provenzal. Así que no había sabido nada de Chucks en siete días y eso me preocupó.

Primero pensé que su silencio entraría dentro de lo razonable si es que se había pirado a navegar por Italia con Jack Ontam y sus amiguitas, pero ¿por qué no me dijo nada en nuestra última charla? Escasos cuatro días antes nos habíamos despedido en el Abeto Rojo (el bar que quedaba a medio camino entre mi casa y su maison) con un «hasta pronto».

Y ahora era viernes, la mañana del 25 de mayo, y estaba solo en casa; mis chicas habían salido pronto esa mañana. Miriam, a una galería nizarda; Britney, al Instituto Nacional Charles de Gaulle, donde las clases acabarían pronto. Yo había hecho mis estiramientos, yoga, cien abdominales y me disponía a comenzar mi «dura» jornada de escritor.

Había preparado una taza de café, puesto dos rosquillas en el plato (eso serían veinte abdominales extra) y con la taza en las manos había cruzado el jardín hasta el cobertizo de madera donde solía trabajar. Entonces, nada más encender mi Mac volví a mirar el teléfono por si Chucks me había respondido al último mensaje («¿estás vivo?, ¿muerto?»). Pero nada. Y eso hacía una semana sin decir ni mu.

Vivíamos en el sur de Francia aquel año, y el verano estaba ya asomando detrás de la primavera. Llenando el aire de grillos, hierba quemada, gritos de niños que jugaban en las calles de aquellos pueblos de piedra encaramados en colinas. Las campanas y los perros eran los últimos latidos del día. Los provenzales, gente que no necesitaba conocer el mundo porque todo el mundo los envidiaba a ellos, habían sido unos buenos anfitriones hasta la fecha. Indiferentes. Con ese toque de clase abrupta, de elegancia poseída durante siglos que no necesitaba ser aireada, que les salía por las venas.

Chucks no debería estar allí, pero estaba. Solo, como era su estilo. Y siendo una pieza difícil de encajar en el rompecabezas de nuestra nueva vida. (Algo que también era su estilo). Entonces recordé a Jimi Hendrix, que la diñó cuando todavía no había acabado «su mejor disco» (según sus propias palabras), y de pronto me imaginé a Chucks en su sótano-estudio, electrocutado por algún cable, o mortalmente atrapado en su montacargas, o envenenado con uno de esos viejos vinos de a mil euros la botella que reposaban entre polvo milenario en las paredes de su estudio.

Y yo era su único amigo en mil millones de años luz a la redonda. Un amigo con quizá demasiada imaginación como para poder quedarse de brazos cruzados un minuto más.

Di un sorbo al café y me levanté de la silla.

Una cazadora de cuero más tarde encendía el contacto de mi Alfa Romeo Spider del 88 y lo hacía rugir un poco entre las paredes del garaje. Salí despacio, pese a las prisas, por el estrecho sendero del jardín frontal y, con un simple toque de botón, cerré la casa y activé todas las alarmas.

Había una distancia de quince kilómetros entre nuestra casita en Saint-Rémy y la maison de Chucks en el valle de Sainte Claire. Una estrecha carretera regional que subía, bajaba y se contorneaba en una curva tras otra, surcando campos de lavanda, viñedos y pequeños pueblitos de casas viejas, paredes de hiedra y ventanas rebosantes de flores.

Conduje con el Exile on Main Street de los Stones a un volumen quizá poco aconsejable. Sonaba «Tumbling Dice», canción que rara vez no me hace cantar, pero yo iba pensando en Chucks. Traté de recordar si me había dicho algo el lunes. ¿Alguna fan que venía a visitarle (y con la que podría estar protagonizando un momento John-Yoko en el sofá cama del estudio)? ¿Algún viaje programado?

Nada. Todo lo que ese día me contó Chucks era lo feliz que estaba aquí, en la Provenza y en su nueva vida de «hombre de las cavernas», y la grabación de su último disco:

—Siempre pensé que la magia estaba solo en Londres. Que si alguna vez me iba de Londres perdería el jodido Mojo. Y mira lo que está saliendo en esta maldita bodega.

Habíamos escuchado el disco sentados detrás de la mesa de mezclas de su «caverna», una bodega de vinos reconstruida como estudio de grabación. Era lo mejor que había escrito en diez años. Mágico. Como regresar a su primer y segundo disco de principios de los noventa, cuando Chucks era The Blind Sculpture, un atribulado y bello veinteañero a medio camino entre Jim Kerr y Bryan Ferry que había descubierto que podía crear canciones inmortales. Y en aquel disco, en Beach Ride, había unas cuantas de ellas. Para empezar, la que daba título al disco, que tenía un alma tan gruesa como las paredes de un castillo.

—Voy a volver, Bert. Después de tantos años en el desierto. Voy a volver.

A mí no me cabía ninguna duda. El disco se lanzaría en octubre y Jack Ontam, su agente, ya estaba cerrando fechas en Estados Unidos y Canadá para el verano siguiente. Una colaboración estelar de Lana del Rey (desde Los Ángeles, lástima, porque Britney se hubiera muerto por conocerla) y otra de Dave Grohl le auguraban buena prensa de lanzamiento. Y no era ninguna locura pensar que Beach Ride competiría por un Brit o al menos un MTV Music Award. Lo que estaba claro es que Chucks estaba al comienzo de una nueva carrera, más madura, en la que estaría sobrio más de cinco días a la semana para disfrutar de su éxito.

Llegué a Sainte Claire, desde allí había una desviación por un pequeño puente que cruzaba el Vilain, después un bosque y por allí se encontraba Villa Chucks. Le mas des citronniers, un mas provenzal a tres naves, techados de parra y paredes pintadas de azul pastel. «Renacentista —decía Chucks como si supiera de lo que hablaba—, es renacentista». Creo que se lo oyó decir a la agente de la inmobiliaria y se lo apuntó para sorprender a sus visitas. Pero lo cierto es que era una casa hermosa. Rodeada de limoneros, jardines de rocalla, terrazas y escaleras de piedra que bajaban hasta una piscina con forma de media luna. Chucks nos había invitado a cenar una vez a Miriam y a mí; y por mucho que a Miriam le disgustase Chucks, tuvo que admitir que había tenido un gusto exquisito a la hora de comprar. «Y suerte —había añadido yo al recordar el precio que Chucks me había confiado en cierta ocasión—. Por ese dinero en Londres vives en una caja de zapatos».

Frené el Spider frente a la puerta principal e hice sonar el claxon. Chucks tenía una sirvienta, Mabel, una mujer francesa con aspecto de adivinadora del tarot que siempre salía a recibirme cuando aparecía por allí. Esperé verla, con su delantal blanco, remangada y una sonrisa suspicaz en el rostro, como si planeara asesinarnos y trocearnos esa misma tarde. Chucks también tenía una perra labrador, Lola, pero ninguno de los dos hizo acto de presencia cuando apagué el motor. De hecho, en ese instante detecté que una de las ventanas de la casa estaba abierta, y que por allí ondeaba una cortina fuera de lugar.

«Ummm. Raro».

Soy escritor. Escribo novelas donde hay personas de mal carácter que asaltan casas y matan a sus habitantes. Hachazos, motosierras, tijeras de podar. Mucho kétchup y algún que otro final feliz, pero pírrico. Encabezo el ranking de escritores que matan a sus personajes principales, a sus amigos y familias. Así que no me culpéis por mis malos pensamientos. Pero aquello olía mal.

Alguien (y empecé a visualizar a un tipo con ojos de lagarto) había abierto la verja y ahora esperaba agazapado tras la puerta, armado con un afilado estilete (por ejemplo) con el que me rebanaría el cuello nada más cruzar el umbral. O quizás un rápido y certero pinchazo en el corazón bastase. Después me arrastraría hasta el sótano, junto al cadáver de Chucks, que aún sujetaba su smartphone en la mano, con el mensaje de socorro recién enviado. Seríamos como dos muñecos olvidados en el baúl de los juguetes. Nuestros ojos vidriosos mirando al techo para toda la eternidad. Una absurda postura de manos. La boca abierta, con alguna mosca revoloteando dentro.

«Con cuidado, Bert. Te quedan unos cuantos años por vivir y mucha salud que destrozar».

Salí del coche y me apoyé en su precioso chasis de color rojo. Me empujé las Ray-Ban hasta la frente y observé la casa con cuidado. Había un par de miradores a los lados de la entrada, que daban a dos amplias salas. Una de ellas era la sala «de escuchar», como la había bautizado Chucks. Había un sofá de seis mil euros en el centro, cuatro estanterías (una por cada pared) llenas de DVD de la colección de Chucks y un equipo Harman Kardon que en sí mismo constituía un botín de lujo para cualquier banda de atracadores que entendiera un poco del tema. Pero, aparte de todo eso, no había nadie.

La otra sala era la «de ver» —todo esto eran nombres que Chucks inventó mientras salía con una experta en feng shui en Tijuana—. Era prácticamente el mismo concepto que la otra sala, solo que aquí había instalado un pequeño cine casero. Solíamos juntarnos de vez en cuando para ver alguna peli, comer thai y reírnos de las tetas falsas de alguna actriz. Yo la llamaba la sala Stalin, porque leí en alguna parte que Stalin tenía un cine privado, y Chucks decía que si Stalin amaba el cine, entonces no podía ser tan malo. También estaba vacía.

Y tampoco se veía movimiento en las ventanas de la primera planta, todas veladas con grandes cortinas blancas.

«Y tienes una familia, recuérdalo: una mujer preciosa y una hija que, aunque creen que eres un capullo, todavía te quieren un poco».

Alcé la voz y dije «Hola», pero nadie me respondió. La siguiente casa estaba a unos mil metros de allí, a través del bosque, pero Chucks me dijo que era la maison de unos millonarios parisinos que solo iban por allí de vez en cuando. Desde allí a Sainte Claire no había un alma y no se pronosticaban visitas, a excepción de algún paisano en bicicleta, algún recolector de champiñones o algún turista perdido.

—¿Chucks? —volví a gritar—. ¿Estás por ahí?

Decidí no entrar por esa puerta medio abierta. En vez de eso, caminé hacia la derecha, con la sana intención de rodear y observar la casa desde un ángulo no comprometido. En mi novela Amanecer en Testamento, había creado un personaje asesino llamado Bill Nooran que se colaba en las casas a pleno día, disfrazado de repartidor o vendedor a domicilio. La gente teme la noche, pero en realidad debería temer el día, cuando nadie está alerta. Cuando un hombre vestido de cartero tiene permiso para acercarse y echar un vistazo…

Llegué a la parte trasera, donde comenzaba un camino de piedras que conectaba con el jardín y una de las terrazas de la casa, con vistas abiertas al valle y a un pequeño bosque. Llegué allí y me asomé. La piscina con forma de media luna resplandecía bajo el sol de la mañana. No había nadie en ella. Ni vivo ni muerto. Bien, eso eliminaba una posibilidad: el final a lo Brian Jones que había venido imaginándome en algún proceso paralelo de mi cerebro. Las puertas acristaladas de la terraza estaban cerradas. Me acerqué a ellas y observé el salón «de ver» desde el otro ángulo, igual de vacío que antes. Entonces vi a alguien aparecer a mis espaldas, reflejado en el cristal.

—¡Joder! —dije, dándome la vuelta.

—¡Joder! —respondió Chucks.

Y los dos dijimos lo mismo al mismo tiempo: «Me has asustado».

Aunque yo tenía mejores razones para asustarme: Chucks me apuntaba con una escopeta.

2

Estaría bien hacerse una imagen de Chucks en este momento. En lo físico era un joven de cuarenta y dos años. Delgado como un espantapájaros, con una mandíbula adornada de arrugas y una preciosa melena rock’n’roll que esa mañana era un auténtico caos. Iba vestido únicamente con un albornoz púrpura, zapatillas de andar por casa y la cara de no haber dormido en un par de noches. Y seguía apuntándome con esa escopeta de caza.

—¿Puedes bajar eso, joder? —le inquirí.

Chucks pareció despertar de un sueño. Bajó la escopeta y después la apoyó en uno de los sofás de la terraza.

—Lo siento. Lo siento, Bert. Oí que alguien venía por detrás y…

—Bueno, ¿y no viste que era yo? He dejado el Spider frente a la casa.

—No, tío. Estaba en la bodega.

—Pero ¿qué demonios te ocurre? Estás hecho un puto desastre. Una semana sin coger el teléfono. Y ahora esta escopeta. ¿De dónde la has sacado?

—Es una antigualla. Ni siquiera sé si dispara; la encontré en el desván de la casa.

—Pero ¿para qué vas con ella?

—No me preguntes, Bert.

—¿Que no te pregunte? ¿Estás loco?

Miré a mi amigo a los ojos. Los había desviado hacia el suelo, como si aquello le avergonzara. Tenía dos preciosos ojos castaños, rasgados y marcados con densas pestañas. Dos ojos casi infantiles que posiblemente eran lo único auténtico y puro que conservaba aún en su rostro, en ese mapa del exceso que había dibujado a golpe de giras mundiales.

—¿Qué pasa, Chucks? —insistí.

Pero casi en cuanto terminé la frase, Chucks bajó la escopeta y se encaminó a un sofá. Cojeaba ligeramente. Era una pequeña muesca de cierta tragedia de su pasado. Se dejó caer sobre un sofá de color beis anexo al de su escopeta, había apoyado los codos sobre las rodillas y se arrastraba las manos por el rostro.

—Creo que me estoy volviendo loco, Bert. Loco de atar.

Aparté la escopeta y me senté junto a él. No sabía qué le pasaba, pero era suficientemente gordo como para que Chucks Basil estuviera gimoteando como una fan histérica.

—Vale —dije—. Empieza por el principio.

—No sé si quiero contártelo. Si quiero contárselo a alguien.

—Bueno, date un minuto. ¿Quieres que nos prepare un par de gimlets?

—Lo que sea. ¿Tienes cigarrillos?

—En el Spider. Los traeré.

Diez minutos más tarde estábamos sentados en una mesa de piedra redonda, en una de las terracitas del jardín, entre la casa y la piscina. Yo había preparado un par de combinados y había colocado un par de botellas en la mesa. También había traído los cigarrillos y Chucks ya tenía uno entre los labios.

—Vale —dijo espirando el humo por la nariz—. Empezaré por el principio.

—Perfecto —dije yo.

—Creo que me cargué a un tío.

Dicho esto, fumó su cigarrillo. Una larga calada que se llevó casi medio centímetro de su Marlboro Red Tab. Yo sentí una especie de cachete en la nuca. Con retardo, claro.

—Repítelo —dije.

—Creo que he matado a una persona, Bert. Eso es lo que acabo de decir.

Tomó su gimlet y le metió un sorbo. Yo no sabía ni qué decir.

—¿Con la escopeta? —pregunté.

—No, joder. Con la escopeta no. Ya te he dicho que ni siquiera tiene balas. Con el coche, con el Rover. La semana pasada, el lunes.

—¿El lunes? ¿Hace cuatro días?

—Sí. Exactamente, hace cuatro días. Fue después de salir del Abeto Rojo. ¿Te acuerdas?

Asentí con la cabeza.

El lunes Chucks acababa de terminar las mezclas de Beach Ride y nos habíamos pasado la tarde escuchando y reescuchando el disco. Después de un par de copas, Chucks se había animado a salir. Bueno, esa noche Miriam y yo habíamos tenido una nueva bronca sobre «el tema de siempre» y no me apetecía encontrármela despierta, así que accedí. El Abeto Rojo era el único establecimiento en varios kilómetros a la redonda donde se podía encontrar algo de ambiente guay en aquella zona (estaba el Raquet Club, pero pasábamos enormemente de él). Así que allá fuimos. Esa noche tocaba una banda bastante mala, pero los músicos tenían unas amigas esbeltas y no dudaron en presentarse a Chucks Basil en cuanto lo reconocieron. Joder, es lo que tiene ser una estrella de rock. A Bert Amandale, escritor de best-sellers como Amanecer en Testamento o Ruidos en la puerta solo le reconoce el voluntario de gafitas de la biblioteca municipal. Pero Chucks, pese a llevar diez años sin pisar un tablao, seguía brillando en la imaginación popular como el guaperas que cantaba «Una promesa es una promesa».

El caso es que al final de la noche, Chucks estaba un poco aburrido de aquella gente, y la única chica que le interesaba se había marchado con su novio, un filisteo que tocaba la Les Paul como si estuviera lijando una ventana. Además tuvo una enganchada con un tipo que le había echado vino en su camisa de cowboy (llevaba una estrafalaria camisa de vaquero aquella noche) y que ni siquiera se disculpó. Terminé sacándolo de allí antes de que la gente del bar lo hiciera por mí, y en el aparcamiento nos fumamos un último cigarrillo bajo las estrellas y nos montamos cada uno en su coche.

—No íbamos tan tocados —dije yo.

—Íbamos jodidos, Bert. ¿Te acuerdas de que intenté chupar el vino que aquel tipo me había derramado en la camisa? —Se rio—. Joder, fue lo último gracioso que posiblemente habré hecho en esta vida.

—No digas eso. ¿Qué pasó después?

Chucks se reincorporó en su asiento, como si ahora empezase la historia de verdad.

—Se había puesto a llover un poco y yo tenía el limpiaparabrisas lleno de polen o alguna mierda. Eso, supongo, tuvo algo que ver con el accidente, aunque no del todo. En este jodido sitio a nadie se le ha ocurrido iluminar las carreteras, a pesar de todos los impuestos que pagamos. El caso es que no veía bien la carretera. Había vuelto a poner Beach Ride en el reproductor del coche. Iba cantando a voz en grito, con un cigarrillo entre los dedos. Estaba conduciendo por una de esas colinas que hay entre el Abeto Rojo y la vieja tienda de artesanía. Esa que tiene el cartelito tan hortera en la puerta.

—Maison Merme —dije.

—¿La conoces?

Asentí. El dueño era el profesor del taller de artesanía de Miriam, mi mujer. Un flipado con fular y maneras de aristócrata.

—Bueno, pues eso —dijo Chucks—. Acababa de pasar la tienda y estaba bajando la colina, por una curva. Iba fumando y entonces se me cayó la brasa del cigarrillo entre las piernas y empecé a dar saltos y a intentar apagarla con el culo. De pronto levanto la vista y veo a un tío delante del coche. Así. Iluminado como si estuviera en un teatro, con los brazos levantados, en medio de la puta carretera, y pidiéndome que frenara. Fue un visto y no visto. Bam.

—Hostias —dije. Y me bebí el gimlet hasta el fondo.

—No pude hacer nada, Bert. Te lo juro por mis muertos. Nada.

Chucks dio la vuelta a mi paquete de cigarrillos y dejó caer tres sobre la mesa. Cogió uno y se lo encendió. Entonces noté que le temblaban las manos. Cogí yo también un cigarrillo y me serví algo de whisky a pelo. Hacía un día hermoso de primavera, pero de pronto me había entrado frío.

—No sé ni a cuánto iría, pero supongo que rondaría los ochenta por hora. Todavía me duele la pierna del golpe que le metí al freno. Pero no dio tiempo. El parachoques del Rover le dio de lleno en el pecho, lo hizo doblarse y golpear el capó con la cara. Y después salió volando hacia delante. Sonó como un saco contra el asfalto.

—Madre mía.

Chucks había perdido la mirada en alguna parte al recordar ese momento. Supe, sin que hiciera falta que él me lo dijera, que yo era la primera persona a la que le hablaba del asunto. Estaba «oyéndose» por primera vez.

Se sirvió whisky.

—Llevo días sin pegar ojo y todas mis pesadillas empiezan en ese momento. Levanto la cabeza, miro hacia delante y veo a ese tipo enfrente de mi coche. Es curioso —dijo como si hablase solo para sí mismo— que en mis sueños le veo la cara. Y ya está sangrando, como si estuviera herido antes del golpe.

—Chucks —empecé a decir, pero él no me hizo caso.

—Ni siquiera gritó, ¿sabes? Se dobló y voló como un muñeco de esos que usan en las pruebas de accidentes, y después se hizo un horrible silencio. El motor del Rover se había apagado, y durante unos segundos «Beach Ride» dejó de sonar, pero después se activó el circuito eléctrico y la puta canción volvió. La canción de mi regreso. La canción de todas mis esperanzas. Y aquel tipo tirado en la carretera, inmóvil, las suelas de sus zapatos iluminadas por los faros de mi coche.

Miré a Chucks fijamente. Pese a que toda aquella historia había conseguido cerrarme la garganta, estaba empezando a atar algunos cabos.

—Me quedé sentado en el asiento del coche un rato —continuó—, escuchando «Beach Ride». Era un lunes a las dos de la madrugada y por allí no pasaba un alma. Creo que podría haberme quedado toda la noche allí y no haber visto pasar ni un maldito coche. Después espabilé, cogí el teléfono y llamé a Jack Ontam. Ya sabes lo que se dice, un buen agente es como tener al diablo de tu lado. Busqué su número y lo seleccioné en la pantalla, pero al final no lo hice. En vez de eso, me bajé del coche.

»Había dejado de llover. El viento se había llevado las nubes y una luna llena se había asomado en el cielo. El aire olía a gasolina, a humo, a neumático. Esos olores asquerosos de los accidentes de coche. Ya sabes —al decirlo cerró los ojos durante dos o tres segundos; después se recompuso—. Y de pronto, según estoy fuera, veo que sus zapatos se empiezan a mover. Que empieza a agitarse.

El segundo cigarrillo era ya un fósil de ceniza entre los dedos de Chucks, pero este no se había dado cuenta.

—Me acerco corriendo adonde él. Ha empezado a balbucear, a intentar decir algo. Me hinco de rodillas al suelo, junto a su cabeza. Joder, ¿qué es lo que decía el manual de primeros auxilios sobre la cabeza? ¿Moverla o no moverla? No lo recuerdo. Le intento levantar la cabeza, y entonces me doy cuenta de que tiene el rostro lleno de unas terribles marcas. Como cicatrices por toda la cabeza. ¿Eso se lo ha hecho contra mi coche?, pienso, porque no ha roto ningún cristal.

»Lo siento, tío, empiezo a decirle, no te he visto. No me ha dado tiempo. Yo.

»Pero el hombre ni siquiera sabe dónde está. Todo el cuerpo le está temblando ahora, como un maldito muñeco a pilas a punto de agotarse. Entonces me doy cuenta de que su pecho está deformado, de que le he roto toda la maldita caja torácica y ahora parece el Cañón del Colorado.

»Y ahí es cuando noto su mano. Me ha agarrado de pronto del bolsillo de mi camisa vaquera y me mira, temblando. Empieza a respirar muy fuerte y muy rápido, como un viejo asmático, está cogiendo aire para decirme algo, mientras me agarra por el bolsillo de la camisa con la mano.

»Lo siento, vuelvo a decirle. Lo siento de veras.

»Pero el tipo está intentando decirme algo. Niega con la cabeza, como para que me calle. Y entonces me dice unas palabras. Bert. Me dice un nombre en francés: “l’ermitage, l’ermitage”.

—¿Qué?

—Eso es todo lo que recuerdo. «L’ermitage».

—La ermita.

—Creo que sí. No dijo nada más. Se me quedó mirando y todavía puedo ver sus ojos, bailando locamente, y su cuerpo temblando como si se estuviera congelando en vida. Y sus dedos aferrados a mi camisa. Y sus últimas respiraciones, rapidísimas, un, dos, tres, cuatro, como pequeños grititos, como pequeños ataques de hipo. Hi, hi, hi. Y después murió, Bert. La diñó en mis brazos. Se quedó con los ojos abiertos y los dedos enganchados en el bolsillo de la camisa. Y yo me doy cuenta de que le he matado. Yo… le maté…

Por fin, Chucks consiguió llorar. Supongo que llevaba un buen rato queriendo hacerlo. Se derrumbó sobre la mesa y empezó a gemir. Explotó en un llanto amargo.

A mí se me había caído un piano sobre la cabeza. En menos de diez minutos, había cambiado una apacible mañana de viernes por una pesadilla high definition. Y aquello, todo aquello, era exactamente igual que otra pesadilla high definition de hacía quince años. Chucks llorando ante mí, otro accidente de coche… solo que aquella vez yo también lloraba.

«Joder, Chucks, tú y los coches —pensé—. Tú y los jodidos coches».

3

El peso de aquella confesión había convertido el aire de la mañana en plomo. Las consecuencias todavía eran lejanas, como pequeños lobos mordiéndonos las piernas bajo la mesa. Encendí un cigarrillo y traté de apaciguarle. Le cogí de la nuca y traté de resultar todo lo amable que podía, mientras no lograba dejar de hacerme preguntas. Llené los vasos y eché mano de algo de psicología de libro.

—Vamos a ver, Chucks. No puedes cargar con esto, no con todo. Ese hombre se plantó en medio de la carretera, de noche, junto a la desembocadura de una curva. Él también tuvo su culpa.

Chucks alzó la cabeza. Aspiró por la nariz y bebió un poco. Se recompuso por un instante.

—Lo sé, lo sé… Es lo que trato de decirme. Pero es que además… ahí no termina todo, tío.

—¿Hay más? —Y según lo pregunté me hice cargo. El accidente había sido el lunes anterior. ¿Qué había pasado con todo aquello?

—Estaba borracho, Bert —dijo Chucks como si adivinase mi pregunta—. Y el dibujo estaría muy claro para cualquier agente de policía del mundo: una celebridad del rock con cuatro copas encima y superando el límite de velocidad… Y no cualquier celebridad. ¡Yo, Bert! Chucks Basil el mataesposas. De pronto todas aquellas cosas vinieron a mi mente. Pensamientos egoístas. Debería haber cogido ese maldito teléfono y llamado a Jack o a la policía. Debería haber tomado a ese tipo por los sobacos, montarlo en mi coche y llevarlo al hospital de Salon-de-Provence, aun sabiendo que no había nada que hacer. Pero entonces entré en pánico. Beach Ride seguía sonando en medio de la noche e hice una pequeña reflexión. Todo el maldito disco se iría a la mierda. Aquel tipo había saltado frente a mi coche y toda mi vida se iba a ir por el retrete. Y ese hombre estaba muerto y yo estaba vivo.

—Y te largaste —dije como para cortar una tensión que Chucks no acababa de romper.

—Sí —dijo Chucks—, me largué. Fui un cobarde.

No quería decirlo: «Sí, lo fuiste», pero supongo que Chucks lo adivinó en mis ojos.

—Sigue —dije, como para espantar aquel momento.

—Bueno. Volví al coche. Rodeé el cuerpo y conduje hasta la casa. Fui despacio y no me crucé con un solo coche en todo el camino. Llegué a Sainte Claire, metí el Rover en el garaje y me pasé una hora limpiándolo a fondo. Increíblemente, el puto coche no había recibido ni un toque. La matrícula un poco doblada y un par de abolladuras en la parte delantera. Nada más.

—Es lo que pasa con esos monstruos —dije, estremecido.

Chucks acababa de confesarme su crimen con bastante frialdad. Y de paso me había convertido, a mí, en cómplice de su secreto. Aún no sabía muy bien cómo tomarme aquello, aunque hice una nota mental: «Que Miriam no se entere de esto jamás».

—No pude dormir —continuó diciendo Chucks—. Sinceramente, esperaba ver un par de coches de policía aparecer por la puerta principal en cualquier momento, pero no ocurrió. Empecé a darme cuenta de lo que había pasado. Empecé a pensar. La huida, la idea de haber rodeado ese cuerpo y haberlo dejado abandonado en la carretera, comenzó a consumirme. De pronto pensé que eso podría provocar otro accidente de madrugada. Un camión o una furgoneta de reparto… Joder, podría cargar con la culpa de haber reventado a un suicida nocturno, pero no con mucho más.

»Debían de ser cerca de las cinco de la mañana cuando tomé la decisión. Me quité la ropa, la escondí como un maldito criminal, pensando que quizá contuviera algún resto de ADN de esos que encuentran los polis de las películas. Me duché y me vestí de punta en blanco. Me enjuagué la boca. Bajé a la cocina y preparé una jarra de té. Mientras desayunaba, escribí una nota a Mabel diciendo que me iba a Niza para encontrarme con algunos amigos. Y, de hecho, era lo que pensaba hacer: coger un velero y largarme a Capri, a casa de Jack Ontam o algo así.

»Dejé el Rover aparcado en el garaje y saqué el Tesla. Cerré la casa detrás de mí y comencé mi obra de teatro. Enfilé la carretera en dirección al norte, como cualquier ciudadano de bien que madruga para ir al trabajo. Coño, hasta sienta bien hacerlo de vez en cuando, ¿sabes? Creo que no he madrugado en toda mi vida.

Supuse que se había olvidado de sus años en Londres trabajando en mil ponzoñas y chapuzas, pero no dije nada.

—Conduje despacio por las colinas. A medida que me acercaba al lugar del accidente, comencé a ponerme nervioso. Dios, Bert, tuve una taquicardia. Me sudaban las manos y pensé que me iba a dar un infarto allí mismo. Entonces, a unos dos kilómetros de la curva, me crucé con un coche que venía en dirección contraria; un señor de gafitas en un viejo Renault. Esperé a que quizá me hiciera una seña. Luces, un bocinazo. «Cuidado, tío, hay algo tirado ahí atrás». Pero nada. ¿Es que no había visto el cadáver?

»Llegué a la maldita curva. Había ya bastante luz. El asfalto estaba mojado y allí, Bert, no había nadie. La carretera estaba perfectamente limpia de obstáculos. Ni una mancha. Nada.

—¿Qué?

—Nada. No había nada. Conduje muy despacio, casi a diez por hora, y pasé por allí mirando a un lado y al otro. Hay un bosque frondoso a un lado, de donde supongo que salió el tipo, y casi detuve el coche al pasar por allí. Pero entonces apareció detrás de mí una de esas furgonetas de Leche Michel y me dio una pitada de infarto.

—Joder. ¿Qué hiciste?

—Bueno, intenté no darme la hostia mientras trataba de mantener el control. Aceleré un poco, pero no demasiado. De pronto pensé que me había equivocado de curva y que el muerto estaba más adelante, aunque eso me parecía improbable. El letrero de la casa de artesanía estaba allí, a unos ochocientos metros tras la curva. Lo pasé y seguí durante un par de kilómetros más, con ese kamikaze de Leche Michel pegado al parachoques. Tal y como suponía, no encontré nada y finalmente me salí del camino (con el consiguiente cruce de bocinazos e insultos con el lechero) y di la vuelta. Regresé y aparqué el Tesla en la entrada de la casa de artesanía. Y fui andando hasta el lugar del atropello.

»Había vuelto a llover y el asfalto estaba mojado. Traté de encontrar algún resto del accidente. Alguna huella, alguna mancha en el suelo, pero nada. Llegué a adentrarme en el bosquecillo pensando que algún otro desalmado habría movido el muerto por mí. Pero allí no había más que helechos y zarzas, ni siquiera un camino. El tipo se había esfumado.

—O ya se lo habían llevado —dije.

—Eso pensé yo, tío —respondió Chucks lanzándose el último pitillo a los labios—. ¿Tienes más tabaco?

Negué con la cabeza.

—Vaya. ¿Te apetece un porro?

—No. Ahora no —dije—. ¿Qué has querido decir con «eso pensé yo»? Alguien había encontrado el muerto, ¿no?

—¿Tú has oído alguna noticia? —preguntó Chucks. Y en su rostro se dibujó una suerte de tétrica sonrisa.

—¿Sobre el accidente? Pues para ser sinceros…

—No, ¿verdad? Yo tampoco.

—Quizá no haya salido en los periódicos.

—¿Un hit and run en toda regla, Bert, lo dices en serio? ¿En este valle donde hasta el nacimiento de un gorrino sale en portada?

—Es raro.

—Joder. No es raro, es algo más. Escucha: al día siguiente me fui a la cabina de France Telecom de Sainte Claire y llamé al hospital de Salon-de-Provence. Es donde lógicamente enviarían a alguien por aquí cerca, ¿no? Les conté una historia improbable sobre un amigo que esperaba esa noche y no había llegado. Les pregunté si habían ingresado algún accidentado en carretera en las últimas veinticuatro horas. Había habido dos heridos de motocicleta en la D-952, una pareja que iba haciendo el loco, pero nada más. Después llamé a la clínica de Castellane. Un tío que se había herido con una segadora industrial en Trigance, pero nada más.

—¿Llamaste a la policía?

—No llegué tan lejos. Un celador de hospital podría tragarse mi cuento, pero pensé que un poli no. Y además mi acento inglés me marcaría rápidamente.

Había empezado a dolerme el culo en aquel asiento de piedra. Me levanté y me recosté en la pequeña barandilla.

—Bueno. Para mí está claro que algún hospital se te ha escapado. Y que la noticia no habrá salido en prensa por alguna razón. Habrá que investigarlo. Podría empezar por insinuárselo a Vincent Julian.

—¿Quién?

Le expliqué a Chucks quién era V.J.: un policía local de Saint-Rémy con el que me había amigado últimamente. Era fan mío. Otro de esos fans como el voluntario de la biblioteca y la señora Pompiu, directora del liceo de cine. Además, Vincent era un aspirante a escritor y solíamos intercambiar conocimientos. Él me ponía al día en cuanto a los procedimientos policiales franceses y yo le daba algunos consejos para escribir. También me había leído un par de cuentos suyos y le había animado a pulirlos un poco más. Tengo que decir que, aunque mi francés es tirando a flojo, los cuentos no eran nada malos.

—Vamos, que me debe una —terminé de decir—. Veré si lo encuentro en el pueblo. Seguro que hay una explicación.

—Gracias, tío —dijo Chucks—; llevo una semana en el puto infierno. He ido a ver el morro del Rover unas cien veces, a ver si las abolladuras seguían allí. He empezado a pensar que me lo inventé todo. Que aluciné.

—¿Crees que es posible?

—¿Solo con tres copas? A menos que el vino que aquel gilipollas del Abeto Rojo me tiró en la camisa contuviese LSD. Y aun así solo lo chupé.

—¿Lo has llegado a pensar en serio?

Chucks asintió con un gesto que venía a significar: «Estoy así de desesperado».

Yo le miré en silencio. Aunque había empezado a tener serias dudas sobre aquel asunto, traté de mantenerme fiel a la escena.

—Y lo que te dijo el muerto: «L’ermitage» —pregunté después, y me di cuenta de que había dicho «muerto»—, ¿lo has investigado? Quizá quería decir algo.

—Lo googleé, y encontré mil cosas pero nada que tuviera sentido. Ni siquiera estoy seguro de que dijese eso. Solo sonó a eso. Quizá podrías echarle un vistazo tú. Al fin y al cabo, siempre has sido el cerebro de la familia.

—Lo haré. Seguro que todo termina explicándose. Y ahora explícame algo a mí: ¿por qué has tardado tanto en llamarme?

—Joder, Bert, ¿por qué crees que he tardado? —dijo echándose los dedos a los ojos, que habían comenzado a brillarle otra vez—. Odiaba la idea de contarte esto, tío. ¿No te imaginas la razón?

—¿Miriam? Vamos… Esto no tiene nada que ver con Linda ni…

—Sí que tiene algo que ver. Un coche. Unas copas. Comprendo que me desprecies.

—No te desprecio —respondí—. Soy tu amigo, no lo olvides. Pero creo que cometiste un error, y no me refiero al accidente. Porque eso es lo que fue, Chucks: un jodido accidente entremezclado con un pequeño delito de alcohol al volante. Pero ahora has cometido un delito con todas las letras. Se llama omisión de auxilio.

Y yo «omití» añadir algo más: que quizás ese hombre no estuviera muerto, sino moribundo, y que la acción de Chucks le hubiera sentenciado finalmente.

Chucks se quedó mirando a lo lejos, hacia el jardín que quedaba a mis espaldas. Me volví y vi venir corriendo a Lola, su labrador, como una bala de oro sobre aquel césped verde brillante. Subió por las escaleras de piedra y se coló entre un parterre de rocallas y pinos hasta alcanzarnos. Nada más llegar, y tras darme un lengüetazo de bienvenida, se subió a las piernas de Chucks y ambos procedieron a besarse en los morros.

—¿Dónde has andado, Lola? ¿Trincando con algún sabueso?

—¿Y Mabel? —pregunté entonces—. ¿También anda zurciendo por ahí?

—Le di vacaciones pagadas —dijo Chucks—. No soportaba la idea de verla por la casa mientras yo vagaba como un fantasma paranoico. No puedo pegar ojo, Bert. Tengo pesadillas todo el rato. Veo la cara de ese tío, una y otra vez, agarrándome de la camisa y diciéndome esas palabras que no entiendo. O justo antes de atropellarlo, iluminado por los faros del coche. En mis sueños está cubierto de sangre antes incluso de atropellarlo.

—¿Lo estaba?

—No lo recuerdo. Fue demasiado rápido. Pero esas palabras… estaba como asustado. Como si ya estuviera asustado antes de que yo le hubiera partido la crisma.

—Lo investigaremos —dije empleando un tono de voz muy a lo Mike Hammer—. Empieza por volver a contratar a Mabel. No creo que te haga daño y podrías infectarte con toda la basura que seguramente no limpias. ¿Estás trabajando en el disco?

Chucks negó con la cabeza.

—Pues empieza. Todavía quedaban unas cuantas guitarras por grabar, ¿no?

—¿De qué hablas, Bert? ¿No acabas de oír lo que te he contado? Todo se ha acabado.

—Nada se ha acabado, Chucks. No hables así. Acabará de verdad si no duermes.

—Me cargué a un hombre.

—Eso lo veremos. Esta tarde hablaré con V.J. y sabremos algo más. Mientras tanto, debes volver a la vida. ¿Tienes medicinas para dormir? Puedo prestarte mi caja de trucos.

—Sí, pero no quiero empezar con eso.

—Ahora lo necesitas, Chucks. Está justificado. Tómate un par y duerme el resto de la tarde. Yo me encargaré de investigar.

—¿Y qué harás cuando sepas la verdad?

—Lo decidiré entonces. Pero para que estés tranquilo, no tengo la intención de denunciarte. Si vas a comisaría, lo harás por tu propio pie.

Chucks arqueó las cejas.

—¿Estás diciendo que debería entregarme?

—Mira, soy tu amigo —le dije—; no pienso joderte la vida y menos después de oír la historia. Ese tipo se te echó encima, tú actuaste mal y te asustaste, pero aquel tipo se suicidó contra tu Rover, Chucks. O huía de algo y tuvo la mala suerte de salir a la carretera en el peor momento. Mi consejo es que llames a Jack Ontam y le digas que busque al mejor abogado de la zona, alguien de Marsella. Pero no te lo calles. Podría destruirte.

Chucks permaneció en silencio, con las manos hundidas tras las orejas de Lola, que jadeaba con la lengua fuera y una eterna sonrisa. La perra nos miraba extrañada. «¿Qué coño les pasa a estos dos?», pensaba seguramente.

—¿Nos veremos esta noche? —me preguntó Chucks con los ojos puestos en mí.

—Esta noche es imposible, tío; Miriam ha organizado una cena con alguno de esos nuevos amigos del pueblo. Pero te llamaré en cuanto sepa algo de V.J.

—Gracias, bro.

—Venga —le dije—. Dame un abrazo, capullo.