VI
1
El sol me despertó al día siguiente. Estaba en la habitación de invitados de la planta superior de la casa y por la ventana se colaba un bonito día de principios del verano. Me quedé observando las ramas de un olmo que se acercaban a la ventana, y un pajarito que se había posado sobre ella y trinaba su melodía matutina. Y pensé que quizá todo hubiera sido un sueño.
Pero entonces noté las costuras de mis pantalones vaqueros, levanté la manta con la que me tapaba y vi que seguía vestido. Y, además, un ligero dolor en el cuello se despertó casi unos segundos después de que yo lo hiciera. El brazo de aquel musculitos aún me dolía en la nuez.
Los recuerdos cayeron sobre mí como una jauría de lobos hambrientos. «Joder, no ha sido ningún sueño. Tierra, trágame».
Me levanté. Pasé por la habitación de Britney, que seguía cerrada a cal y canto. Rocé la puerta con los dedos, pero no me atreví a llamar. Miriam estaba abajo, en la cocina, hablando por teléfono. Escuché un poco la conversación y me pareció que hablaba con Edilia. Sonó mi nombre un par de veces. Supongo que era justo que me echasen la soga al cuello. A fin de cuentas, era yo el que se había despertado histérico, diciendo que Britney estaba en peligro.
«Buf».
Entré al cuarto de baño y me miré a los ojos en el espejo.
«La has cagado y bien cagada, señor escritor: dieciséis años. ¿Te acuerdas de tus dieciséis años? Pero ¿qué te pasó anoche? ¿Cómo pudiste perder el control de esa forma?».
La ducha me espabiló un poco, pero la casa seguía igual cuando salí. En silencio. En modo funeral.
Abajo, en la cocina, Miriam estaba entretenida con una receta. Noté que me veía avanzar por el reflejo de la ventana, pero ni siquiera se volvió.
Joder, no le apetecía ni verme. Genial.
—Buenos días —dije pasando a su lado.
—Buenos días —respondió ella.
Preparé un café, en silencio, esperando a que Miriam reventara por alguna parte, pero no se inmutó. Estaba aplanando una masa de empanada con un rodillo. En el mismo instante en que el café comenzaba a subir, dijo:
—Bert, creo que voy a empezar un pequeño negocio con Luva.
—¿Eh?
—Con Luva Grantis. Tiene un local en Arlés y lleva tiempo pensando en empezar una galería. Pero le falta una socia. Me lo ha propuesto a mí… ayer, durante la cena, y he dicho que sí.
—¿Le has dicho que qué?
—Que sí.
—Pero, joder, Miriam. ¿Sin ni siquiera preguntármelo?
—¿Para qué? Sé la respuesta.
—¿Cuál es la respuesta?
—Vamos, Bert… —sonrió mientras volvía a aplanar la masa sobre la gran mesa de madera.
—¿Eso significa que has decidido quedarte en Francia indefinidamente?
Miriam no dijo nada.
—Y que, además, te da absolutamente igual mi opinión.
—Respeto tu opinión —respondió—, pero creo que nuestras opiniones nos hacen infelices el uno al otro. Creo que tenemos puntos de vista demasiado diferentes.
El café seguía regurgitando sobre la placa vitrocerámica, pero yo me había quedado literalmente frío. Miriam lo apartó y apagó el fuego.
—¿Qué me estás diciendo, Miriam? ¿Qué estás queriendo decirme?
—Que hay que pensarlo bien, Bert. Hay que pensar si todo esto compensa.
—¿Todo esto? ¿El matrimonio? ¿Puedes dejar el jodido rodillo quieto por un segundo?
Miriam me obedeció. Se limpió las manos contra el delantal y después colocó una en la encimera, suavemente.
—No quiero volver a Londres, Bert —dijo.
—Vaya… Noticias frescas. Gracias por informarme.
—Lo siento. Lo he pensado durante este tiempo. Es una decisión difícil.
—Bueno, venga, adelante. Cuéntame lo que has decidido.
—Quedarme. Me gusta esta gente y este lugar. El sol. La vida fácil, Bert, sin complicaciones. Me he dado cuenta de que nuestro Londres era un mundo insano y retorcido, y no quiero volver. Pero tú no encajas en todo este dibujo, Bert. No te culpo, pero las cosas son como son. Esto no te gusta. Odias a la gente convencional y sus vidas convencionales, pero felices.
—¡Vaya! —dije soltando una seca carcajada—. ¡Vaya, por fin sale! Menudo discurso.
—No te rías de mí.
—¿Cómo has podido cambiar tanto? Tú no eras así, Miriam.
—¿Así, cómo? ¿Feliz? Quizá nunca había encontrado lo que quería de verdad.
—¿Amigos con camiseros de Lacoste y casas con jardín?
—Muy bien, Bert. Sigue faltándoles al respeto. Es lo que sabes hacer.
Yo había empezado a mover el dedo arriba y abajo. De pronto decidí que no podía esperar más.
—Esa gente, Miriam… esa gente que tanto te gusta… oculta algo. No son lo que tú crees. Edilia, Eric… Tengo mis sospechas sobre ellos, ¿entiendes?
—¿Sospechas?
—He intentado no hablarte de ello, pero esto lo cambia todo. No creo que sean trigo limpio, ¿entiendes? —No podía parar de hablar, pero la voz me temblaba como trémolo—. El hombre que Chucks atropelló, ¿te acuerdas?, salía de sus terrenos. De la clínica. Y desapareció, Miriam. ¿Qué crees que pudo pasar allí? En esa clínica tan secreta. Fui a visitar a la hermana de Someres a Mónaco. Ella también tenía sus dudas sobre cómo murió David.
Miriam se había quedado literalmente boquiabierta. Cruzó los brazos. Luego los descruzó y se llevó una mano a la boca.
—Bert… estás diciendo que… ¿Te estás escuchando? ¿Fuiste a Mónaco de verdad? ¿Cuándo?
—Hace cuatro días. Y no me extraña que no te enterases. Llevamos días sin cruzar una palabra.
—Dios, Bert. Te estás comportando como… Chucks.
—Quizá porque tenía razón —dije—. Quizá debimos hacerle caso… y quizás ahora seguiría vivo.
—¿Qué estás diciendo?
—Estoy diciendo que tengo razones para dudar de toda esa gente, Miriam. Dudar de si Chucks no estaba en lo cierto. Y necesito que confíes en mí.
La conversación se vio interrumpida en ese momento porque escuchamos la motocicleta de Britney arrancando fuera de la casa. Me volví, entré de nuevo al salón y me asomé a la ventana. Nuestra querida hija había aprovechado para salir sigilosamente y largarse con viento fresco. Alcancé a ver su espalda y la motocicleta saliendo a toda velocidad entre las jambas de la puerta de entrada. Llevaba una bolsa de playa. Y eso que era martes y día de instituto.
«Se ha marchado sin desayunar», pensé.
Regresé a la cocina. Miriam miraba por la ventana, pensativa.
—Ven —le dije señalando la puerta del jardín—, quiero enseñarte algo en el ordenador.
—No —respondió Miriam—, no quiero verlo. No necesito verlo. Sé exactamente lo que está ocurriendo, Bert.
—¿Qué es lo que sabes?
Abrió uno de los armarios de la cocina. La botella de Tullamore Dew que había derramado la noche anterior estaba allí, como el arma de un delito.
—Esto es lo que pasa. Y las pastillas. Y todo… todo vuelve a empezar, Bert, ¿no lo ves? Estás teniendo fantasías, como las de Chucks.
—No son…
—Lo echas de menos —me interrumpió ella—, lo comprendo, pero ¿qué hay de nosotras? Estás entrando en barrena y nos arrastras.
—Te estoy hablando muy en serio, Miriam. No tiene nada que ver con el whisky ni las pastillas. Hay evidencias que…
—¿Como las de anoche, Bert? ¿Evidencias como las de anoche? Estabas fuera de ti. Respirabas mal. Te peleaste con uno de los amigos de tu hija. ¡Te peleaste con un muchacho de diecisiete años, Bert!
Miriam había gritado y por fin se echó a llorar.
No dije nada más. Ni intenté luchar. Me habían entrado ganas de largarme a mí también. Cogí la puerta y desaparecí.
2
Salí andando de casa, triste y desesperado. Britney me odiaba y tenía una buena razón para ello. Miriam parecía haberme sugerido el divorcio… ¡Qué cojones, pues claro que me lo había sugerido! Quería quedarse en Francia y ni siquiera me lo había consultado. ¿Qué otra cosa podía significar eso? Contemplé la idea de que tuviera un amante. ¿Por qué no? Alguno de todos esos nuevos amigos que la rodeaban últimamente. Uno de aquellos refinados, sonrientes y deportistas cuarentones que rondaban por el Raquet Club, con sus jerséis amarillos en los hombros. No habíamos hecho el amor ¿en cuánto tiempo? Quizás ella tuviera otro que la saciara.
Pensé que un buen paseo me aclararía la mente, pero cuando llegué al centro de Saint-Rémy la herida todavía sangraba a chorros. Tomé asiento en una terraza medio desocupada de La Boutique. Pedí café, un croissant y un periódico. En inglés, sin afeitar y detrás de mis Ray-Ban. El camarero torció el gesto pero me atendió.
Comí el croissant sin mantequilla ni mermelada. Bebí el café y pedí otro. Saint-Rémy se despertaba perezosamente bajo el sol. Las tiendas abrían. Una dependienta morena mostraba su bonito ombligo al estirarse para levantar la persiana. Después fumaba y le hablaba en francés a su gato. Pensé en esa vida medio salvaje y bella. Solo eso, y la cafeína, logró animarme un poco.
Me sumergí en el periódico durante media hora, intentando leer para distraerme de todas las ideas, hasta que noté mi teléfono vibrando en el bolsillo. Era Jack Ontam, y joder, me sentó hasta bien poder hablar con alguien en mi idioma.
—¿Cómo va todo, Bert?
—He tenido mañanas mucho mejores, Jack. ¿Qué te cuentas?
—Bien, bien… Estoy en Londres. Ayer tuve una reunión con Universal. Están planeando un grandes éxitos conmemorativo de Chucks y además está el asunto de Beach Ride. Ron Castellito dice que está casi listo para masterizar.
—Genial.
—Mira, tío, iré al grano. Sé que el testamento de Chucks te convierte en el heredero de sus derechos de autor. Y, al mismo tiempo, mi contrato de representación para Chucks también necesitaría que lo rubricases… Te lo he enviado por correo esta mañana. Solo quería saber si lo ves todo OK.
—Entiendo. ¿Te importa que lo hablemos en otro momento, Jack? Tengo una mañana terrible.
—¿Hay algún problema? ¿Puedo ayudarte? —De pronto Jack me hablaba muy amablemente. De pronto sonaba casi como mi agente.
—No hay ningún problema. No he tenido tiempo para mover todo esto… es que… quizá vuelva a Londres muy pronto.
«Más pronto de lo que piensas. Y solo».
—¿Va todo bien? Te noto cansado. Triste.
—Estoy triste, Jack. Miriam acaba de decirme, en pocas palabras, que quiere romper conmigo.
—Hostias. Cuánto lo siento, Bert. Miriam está muy buena, pero siempre ha sido un poco bruja.
—No te pases, tío; todavía estamos juntos.
—Bueno, vale, pero si finalmente ocurre, cuenta con mi yate y mis amigas, Bert.
Decididamente, Jack Ontam y yo no jugábamos en la misma liga emocional. Pero estaba claro que había comenzado a necesitarme.
—¡Ah! Otra cosa. Ron me dijo que había una pista con voces. Que le mandaste limpiarla, ¿es cierto? Al parecer sí que se oían algunas cosas raras. Dice que te lo mandó al correo.
Aquello hizo que me removiera en mi silla, que dejase La Provence sobre la mesa.
—¿Te ha dicho algo más?
—No… solo que había voces en francés. Pero él no sabe francés y yo tampoco. Debe de habértelo enviado ayer… u hoy.
Colgué y me quedé mirando al vacío. Pensé que debía volver a casa a revisar el e-mail, especialmente el de Ron Castellito… Quizás esa fuera la evidencia que necesitaba para convencer a Miriam. Al menos era mucho mejor que hablarle del Padre Dave, tal y como había pensado hacer al principio. Le explicaría las cosas. Necesitábamos retomar la perspectiva, alejarnos. Podríamos hacer una última intentona juntos. Coger el coche e ir a Italia. Positano le encantaba y allí conocíamos una buena pensión. Nunca habíamos ido con Britney. Los tres, solo los tres. Sin esos intoxicantes Van Ern, Grubitz y Mattieus a nuestro alrededor.
Me levanté, dejé veinte euros sobre la mesa y salí en dirección a casa. No había caminado ni cien metros más allá de la plazuela cuando noté que un coche se me colocaba a la par, en una estrecha calle que salía del pueblo. Pensé que estaría buscando sitio para aparcar, pero entonces hizo sonar su claxon ligeramente.
Era un bonito Mercedes blanco descapotable. Un modelo de por lo menos 1970. Sus asientos de cuero rojo acogían a un solo ocupante que tardé un poco en reconocer: era Eric van Ern.
3
—Hola, Bert —saludó tras unas gafas de sol—. ¿Le llevo a alguna parte?
—¡Ah! —dije sintiendo que la sangre se me caía hasta los talones.
Eric se inclinó sobre el asiento del copiloto y abrió la puerta.
—Suba —dijo.
Hubiera dicho que «no, gracias», pero supongo que en el fondo deseaba enfrentarme a él de una vez por todas.
—¿Adónde iba? —preguntó Van Ern una vez que me hube montado—. ¿Hacia su casa?
—En realidad daba un paseo —respondí palpando la piel del salpicadero—. ¿Es un Mercedes Pagoda? ¿1975?
—Del 81, lo compré en una feria de automóviles usados en Ginebra. Lo vi y me enamoré en el acto de él. ¿Conoce la sensación?
—Muy bien —respondí—. Tuve un MG «CC» del 77 en Inglaterra. Ahora llevo un Spider del 88.
—Vaya, veo que compartimos el gusto por lo clásico, señor Amandale. ¿Quiere conducirlo un poco?
—Sí —dije al cabo de unos segundos—, ¿por qué no?
Eric frenó el coche al final de la calle. Abrimos las puertas y nos intercambiamos los asientos. Cogí el volante del Mercedes, palpé los pedales. Un poco más duros que los de mi Spider, pero el motor rugía como un auténtico león babilonio.
—Oiga —dijo Eric de pronto—, ¿tiene algo que hacer ahora? Hace tiempo que le debo esa visita a la clínica. Déjeme que le invite a un café.
—¿A su clínica?
—¡Sí! Tenemos un carretera privada por donde podrá acelerarlo a gusto.
Había algo en todo aquello que me sonaba a montaje, pero la idea de visitar la clínica Van Ern era demasiado morbosa para decir que no. Metí primera, aceleré y vi el indicador de revoluciones volar ante mis ojos.
—¿Por dónde se va?
Salimos del pueblo, por la R-81 en dirección a Mount Rouge. La vida tiene esas cosas, pensé mientras aceleraba el SL Pagoda por las primeras curvas de la colina; un día elaboras la teoría más malvada sobre tu vecino y al día siguiente vas conduciendo su coche y recibiendo la brisa de la Provenza en el rostro.
—¿Todo bien anoche? —dijo él al final—. Elron me ha contado lo de su pequeño traspié. Lo siento.
—Vaya —respondí carraspeando—, parece que se ha enterado hasta el apuntador.
—No se preocupe. Yo le comprendo, ¿sabe? Por Elvira. Es todavía pequeña, pero me imagino lo que es tener una hija adolescente hoy en día. Con las cosas que se oyen por ahí…
—Sí… no es un mundo precisamente fácil para una chica.
Llegamos a una intersección. Eric me indicó que tomara el camino hacia la derecha.
—Pero no debe preocuparse —prosiguió diciendo—, por lo menos de Elron. Es un muchacho noble, fiel a su familia, se lo garantizo. La fidelidad es el valor más importante en un Van Ern, y se la hemos inculcado bien. Cuidará de Britney siempre que esté con ella.
—Oiga, Eric —le interrumpí—, lo de anoche fue un malentendido. Britney había dicho que volvería antes de la medianoche y me preocupé. Y preocupé a mi mujer tontamente. Pero yo confío en Britney. No necesito estar detrás de ella como un perro guardián.
Eric no respondió. Estábamos cerca del comienzo de Mount Rouge, y me dijo que tomara el primer camino a la derecha, por un estrecho senderillo que surcaba un prado. Sin señalización. Sin nada que indicase hacia dónde se dirigía.
—¿Por aquí? —pregunté.
—Sí —respondió riéndose—. No se preocupe. No le estoy secuestrando. Es solo que nos gusta mantener la discreción.
Nos adentramos entre extensos campos de canola y lavanda en cuyos horizontes brotaban frondosos bosques y colinas. Sobre una de ellas, presumida y vigilante, distinguí la casa Van Ern a lo lejos.
Del pequeño sendero pasamos a una carretera de tierra, unos ochocientos metros de línea absolutamente recta.
—Tiene casi un kilómetro —dijo Eric.
Apreté el acelerador y revolucioné el motor en tercera, casi hasta cinco mil vueltas. Entonces solté la marcha y el coche salió proyectado hacia delante, con tanta fuerza que se tambaleó un poco a los lados y noté que Eric se agarraba de la puerta. No sé lo que pensaba demostrar. Quizá quería dejarle claro a aquel brillante doctor que yo no era tan solo un pobre dublinés con el que podía jugar a las marionetas. Una marcha más y el motor rugía con fuerza. Había alcanzado los cien kilómetros por hora y empecé a ver la gran mansión blanca a lo lejos.
—Ya casi estamos —gritó Van Ern—, puede frenar.
—Aún hay tiempo —le respondí—, quiero ver hasta dónde llega.
Apreté el acelerador y Eric van Ern se pegó a su asiento. El motor rugió de pura felicidad, tras años de esclavitud como coche de desfile. Por el espejo retrovisor podía ver la nube de polvo que levantaba a nuestras espaldas, como si fuéramos un jodido cohete.
—¡Frene ya, hombre! —dijo Eric perdiendo un poco la compostura.
El campo de canola surgió a nuestra izquierda cuando iba a ciento cuarenta y entonces pisé el freno. El coche enfiló el último tramo del camino, que terminaba en aquella gran casa blanca. La clínica Van Ern. La mansión detrás del campo de flores amarillas que había visto aquella vez hacía casi dos meses, cuando Chucks aún vivía, cuando todo aquello parecía ser solo un juego de teorías y especulaciones, un juego para dos niños ansiosos por divertirse.
Nos aproximábamos a la clínica cuando detecté otra vez aquel edificio entre los árboles. La ermita, la capilla, la sinagoga. Había un camión aparcado cerca, sobre el césped, sin ninguna señal. Unos hombres entraban y sacaban cajas de él y recordé lo que Edilia me había dicho: «Lo utilizamos de almacén». Enseguida desapareció tras la fachada de la mansión.
Frené delante de la entrada, junto a una escalera de piedra blanca adornada con tiestos de lilas y verónicas. En lo alto, en el dintel, se leían en letras doradas las palabras CLÍNICA VAN ERN.
4
Entramos por una recepción, donde una sonriente enfermera nos dio los buenos días. Intercambió un par de palabras con Eric mientras yo escrutaba el lugar con disimulo. Largas escaleras de mármol, salones, despachos. Un gran cartel labrado sobre madera que decía: BIENVENIDO A SU NUEVA VIDA. AQUÍ ACABA SU ADICCIÓN.
Eric recogió algo de correo y me invitó a seguirle por un pasillo acristalado. Sacó una pequeña tarjeta de plástico de su americana y la pasó por un lector que yacía junto al marco de la siguiente puerta. Se escuchó el chasquido de un cerradura electrónica. Entramos en otra área de la casa y terminamos frente a un portón, también protegido por aquel lector de tarjetas.
—Cuánta seguridad —comenté.
—Nos vemos obligados a ello —dijo Eric pasando la tarjeta y abriendo la puerta—. Aunque todos los archivos son anónimos, la ley nos obliga a protegerlos. Y a nuestros huéspedes, claro…
Entramos en un despacho orientado hacia la parte este de los terrenos. Una gran ventana mostraba la «cara oculta» de la mansión: un amplio patio de viviendas de piedra gris con un bonito jardín en el centro. Una fuente, sillas y hamacas. Había gente por allí. Me pareció que eran jardineros pero quizás eran pacientes segando la hierba con un cortaúñas.
Eric apretó un botón en su escritorio y al otro lado surgió una bonita voz femenina.
—¿Té o café, Bert?
—Tomaré un café, gracias.
Eric pidió dos cafés solos y tomó asiento en otro sillón frente al mío. Yo estaba mirando por la ventana. Me había parecido detectar algo entre los árboles.
—Es un centro de escalada y actividades de altura —explicó Eric—. La adrenalina ayuda mucho más que cualquier fármaco durante la rehabilitación. Además, utilizamos la acupuntura y la meditación para apoyar en los momentos más difíciles del tratamiento.
—Parece un campamento de verano —bromeé.
Eric sonrió.
—Es algo parecido. Un sitio donde volver a empezar, Bert. A veces la vida nos lleva en direcciones erróneas, ¿sabe? Aquí llegan hombres y mujeres de todo tipo, pero todos son buena gente que ha intentado hacerlo bien, solo que no ha encontrado la forma correcta.
Alguien llamó a la puerta entonces y Eric dijo «adelante». Se oyó el zumbido de la cerradura y entró una mujer alta y elegante con una bandeja de café. La apoyó en el escritorio.
—Gracias, Emma —dijo Eric.
La mujer sonrió y salió por la puerta. Eric me sirvió una tacita de café. Después volvió a sentarse en su sillón. Nos quedamos en silencio.
—Dígame una cosa, Eric —dije—. ¿Por qué tengo la sensación de que no ha sido una casualidad encontrarnos esta mañana?
Van Ern se rio.
—No le voy a engañar —dijo—. Y ya veo que usted es suficientemente listo. Es cierto, le intercepté. Quería enseñarle la clínica por muchas razones.
—Le escucho —dije sorbiendo el café.
—No se enfade, Bert, por favor —dijo Eric—. Y no lo tome por el lado incorrecto. Miriam y Edilia son buenas amigas y después de lo de anoche su mujer está muy preocupada. Le confió a Edilia sus problemas del pasado. La adicción química es tan peligrosa como cualquier otra. Puede generar comportamientos esquizofrénicos. Paranoia.
Aquello era lo que me faltaba esa mañana. Dejé la taza sobre una mesa y me levanté. Estaba furioso.
—Me gustaría decirle que ha sido un placer, pero no es así.
—Bert, por favor, siéntese. ¿Podemos charlar de hombre a hombre?
—¿Es lo que quiere? Empiece por no insultarme —respondí.
—Me parece usted una bellísima persona, Bert, pero la gente que le quiere está realmente preocupada por usted. Sabemos que la muerte de su amigo ha sido un varapalo importante. Y los problemas con su novela…
—¿Qué sabe usted de todo eso? ¿Qué sabe nadie?
—Relájese, Bert.
Pero era tarde para eso, yo echaba fuego por la garganta, como un dragón.
—Yo también estoy muy preocupado, ¿sabe? Me preocupa lo que hacen ustedes en esta clínica, en esa ermita del bosque. Me preocupa lo que hacía Daniel Someres aquí…
—Daniel ¿qué?
—Sabe perfectamente de lo que hablo. El hombre que escapó de su clínica hace un mes. El hombre que mi amigo Chucks atropelló.
—De acuerdo, Bert, de acuerdo —dijo Van Ern levantando las manos—. Hablemos de ello. Tranquilamente. ¿Dice que un hombre se escapó de aquí? ¿Cuándo?
—Hace un mes exactamente. El lunes 21 de mayo para ser precisos.
Eric frunció el ceño.
—No me consta. ¿Qué dice que le ocurrió? ¿Alguien lo atropelló?
—En la carretera de Mount Rouge, mi amigo Chucks Basil atropelló a un hombre que apareció de improviso en la carretera, junto a sus terrenos. Chucks entró en pánico y lo dejó abandonado, pero más tarde regresó y el cadáver había desaparecido. Era exactamente al otro lado de ese campo de canola. Yo mismo bajé a explorar unos días más tarde, y fue entonces cuando su perro me atacó.
Eric puso cara de verdadera sorpresa.
—Espere un momento.
Se levantó, fue a la mesa de su despacho y apretó otro botón. Habló en francés a través del intercomunicador, pero pude entender perfectamente que se dirigía a una persona llamada François. Le ordenó que viniera.
—Aguarde un segundo, señor Amandale.
Esperamos al menos un minuto en silencio, sin decir palabra. Yo no sabía qué era lo que Eric trataba de demostrar, pero su rostro expresaba algo de preocupación. Empecé a pensar que quizá fuera una sensación genuina. ¿Y si ni siquiera él estaba al tanto de lo sucedido? Empecé a dudar…
Escuché el zumbido de la cerradura electrónica y vi entrar a aquel tipo alto y fornido que me había topado en el bosque casi un mes antes. Llevaba otra tarjeta magnética en la mano y vestía, como la vez anterior, como una suerte de cazador.
—Supongo que ya se conocían. François, este es el señor Bert Amandale. François es nuestro jefe de seguridad.
El cazador se acercó a mí y me estrechó la mano.
—Acepte mis disculpas por el asunto del perro —dijo—. Estaba usted en lo cierto y yo equivocado. No volverá a pasar.
Asentí con la cabeza, como para correr un velo sobre el tema. Eric se adelantó:
—El señor Amandale dice que un hombre pudo haberse escapado… o al menos recorrido nuestros terrenos a finales de mayo. El 21. ¿Le suena?
François arqueó las cejas sorprendido, pero trató de hacer memoria.
—No —respondió—. ¿Dónde dice que pasó?
—A la altura de la tienda de artesanía del señor Merme —respondí—, apareció en una curva. Venía del campo de canola. De la clínica.
François movió la cabeza en un gesto de negación.
—Podría venir de cualquier otra parte. Estos terrenos son bastante extensos, señor. Quizá recorría el bosque y decidió salir por ahí.
—Claro —añadió Eric—. ¿Cómo sabe que procedía de la clínica? ¿Acaso le contó algo a su amigo?
—No —respondí, súbitamente azorado—. No le dio tiempo a decir nada. O mejor dicho: sí. Le dijo una sola palabra: «ermitage».
Los dos hombres se miraron en silencio.
—¿Qué es lo que hay en esa capilla escondida entre los árboles? ¿O es una ermita?
—¿Ermita? ¿Se refiere a la vieja sinagoga? ¿Eso es todo lo que le preocupa? ¿Nuestro viejo almacén?
Eric se rio y François sonrió también. Entonces Eric le dijo algo a François. El cazador volvió a despedirse educadamente y salió de allí.
—Perdone la pregunta, Bert, pero su amigo Chucks… ¿es cierto que sufría algunos problemas? Creí leer que había tenido episodios psicóticos en el pasado.
—Sí. Pero ahora estaba bien. Yo…
—¿Encontró la policía alguna evidencia, por mínima que fuese, de que ese hombre murió? Debía de haber rastros de sangre. Pelo. Algo.
—No… —dije tragando saliva—, nada, pero…
De pronto había comenzado a ponerme muy nervioso. Estar allí, dentro de esa clínica, había dado un vuelco a todas las ideas. Aquello no era el templo del Padre Dave, sino un lujoso, sofisticado y aburrido centro de rehabilitación. Y era cierto que el hombre que Chucks atropelló podía haber salido de cualquier parte y no solo de allí.
Empecé a sentirme ridículo.
—Póngase en mi lugar, Bert —siguió diciendo Van Ern—. Me acusa de algo bastante serio, sin una sola prueba. Poniendo en peligro mi reputación, no solo comercial, sino en este pueblo.
Su mirada era firme y muy seria. Estaba realmente disgustado.
—Lo siento, Eric, pero todo es demasiado extraño. Sus cuadros.
—¡Los cuadros! —dijo casi riéndose—. Edilia me lo contó. Pero mi querido señor… ¿se está escuchando?
Volví a dejarme caer sobre el sillón. Apoyé los codos en las rodillas y me puse las palmas en los ojos.
—Realmente, es demencial —dije—, ayer tuve un sueño terrible. Algo que jamás había experimentado. Algo tan… fuerte… tan… real…
Noté que Eric se ponía en pie y venía hacia mí. Su mano se apoyó en mi hombro.
—Tranquilo, Bert. Tranquilo. Está usted con un amigo.
Yo estaba tan aturdido, tan aplastado por los acontecimientos de aquella mañana, por el error del día anterior, que me dejé vencer. Me rendí a aquella voz. A aquella templanza. A aquel atisbo de salvación.
—Quiero que sepa que estoy aquí cuando usted lo necesite. ¿De acuerdo? Usted no es un cliente, sino un amigo para mí.
—Gracias, Eric.