III

1

Llegó la siguiente mañana, prístina y azul, y yo, pese a que la historia de Chucks me repicaba en la mente, seguía siendo un escritor con ciertas obligaciones.

Me levanté pronto, preparé café y lo bebí junto con el primer cigarrillo del día sentado en nuestra mesita del jardín trasero, observando el glorioso espectáculo primaveral que se desarrollaba ante mis ojos. En la Provenza las cosas tienen aura y aroma. La hierba, los árboles, la lavanda. Las cosas huelen bien, resplandecen, están pidiendo que las pintes; no me extraña que tantos pintores de renombre se quedaran a vivir bajo esta luz. Además, dicen que la lavanda es un aroma que produce confianza. Está científicamente probado que le prestarías dinero a un tipo que oliera a lavanda antes que a cualquier otro. Quizá por ello mi autoconfianza como escritor estaba en un grado de seis sobre diez aquella mañana y pensé que quizá podría escribir un buen puñado de páginas.

Me terminé el café y entré en mi cobertizo. Me senté en mi cómodo y aparatoso sillón y encendí el ordenador. Alrededor, en la amplia mesa de madera, había notas y papelitos repartidos caóticamente. Uno de ellos, junto al teclado, era lo que se suponía mi mejor idea hasta el momento:

«Bill acaba de regresar a Testamento disfrazado de vendedor de suscripciones de una revista religiosa. En la cafetería del Andy’s se topa casualmente con la voluntaria del centro de ayuda a las mujeres solteras Patty Carcaiste, que se convierte en su víctima número 16».

A la luz de la mañana me pareció una auténtica basura. No obstante, hice por leerla otra vez. Respiré (lavanda, lavanda) y volví a pensarlo.

«Escribe lo que sea, tío. Sencillamente tienes un contrato y tienes que entregar una novela. Hazlo».

Nora Lee, la editora de S&S, había comprado la tercera parte de Amanecer en Testamento a precio de oro y solo con una condición: que Bill Nooran todavía fuese el asesino y que superase las quinientas páginas. (¡Novelas al kilo, señora!).

Había empezado a escribirla en enero con mucha fuerza (casi cinco páginas diarias) y avanzado unos seis capítulos sin pararme, como un surfista sobre una ola gigantesca. Envié los capítulos a Mark y este se los hizo llegar a Nora Lee en Nueva York, que respondió con un e-mail muy entusiasta. Pero a esas alturas había comenzado a ir más despacio cada día. De mis dos mil o tres mil palabras en una sesión media, había descendido a unas mil quinientas o mil en mayo. Y durante el mes de junio comencé a tener días «en blanco» salteados, pero yo seguía sin encender las alarmas. Un «día en blanco», lo que posiblemente es uno de los fantasmas más temibles para un escritor profesional, es siempre sinónimo de otra cosa. Cansancio, falta de perspectiva o necesidad de unas vacaciones mentales.

Escribí hasta las diez y media, momento en que me interrumpió el sonido de un claxon. Salí al jardín y vi una furgoneta de La Poste aparcada al otro lado de la valla.

El cartero, que tenía cierto aire a delincuente juvenil reformado, me entregó un paquete pesado.

—Viene de Inglaterra —dijo, sin ocultar su inapropiada curiosidad.

Miré el remite yo también. «M. B. Ukraine Street, 318. London». Bueno, solo conocía una persona que viviera en el 318 de la calle Ucrania, y era Mark Bernabe, mi agente. Así que supuse que serían ejemplares de cortesía de alguna editorial, quizá la holandesa, donde estaban a punto de publicar la segunda parte de Amanecer… Transporté la caja hasta mi cobertizo y la abrí. Había una nota de Mark, pero antes de leerla saqué uno de los pesados tomos que ocupaban casi todo el espacio de la caja.

La cubierta, oscura y gótica, representaba una vieja casa rodeada de niebla, en un paisaje de marismas, y una mujer en camisón caminando hacia ella. El título, en grandes letras rojas, decía:

LA NOCHE DE LOS CELOS ASESINOS

AMANDA NORTHÖRPE

—Pero qué coño…

Entonces recogí la nota de Mark y la leí:

«Querido Bert: aunque lo parezca, esto no es una broma pesada. La agente de Amanda me los ha hecho llegar a Londres, y vienen dedicados. No estaría mal que hicieses las paces. A fin de cuentas, sois colegas de profesión. Un abrazo. Mark. P. S.: ¿Qué tal va Bill?».

Abrí La noche de los celos asesinos y encontré la dedicatoria de Miss Northörpe:

«Para Bert, con toda la humildad de una aprendiz, espero contar con el privilegio de tu lectura. Un abrazo. Amanda».

No pude evitar una carcajada. Cerré el libro y miré la contracubierta. La fotografía de la joven y atractiva Amanda Northörpe me sonrió. Debajo se podían leer algunos rimbombantes párrafos marketinianos:

«Con más de un millón de ejemplares vendidos en todo el mundo, Amanda Northörpe se proclama como la nueva dama del misterio actual. Únete a los miles de lectores que ya han sido cautivados por los inquietantes casos de la inspectora Ratty Callahan y su mayordomo y amante Mister Bundt».

Volví a mirar aquella bonita cara de veintiséis años recién cumplidos. Pelirroja, pecosa, sonriente.

—En el fondo, tienes clase, Miss Northörpe.

Durante una conferencia en la Feria de Fráncfort el año pasado yo había dejado escapar un pequeño exabrupto sobre los libros de Amanda Northörpe, y de ahí venía todo. Un periodista me preguntó si había leído ya a la nueva escritora de moda y respondí —con bastante poco tino— que solo había podido con las primeras cien páginas. Aquello se filtró y se convirtió en un jodido titular. Alguien lo calificó como «la guerra entre el maestro y la alumna» y yo lo negué, pero lo cierto es que el fenómeno Northörpe me había pisado un par de lanzamientos de verano en Estados Unidos y el norte de Europa. ¿Estábamos en guerra? No. Pero lo cierto es que duele dejar de ser la «niña bonita» del género, hacerse viejo, sentir que alguien más joven te empieza a sobrepasar.

Intenté esbozar una educada contestación para Miss Northörpe durante el resto de la mañana, pero no se me ocurrió nada realmente sincero. Al mediodía, Britney me sacó de mis pensamientos. Se pasó por el cobertizo y me encontró recostado en el sofá, leyendo.

—¿Qué lees? ¿Northörpe? Pensaba que la odiabas.

—No es tan mala —dije—, pero me da sueño. Me ha enviado dos libros en plan sorna. Dedicados y todo.

Se rio.

—¿Puedes llevarme a Sainte Claire? Tengo que llevar el bajo y algunas cosas a casa de los Todd y no quiero ir en la moto.

Decidí que aquello era mucho mejor plan que seguir en los misteriosos mundos de Ratty y Mister Bundt. Dejé el libro y fui a por mi chaqueta.

2

Me encantaba ir con Brit en el coche. Al contrario que a Miriam, a ella le gustaba la velocidad. Le encantaba llegar a una curva bien de revoluciones, como a mí. Y poner la música a todo volumen. Y cantar. Fuimos tarareando el Off the Record de My Morning Jacket y vacilando a los ciclistas que nos cruzábamos por el camino. Algunos nos sonreían y todo. Una rubia en un descapotable rojo es lo que tiene.

Tardamos un cuarto de hora en llegar al Abeto Rojo, y desde allí comenzaba la ascensión hacia Mount Rouge. La misma que Chucks debió de realizar el día de su «accidente». Allí reduje un poco la velocidad. Era una carretera llena de curvas, que subía y bajaba entre colinas orillada de grandes bosques.

Pasé junto al cartel de la tienda de artesanía del señor Merme y dejé atrás la entrada a su pequeño «emporio» de muebles del siglo XVI. Pensé que la curva debía de ser alguna de esas.

—¿Qué ocurre, papá? —me preguntó Britney.

—Nada —respondí—, me ha parecido ver un erizo.

Pero decidí que a la vuelta me pararía a echar un vistazo.

Tras dejar a Britney con los Todd, di la vuelta y enfilé otra vez Mount Rouge, bastante más despacio, hasta llegar al lugar en cuestión.

La curva era descendente en ese sentido. A la derecha, el bosque; a la izquierda, la ladera recortada y sujetada por un armazón de cemento. Si la historia era como Chucks la contaba, es cierto que no tuvo demasiado tiempo. Con su Rover quizás un poco acelerado, fumando un cigarro, con la camisa de cowboy apestando al vino que aquel capullo le había derramado en el Abeto Rojo… Traté de calcular cuánto podía recorrer un coche a ochenta kilómetros por hora, con su conductor tratando de apagar un cigarro con el trasero y de pronto alguien apareciendo en medio de la carretera.

Miré por el retrovisor y vi que no había nadie detrás de mí, así que frené y reduje hasta unos veinte kilómetros por hora buscando algún hueco en la orilla, o la entrada de algún camino forestal donde aparcar el coche. El bosque que se abría a la derecha se presentaba como una inmensa garganta de color verde oscuro.

La pequeña recta no ofrecía ninguna posibilidad de parar, pero cien metros más tarde di con el inicio de un estrecho sendero rural. Resultaría algo un poco aparatoso, pero a esas horas la carretera estaba desierta. Giré el volante del Spider quizá demasiado rápido y noté cómo el lateral de aquel diablo intentaba elevarse, pero no obstante lo controlé y lo enfilé perfectamente en el camino, donde lo aparqué sin mayor problema.

Caminé de vuelta por el casi inexistente arcén hasta llegar de nuevo a la curva.

La sección de bosque a orillas del asfalto estaba plagada de arbustos y maleza y parecía intransitable. La ladera de la colina caía suavemente, en un pequeño barranco, pero di con un sendero de piedras y empecé a descender hasta desembocar en un frondoso bosque de pinos y castaños que caía cuesta abajo hacia algún punto.

Me resbalé un par de veces bajando la ladera, me manché el pantalón de tierra y me clavé una sarta de pinchos de una zarza sobre la que tuve la mala suerte de aterrizar. Empecé a tener unas cuantas dudas sobre aquella aventurilla. El bosque, pensé, terminaría en alguna abrupta formación de rocas o en las faldas de otra colina. ¿Qué había pensado encontrarme allí? ¿La casa de Hansel y Gretel, tal vez? Y había dejado mi Spider aparcado en ese camino rural, expuesto a ser rayado por algún granjero a bordo de su tractor.

Pero entonces, según mis ánimos detectivescos comenzaban a decaer, el terreno empezó a allanarse y atisbé un aumento de la claridad a lo lejos. Apreté el paso y terminé llegando a la última línea de árboles.

Me había equivocado sobre lo que habría después del pinar. No era ningún accidente natural intransitable, sino un precioso campo de canola amarilla que resplandecía como el oro. El terreno, protegido por varios bosques, debía de extenderse hasta los límites de Sainte Claire por lo menos. Y, más allá, en la distancia, se atisbaba una casa.

Una gran casa blanca. Una especie de mansión con algunos pequeños edificios anexos.

No podía ver ningún movimiento desde donde estaba. El campo de canola tampoco mostraba ningún sendero, solo algunas bandas paralelas dibujadas en aquel denso mar de flores, y que debían de pertenecer a algún tractor. Estuve seriamente tentado a emprender el camino a través de las flores y acercarme un poco más. Estaba como electrizado. Como si hubiera descubierto la casa de la bruja perdida en medio del bosque. Un tesoro encantado, o maldito. Aquella casa, no demasiado lejos del punto donde Chucks habría atropellado a un hombre que «parecía estar huyendo de algo».

«¿De ese lugar?».

Me quedé agazapado tras un pino, con un escalofrío en la nuca, mirando aquella estampa de la tranquilidad. La casa entre las flores estaría a un par de kilómetros, y desde donde yo estaba no se detectaba nada. Ni personas, ni coches, nada se movía, solo las copas de las flores empujadas por el viento.

Llevaría un par de minutos disfrutando de aquel siniestro hallazgo cuando escuché algo a mis espaldas. Un crujido. Un ruido de ramas rotas y de hojas moviéndose a toda velocidad. Me volví. Algo venía aproximándose a través del bosque. Algo grande, oscuro, que trotaba a toda velocidad.

Tardé unos segundos en darme cuenta, pero para entonces ya era muy tarde. Ni siquiera pensé en echar a correr. El monstruo de cuatro patas, un mastín del tamaño de un caballo, surcaba el bosque de pinos a toda velocidad, ladrando a un volumen ensordecedor.

Miré a mi alrededor y vi asomarse un trozo de rama. Di un par de zancadas y la alcancé. No era tan grande ni tan gruesa como hubiera deseado pero al menos era algo con lo que protegerse de aquella bestia que venía galopando en mi dirección, sus patas retumbando contra el suelo como un tanque de la Blitzkrieg.

Para cuando el animal se decidió a acercarse yo ya me había guarecido tras uno de aquellos troncos (de hecho, había pensado en trepar por él, pero no me veía capaz). Fue el momento de percibir, con absoluto terror, sus dimensiones reales. Sobre sus cuatro patas, su cabeza llegaría más o menos hasta mi vientre. Y sus fauces contenían colmillos que nada tenían que envidiar a los de un tigre. Joder. Una estocada de esos dientes en mi cuello y podía ir diciendo adiós a todo.

—Tranquilo, bonito… —le espeté con una voz un tanto ridícula, y con eso solo provoqué que elevara el volumen de sus ladridos.

Mientras tanto, parecía que la rama, que empuñaba con aire amenazador, era lo único que había impedido a aquel monstruo abalanzarse sobre mí, derribarme y comenzar a desollarme por el cuello.

Pero el perro, después de evaluarme, debía de haberse dado cuenta de que la rama no representaba una gran amenaza, así que dio un salto hacia delante y redujo nuestra distancia en un par de metros. Comenzó a ladrar más fuerte y la espuma que corría por entre sus colmillos me salpicó.

Yo alcé mi rama y golpeé el aire frente a él, tratando de demostrar a lo que se exponía si avanzaba, pero fue una demostración de fuerza bastante banal. De hecho, fue casi peor que no haber hecho nada. Quedó bastante claro, incluso para la inteligencia de un perro, que aquel trozo de madera era una verdadera birria como arma.

Le vi reclinarse sobre sus patas traseras, preparándose para dar un salto en mi dirección. Si me escondía detrás del árbol solo aceleraría las cosas, así que comencé a cortar el aire con la rama todo lo rápido que pude, utilizando la técnica samurái más conocida como «el ventilador», y eso logró retenerlo un poco. Pero el mastín era un asesino nato y, siguiendo sus instintos, saltó hacia un lado rodeándome, tan rápido que todo mi costado quedó a tiro de sus mandíbulas.

Entonces, en la lejanía, escuché un silbato. Un fuerte silbato que hirió mis oídos y los del mastín. El perro se detuvo por unos segundos, los que yo utilicé para parapetarme detrás del tronco. El silbato volvió a sonar y el perro se congeló, aunque siguió ladrándome. En su idioma debía de estar diciendo algo como «voy a partirte el cuello de un mordisco y después te comeré las tripas».

Miré hacía un lado y vi a dos hombres corriendo entre los árboles.

—¡Quédese quieto! ¡No corra! —me gritó uno en francés.

Respiré aliviado y me quedé donde estaba. El perro tampoco se movió. Estaba perfectamente entrenado para obedecer.

Los hombres llegaron. Uno era joven, de unos veinte, y el otro mayor, de unos cuarenta. Ambos vestían ropa de cazador, pero no portaban ningún arma.

El veinteañero se lanzó sobre el perro y lo ató a una correa de la que debía de haberlo liberado antes. El mayor, un hombre de ojos verdes saltones, pelo lacio y rojizo y una constitución física imponente, se acercó donde mí y, lejos de disculparse por haber lanzado a su monstruo contra mí, dijo:

—¿Qué hace aquí? Esto es propiedad privada.

—¿Qué? —dije—. Yo… estaba dando un paseo. No he visto ningún cartel que dijese nada.

—No es necesario poner un cartel en todas partes. Sencillamente, no hay ningún camino público, ¿verdad?

—Bueno, pues no. Pero ese perro podría causar un accidente muy grave, ¿sabe? La carretera está solo a unos doscientos metros de aquí. ¿Y si algún niño bajase a echar una meada? Llevarlo suelto es una temeridad.

—Eso es asunto nuestro —me respondió el hombre, de forma bastante desagradable.

—¿Ah, sí? —repliqué yo calentándome—. Quizá lo haga asunto mío también, ¿sabe? Y de la policía.

El hombre sonrió. Vestía una camisa caqui que estaba ligeramente sudada. Se llevó la mano al bolsillo y extrajo un teléfono móvil.

—Tenga. ¿Quiere llamar a la policía?

—Lo haré —respondí empezando a caminar—. Pero con mi propio teléfono, gracias. ¿Puede darme su nombre?

Esa técnica de «darme su nombre» la había aprendido de un road manager de Chucks, que siempre pedía los datos de todo el mundo cuando alguien le tocaba las pelotas. Solo que el tipo debía de hacer algo que yo no sabía hacer, puesto que el truco no funcionó. El matón de ojos saltones se volvió a meter el teléfono en el bolsillo de la camisa y le dijo algo en francés al chico, que tenía el perro por la correa. Después se dirigió a mí con una cara tan o más fea que la de su perro.

—Oiga, se lo vuelvo a decir: ¿por qué no se larga?

El perro ladrando y aquellos dos comandos paramilitares no me inspiraron ninguna contestación heroica. Dije «Buenas tardes» y me alejé de ellos dos mientras les escuchaba susurrar a mis espaldas. En algún momento debieron de encontrarle un punto gracioso a la escena, ya que empezaron a reírse. Me hubiera girado y les hubiera gritado algún insulto en mi propio idioma, pero después recordé que el perro seguía teniendo hambre.

De camino hacia la carretera me volví una vez más y les divisé entre los árboles. Caminaban con el perro delante de ellos, que tiraba de la correa y olisqueaba el suelo.

—¿Buscando algo? —murmuré entre dientes—. ¿O a alguien?

3

Esperé sentado en el pequeño vestíbulo de la gendarmerie mientras oía, a través de la puerta medio abierta, un vecino que se quejaba de las plazas de aparcamiento que el ayuntamiento acababa de pintar frente a su jardín. V.J., con su voz de funcionario aburrido, trataba de aplacar su furia y le prometió que arreglarían el asunto de alguna u otra manera.

—Es un pueblo pequeño —me dijo cuando entré por el despacho y caí sobre la silla—. Y yo soy el único buzón de reclamaciones. Pero siempre encontramos la manera de satisfacer a todo el mundo.

Me fijé que aquella mañana tenía el escritorio lleno de folletos sobre Tailandia. Sabía que V.J. planeaba su retiro dorado para dentro de unos años en Tailandia, donde había un grupo de expolicías instalados en un resort privado y viviendo como sultanes con su pensión francesa.

—Pensaba que le quedaban unos años para el retiro.

—Sí, claro, claro. Pero quizás este año haga una visita al resort. Hay que ir asegurando la plaza, ya sabe. Y además diciembre es muy melancólico aquí en la Provenza. Frío, lluvioso… y los huesos de este viejo policía crujen cada año más.

—No está usted tan viejo, Vincent.

Se rio.

—Gracias, Bert. Pero, dígame, ¿qué le trae por aquí? Espero que no sea mi novela, porque aún no está lista.

—No… es otra cosa, verá, una historia un poco rara, la verdad. Tengo un amigo por la zona, Chucks Basil. Vive en Sainte Claire. Ayer por la tarde se entregó en la comisaría diciendo que había atropellado a un hombre.

—¡Ah, sí! —dijo V.J. sonriendo—. Me llegó un aviso esta mañana. ¿Es el hombre que dice que atropelló a alguien en la R-81? Parece que la confesión era un poco extravagante. Dice que el cadáver desapareció. Vaya, no sabía que fuera amigo suyo…

—Un viejo amigo, de hecho. Vino a vivir por aquí hace un año, pero nos conocemos desde hace tiempo. ¿Sabe si hay algún progreso con el asunto?

—Nada. Absolutamente nada. Una patrulla de Sainte Claire estuvo peinando la carretera un buen rato esta madrugada. Pero, claro, al parecer han pasado unos cuantos días desde el accidente… o eso es lo que su amigo dijo. Es una vieja estrella de rock, ¿verdad?

—Sí. El tío que cantaba «Una promesa es una promesa». ¿La recuerda?

La tarareé un poco y V.J. la reconoció.

—¡Claro! Le encantaba a mi exmujer. Bueno… señor Amandale, no se lo tome a mal, pero ¿tiene esto algo que ver con sus preguntas de ayer por la mañana?

No pude evitar que se me encendieran un poco las mejillas.

—Chucks me lo contó, es cierto, y me pareció algo improbable, por eso preferí preguntarle primero.

Vi cómo V.J. bajaba la mirada al tiempo que tamborileaba con los dedos sobre uno de aquellos folletos de Tailandia.

—Debió usted habérmelo contado, Bert —dijo con voz de profesor antes de emitir un carraspeo—. ¡Hay confianza! Ya le he dicho que esto es un sitio pequeño. Estamos para ayudarnos el uno al otro.

—Lo sé —sonreí—. Pero es que yo tampoco lo creí del todo. Chucks tiene una imaginación desbordante y… bueno, no es la primera vez que vive una historia parecida.

—Sí… una estrella de rock, ¡ya se sabe! —exclamó haciendo un gesto al aire—. En fin, pasemos página. ¿Qué le trae por aquí entonces?

—Bueno, pues verá. Esta mañana pasaba por Mount Rouge de casualidad y paré el coche por la zona. No podía evitarlo. Aparqué en un lado y bajé a dar un paseo. Hay unos pinares realmente preciosos, aunque no sabía que fueran propiedad privada.

V.J. frunció el ceño.

—¿Propiedad privada?

—¿No lo son? Esos pinares a orillas de la carretera…

—No me consta. ¿Por qué?

—Vaya, hay que joderse. Unos tipos con un perro, o debería decir un caballo con colmillos, casi me han sacado a patadas con la disculpa de que era una propiedad privada.

V.J. se recostó en la silla, puso las manos boca abajo, en el borde de su escritorio, en una postura anfibia.

—¿Dónde ha ocurrido exactamente?

—Bueno, deje que lo recuerde —dije—, justo en ese momento estaba viendo un gran campo de canola amarilla. Y una especie de mansión al fondo. Una gran casa blanca.

—Ah, los Van Ern. Es el centro de rehabilitación.

—¿El qué?

—Un centro de rehabilitación de toxicómanos. Una clínica de lujo para alcohólicos y yonquis ricos.

—No sabía que había una por los alrededores —dije—. Conocía la de Castellane, pero no esa.

—La Provenza está salpicada de ellas, créame. Desde que los Rolling Stones se mudaron a la Costa Azul en 1971, este es un exilio oficial de celebridades atribuladas. Pero qué le voy a decir a usted… —Y al decir aquello, se sonrojó—. Bueno, no es que sea usted ninguna celebridad atribulada… ya me entiende.

—Claro, claro —dije yo, pensando: «Si usted supiera, V.J.».

—Quizás haya sido alguien del centro Van Ern —continuó diciendo Vincent un momento después.

—¿El qué? —pregunté yo.

—Los hombres que le molestaron. Me consta que tienen algunos tipos dedicados a la seguridad. Sobre todo por los paparazzi y algunos intentos de meter drogas blandas desde fuera. Hace dos años nos trajeron a un chico que traía hachís para uno de los huéspedes. Lo tuvimos en el calabozo una noche, llorando como un mocoso. Un tipo de Niza le había pagado tres mil euros para venir e intentar colarlo en una pelota de tenis.

—Vaya. Así que hay gente importante en ese lugar.

—No se sabe, por supuesto —dijo V.J.—; una de las claves de esos lugares es el absoluto secreto sobre sus huéspedes. Tienen un helicóptero que a veces va y viene. Se supone que recogen a la gente en el aeropuerto de Marsella, o el de Niza, y los llevan allí directamente. Y lo mismo con su personal. Son casi todos extranjeros, para evitar filtraciones y cuchicheos. Aunque por supuesto algunos nombres se han filtrado más allá de la canola amarilla.

V.J. sació mi curiosidad con un par de nombres de auténticas leyendas del cine y el rock. Me quedé con la boca abierta, porque jamás habría sospechado de uno de ellos.

—Joder. ¿Era alcohólico? Pensaba que era el tipo más sano de Hollywood.

—Y adicto a las pastillas para dormir. Al menos es lo que dicen. Pero nunca hay que fiarse del todo, ¿no? Bueno, pues estoy casi seguro de que su encontronazo ha sido con sus «gorilas». ¿Quiere que les llame la atención sobre ello? Les diré que no era usted ningún paparazzi, sino uno de nuestros más insignes vecinos. ¿Llevaban el perro suelto?

Le dije a Vincent que lo olvidase; de pronto no necesitaba ninguna reparación de mi honor. En cambio, todo aquello me había provocado un desagradable escalofrío por la espalda.

—¿Y si ese hombre que mi amigo dice que atropelló hubiera salido de la clínica? Quizás era un tipo famoso intentando irse de fiesta.

V.J. se rio.

—Buena teoría. Déjeme que haga un par de llamadas. Conozco bien a los Van Ern. Gente de mucha clase pero agradables y cercanos. Les preguntaré si alguno de sus pacientes apareció con una pierna rota el lunes pasado. Jajajá.

—Gracias, V.J. ¡Ah! Una pregunta más. ¿Sabe usted si hay alguna ermita por esa zona?

—¿Una ermita? —se rio V.J.—. Vaya preguntas más raras que tiene hoy para mí, Monsieur Amandale. Pero no, no me suena en absoluto.

—Gracias, Vincent. Intente no hablar mucho de este asunto, ¿de acuerdo? Chucks es una celebridad y… bueno, ya sabe.

—No se preocupe, Bert —dijo V.J. guiñando un ojo—. Su secreto está a salvo conmigo.

4

Esa tarde me marché con las chicas a Niza y por la noche Brit se fue con «unos amigos» (eso es todo lo que dijo) a un cine al aire libre en Sainte Claire y yo invité a Miriam a cenar en De Puit Daphne en Aix-en-Provence, uno de sus restaurantes favoritos. Pasamos la cena hablando de algunos artistas que Miriam había estado evaluando para las exposiciones de Londres. Bueno, en realidad ella era la que hablaba. Yo me dedicaba a rellenar nuestras copas de vino y darle vueltas al asunto de Chucks. Temía el teléfono. Temía que sonara otra vez para darme otra mala noticia. Y Miriam parecía leer ese temor en mi rostro y trataba de no tocar el tema, aunque podía sentir su curiosidad. Finalmente, a la llegada del entrante me preguntó si todo iba bien.

—Te veo distraído, Bert. ¿Te aburro?

Imagínate a una mujer preciosa, vestida elegantemente, su cabello de oro recogido en un moño y unos pendientes de diamante colgando de sus dos preciosas orejitas. Una mesa al aire libre en una placita de un pueblo de Francia. Las estrellas. La brisa de la primavera. El sonido de las conversaciones, del descorche de vino, de la fuente del pueblo y de un dúo de violín y chelo tocando en un bar. Imagínate todo eso y trata de no resultar romántico. ¿Puedes? Yo sí.

—No, cariño —dije—. Solo es que estoy un poco preocupado…

(Y esas bonitas mejillas encendiéndose…).

—¿Por Chucks? Dios… —dijo tomando la servilleta de sus muslos y lanzándola en la mesa—. ¿Por qué no le invitaste a cenar a él? O mejor: ¿por qué me invitaste a mí?

—Vamos, Miriam. Lo siento. Es todo eso del accidente. Le veo deprimido. Extraño.

—Chucks siempre está deprimido y extraño, Albert. Y yo estoy intentando tener una cena normal contigo, y él sigue apareciendo en todo lo que hacemos.

—Venga, no te enfades, que el pobre está muy solo.

—Pero ¿es que no te das cuenta? No me enfado con Chucks. Chucks es la disculpa que tú utilizas para no hacer lo que hemos venido a hacer aquí: empezar una vida nueva. Hacer nuevas amistades. Y parece que tú solo has venido de acompañante, Bert. Llevas un año aquí y ¿cuántos nuevos amigos has hecho?

—Yo… bueno, ya sabes que soy un tipo de pocos amigos. Está V.J. Chucks… ejem…

—Da igual —se rio antes de beber de su copa—, da igual. En realidad, es una bobada.

—No lo es, pero ¿qué quieres que haga si no pego mucho con la gente? No me gusta ponerme camisas de Lacoste y un jersey en los hombros. No me gusta esquiar, ni hacer vela, ni…

—No te gusta nada más que escribir y beber cerveza con tu amigote, Bert. Y sobre todo: no te gusta reinventarte.

—Joder, Miriam, tengo cuarenta tacos, ¿qué quieres? ¿Que empiece a cantar musicales?

—No… solo que hagas un esfuerzo, Bert. Un esfuerzo.

El camarero apareció entonces con los dos platos de postre y consiguió cortar aquella mecha de pólvora por la mitad.

No recuerdo cómo, pero logré arreglar el asunto de alguna manera. Llegamos a casa riendo por alguna cosa y Miriam se preguntó si Britney habría regresado ya del garaje de los Todd. Y eso podía significar que le apetecía tener un tú a tú conmigo después de todo. Pero todo se jodió por una llamada de Jack Ontam, que recibí cuando ya estaba tumbado en la cama. Miré el teléfono. Vi un número que empezaba por +44 que desconocía y cogí.

La voz de criminal juvenil reconvertido en millonario del rock de Ontam me saludó desde su bullicioso ático en Londres.

—¿Qué coño ha pasado, tío? Chucks me llamó para decirme que se ha entregado a la policía.

Miriam se estaba cambiando en el cuarto de baño. Salí de la habitación y me apresuré a bajar las escaleras. No quería que oyera nada.

—Sí. Eso es, sí —dije bajando la voz—, dice que atropelló a alguien, pero no hay ninguna prueba.

—Joder… ¡Mierda! —exclamó Ontam. Escuché unas risas a su lado y recordé que Chucks me había contado que tenía un jacuzzi con barra de bar incorporada donde solía invitar a sus amiguitas—. ¿Crees que pudo pasar?

—¿Que si lo creo? Bueno, si Chucks lo dice.

—Ya, pero tú entiendes a qué me refiero. ¿Ha vuelto a beber? ¿Fumar? ¿Alguna pirula?

—Alcohol y tabaco, Jack, un porro de vez en cuando. O al menos delante de mí. ¿Crees que puede ser otra psicosis como la de Ámsterdam? Ha pasado mucho tiempo desde aquello.

—No tanto —dijo Ontam entonces—. Supongo que no te ha contado su película de espionaje en Londres del año pasado…

—¿Qué?

—Ya veo que no te lo ha contado. Tuvo una bronca con unos tipos porque aseguró que le estaban espiando a través de la wifi. Estuvo en el banquillo y pagó una multa de cinco mil libras por asalto con violencia y destrozos en propiedad privada.

Noté que se me caía la sangre a los pies.

—Joder. Pero ¿qué coño estás diciendo?

—Chucks y sus paranoias. Un día, alguien le habló de todas esas historias de hackers, y lo de ponerle una pegatina a su cámara web. No sé quién coño fue, pero le hizo una putada en realidad. Ya sabes lo paranoico que es Chucks. Había empezado a usar el MacBook para guardar todas las demos de Beach Ride y se empezó a comer la cabeza. Instaló unos cuantos programas para detectar hackers y movidas del estilo, y un día todo empezó a pitar. Las luces rojas, alarmas. Por alguna razón divina decidió que eran unos tíos del ciber de enfrente de su casa en Kensington. Los típicos chavales que se pasan el día con el ordenador. Fue allí y les cerró el portátil sobre los dedos. Un par de gritos y un ojo morado. Nada más. Pero se enteraron de quién era y le pusieron una denuncia para sacarle las entrañas. C’est la vie.

Me quedé callado, pensando por qué Chucks habría decidido ocultarme semejante cosa.

—Intenté que fuera a ver a un psicólogo, el doctor de Los Ángeles que le ayudó la otra vez. Pero se negó. Creo que fue entonces cuando decidió marcharse a Francia siguiendo tus pasos. Por cierto, ¿cómo están Miriam y las niñas?

—Solo tengo una hija, Jack. Están bien.

—Me alegro. Mira, le he estado llamando toda la tarde, pero no me lo coge. Me preocupa, de veras. Justo ahora que tiene algo tan fantástico en las manos.

—Estará en el estudio. Ya sabes cómo es cuando trabaja.

—Eso quiero pensar. El caso es que intentaré llegar a Marsella el miércoles. Quiero sacarle de allí. Nos damos un voltio por el Mediterráneo. Aire puro, una paradita en Capri. ¿Os apetece venir?

—No, espera. Déjame que intente hablar con él primero. Le convenceré de que vaya a ver a ese doctor de Los Ángeles. Calgari, ¿verdad? Si vienes tú, quizá se ponga a la defensiva.

Se oyeron unas risas cerca de Ontam. Música de fondo. Gente.

—Vale, Bert. Me harías un favor, porque tengo… algunos compromisos aquí.

—No te preocupes. Yo lo arreglaré todo.

«Tu inversión está a salvo, Ontam».

Colgué y regresé al dormitorio. Miriam estaba ya en la cama, leyendo una revista. Me deslicé sobre el colchón y le di un beso en la mejilla.

—¿Con quién hablabas?

—Con… Bernabe —mentí. Una mentira bastante mala, ya que Mark Bernabe, mi agente, pocas veces llamaba por la noche—. Me ha enviado unos libros de Amanda Northörpe en plan de coña y…

Noté cómo Miriam pasaba la página de la revista con fuerza. «No ha colado», me dije, pero decidí no dar más explicaciones. No estaba preparado para hablarle del asunto de Chucks. Quería mantenerla alejada de eso.

Después intenté besarla de nuevo, pero ella se limitó a ponerse las gafas y seguir leyendo.

«Mierda».

5

El domingo se celebró un pequeño mercado vecinal en la plaza Charles de Gaulle de Saint-Rémy. Era un evento para catar vino, comer queso y comprar alguna cosa cara, y Miriam y la gente del taller de restauración participaban con un puesto de marcos y antigüedades. Los Mattieu y los Grubitz estaban allí junto a otra docena de Beverly Hillenses (incluido Mister Merme, el líder espiritual de los talleres de manualidades). La típica cita que yo me hubiera saltado con alguna excusa, como escribir, segar el césped o ir a visitar a Chucks. Pero en esta ocasión no hizo falta que Miriam dijera nada: entendí perfectamente que era mi mejor oportunidad de compensar mi estampida del viernes y la sucesión de cagadas de la noche anterior.

Estuve allí desde muy temprano, siendo el marido perfecto. Ayudé a transportar los muebles, corté queso y me ocupé de alinear y servir el vino a la gente que iba acercándose. La señora Grubitz andaba por allí y no perdió la oportunidad de preguntarme por «la pequeña emergencia del viernes».

—Un amigo tuvo un pequeño susto en la carretera —respondí, volviendo a la versión «alternativa» de los hechos—. Siento mucho haberles dejado tan abruptamente.

Britney estaba sentada en la fuente del pueblo con algunos amigos. Aunque el instituto estaba en Sainte Claire —así como la mayor parte de la población de la zona—, había algunos chicos y chicas sueltos por Saint-Rémy, la mayoría hijos de los habitantes de las afueras, como nosotros. Estaban los Todd, con sus flequillos casi a cara completa y sus caras de estar en los mundos de Yupi, una chica delgadita y pálida vestida como una «gótica» llamada Sarah y una «hierbas» (todo esto eran apelativos creados por Britney) llamada Malu que había tripitido varios cursos y ya debería estar en la universidad. Pero había alguien más por allí. Alguien que no había visto hasta la fecha: un muchacho esbelto, de cabello rubio, barbita y una dentadura de las que solo tienen los norteamericanos. Britney y él estaban sentados pierna con pierna, y se reían de alguna cosa. La verdad es que, como pareja, relucían.

—Vaya, vaya, parece que nuestra Britney comienza a adaptarse —le dije a Miriam, quien también los miraba en ese momento.

Miriam sonrió con los brazos cruzados.

—Creo que se llama Elron. Es bastante mono, ¿no?

Bueno, si Britney hubiera tenido once años me lo hubiera tomado todo a broma e incluso hubiera dicho que sí, que Elron era un chaval guapo. Pero con dieciséis, y todo lo que eso implicaba, mis genes de paterfamilias me hicieron ver las cosas desde otra óptica.

—¿Te había hablado de él?

—Sí. Alguna vez. Van juntos al instituto, aunque él es dos años mayor que ella. Está a punto de ir a la universidad.

«Dos años, pensé. Dieciocho. Joder, qué bien».

Intenté comportarme como un padre moderno y traté de no vigilar muy descaradamente. Britney, que normalmente hacía gala de un carácter bastante duro con los chicos, se permitía el lujo de reírle las gracias, incluso de tocarle el hombro de vez en cuando. Y el muchacho parecía estar encantado también.

«¿Te estás poniendo celoso, Bert?».

Como cierre del mercadillo, un par de bodegas de la zona habían organizado un lunch con una cata de vinos. El comedor consistía en cinco mesas alargadas bajo la sombra de unos árboles y allí fuimos en grupo, con los Grubitz y otro montón de amigos de la zona. Pero supongo que las mesas y los estrechos bancos no eran precisamente muy atractivos y la gente permanecía de pie, bebiendo vino rosado y charlando, y de pronto me encontré al lado de una magnífica señora, alta, de rasgos aristocráticos y ciertamente apetecible. Me sonrió un par de veces, con un gesto de cordial timidez, y al final se acercó a mí.

—¿Es usted, por casualidad, el famoso escritor Bert Amandale?

Bueno, no estoy demasiado acostumbrado a que la gente me reconozca. Mis contracubiertas siguen llevando una foto mía de hace casi diez años y tampoco soy muy dado a salir en prensa y revistas, por mucho que la editorial se empeñe en explotar cierta imagen de escritor maldito. Así que no pude evitar cierto halago en toda la situación. Sonreí, estreché aquella delicada mano y admití, como quien admite una travesura, ser quien era.

—¡Soy una gran fan! —dijo la mujer—. Creo que me he leído todas sus novelas. A una por verano.

—Vaya… ¡Muchas gracias!

Ya entrados en harina me fijé en ella. En su vestido blanco, un único y carísimo anillo de diamantes y un sombrero muy elegante. Una dentadura perfecta y una nariz posiblemente retocada. «Cincuenta o cuarenta y muchos —pensé—, pero realmente bien cuidada. Tiene el aroma del dinero viejo».

—Edilia van Ern —dijo ella entonces.

Van Ern. El apellido repicó en mi mente como una campana de alerta.

—Bert Amandale —dije tras besar sus suaves y perfumadas mejillas—. Un placer.

—Ah, no —dijo ella—, el placer es mío. ¡De veras! Aunque tengo que reconocer que he hecho trampas. Elena ya me dijo que usted vivía por aquí, claro. Estuvo cenando en su casa el viernes.

En ese momento vi a la señora Grubitz acercarse junto con Miriam y un hombre bastante alto, de cabello plateado pero joven, rostro moreno y una de esas sonrisas que arrugan las mejillas. Vestía un traje de chaqueta claro y una camisa rosada de brillos. Se presentó como Eric van Ern. El doctor Eric van Ern. Me estrechó la mano con fuerza y yo aguanté el apretón con una sonrisa.

—Encantado, señor Amandale. Tal y como le decía a Miriam, he estado esperando encontrar una buena excusa para aproximarme y pedirle disculpas. Siento muchísimo el episodio del bosque.

—¿El bosque?

—Sí… Vincent, el alguacil, me comentó que algunos de mis hombres debieron de asustarle ayer por la mañana, mientras paseaba por el pinar. Uno de nuestros mastines debió de írseles de las manos.

«Maldita sea», me dije para mis adentros, recordando a Vincent guiñando su ojo: «Su secreto está a salvo conmigo». Miriam, que estaba a mi lado en ese instante, me miró guardando silencio. Sabía que más tarde debería responder a unas cuantas preguntas.

—No fue nada. El perro era bien grande, solo eso.

—Pero no debería ir suelto. Se lo he dicho miles de veces. Me encargaré personalmente de que no vuelva a ocurrir. Por favor, acepte mis disculpas.

—No se preocupe, de verdad —respondí.

Vi entonces que Edilia le susurraba algo a su marido. Este asintió y entonces la mujer se dirigió a nosotros.

—Permítanme invitarles a una pequeña exposición que organizo el miércoles en Aix. Es de Richard Stark. ¿Le conocen?

—¿Stark? —dijo Miriam juntando las manos. Bueno, hasta yo le conocía. Era un pintor de moda en Francia. El nuevo enfant terrible de la pintura moderna. Un figurón.

—Tiene un pequeño estudio en Nelcotte y a veces le convencemos para que saque algo de su desván y lo cuelgue en el Gueuleton. Es una lista cerrada de asistentes, pero haré hueco para ustedes dos: una forma de compensarles por ese episodio con el perro.

—No hace falta, de verdad —dije, y noté los ojos de Miriam en mí: «Cállate».

—Claro que hace falta —insistió Edilia—. Además, egoístamente, tenemos mucho interés en conocerles mejor. Elena Grubitz me ha dicho que a usted le interesa el arte, Miriam… Bueno, casada con un escritor no podía ser de otra forma. Y además creo que Elron y su hija se han hecho buenos amigos últimamente.

Entonces fuimos Miriam y yo los que nos miramos con sorpresa.

—¿Elron es su hijo?

—El mayor de nuestros dos cachorros —respondió Eric—. Y creo que está seriamente atrapado en las redes de su hija. No ha parado de hablar de ella desde que la vio cantando en el concierto de fin de curso en el instituto.

Prorrumpimos en una carcajada y en ese momento apareció una chiquilla de unos nueve años que resultó ser la otra hija de los Van Ern. Cogió a su padre de la mano y apoyó la cabeza en su pierna. Tenía un rostro inquietante. Pecosa, demasiado pálida y con el cabello rojizo. Me lanzó una mirada que no supe descifrar.

Esa tarde, después de echarme una pequeña siesta a la sombra de los manzanos, pensé que podríamos organizar una buena partida de Monopoly. Pizza casera, música en el tocadiscos y hacerte el dueño de las mejores calles de Londres: un plan perfecto para un domingo por la tarde en familia. Pero cuando se lo dije a Britney, ella respondió que «tenía planes».

—¿Irás a ensayar con los Todd? —le pregunté.

—Bueno, no… es que Elron me ha invitado a ver una peli en casa de unos amigos.

«Ah, Elron».

Reconozco que aquello me sentó como un auténtico tiro. Una cuchillada amarga en el vientre. ¿Por qué estaba reaccionando así?

Admitir que te mueres de celos es algo humillante, así que no lo hice. En cambio, saqué el tema de la seguridad sexual porque necesitaba hablar con Miriam de alguna manera.

—Vamos. En Londres ya tuvo un novio —dijo Miriam.

Estaba regando algunas macetas en el jardín trasero. El sol de la tarde caía ya e iluminaba el polvo como si fuera oro. Yo me senté en el banco y comencé a liarme un cigarrillo.

—Sí, pero en Londres era todavía muy niña. Ahora ya está mayor. Y ese Elron tiene dieciocho…

—Sí, Gran-Papá. Tiene dieciocho y por esa misma razón Britney se pirra por él. Es un chico listo y educado, y Britney está a gusto con él y eso es todo lo que debería importarnos.

—Pero ¿van en serio? ¿Cuánto llevan?

—¡Nada! Britney me contó que ya le había echado el ojo en el instituto pero que Elron no le había hecho mucho caso. Y parece que ayer se vieron en una fiesta y él la invitó a salir por primera vez. Le dijo que «había estado pensando en ella desde el concierto del instituto». ¿No te parece romántico?

—¿Ayer?

—Creo que de pronto se le han quitado todas esas ideas de marcharse a Londres. Y además Eric y Edilia parecen muy interesantes, ¿no crees?

—Bueno, son educados y apestan a dinero. Esa clínica debe de darles una buena pasta.

—Son elegantes y no apestan a nada, Bert. Elena me habló un poco de ellos. Supongo que pensó que me interesaría saber algo sobre la familia de Elron.

—¿Y bien? ¿De qué te has enterado?

—Que llevan seis años en la zona, al parecer venían de vivir en el norte, en el Loira, donde Eric trabajaba en alguna universidad. Compraron los terrenos de la clínica, dos casas señoriales y unos establos a buen precio, pero sin negociar. Dicen que Edilia es hija de una familia importante, aunque se rumorea que tienen algún tipo de inversor adicional. Todo es muy secreto a su alrededor, incluida la lista de sus posibles huéspedes. Muchas estrellas de Hollywood, músicos y gente importante del mundo de las finanzas, ya sabes, brokers adictos a todo. Nadie pone un pie en Saint-Rémy, todos sus clientes llegan en helicóptero. El tratamiento cuesta una fortuna, pero al parecer tienen una lista de espera de años. Se hablan auténticas maravillas de Eric y sus métodos.

Edilia, por su parte, jugaba el papel de rica dama, participando en la vida social y artística de la comarca. Su invitación a la exposición de Stark le había hecho ganar unos cinco millones de puntos en la lista de «personas a conocer» de Miriam.

—Comparada con las demás, es como hablar con una auténtica dama —dijo antes de subirse a su despacho a investigar toda la obra de Stark.