IV
1
Ya había decidido ir a visitar a Chucks antes de recibir el mensaje de Ontam esa tarde: «¿Algo sobre Chucks? Me estoy empezando a poner nervioso».
Eran las seis de la tarde cuando llegué a Villa Chucks, que dormía en una aparente calma, con todas las luces apagadas excepto un par de ventanucos a pie de fachada que daban a su bodega. Allí se veía un resplandor que me hizo colegir que Chucks estaba, tal y como había pensado, trabajando en sus grabaciones.
Llamé al timbre y esperé un buen rato. Después me acerqué a los ventanucos de cristal opaco, para gritarle que era yo. Entonces escuché las patitas de Lola correteando por el pasillo y unos segundos más tarde la puerta se abrió.
Chucks asomó la cabeza. Su cabello era como una bola canosa que me recordó a los nativos de alguna isla del Pacífico. Tenía una terrible cara de cansancio y emanaba un suave olor a rancio y falta de ducha. Miró a un lado y al otro y me hizo un gesto nervioso para que entrara en la casa.
—Hola, Bert. Rápido. Sígueme.
Me hizo pasar con urgencia. El recibidor era una pieza cuadrada, de suelo ajedrezado y con una bonita mesa redondeada en la que reposaba un tiesto de flores secas. Según entré, Chucks echó el cerrojo y la cadena y después pasó junto a mí. Tenía un aspecto deprimente. Cojeando, con una camiseta de los Stones, unos pantalones de boxeador y unas Crocs de color perla. Ese último detalle fue especialmente desalentador.
—Vamos al estudio —dijo susurrando.
Un poco sorprendido, le seguí por el pasillo hasta la puerta de la bodega. Entramos yo primero y Chucks después y oí cómo echaba el cerrojo en la puerta. Bajamos por aquellos estrechos escalones hasta el pequeño recibidor del estudio. El sofá estaba recubierto con una manta y había una almohada arrugada en un extremo. Tazas de té, latas de comida y un paquete de cereales destripado en un lado. Varias latas de cerveza apiladas a un lado.
«Esto ha llegado a un límite insano —pensé viendo todo aquello—. Llamaré a Ontam en cuanto salga de aquí. Hay que sacar a Chucks de esta casa. Hay que darle un buen garbeo».
Aunque, en el fondo, otra voz me decía que Chucks era joven, solo tenía cuarenta y cinco años —aunque eran cuarenta y cinco años que equivalían a doscientos años en la vida de un hombre que jamás hubiera hecho diez giras mundiales—. Y, de acuerdo, no se había cuidado como debiera, sabíamos que los excesos de su juventud le iban a pasar alguna factura, pero ¿en la cabeza?, ¿perder la cabeza? Dios. Ese sería un final terrible.
—Encantador —dije tratando de empezar con buen pie—. Me gusta tu ambientación de cárcel tailandesa. ¿Cuánto llevas durmiendo aquí abajo? ¿Dos días?
—Desde el viernes.
Se dejó caer en el sofá. Rebuscó un pitillo entre las cajetillas que había esparcidas por allí.
—¿Quieres?
—No, gracias —dije sentándome a su lado.
Eché un segundo un vistazo alrededor. Ropa, cerveza, papeles con letras y acordes. Una Fender Stratocaster Relic del 65 tumbada en el suelo como si fuera un juguete y no un instrumento de casi seis mil libras. A través de una gran luna de cristal se podía ver la sala de mezclas y más allá, el estudio. Una gran batería DM blanca y de herrajes plateados, rodeada de micros. Una colección de guitarras, amplificadores y un piano eléctrico se adivinaban entre los biombos de insonorización.
—¿Volvió la policía? —dije, como para empezar a hablar de algo.
—Sí. Vino un agente el sábado por la mañana. Me hizo algunas preguntas y volvió a echar un vistazo al Rover. Nada, rasguños, eso es todo lo que encontró. Un detective debió de dedicarse a rastrear más hospitales, a hacer llamadas fuera de la comarca y ver si alguna otra comisaría había recibido algún tipo de denuncia por desaparición. No obstante, volvió a pedirme que no me marchara del pueblo. Y solo me he quedado por eso. De otra forma me hubiera largado ayer mismo.
—Pero ¿qué ocurre?
Entonces Chucks levantó el dedo y apuntó escaleras arriba. Y movió la mano dos veces en esa dirección, antes de decir lo siguiente en una preocupante voz baja:
—Hay alguien, Bert. Alguien ahí fuera.
—¿Qué?
—Alguien. Unas personas. Me vigilan.
Recuerdo lo que sentí en ese instante. Fue como si el mundo entero me cayese encima. «No, Chucks. No pierdas la cabeza, por favor».
—Está bien, Chucks, está bien —dije tratando de suavizar la voz (como lo haría un celador de manicomio)—, empecemos por el principio. ¿Cómo sabes que hay alguien?
—No puedo probarlo. Pero les oí. Les oí hablar.
—¿Les oíste hablar?
—A través de mi ampli, Bert. Ven, te lo enseñaré.
Se puso en pie como un resorte y me guio hasta la sala de grabación. Allí había un gran Marshall JCM de cien vatios y una Gibson SG del 68 apoyada al lado. Chucks se la colgó, subió el volumen del ampli y acercó la guitarra al altavoz causando un acople ensordecedor.
—Pero ¡qué coño! —dije tapándome los oídos.
El acorde resonó en el estudio durante un rato. Después Chucks puso la mano sobre las cuerdas y el sonido se cortó de raíz.
—Estaba tocando. El sábado por la noche. Grabando unas guitarras de fondo cuando en determinado momento el ampli empezó a hablar. Ya sabes, como cuando una guitarra pilla una frecuencia de radio.
Asentí. Todo el que toca una eléctrica ha pillado algún sonido de cables, un tranvía o una conversación de la sala de ensayo contigua.
—Estaban hablando de mí, Bert. Una voz dijo: «Está abajo, tocando en su estudio. Será mejor esperar». Y la otra respondió: «No hay tiempo», o algo así, lo decían todo en francés, pero entendí algo como: «No podemos jugárnosla». Lo bueno es que lo tengo grabado. Escucha.
Dejó la Gibson en su soporte y salió por la puerta del estudio hasta la cabina de grabación. Le seguí, cada vez más despacio. Cada vez más preocupado.
Había un par de butacones donde una semana antes habíamos estado sentados, con unas cervezas, escuchando las magníficas maquetas de Beach Ride. Chucks tecleó la contraseña en el iMac y abrió un fichero titulado «28/05/2015 – Noche». Había varias pistas con sonido. Eligió una, etiquetada como «guitarras destroyer». Movió el cursor hasta una hora y un minuto y la hizo sonar.
—Siempre dejo el grabador puesto, por si sale algo bueno. Mira, escucha.
Los altavoces de la cabina de mezcla emitieron un montón de ruido. Se escuchaba algo, cierto, una especie de voz enlatada de radio. Alguien que hablaba o por una emisora de radioaficionado o por un talkie. Pero no alcancé a distinguir nada.
—¿Puedes ponerlo otra vez?
Lo hizo. De nuevo, todo era pura nieve y en el fondo un eco de lo que (sí, lo admito) podría ser una voz diciendo algo.
—Yo no oigo nada, Chucks. Hay voces, pero nada más. Podrían ser cualquier cosa.
—No quedaron bien grabadas porque el micro estaba un poco lejos, pero yo estaba al lado del ampli. Joder, Bert. Te lo juro. ¿No me crees?
—Te creo —dije con voz trémula—. Pero ¿por qué no me llamaste? ¿O a la policía?
—¿El mismo Chucks Basil que había confesado matar a una persona imaginaria el viernes? Ya se han cachondeado suficiente en la comisaría.
—Vale. ¿Y por qué no me llamaste a mí?
—Porque… bueno. Porque supongo que Miriam ya me odia bastante y… ¿Le contaste algo?
—Le dije que habías tenido una accidente con el coche, nada más.
—Uf. No importa, podías haberle dicho la verdad. Ella lo sabe mejor que nadie: soy un problema con patas.
—Cierra esa bocaza, ¿vale? Somos amigos. Los amigos están para lo bueno y para lo malo. Ahora quiero que te des una ducha, te pongas algo de ropa y salgamos a dar una vuelta. Iremos al Abeto, nos cenamos un filete y charlamos un poco, ¿vale?
—Mira, Bert. Pase lo que pase de aquí en adelante, quiero que me jures algo.
—Soy todo oídos.
—Si me pasara algo…
—¿De qué estás hablando? —le interrumpí.
—Joder, Bert. Por favor.
—Vale.
—Si me pasara algo. Un ataque al corazón, un accidente, lo que sea. Quiero que salves este disco, ¿vale? —Señaló hacia la mesa de mezclas—. Es lo único decente que he hecho en estos últimos diez años de mi jodida vida. Salva Beach Ride, tío. Llama a Jack y que ponga a Ron Castellito a producirlo. Él es el único que podría terminarlo. ¿Me lo juras?
—Lo juro, Chucks. Pero, como suele decirse en las películas, terminarás el disco tú mismo. Y harás la maldita gira de presentación, a la cual espero ir a verte con un pase VIP. Y ahora dúchate, tío. Hueles a cárcel tailandesa. Y además tengo ganas de comerme un filete.
Tomé un camino alternativo a propósito para no volver sobre «la curva» del accidente. No quería pasar por allí porque no quería hablarle a Chucks de la clínica y de los hallazgos que había hecho esos dos días. Sabía que si le mencionaba ese edificio solo encendería su imaginación, y en aquellos momentos era lo que menos necesitaba la fantástica fábrica de enemigos que Chucks llevaba sobre los hombros.
Así que di un buen rodeo y traté de distraerle un poco con algo de conversación. Le hablé de Britney y de sus nuevos amigos del pueblo, y el chaval de los Van Ern, que me parecía un poco arrogante. Le dije que me recordaban un poco a los personajes de Stepford Wives, la novela de Ira Levin en la que una comunidad aparentemente perfecta escondía un terrible secreto. Chucks preguntó si Ira Levin era una mujer. «No, un tío. Un genio, pero un tío». Trataba de ser afable, pero no dejaba de mirar por los espejos retrovisores.
Llegamos al Abeto Rojo media hora más tarde. Era un bar-cabaña de un estilo mucho más canadiense que provenzal, un lugar para pescadores y cazadores donde servían una carne exquisita. No sé si lo había elegido subconscientemente, como si quisiera dotar a toda la escena de normalidad. El Abeto Rojo era el sitio donde todo había empezado, una semana antes, precisamente un lunes. Y ahora volvíamos allí, nos comeríamos un filete y no pasaría nada.
A esas horas estaba medio vacío. Nos sentamos en el sitio más apartado que pudimos, junto a las ventanas, pedimos un par de cervezas y el plato de carne del día. Chucks no paraba de mirar a un lado y al otro. Estaba fuera de sí.
—Tío, Chucks, relájate, ¿vale? No hay nadie aquí. Nadie nos está siguiendo. Escucha, quiero decirte algo seriamente. Como amigo: quizás haya llegado el momento de pedir ayuda profesional.
—¿A qué te refieres, Bert? ¿Un detective?
—No, Chucks. Hablo de un terapeuta. —Aquella palabra me gustaba mucho más que psiquiatra—. Alguien a quien puedas contarle todo esto de forma ordenada. ¿Recuerdas aquel tipo que te ayudó en Los Ángeles? El doctor Calgari.
Sutilmente, quería sacar el tema de los perseguidores de Ámsterdam. Quizá Chucks entendió por dónde iba. Y se enfadó.
—¿De qué mierda estás hablando, Bert? Esto no tiene nada que ver con aquello. ¡Esto es real!
—Vale. Perdona, Chucks.
Dio un golpe sobre la mesa y noté algunas miradas sobre nosotros.
—Es real, Bert. ¡Me cargué a ese tipo! ¿De qué estás hablando?
—Baja la voz, ¿quieres? No hace falta que se entere todo el puto bar.
Entonces se llevó las manos a la cara. Buscó un cigarrillo en el bolsillo de su camisa y se lo llevó a los labios.
—Aquí no puedes fumar, Chucks.
—No me crees, joder —dijo encendiéndoselo—. Es increíble, Bert. Me has dado un disgusto de puta madre.
Un camarero, que ya nos había echado el ojo, nos gritó desde la barra con muy malas pulgas. Bert apagó el cigarrillo en un pequeño florero que había sobre la mesa, pero también le sacó un dedo.
—Perfecto —dije—, prepárate para saborear el escupitajo de ese tío sobre tu filete.
—Me da igual. Ya no tengo hambre. Me quiero ir de aquí.
—Espera —dije tomándole de la mano—. ¿Me dejas explicarlo? Creo en lo que te pasó, lo de la carretera. No he pensado ni por un minuto que mintieses. Pero lo de las psicofonías en tu ampli es más difícil de digerir.
—No eran psicofonías, eran radiofrecuencias, tío. Debían de estar muy cerca de la casa, con un par de talkies. ¿Por qué te cuesta creerlo? Una vez toqué en una base militar en Escocia y la mitad del concierto me la pasé oyendo a un controlador de helicópteros. Sé de lo que hablo.
—Vale. Lo siento —dije—, es factible. Pero me recuerda enormemente a tu historia de Ámsterdam, ¿qué quieres que te diga?
—Eso fue diferente. En esa época llevaba un puestón de hongos la mitad del día, y la otra mitad de Black Widow, coño. Ahora, en cambio, estoy sobrio, joder. Desde hace años.
—¿Y lo de Londres? ¿Qué pasó con tus vecinos y la wi-fi? Antes de que preguntes cómo lo sé: Jack Ontam me ha llamado. Está bastante preocupado por ti.
Chucks empezó a reírse.
—Qué hijo de puta. No me lo puedo creer. Eso fue un malentendido, joder.
Se calló. Un hombre acababa de entrar en el bar y vino a sentarse justo en la mesa de al lado. Me volví para mirarle. Era un señor de unos cincuenta, con barba, gafitas redondas. Le sonreí y él saludó con la cabeza. Después, sin decir nada más se sentó y se puso a leer su periódico. Cuando me volví hacia Chucks, este le miraba fijamente.
—Bueno —dije, recolocando mi silla entre Chucks y el tipo para evitar que le siguiera mirando—. ¿Me vas a contar lo de Londres? ¿Es por eso que viniste a Francia?
—Fue un factor. Sin más. Reconozco que la cagué con aquello, pero no fue la única razón. Pensé que estaría mejor fuera de Londres una temporada. Quería estar cerca de alguien en quien confiara, Bert. Y vosotros sois lo más parecido que tengo a una familia… Ridículo, ¿no? Por eso os he seguido hasta Francia como una maldita alma en pena, porque estoy solo, Bert. Estoy terriblemente solo.
—E hiciste bien. Somos tu familia, Chucks. Lo hemos sido siempre y siempre lo seremos. ¿Vale?
—Sí, aunque Miriam me odie.
—No digas eso. Miriam no te odia… De hecho, el otro día me sugirió que era hora de que vinieras a cenar algún día, ¿qué te parece?
Chucks sonrió, creo que por primera vez en todo el día.
—Pero ahora reconoce que tienes tendencia a sentirte un poco perseguido.
—Eso va con el sueldo, tío. Soy una estrella. Pero esto no tiene nada que ver con la paranoia. Esto es real, Bert.
—Vale, pero admite que podría ser, solo como posibilidad.
—Lo admito, vale. Admito que esas voces en el ampli podrían ser un efecto de mi superimaginación. Pero atropellé a ese chaval, Bert. De eso estoy seguro, joder.
En ese momento se acercó una guapa camarera con nuestros filetes con patatas. Yo asentí en silencio, como intentando que Chucks no siguiera hablando.
—Lo hice —dijo mientras colocaban los platos frente a nosotros—. Lo hice.
—Te creo —respondí, aunque en el fondo había empezado a dudar de todas y cada una de las cosas que Chucks me había contado en las últimas setenta y dos horas.
Teníamos hambre y quizá nos venía bien descansar un poco de aquel tema. Yo intenté no pensar en el camarero y el posible escupitajo sobre mi carne. Pedimos una jarra de cerveza y comimos en silencio durante un rato.
Después de tranquilizar nuestros estómagos, empecé a hablar sobre el último álbum de Bob Dylan y desviar el tema hacia la música, que siempre era un tema relajante entre Chucks y yo. También recordé algunas cosas divertidas de nuestra juventud y de nuestras primeras bandas. Logré arrancarle unas buenas carcajadas y ese era todo mi plan: relajarle para hacerle ver las cosas con un poco de perspectiva y no como un túnel sin salida, y al final de la cena, contraatacar con la idea de Ontam, el psicólogo o al menos el viaje fuera de la Provenza.
Después de un rato, me entraron ganas de ir al baño y me levanté un segundo. Estaba dentro del toilette, lavándome las manos, cuando escuché un fuerte alboroto en el bar. Salí apresuradamente, temiéndome que Chucks estuviera involucrado, y acerté de pleno.
Chucks estaba junto a las ventanas, de pie, y le rodeaban dos personas: el hombre que se nos había sentado detrás —el de la barba y las gafitas— y el camarero que antes le había abroncado por fumar. Chucks llevaba algo en las manos: un periódico, y mientras tanto parecía estar pidiendo paz y calma.
—¡Se creen que pueden venir aquí y hacer lo que les venga en gana! —gritaba el camarero.
—Solo le he pedido el maldito periódico un segundo —respondió Chucks.
—Y no se lo ha querido prestar. Pues cómprese uno.
Entonces me vio llegar y el rostro se le iluminó.
—¡Bert! —dijo mostrándome el periódico y poniendo un dedo en una fotografía que aparecía en la portada—. ¡Es él!
—Devuélvale el periódico al cliente —insistió el camarero intentando cogérselo, pero Chucks fue más rápido y me lo lanzó a través del aire.
—Maldito borracho inglés —gritó el tío.
—Eh, amigo, tranquilo con las palabras —dije yo.
El tipo me respondió algo con muy malas pulgas y me soltó un empujón en el hombro.
—La vamos a tener, franchute de mierda —dijo Chucks entonces.
El resto del bar nos miraba, y unas cinco o seis personas se habían levantado. Primero pensé que vendrían a mediar en la bronca, pero después me di cuenta de que la cuestión del patriotismo primaba y eso de «franchute de mierda» no había encajado muy bien entre el público presente. El camarero empezó a gritarnos que nos largáramos, dijo que «la semana anterior ya habíamos tenido otra bronca» y supuse que nos recordaba por el medio embrollo del vaso de vino en la camisa de Chucks.
Un tipo con cara de muy pocos amigos se acercó y nos dijo que dejásemos el periódico, pagásemos la cuenta y saliésemos cagando leches. Había tres garrulos detrás de él, dispuestos a saltarnos los dientes, así que alcé mis manos e hice el gesto internacional de la paz. Devolví el periódico, ya completamente arrugado, a aquel hombre de las gafitas. Después dejé cien euros por la cena y salimos mandando a los franceses a la mierda, y ellos mandándonos a nosotros al cuerno. Y supuse que nunca más volveríamos al Abeto Rojo, al menos en los próximos diez años, lo cual era una verdadera lástima, pensé, porque el filete era buenísimo.
—¡Era él! —dijo Chucks una vez que estuvimos a salvo en mi Spider.
—¿Quién, maldita sea?
—El hombre que atropellé. Estaba en el periódico.
—¿Estás seguro?
—Sí. Rápido. Vamos a Sainte Claire. Tiene que haber otro periódico en alguna parte.
—Pero ¿estás completamente seguro?
—Llevo toda la semana soñando con esa cara, Bert. Cuando te has levantado para ir al baño me he fijado en el periódico y allí estaba. Esa cara, en uno de los faldones de la portada. Joder, mírame —dijo elevando su mano en el aire—, estoy temblando.
Y era cierto, Chucks estaba blanco como si acabara de ver un fantasma.
Llegamos a Sainte Claire, aparcamos en una de las callejuelas que daban a la plaza y fuimos a uno de los bistros del centro, que era lo único que estaba abierto a esas horas. Encontramos un ejemplar de La Provence del domingo en el revistero. En su portada, en un recuadro del faldón inferior, se veía el rostro de un muchacho de unos treinta años, sonriente, con los ojos rasgados y el pelo rubio. El titular, encuadrado en la parte inferior derecha de la portada, decía lo siguiente:
EL ESCRITOR DANIEL SOMERES MUERE EN UN ACCIDENTE DE TRÁFICO.
Su coche se precipitó al vacío en un punto de la ruta de las Corniches, la noche del pasado sábado. Al parecer, viajaba a Niza para visitar a un familiar y perdió el control en una curva.
Me había quedado callado. De pronto, todo aquello había tomado un rumbo inesperado, siniestro.
—Daniel Someres —dijo Chucks—. ¿Te suena?
De pronto tuve una escalofriante visión. Yo también estaba en ese sueño que Chucks me había relatado, en esa terraza del King’s Road, en París. Tomando una pinta y oyendo a aquel chico hablar y hablar sin cansarse. Un chico inteligente, con ideas realmente brillantes, pero un poco cansino. Un muchacho que parecía necesitar comunicarse desesperadamente.
Pero no era un sueño, sino un recuerdo. Entonces me di cuenta.
—Lo conocíamos —dije.
—¿Qué?
—No es ningún sueño, tío. Conocíamos a ese chico. Tú y yo.
2
En ese momento pensé que había ocurrido en 2009, pero después Mark Bernabe, mi agente, me corrigió. Fue exactamente en el verano de 2010. Yo acababa de vender los derechos de Amanecer en Testamento a una editorial francesa (Actes Sud) y estaba de visita en París, con Bernabe y la agente local, una mujer muy guapa cuyo nombre también me recordó Bernabe en una postrera conversación: Anne-Fleur Kann. Bueno, habíamos hecho la clásica visita de promoción, con un par de entrevistas, y esa noche habíamos salido a tomar una copa al Barrio Latino. Y, justo entonces, Chucks me llamó diciendo que también estaba en París, y terminamos todos juntos en la terraza de un pub de estilo inglés tomando unas pintas. El King’s Road.
Anne-Fleur, la agente francesa, se iba a encontrar con uno de sus representados esa noche, pero la convencimos para que se quedara un poco más (era bastante interesante y Chucks insistió en que cenáramos juntos), así que terminó llamándole para que viniera también al King’s Road. Y ese muchacho era Daniel Someres.
Los recuerdos de él, que Chucks y yo nos esforzamos por rescatar en las horas siguientes al descubrimiento del periódico, sentados en el fondo del bistro de Sainte Claire, eran vagos, pero ambos coincidíamos en su personalidad ansiosa, un poco neurótica. Hablaba sin parar, casi atropellándose con sus propias palabras. Acababa de publicar un libro sobre el Club Bilderberg, los ataques de falsa bandera y todo ese rollo conspiranoico. Era una de esas bibliotecas andantes y parlantes que no descansan hasta saturar tu cabeza con todo lo que saben.
—No paraba de hablar —recordó Chucks—. Yo quería charlar un poco con aquella espectacular mujer francesa y él no me dejaba. Dale que te pego con sus historias sobre manos negras. ¡Es alucinante que aún guardara ese recuerdo en mi memoria!
—Es increíble, de veras —dije pensando en ello.
Hasta ese día, Daniel Someres había sido una de esas cientos de caras con las que te cruzas en la vida y crees que has olvidado. Un recuerdo enterrado bajo capas y más capas de recuerdos. Una charla casual, de no más de una hora, en una terraza de París, cuatro años atrás. ¿Y de pronto era el tipo que Chucks había atropellado?
—¿Cómo puedes estar seguro? —le pregunté en determinado momento—. Quiero decir: en aquella carretera, de noche… ¿cómo puedes estar cien por cien convencido de que era él?
—Es su cara, Bert, te lo juro por todos mis muertos. Lo vi durante unos pocos minutos, iluminado por los faros de mi coche, pero era él. Daniel Someres.
—… cuyo coche se estrelló cuatro días más tarde, a decenas de kilómetros de donde tú dices que…
—Eso es un montaje, por supuesto.
Le hice un gesto a Chucks para que bajase la voz. Eran ya cerca de las once de la noche y, a excepción de un chico sentado en la barra (posiblemente el novio de la camarera), estábamos solos en el bar.
—Vaya, por fin sale la teoría.
—¿Es que no la compartes? Me cargué a un tío en mitad de la noche. Después su cuerpo desaparece y cuatro días más tarde lo despeñan por un acantilado, lejos, muy lejos de donde murió realmente. —Chucks soltó una carcajada—. ¡Es como en una película, tío! Y yo soy el único testigo.
Vi que el muchacho nos miraba y sonreía. Quizá no debía ni preocuparme: muy pocos entenderían nuestro inglés acelerado y nervioso. Pero aun así, toda aquella conversación estaba poniéndome los pelos de punta. Volví a hablar, muy bajito.
—De acuerdo. Pongamos que estás en lo cierto; ¿qué hacemos ahora?
—Investigar, claro. Está claro que ese tipo no murió en las Corniches. Hay que decírselo a la policía.
—¿Y crees que alguien te va a creer? Chucks, ¿por qué no volvemos al principio? ¿No te parece una absoluta casualidad que el tipo que atropellaste fuese alguien que ya conocías?
—¿Qué quieres decir?
—Pues que quizá, solo quizás, asociaste esa cara a una que se parecía, que conservabas en la memoria. Es lo que pasa con los sueños. A veces aparece gente desconocida, pero son solo caras que conservamos de nuestros paseos diarios. Quizás el tipo se le parecía.
—¿Por qué te empeñas en que estoy loco? Coño, Bert. ¿Qué te pasa?
—No me pasa nada, Chucks, pero todo esto es surrealista. Solo estoy intentando poner un poco de orden.
—¿Quieres poner orden? Llama a tu agente. Averigüemos qué hacía Someres en las Corniches, y cómo murió. Te aseguro que si rascamos un poco encontraremos cosas muy raras en su muerte.
—De acuerdo —dije—. Trato hecho. Pero si todo resulta ser absolutamente normal, ¿me prometes que irás a ver al doctor Calgari en Los Ángeles?
—Mira, colega. Estoy tan seguro de esto que acepto la propuesta. Si la historia de Someres encaja, yo me tomo unas vacaciones en la casa de la risa. Pero si encontramos algo raro en la historia, ¿me ayudarás a investigarlo?
Asentí con la cabeza, pero a Chucks no le pareció suficiente.
—Dilo, Bert: ¿lo prometes?
Se lo prometí. Y me arrepentiría. Pero se lo prometí.
La camarera empezó a levantar las sillas y a barrer y le dije a Chucks que era hora de largarse. Nos montamos en el coche y conduje hasta su casa. Solo entonces, cuando estábamos frente a la maison, en la oscuridad de la noche, se me ocurrió que debería invitarle a dormir en nuestra casa.
—No hace falta, Bert. No quiero ser un problema. Además, pienso largarme de aquí una temporada. Quizá le pida a Jack su casa de Capri por unos días. Bueno, ya veremos. Hay mucho que hacer.
—¿De veras no estarías más a gusto en nuestra casa?
Chucks volvió a negar con la cabeza. Después abrió la puerta del coche y antes de salir me dijo algo que jamás olvidaré:
—Vuelve con los tuyos, Bert. Yo me voy con mis fantasmas.
3
Esa noche tuve varias pesadillas. Supongo que era lo menos que podía esperar después de aquel día tan intenso. Primero soñé con Someres y con aquel pub inglés de París. No sé si Chucks me había contado algo parecido, pero en mi sueño Someres y yo estábamos solos bebiendo unas pintas y él tenía la cabeza cubierta de unas extrañas cicatrices. Como si alguien le hubiera colocado una corona de cuchillas de afeitar y esto le hubiera provocado una veintena de profundas heridas que alguien se había encargado de coserle con un hilo bastante grueso y basto.
No paraba de hablar, pero en mi sueño no era capaz de entender nada y comenzaba a desviar la vista hacia otra parte. Como suele pasar en los sueños, esa «otra parte» era la plaza de Aix-en-Provence. Y allí, sentado sobre la fuente, estaba Chucks hablando animadamente con Miriam, ambos riéndose como en los viejos tiempos. Y yo pensaba: «Qué bien que por fin se han vuelto a hacer amigos. ¿Cuánto tiempo ha hecho falta para que le perdones lo de Linda?».
Entonces, de pronto, alguien me cogía de la barbilla con la mano y me obligaba a girar la cara. Era Someres. Tenía los ojos vacíos, como si fuera un fantasma, y la sangre había comenzado a derramarse por entre las costuras de su cabeza.
—Escúcheme, Amandale. Escúcheme con atención. La ermita. Tiene que encontrarla. Ahora lo tienen ustedes en sus manos. Y están en peligro.
Yo me reía nerviosamente en mi sueño. Miraba hacia la fuente de Aix-en-Provence, y Miriam y Chucks habían desaparecido. Había un hombre con unas gafas negras y el pelo peinado a un lado.
—¿Quién es?
—Ese es el padre —respondía Someres—. Aléjese de él. ¿Entiende? Le comerá el alma. Le masticará el cerebro.
—¿Ese viejo?
Pero cuando me volvía a mirar a Someres, este ya no era el chico parlanchín que recordaba. De hecho, estaba callado, lo cual es lógico en un muerto. Alguien, por medio de alguna terrible cirugía, le había extirpado la mitad superior del cráneo. Un palpitante cerebro se asomaba por allí. Una masa gris, gelatinosa, por cuya superficie la sangre aún estaba fresca. Le habían clavado varias agujas metálicas en aquella esponja sangrienta. Sus ojos estaban horriblemente girados hacia arriba. Su lengua terriblemente hinchada, desplegada sobre la barbilla…
Me desperté. En mis sueños gritaba, pero todo estaba en silencio.
Fuera estaba lloviendo, una de esas trombas primaverales que refrescaban el aire cada tres o cuatro noches. Miriam dormía a mi lado, en silencio, y mi corazón palpitaba a cien por hora.
Me levanté con cuidado de no despertarla y fui a beber agua al lavabo. Y allí, frente al espejo, intenté apartar la pesadilla de mi mente. La terrible imagen del cerebro de Someres se resistía a marcharse. Me lavé la cara dos o tres veces, como si intentase limpiar aquel recuerdo de mi cabeza.
Lo fui olvidando, pero eso disparó otros pensamientos: Chucks. La noticia del periódico y esa casa en el campo de flores. Los Van Ern. Los soldados y su perro asesino. Al filo de la madrugada es cuando las ideas se presentan sin trucos, tal y como son. Nuestro consciente está desactivado y todas las protecciones mentales, dormidas. No hay posibilidad de engañarnos. De contarnos esas mentiras que necesitamos, por la mañana, para seguir viviendo. Por eso soñamos; porque la realidad sería demasiado terrible para ser presentada per se a nuestros ojos. Y, de pronto, aquella teoría cobró una siniestra vida ante mis ojos. Y por primera vez pensé que quizá Chucks estaba en peligro. Y por qué no: yo también.
No le había mencionado la clínica en toda la tarde y lo había hecho con una buena intención: para no alertarlo más. Pero ¿estaba siendo justo con mi amigo? ¿No estaba acaso juzgándolo antes de tiempo? Y, mientras tanto, tampoco podía hablar con Miriam de todo ese asunto porque no quería destapar el feo lío de Chucks y el coche ante sus ojos. Aunque, ¿cuánto tardaría en enterarse (sobre todo viendo lo discreto que V.J. podía llegar a ser)? Estaba atrapado en una doble mentira.
Volví a la cama e intenté dormir. Me distraje un poco navegando por Internet en mi smartphone, consulté el e-mail y leí la página deportiva del Herald. Repasé la vida de todos mis amigos en Facebook. Me enteré del filete que David Brown se había comido esa noche en Londres. De las maravillosas vacaciones en Bali de Sarah y su nuevo novio keniata, y del aparentemente aburrido viaje a Oslo de nuestros amigos Frank y Brenda. Pero al cabo de una hora seguía sin ser capaz de concebir el sueño.
Conozco mi insomnio a la perfección y aquel era de los buenos, así que decidí que tendría que hacer algo al respecto, si no me vería mirando al techo por el resto de la noche. Me levanté otra vez y, en esta ocasión, Miriam se desveló ligeramente.
—Cariño —dijo con su dulce voz de bella durmiente, con los ojos cerrados, acariciando el calor que mi cuerpo acababa de dejar en el colchón—. ¿Estás bien? ¿No puedes dormirte?
—Tranquila. Ya está. Ahora me duermo —respondí.
Teníamos un pequeño vestidor entre la habitación y el lavabo. Fui allí y abrí uno de los armarios. Había un botiquín con básicos de farmacia y unas pastillas de valeriana que Miriam había comprado en una herboristería de Marsella. Hubieran sido una buena opción para un insomnio normal (nivel preocupación mundana), pero no para aquella dosis de terror que todavía fluía por mis venas después de la pesadilla.
Un poco más arriba, escondida detrás de algunos viejos papeles, estaba mi «caja de los trucos». La saqué y volví a echar un vistazo al dormitorio. Miriam seguía dormida. «Bien, veamos qué hay en el menú». Nitrazepam, Dormidina, Oxifin, Valium. Saqué una de las pastillas, algo no demasiado fuerte que no fuera a freírme el cerebro y dejarme como un zombi al día siguiente, y me la puse sobre la lengua. Después volví a esconder la caja y fui al lavabo a beber agua.
La pastilla hizo su efecto y al cabo de un rato caí en un profundo sueño. En mi siguiente pesadilla, la cual jamás logré recordar demasiado bien, yo hacía el amor con Edilia van Ern. Nada del otro jueves; era como estar haciéndolo con una almohada. Al terminar me levantaba y caminaba desnudo por una especie de largo pasillo de hospital. El pasillo estaba a oscuras pero fuera, por las ventanas, se podía adivinar el color amarillo de un gran prado de canola, y a lo lejos, entre los árboles, se veían las luces de algún coche rugir en medio de la noche.
Entonces oía algo a mis espaldas. Me volvía y veía a la pequeña de los Van Ern, esa niña con cara de demonio, sujetando el perro monstruoso. El mastín tiraba de la correa, babeando por morderme, y la niña lo sujetaba sin demasiada convicción. Y me miraba con una sonrisa maléfica.
—¡No! —le gritaba—. No lo sueltes.
Entonces la niña abría su mano y lo dejaba escapar en mi dirección. Yo estaba en el fondo del pasillo y no había por dónde escaparse. Entonces el perro se abalanzaba sobre mí y me mordía en la cara. Y notaba cómo comenzaba a arrancármela, trozo a trozo. La boca, las mejillas, las orejas. Finalmente, de un mordisco me sacó un ojo y entonces, justo antes de que cerrase sus dientes sobre él, pude ver mi rostro destrozado desde la perspectiva de sus fauces.
¿Me desperté? Jamás lo sabré con seguridad. Después pensé que era otra pesadilla, porque todo se sentía como dentro de un sueño. La pastilla me hacía volar entre nubes de algodón.
Me desperté en mi habitación y seguía lloviendo fuera. Miriam, profundamente dormida a mi lado. Me levanté y caminé como un fantasma hasta la ventana. Aparté las cortinas y miré el jardín a través del cristal. El césped, la piscina y los manzanos. Al fondo, mi cobertizo de escritor y, más allá, la oscura línea de los setos. Y allí fue donde los vi. Primero pensé que serían luciérnagas, pero las luciérnagas vuelan, se mueven, y aquellas luces verdes permanecían quietas.
Eran ojos. Tres o cuatro pares de ojos mirando hacia mi casa.
Y como un niño asustado, todo lo que hice fue cerrar las cortinas y volver a la cama. Al calor de Miriam. Y allí volví a dormirme y ya no soñé nada más.