III
1
Enfilé el camino a Sainte Claire, el único que me sabía de todas formas. Ahora estaba claro que era V.J. quien me había traicionado y no la gente de la comisaría de Sainte Claire. El teniente Riffle me ayudaría, o al menos me escoltaría hasta encontrar a quien pudiera ayudarme. También le pediría que enviase una patrulla a casa y que encontraran a Britney. Y esa misma tarde saldríamos de aquel nido de víboras y nadie volvería a oír hablar de nosotros.
Me acercaba ya al pequeño puente que cruzaba el Vilain cuando detecté un coche viniendo en la dirección contraria, y la sangre me cayó a los talones.
Era un coche grande, un monovolumen de color negro que se acercaba con las luces encendidas. Aquel era un camino vecinal, estrecho, de esos en los que debes echarte a un lado y ser amable. Avancé despacio conduciendo con la mano izquierda. Mientras tanto, con la derecha alcancé la escopeta, la saqué a través de los dos asientos y la dejé apoyada en mis piernas y el asiento del copiloto, apuntando hacia la ventanilla por la que estaba a punto de decir «Bonjour!».
El otro coche también redujo la velocidad, pero no hizo ningún ademán de apartarse y dejarme pasar. De hecho, ocupó un buen trozo del camino hasta que llegamos a estar el uno frente al otro. Yo arrimé el Spider a la orilla todo lo que pude —había un pequeño terraplén a un lado— y me las arreglé para enfilar un trozo de camino. Pero mientras tanto el otro avanzó de un golpe y se puso a mi par.
—¡Amandale! —dijo la voz, una voz familiar, alegre. Su rostro, que tardé en reconocer, me sonreía tranquilamente. Tenía el brazo apoyado en la ventanilla.
—¿Dan Mattieu? —respondí en cuanto mi cerebro tuvo a bien conectar el par de neuronas que necesitaba en aquel instante.
La cara del ginecólogo se ensanchó en una sonrisa.
—¡El mismo! —dijo, echándose a reír—. Parece que haya visto usted un fantasma.
Había otro hombre, que no era capaz de ver, sentado en el asiento del copiloto.
—¿Qué… qué hace usted aquí?
Mattieu miró por un segundo a su compañero e intercambió una palabra con él. Intenté verle, pero quedaba oculto detrás de Dan.
—Eso mismo podría preguntarle yo a usted —respondió Mattieu girándose hacia mí—. Vamos al Raquet Club. Teníamos una pista reservada, pero creo que nos dedicaremos a beber. Con este tiempo…
Me quedé callado, observándolos. El otro tipo ni se movía, permanecía en silencio, quieto, como si no quisiera que yo pudiera verle. Mattieu escrutó el interior de mi coche, frunciendo el ceño, como si algo le preocupara.
—¿Va solo? —preguntó entonces—. ¿No quiere venir con nosotros al Raquet Club? Tomaremos una copa…
Pisé el acelerador sin pensármelo dos veces y oí a Mattieu gritar algo, sorprendido. El Spider salió como un cohete en dirección al puente y, según me alejaba, miré por el retrovisor y vi que Dan había sacado medio cuerpo fuera del coche y me miraba.
Mi corazón bombeaba sangre y mis glándulas suprarrenales, adrenalina, pero nada de esto me convertía en un tipo más frío ni más inteligente. ¿Qué hacía Mattieu allí? ¿Se iba por ahí al Raquet Club o eran ellos los conspiradores a quienes V.J. había avisado? Mattieu… ¿Por qué no? Ellos también estaban en el ajo. Al fin y al cabo, eran amigos de los Van Ern. De hecho, ¿no habían aparecido los Van Ern de su mano aquella vez en el mercadillo de artesanía? Pero ¿quién más estaba en la lista? ¿Era todo el jodido Saint-Rémy una gran y feliz familia de sectarios? Entonces recordé la conversación que acababa de tener con Miriam, y que se había visto interrumpida cuando la Grubitz había llamado al timbre. «Le ha salido un compromiso urgente», había dicho Miriam. Y eso había ocurrido diez minutos después de que yo llamara a V.J. para contarle mi descubrimiento.
Joder. La Grubitz. Miriam.
Vigilé el retrovisor un par de veces para asegurarme de que el monovolumen de Dan Mattieu no se había dado la vuelta ni me seguía. Después, sin dejar de conducir, con el rifle sobre las piernas, me puse a buscar el teléfono móvil. Solo llevaba unos vaqueros, así que no tardé mucho en darme cuenta de que no lo llevaba encima. Con las prisas, al salir, había cargado solo a Lola, el rifle y el ordenador, pero me había dejado el teléfono móvil en la casa.
Tras cruzar el Vilain, me dirigí a la derecha, directo hacia Sainte Claire. La carretera estaba llena de pequeñas cagadas. Bolitas. Era como si hubieran pasado cinco millones de ovejas por allí. Pero ¿por qué? No tardé en saberlo. Era un festival de trashumancia. Ovejas. Cientos de ovejas desfilando por la carretera de Sainte Claire. Una caravana de por lo menos siete coches avanzaban despacio, tras ellas, bajo las indicaciones de algunos voluntarios. «Joder», grité golpeando el volante.
Un cartel indicaba que el centro de Sainte Claire estaba cerrado al tráfico, así que di un giro de ciento ochenta grados dispuesto a tomar la circunvalación. Entonces avisté el pequeño centro comercial que quedaba en ese camino, donde yo solía hacer la compra. Había una clínica veterinaria y quizá pudiera llamar por teléfono desde allí.
El lugar disponía de un amplio aparcamiento en la parte delantera. Había una tienda de flores, tiestos y enanitos (una larga fila de ellos sonreía en la acera), la clínica veterinaria, un estanco y tienda de prensa y un buzón de La Poste. Aparqué delante del centro veterinario, cuyo frontal mostraba un gran hueso blanco hecho de corcho o de espuma. Aún había luz y vi a alguien dentro. Escondí el rifle en el asiento de atrás y salí a toda mecha.
Temí que al abrir el maletero me encontrara a Lola muerta, pero la perra estaba bien; levantó el cuello un poco al notar la luz del día.
—Ya hemos llegado, Lola. Aguanta un poco más.
La cogí entre los brazos y la llevé con cuidado hasta la puerta de la clínica. Al llegar, me di cuenta de que estaba cerrada, tal como indicaba un gran cartel (otra vez con forma de hueso) que decía FERMÉ y mostraba los horarios. Pero había alguien en el interior y golpeé la ventana del escaparate con fuerza hasta que logré que abriera. Era una chica joven, rubia y pecosa, que vestía una bata blanca con el logotipo de la clínica. Primero me dijo que estaba cerrado pero después, al ver a Lola y la gran herida en su cabeza, me hizo un gesto rápido para que pasara. Entramos en una consulta y apoyé a Lola en la camilla.
—Je suis désolé, mais j’ai hâte —le dije entonces.
Tenía que marcharme. Lola ya estaba a salvo, y aquello era lo mínimo que podía hacer por mi salvadora, pero ahora debía encargarme de Miriam y Brit.
La veterinaria me respondió que no me podía marchar, pero yo ya estaba con una pierna en el pasillo.
—Monsieur! —gritó—. Monsieur!
Había ido poniéndome cada vez más nervioso pensando en esa nueva faceta de mi teoría. La Grubitz, los Mattieu, todos eran parte de la conspiración y ahora todos lo sabían, sin duda. V.J. les habría avisado. Las alarmas se habían encendido y Miriam y Britney estaban en peligro. Tenía que avisarlas, pero no me sabía ninguno de sus teléfonos de memoria. Eran números franceses, nuevos, y solo recordaba que el de Miriam tenía tres cincos, pero nada más.
Salí al aparcamiento del centro comercial tratando de detener mi cabeza, que era presa del pánico. A ciegas. Tenía que llegar a Saint-Rémy para avisarlas o regresar a la casa de Chucks a por el teléfono. Entonces se me ocurrió que podría utilizar el MacBook y mi cuenta de Facebook para enviar un mensaje a Brit. Ella estaba en Facebook también y tenía una de esas aplicaciones de mensajería instantánea conectadas a su smartphone. Solo necesitaba que alguno de esos negocios que quedaban abiertos (la tienda de flores o el estanco) tuviera una red accesible.
Saqué el Mac de la guantera y me dirigí al estanco. Era el clásico sitio que vendía de todo: postales, tarjetas de felicitación, cuadernos y diarios, tabaco y revistas. La dependienta era una voluptuosa mujer de unos cuarenta años y vestía como si fuera una astróloga de la televisión.
Entré con el ordenador bajo el brazo, deprisa, rompiendo la quietud de la tiendita. La mujer me miró de arriba abajo tratando de adivinar si era un ladrón, un borracho o un mendigo.
—¿Wifi? ¿Internet? —le pregunté.
Ella dijo algo en francés que no entendí bien. Creo que dijo que aquello era un estanco y no un cibercafé.
—Necesito mandar un mensaje —añadí después—. Es muy importante.
—Bueno —dijo la señora esgrimiendo una sonrisa—, si quiere puede enviarlo por carta. Aquí puede comprar sellos y sobres.
Estiré los labios hasta formar una sonrisa. Dije «Merci» y salí de la tienda. Lo intenté en la siguiente, el centro de jardinería, pero allí ni siquiera llegué a encontrar un encargado que me atendiese. Encendí el Mac y miré el monitor de wifi, pero allí había solo un par de redes y ambas protegidas.
«Vamos, no hay tiempo para esto. Sigue pensando».
Volví afuera. El sol calentaba tras la tormenta, iluminaba el asfalto como si fuera plomo. Corrí al coche, entré dentro y traté de pensar en las opciones que tenía. Podía intentar llegar a Saint-Rémy, pero eso llevaría media hora, y si mis sospechas eran ciertas sobre la Grubitz, las garras de la conspiración ya estarían cayendo sobre Miriam y Britney. La siguiente «mejor idea» era acudir a la comisaría de Sainte Claire y hablar con el teniente Riffle… pero con todo aquel festival tendría que ir andando y, además, ¿cómo le explicaría que acababa de golpear y encerrar a un agente del orden en el sótano de Chucks?
Alcé la vista y vi a la mujer del estanco. Había salido a fumar a la puerta. Me miró y sonrió. Yo le devolví la sonrisa y me encendí un cigarrillo también. Después fui a devolver el ordenador a la guantera y vi que el USB todavía estaba enganchado allí. Lo cogí, me lo metí en el bolsillo del pantalón y de pronto tuve una idea.
2
Todo hasta ese momento había sido una gran cadena de errores. Comenzando por Chucks, que nunca debió haber dejado a aquel hombre en la carretera, seguido por mi tozudez al no creer ni una sola de sus teorías. Pero todo había resultado cierto y de pronto me daba cuenta de que habíamos llegado a esa situación por una vergonzante falta de iniciativa. Bueno, pues incluso Bert Amandale era capaz de acertar una canasta en medio de una lluvia de mierda. Y así lo hice. Aunque después de los aplausos, el baile de las animadoras y los fuegos artificiales, la lluvia iba a continuar. De hecho, iba a empezar a caer con más fuerza.
Tras rodear Sainte Claire, llegué a las faldas de Mount Rouge. Los folletos turísticos hablan de trescientos días de sol al año en la región de las Alpilles, pero ese día había llovido a gusto. Supongo que había que achacarlo al cambio climático, lo que también explicaba que algunos vinos ingleses empezaran a salir mejores que la media, incluso que alguno francés. El caso es que la carretera estaba mojada y la serpenteante ascensión de Mount Rouge comenzó a parecerme vertiginosa.
Una curva, después otra. Con cuidado. Pero notaba el Spider algo raro, extraño. Era como si también estuviera nervioso. No se dejaba manejar bien… ¿o era yo el torpe?
Había tráfico. El festival de Sainte Claire movía a la gente de otros pueblos. Esa noche se asaría carne, se bebería vino y se celebraría la llegada del verano. Un coche me adelantó pitando. ¿Iba demasiado despacio quizá? Pero entonces me di cuenta de que estaba invadiendo el carril contrario. ¿Qué me pasaba? Traté de centrarme en conducir. Llegaría a Saint-Rémy y haría lo que debía hacer. Pero tenía que llegar primero.
Otro coche comenzó a adelantarme. Me fijé en que era un monovolumen familiar negro. Era una recta de unos doscientos metros, antes de una nueva curva, pero el adelantamiento me pareció extremadamente lento, como si el tío tuviera todo el tiempo del mundo. De hecho, estaba a la par de mi Spider cuando pareció perder algo de fuelle.
—¡Vamos! —grité—. ¡Pise a fondo!
Miré a un lado pero no pude distinguir al conductor. El coche avanzó un poco pero todavía estaba en el carril contrario y nos acercábamos a la curva. Entonces volví a mirar y vi la ventana trasera. Ahí había alguien, mirándome.
Era la hija de los Van Ern. Solo la había visto un par de veces en mi vida, pero estaba seguro de que era ella. Pálida, pecosa, con aquellos ojos malvados. Tenía las manos sobre el cristal. Dos manos rojas apoyadas sobre el cristal. Estaban manchadas de algo rojo.
Sangre.
Me sonrió al tiempo que las deslizaba sobre la luna y creaba un rastro rojo en el cristal. Después se llevó la mano a la cara y se pintó el rostro de rojo al tiempo que reía.
Frené instintivamente.
Solo fue un pequeño frenazo, pero debía de llevar a alguien pegado detrás. El choque me impulsó hacia delante y al mismo tiempo se oyó una pitada.
El coche con la hija de los Van Ern terminó su adelantamiento y yo aceleré. Di una pisada quizá demasiado fuerte y el Spider salió para delante con excesiva fuerza. El tipo de atrás seguía pitando, quizás exigiéndome que parara, ya que seguramente nos habíamos llevado un buen golpe los dos. Había sonado bastante fuerte y al mirar por el retrovisor vi que iba tuerto de un faro. Pero yo ya no controlaba mi coche. Me di cuenta en ese instante. Mis brazos apenas podían moverse. Tan solo los llevaba apoyados sobre el volante (en la posición correcta, eso sí), pero sabía que no podría realizar el giro. Estaba en un sueño, y estaba a punto de acabar en cuanto llegase a la curva. El pedal del acelerador de un Spider es de estilo deportivo, fino como la seda. Mi pie estaba inmovilizado sobre él, perfectamente congelado y el motor se revolucionaba en tercera rugiendo por una marcha más larga. El otro pie, recogido frente a los pedales, era mi única oportunidad. Comencé a arrastrarlo como pude, intentando alcanzar el freno, y llegué a tocar la punta del pedal, pero volvió a caerse. El velocímetro marcaba setenta por hora; ¿llevaba el cinturón puesto? Eso era lo último en lo se me ocurrió pensar. Y también en el martini que V.J. me había preparado esa tarde, nada más entrar por la puerta de la casa de Chucks. Ya entonces me había parecido rara tanta sed por parte de mi viejo amigo el policía de pueblo. Tanta sed.
Las pitadas de enfado del coche de atrás se convirtieron en una gran pitada cuando me vieron enfilar la curva como un tren. El otro coche, el de la niña de las manos sangrientas, ya había desaparecido montaña arriba. De lo único que me alegré era de que no bajase ningún ciclista u otro coche en ese preciso instante, porque me lo hubiera llevado por delante.
Salí como un misil por el borde de la curva. Hubo suerte, porque podía haberme estampado contra la gruesa conífera que había en primera línea, pero en vez de eso el morro del Spider chocó contra algo duro (después sabría que era el tocón de un árbol aserrado) y eso detuvo el coche de golpe. La inercia de mi velocidad hizo que la cola del Spider se levantara en una perfecta voltereta y cayera de lado. Más o menos entonces me golpeé contra el volante primero y después contra el techo. Los cristales volaron sobre mi cara pero nada me hizo demasiado daño. Otro vuelco más, para terminar de dar la vuelta, y todo se detuvo. El ruido y el movimiento. Todo acabó de repente.
Vi la hierba a mi alrededor y escuché pitidos y gritos arriba en la carretera. Olía a gasolina. Esperé que el coche no empezara a arder. No quería quemarme vivo en aquel precioso Alfa Romeo.
Mientras tanto, noté algo avanzando por mi cara. Por una remota razón mi cabeza pensó que era una serpiente. En realidad, era sangre, que me llegó a la barbilla al tiempo que mis ojos empezaban a verlo todo más y más blanco.
3
Tengo recuerdos fragmentados de lo que ocurrió a continuación. Como cristales rotos o piezas de un rompecabezas. Nunca sabré si fueron reales o un sueño. O las dos cosas al mismo tiempo.
Un hombre se había agachado y me hablaba a través de la ventanilla, a ras de suelo. «Monsieur, monsieur, vous m’entendez?». Después vino más gente. Más hombres. Más piernas. Trataron de moverlo todo. De volcar el coche de nuevo, pero antes de que lo consiguieran se oyeron unas sirenas. Pensé que ojalá fuera el teniente Riffle y sus héroes blancos. Se lo contaría todo, aún estaba a tiempo, aún…
«Tiene que ir a buscar a Miriam. No se fíe de nadie. Esas mujeres del pueblo, sus amigas… son todas unas brujas conspiradoras, ¿me entiende? Pertenecen todos a la gran secta del Padre Dave».
—Tranquilo, señor, tranquilo. ¿Me oye?
Recuerdo que alguien abrió la puerta o la rompió. Se oía el ruido de una especie de sierra eléctrica y por un momento, joder, estuve a punto de pedirles que tuvieran cuidado, que me rayarían el Spider. Bueno, después me sacaron, vi las copas de los árboles y el cielo medio estrellado del atardecer. Olía a verano. A menta, a pinares azuzados por la brisa. Y la brisa era el cabello de una joven hermosa. Camisas de seda, sueltas por encima del pantalón. Botellas de champán con sus cuellos de papel dorado. Candelabros de bronce junto a la piscina. Grillos y el olor de las brozas ardiendo en la campiña. Hacer el amor entre los árboles. Escuchar la música de un maestro de ojos tristes. Un gran reloj de pared, de madera oscurecida por los siglos. Su péndulo firme y profundo. Bum. Bum. Bum.
Me colocaron en una camilla y me llevaron bosque a través. Había montada una buena caravana. Coches parados en un largo gusano de faros. Gente fumando en el arcén, mirándome. Un padre gritó a sus hijas que no salieran del coche. Yo debía de ser una estampa terrible y en aquel momento pensé que quizá me habrían amputado alguna cosa para poder sacarme del Alfa Romeo. Esa sierra, ¿para qué podría ser si no? Pero aún no podía moverme, así que no pude cerciorarme. Pero quizás era un despojo sangriento. Me imaginé a mí mismo como un san Bartolomé despellejado, en carne viva, cocinado en una salsa de tomate con orégano. Me dolía todo como si me hubieran golpeado el cuerpo con un pequeño martillo. Como si alguien hubiera ido rompiéndome las costillas con una tenaza.
El techo de una ambulancia (supuse) y un par de muchachos franceses a mi lado. Dos héroes blancos. Médicos. Ellos podrían ayudarme. Intenté explicarles lo que estaba sucediendo. Les di el nombre del teniente Riffle, pero ellos ni siquiera me miraban a la cara. «Relájese, señor —me decía uno de ellos en inglés—. Vamos a ir a un hospital y van a curarle. Ahora relájese». Noté que me inyectaban una sustancia en el brazo y que inmediatamente el dolor se diluía.
Pensé en Britney. La recordé en una tarde hace siglos en la que yo me marchaba a coger un avión. Tenía seis años y era como una princesa de pelo rubio, como un hada de la que me había enamorado. Salió corriendo detrás de mí, saltó a mis brazos y me plantó un beso en la mejilla. Y después se quedó a medio camino, despidiéndose con la mano.
—Promete que volverás pronto, papá.
—Lo prometo.
Vivíamos en una casa de Oxfordshire que alquilamos para ese verano. Llegué a la cancela del jardín, tras la cual el taxi me esperaba. Miré hacia atrás. Vi la casa. Mi hija. Y sentí que ese era todo el trabajo que un hombre venía a hacer a este mundo.
Después me fui, cogí el taxi y cerré los ojos.
Saboreé la sangre entrando por mis labios.
Dulces sueños.