VII

1

«Saben lo de la carta, Bert. ¿A qué están esperando para torturarte? Quizá lo hagan esta misma noche, de madrugada».

Apagué la luz, me tumbé en la cama, con las manos detrás de la cabeza, y observé la habitación detenidamente. Lo hice porque quizás hubieran ocultado una cámara en alguna cavidad o agujero. No era descabellado pensarlo, pero tras unos minutos escrutando las paredes y el techo decidí que sería algo improbable.

Hecho esto encendí la luz de mi mesilla, me levanté y tomé los dos libros de Amanda Northörpe que Britney había dejado sobre mi escritorio. La noche de los celos asesinos y La presunción del farero, con sus rocambolescas cubiertas y frases de contracubierta:

«Con más de un millón de ejemplares vendidos en todo el mundo, Amanda Northörpe se proclama como la nueva dama del misterio actual».

Abrí el primero: La noche de los celos asesinos, y empecé a pasar las páginas sin leerlas. Debía de haber algo escrito en alguna parte, un mensaje; pero después de un primer rastreo no encontré nada. Después tomé el segundo libro, La presunción del farero, e hice lo mismo. De nuevo, desfilaron ante mis ojos más de seiscientas páginas de misterios, diálogos, escenas de amor y algún que otro momento erótico, pero ningún mensaje ni nota que pudiera servirme para nada.

«Vamos, Britney. Sabes que odio estos jodidos libros. ¿Dónde está el mensaje?».

Entonces, según sujetaba el grueso tomo, la sobrecubierta se deslizó un poco entre mis dedos. Era una de esas aparatosas ediciones de tapa dura, sobrecubierta, solapas… y aquello me dio una idea. Desvestí el libro y lo giré entre mis dedos, abriéndolo y cerrándolo. Nada. Pero al hacer lo mismo con el otro tomo… voilà! Adherida en el lomo apareció algo: una tarjeta magnética de plástico.

Sentí el corazón acelerándoseme en el pecho, al mismo tiempo que tenía que reprimir un grito de «¡HURRA!». «¿De dónde la has sacado, Brit? ¿Se la robaste a tu querido Elron, quizá?».

Estaba tan absolutamente orgulloso de mi hija, de su inteligencia y de su sangre fría que casi aprieto el botón de llamada para contárselo al inepto de Eric van Ern. «Así es como hacemos las cosas en mi familia, pedazo de pijo zen extrasensorial».

La tarjeta venía pegada a un pequeño trozo de celo. La separé con cuidado y la miré. No tenía ninguna marca o nombre impreso en ella, solo un pequeño trozo de papel que venía doblado detrás, y en el que había un corto mensaje escrito.

«Tenías razón… Suerte. Te espero en casa».

No había tardado ni un solo día en comprobar lo que le pedí que comprobara: si existía o no un hombre llamado Jean Frateau en la comisaría de Marsella. Y en caso de que existiera, si había hablado con Vincent Julian a las seis de la tarde del viernes pasado. Ese era el último cabo que supongo que ni siquiera V.J. recordaría haber dejado suelto. Una mentira. Otra mentira más. Y Britney por fin se había convencido de que todo era cierto. La tenía de mi parte. ¡Había dado un jodido paso en la dirección correcta!

En cuanto a la tarjeta, supuse que se la habría quitado a Elron. ¿O habría sido el propio Elron quien se la había dado? ¿Se equivocaba Eric van Ern al confiar tanto en su cachorro? En cualquier caso, había dos cosas claras: la primera, que esa tarjeta era mi carta de libertad, la última baza, y que debía jugarla correctamente. Y la segunda: que en caso de que Elron no hubiera colaborado en aquello, la seguridad de Britney duraría lo que Elron tardase en echar de menos la tarjeta.

Dejé pasar las horas. Dos exactamente. Me dediqué a leer La noche de los celos asesinos intentando no caerme dormido, lo cual no era nada fácil tratándose de Northörpe y sus diálogos de amor interminables entre Ratty Callahan y su musculoso y viajado mayordomo Mister Bundt. Entonces mi reloj de muñeca marcó las doce en punto de la noche. La hora bruja. La hora en la que los fantasmas despiertan y salen a pasear por los camposantos.

Y yo, como un fantasma, me levanté también.

El bip sonó muy alto, al menos en mi imaginación, pensé que lo habrían oído hasta en París. Después la puerta emitió un chasquido y quedó entreabierta.

Me quedé quieto, durante unos segundos, atento a cualquier sonido que pudiera escucharse fuera. ¿Habría un guarda vigilando mi habitación? Era lo más lógico, aunque en realidad nadie esperaría que yo tuviese una tarjeta, ¿no es cierto? Nadie podía anticiparse a aquel afortunado as que había aparecido en la manga de Mister Amandale. Pero allí estaba. Y quizá tampoco podían imaginarse que, pudiendo escapar, Bert no lo hiciera. Porque le debía una a Chucks. A ese hermano que ellos se habían llevado y por el que iban a pagar. ¡Sí que iban a pagar, Chucks! Aunque me costase la puta vida.

La luna me ayudaba también aquella noche. Solo mostraba una fina rodaja de su rostro y el patio estaba sumido en las penumbras. Emma me había dicho que las habitaciones se cerraban por seguridad durante la noche. ¿Qué otras cosas ocurrirían allí por la noche?

Caminé por el borde más oscuro de las viviendas sin perder de vista la casa, que parecía dormir en una completa oscuridad. Solo algunas tenues lamparillas exteriores irradiaban algo de luz junto a la fachada. Pero el campo estaba sumido en la negrura.

Repetí el camino de esa tarde, primero hasta las vallas y después por el sendero. Esta vez alcancé el helicóptero. La máquina era mucho más grande vista de cerca. Me parapeté tras ella y volví a observar la casa, pero mi pequeño rendez-vouz nocturno no parecía haber despertado a nadie, ni hecho sonar ninguna alarma. Por ahora. Solo me quedaban escasos quinientos metros para alcanzar el bosque y era quizás el tramo más descubierto. Así que decidí marchar a toda prisa. Correr hubiera sido demasiado doloroso con mis costillas aún resentidas.

El bosque me esperaba como un gran monstruo nocturno. Una puerta negra, unas fauces abiertas esperándome. Pero no me iría de aquel lugar sin saber la verdad. Alcancé los primeros árboles y me paré a mirar atrás y descansar. ¿De verdad había llegado tan lejos sin que nadie me detectara? Parecía casi una broma… o una trampa. En cualquier caso, ya no había marcha atrás. Además, en cuanto me volví de nuevo hacia el bosque, distinguí la fachada blanca de aquella capilla y su influjo me atrapó casi de forma hipnótica.

«Vamos. Demuéstrale a todo el mundo que no estabas tan loco».

Caminé cada vez más despacio, como si me estuviera acercando a un lugar radiactivo, cuya proximidad podía restarte días de vida. El edificio fue cobrando forma a través de los árboles, bajo la luz mínima de una luna escurridiza. Un tejado puntiagudo, fachadas blancas y altas ventanas veladas con pintura. Avancé hasta situarme frente a la puerta, humilde, elevada sobre tres escalones. Había uno de aquellos lectores de tarjetas magnéticas a un lado.

Escuché un ruido a mis espaldas. Casi un instante después, un sonido metálico, como un gatillo amartillándose. Pero antes de que pudiera girarme, ese alguien habló.

—Vamos, Bert —dijo—. Ábrala.

Ni siquiera tuve que volverme para saber quién era mi interlocutor.

—Me han dejado llegar hasta aquí, ¿verdad, Eric?

—Abra la puerta, Bert. ¿No quiere conocer al Padre? Bien, vamos a hablar con él. Será una larga conversación.

Me volví a mirarle pero oí un sonido, como cuando chasqueas la lengua para que un niño deje de llorar.

—Tengo un arma. Haga lo que le digo.

Me dirigí entonces a la capilla, a la ermita, o como se llamase aquello. Subí los tres escalones y utilicé la tarjeta en el lector. La puerta se abrió igual que se había abierto la de mi habitación, quedándose entreabierta, pero, esta vez, el chasquido resonó a lo largo y ancho de aquella gran oscuridad.

—Vamos —dijo Eric a mis espaldas—, entre.

2

Me hundí en aquella negrura, con los ojos cerrados y los dientes apretados. Cuando escribía las historias de Bill Nooran siempre terminaba estremecido por el terror. Pensaba que conocía el terror, pero en aquel momento, según daba aquellos pasos a lo largo de lo que parecía un pasillo entre asientos de una iglesia, comprendí que nunca había estado ni a miles de kilómetros de distancia del verdadero miedo.

Recordé al hombre haitiano y sus heridas en la cabeza. Recordé aquellos testimonios de las personas que habían visitado el Hospital de la Jungla del Padre Dave. «Gatos que salían de las paredes y te comían las piernas». Pero es que incluso podía escuchar los ruidos de animales a mi alrededor… ¿Estaba alucinando? ¿Me habían envenenado de nuevo?

Pese a que las ventanas estaban veladas con pintura, había un leve resplandor en el interior de la capilla. Eran luces eléctricas que partían de los lados, y mis ojos comenzaron a acostumbrarse a la pobre iluminación. Según escuchaba el ruido de mis propios pasos resonando en aquel vasto espacio, a mi alrededor empezaron a desvelarse formas. Cosas de cierta complejidad. Paneles luminosos, tubos, mesas de trabajo. A mi derecha vi algo parecido a pequeñas jaulas donde sonaban gruñidos y rumores de seres vivos. Al fondo, en el ábside, una especie de gran estantería de almacén.

La puerta se cerró a mis espaldas. Me detuve.

—¡Padre Dave! Salga, tiene invitados —gritó Eric, y después se echó a reír.

Me volví. Eric van Ern aparecía frente a mí como un espectro en medio de aquel pasillo.

—Ya está, Bert. Todo el misterio se ha desvelado. Es lo que usted quería. El Padre Dave. ¿Lo ve?

—No está aquí —dije.

—Por supuesto que no está aquí. Es muy difícil revivir a los muertos.

—¿Muerto?

—Claro que murió, Bert. Lo eliminaron, como se elimina siempre a los fantoches. El viejo era un loco, un fanático y un obseso sexual, como usted dijo. Pero solo era la cara visible de otra cosa, ¿entiende?, de otras personas que trabajaban en cosas importantes. Todos aquellos experimentos con drogas y electricidad arrojaron ideas singulares, únicas, pero el viejo comenzó a olvidarse de quién era, de quién le financiaba. Y había manos muy fuertes que ansiaban apoderarse de esos secretos. Entonces fueron a por él en Kourou, en Martinica. Y, finalmente, lo atraparon en Santa Marta. Gracias a Dios, una sección de la familia pudo escapar.

—Ustedes. Edilia, los Grubitz, los Mattieu…

—Hay de todo, como en todas las familias. También nuevos miembros y algún que otro traidor.

—¿Como el hombre que informó a Someres? —pregunté.

Van Ern se rio. Llevaba una bonita pistola en las manos. Grande y plateada. La movió en el aire y emitió algunos destellos a la luz de la luna.

—Qué gran imaginación, la suya, Bert. ¡Magnífica!

—¿Qué es lo que hacen aquí?

—Continuar con el trabajo de Dave —respondió Van Ern—, con la parte lucrativa de aquel trabajo, digamos.

—¿Fabricando drogas?

—Vamos, no nos insulte, Bert. Cualquiera puede fabricar esa basura sintética en su casa mirando solo Internet. Eso es algo de muy poca alcurnia, querido. Aquí hacemos ciencia. Ciencia auténtica. Experimentos avanzados que no se podrían hacer legalmente. Tenemos muy buenos clientes que pagan cantidades obscenas por ello.

—Experimentos con gente, con los chicos de su fundación. Eso es lo que Someres descubrió. Lo que hay en el USB.

Eric ni siquiera respondió. Se rio. Se apuntó con la pistola en la sien.

—Bueno, usted también ha participado en alguno de ellos. ¿Qué le pareció aquel sueño terrible de hace algunas noches? Una pesadilla casi real, ¿no es cierto?

Me quedé frío.

—El whisky —deduje rápidamente—. Cabrones… ¿Quién lo tocó? ¿Edilia? ¿Elron?

De nuevo, más preguntas sin contestación.

—¿Sabe? Es un verdadero placer hablar con usted tranquilamente. Desde niños nos han enseñado a callar y engañar. Es algo que termina cansando, créame: incluso en casa, jamás tocamos el tema. Así que le agradezco la oportunidad que me da. Aunque tengamos que acabar con esto pronto.

—¿Va a matarme?

—Depende de usted, realmente. Aunque si queda vivo, no volverá a ser el mismo, eso se lo aseguro. Pensaba hacer algunas cosas relacionadas con la memoria. De hecho, iba a ser el propio Elron el que se estrenara con usted. Provocarle una pequeña meningitis artificial, convertirle en alguien muy simpático y hablador, pero que siempre dijera tonterías que nadie creyera.

—Un gran plan. Podría haber llegado a político.

Van Ern no se rio.

—El caso es que nos ha puesto usted en un grave aprieto, Bert. —Movió la pistola arriba y abajo—. Hizo una jugada perfecta con el USB. Y en el hospital, gritando a los cuatro vientos para que le devolvieran su ropa cuando en realidad sabía que allí no había nada. ¡Enhorabuena!

No respondí y se hizo un largo silencio. El rostro de Van Ern parecía haber desaparecido en la oscuridad. Estaba perdido… a menos que me lanzase sobre Van Ern ahora mismo, a riesgo de recibir un balazo y saliese corriendo de allí. Pero él estaba a dos metros de distancia por lo menos. Tendría tiempo de dispararme hasta tres veces si trataba de saltar a por él.

—Están ustedes perdidos, Eric —dije intentando ganar algo de tiempo.

—Se equivoca, Bert. Hay gente que siempre sale ganando, y nosotros estamos en el bando correcto. Aunque quizá Vincent y algún que otro «postizo» tengan que caer. Serán daños colaterales. Como el suyo, a menos que hable. No nos obligue a esta incomodidad. Ya se lo dije: nos gusta este lugar.

—¿Qué quiere que haga?

—Bien… El asunto es el siguiente. ¿Tiene hora?

Miré mi reloj de muñeca.

—Cerca de las doce y media —respondí.

—Bien… Tiene dos opciones, Bert. La primera es que hable. Díganos a quién envió el USB y sus chicas despertarán mañana en nuestro feliz pueblo de Saint-Rémy. Ellas seguirán con su vida y usted con su tratamiento.

—¿La segunda?

—Que siga mintiendo. Haremos que usted se escape de la clínica esta noche, enloquecido, que llegue a casa y las mate de un disparo antes de volarse su propia cabeza. Miriam le ha dejado y casi todo el valle conoce sus desvaríos a estas alturas. Será una historia terrible, pero colará.

—Es demasiado tarde. Y además creo que lo harán de todas formas.

—No —dijo Eric—. Le doy mi palabra de honor: hable y nadie tocará a Miriam o Britney. Sus vidas están garantizadas si nos da el nombre y la dirección de esa persona. El correo ha salido esta mañana. Siendo un envío internacional, quizás estamos a tiempo de interceptarlo. Solo eso. Un vulgar robo de correo, Bert. No se derramará sangre. Ni una gota.

—Como con Chucks, ¿verdad? Será algo limpio. Tan limpio como aquello.

—Siento mucho lo de su amigo. Queríamos haberlo hecho de otra forma, pero debimos de equivocarnos con la dosis.

—Conozco sus martinis. Paralizantes.

Eric van Ern se llevó la mano al bolsillo de la camisa. Sacó algo y se acercó a un metro de mí. Lo dejó al borde de una de esas mesas. Era una pequeña botellita de cristal, del tamaño de un frasco de colonia.

—Uno de nuestros productos estrella. Inodoro, incoloro y no deja rastro. Tampoco lo dejará en su cadáver, Bert, después de masacrar a su familia. Lo bueno es que el individuo no pierde la consciencia. Lo presenciará usted todo en directo.

Me di cuenta de que Eric se había acercado bastante. El arma debía de pesarle en la mano y apoyaba el brazo en su costado y apuntaba ligeramente bajo.

Di un paso en dirección a la mesa.

—No se mueva —dijo Van Ern—, ahora le aplicaremos una pequeña dosis y…

De pronto oímos unos pasos sobre los escalones de la capilla. Se oyó el zumbido de una tarjeta pasando por el lector y el chasquido de la puerta. Ahora me encontraba lo suficientemente cerca de Van Ern como para intentarlo. Se volvió un instante, casi por instinto, para ver quién entraba y no lo dudé. Me lancé sobre él cargando como un quarterback, lanzando las manos hacia el arma.

Aterricé en un nudo de huesos y metal. Van Ern gritó algo y trató de corregir el objetivo de su cañón, pero yo ya le había levantado las manos al techo. El revólver disparó provocando un sonido ensordecedor. Se oyó un ruido de cristales rotos. Y de pronto un montón de animales gritando a nuestro alrededor. Monos, pájaros… no podría decir lo que eran.

—¡Quietos!

La otra persona entró gritando en francés y me di cuenta de que tenía apenas segundos para controlar aquello a mi favor.

Noté que Eric lanzaba su rodilla contra mi entrepierna y me giré, recibiéndola en el muslo. Entonces le empujé contra una de las mesas, violentamente, todavía disputándonos el arma en el aire, y lo tumbé sobre ella. Una familia de refinadas probetas y otros artefactos fue arrancada de su placentero sueño y derribada con estrépito contra el suelo. Estaba sobre él, pero en ese momento su muñeca, la del arma, se me resbaló entre los dedos. Noté cómo la movía rápidamente debajo de mi vientre. ¿Iba a disparar? Retrasé el brazo justo cuando notaba a la otra persona viniéndoseme encima, al mismo tiempo que notaba el cañón empujando mi barriga. Le propiné a Eric van Ern un puñetazo en toda la nariz. Joder, le di con todas las fuerzas que pude y eso me hizo derrumbarme a un lado de la mesa. Eric, noqueado, apretó el gatillo en plena furia, pero mi vientre ya no estaba allí para recibir la bala, pese a lo cual el disparo no llegó muy lejos.

François se había quedado de pie a mis espaldas. Se miraba el pecho sorprendido. La luz de la luna que entraba por la ventana rota iluminaba el humo de la pólvora saliendo de su camisa a la altura del pulmón derecho. Dio un paso hacia atrás, torpemente, y Eric, todavía noqueado, fue incapaz de vislumbrar quién era. Pensó que esa silueta tambaleante era yo. Apuntó un poco más alto y disparó de nuevo. Esta vez la bala le atravesó el cuello. La nuez y las cuerdas vocales debieron de salirle volando por la nuca, como las piezas de un violonchelo destrozado, y después aquella mole de metro noventa se desplomó como una marioneta a la que alguien abandona de pronto.

Cogí una de aquellas jaulas que formaban una hilera en la mesa y la levanté sobre la cabeza del señor Van Ern. Me di cuenta de que al menos debía de pesar treinta kilos.

—Por Chucks —dije.

—No lo haga.

Eric iba a decir otra cosa cuando dejé caer aquello sobre su cabeza. Sonó como cuando aplastas a una cucaracha, pero esta era una cucaracha bien grande. Las piernas le temblaron. Las dos manos se le abrieron de par en par y el arma cayó al suelo.

Pensé que quizá lo había matado, pero no iba a quedarme allí para comprobarlo. Recogí el arma y salí de allí.