IV

1

—Podía haber sido mucho peor. Mucho peor. Pero tuvo suerte, sí, mamá, sí. No te preocupes, claro. No hace falta, y además aquí ya hay demasiada gente.

La siguiente imagen era en una habitación de hospital. Paredes blancas, llenas de pequeñas máquinas. Flores para romper el aburrido monopolio de colores suaves. Miriam hablaba por teléfono junto a la ventana. Se miraba las uñas mientras el sol le acariciaba el rostro. Tenía el pelo recogido en una coleta. Vestía vaqueros y una camisa blanca, suelta por encima del pantalón.

—Ahora está dormido. Ha estado medio inconsciente todo el rato. Sí, es lo mejor. Ahora veremos lo que podemos hacer. Pero espera, parece que abre los ojos… ¿Bert?

—¿Mmmiriam?

—Mamá, tengo que dejarte. Acaba de despertarse. Sí, sí, te llamaré enseguida.

Miriam colgó el teléfono. Vino despacio a mi lado. Me cogió la mano.

—Hola, cariño.

Tenía ojeras, cara de cansancio, sin maquillaje ni pendientes.

—Hola —dije sonriendo—, ¿cómo estás?

—Mejor que tú, me parece.

Me reí, y entonces me noté las costillas rechinando de dolor.

—¿Duele?

—Un poco. ¿Qué me he hecho? ¿Estoy entero? —dije señalando las piernas.

—Varias contusiones, una costilla fisurada y una bonita raja en la cabeza. Nada más. Pudiste matarte, pero solo te has hecho rasguños. Eres el hombre de hierro.

Al decirlo, me apretó la mano entre los dedos.

En ese instante se abrió la puerta y apareció Britney. Jamás he estado tan feliz de verla como en aquella ocasión. Miriam y Britney, las dos estaban a salvo. Habíamos vencido. Aún no sabía cómo, pero habíamos vencido.

—¡Papá!

Cruzó la habitación corriendo pero se paró a un metro de la cama. De pronto rompió a llorar.

—Hija —le dije extendiendo la mano—, no llores. Ven. Ya está todo. Ya lo hemos solucionado todo.

—Sí, papá, claro…

—Sí, Bert —añadió Miriam—, todo se va a solucionar. Tranquilo.

Britney se acercó a darme un beso mientras yo pensaba en esas palabras de Miriam. «Todo se va a solucionar». Pero ¿es que las cosas no se habían aclarado ya?

Britney olía a champú de flores silvestres. Su melena suelta me acarició el rostro. Sus lágrimas gotearon sobre mi frente.

—¿Cómo ha terminado todo? —pregunté—. ¿La policía? ¿Han actuado ya?

—No —respondió Miriam—, no habrá policía, Bert. Tranquilo. Tenemos que hablar de eso, pero podemos hablar más tarde. No hace falta tocar el tema ahora. Estás débil.

—Pero esto es importante, Miriam. Es muy importante.

Britney se llevó las manos a la boca, tratando de contener un sollozo. Se apartó. Se dio media vuelta. ¿Qué ocurría? Miriam también tenía los ojos llenos de lágrimas. Sacó un pequeño pañuelo de papel de alguna parte y se limpió los ojos.

—Es mejor que descanses, de verdad, cariño. —Me acarició el cabello con una dulzura casi maternal—. Verás cómo todo sale bien. Tenemos amigos…

Llamaron a la puerta y apareció una enfermera. Dijo que venía a hacerme unas curas y que Miriam y Brit debían salir un instante. Britney me dio un beso y Miriam otro.

—Volvemos ahora.

La enfermera era una mujer de origen africano, guapa, con los ojos castaños brillantes. Le pregunté su nombre y me dijo que se llamaba Fátima.

—Como la virgen —bromeé, y ella sonrió mientras comenzaba a quitarme las vendas de la cabeza.

—¿Qué hospital es este?

—El general en Salon-de-Provence.

—Ah. ¿Y cuánto tiempo llevo aquí?

—Menos de un día. Lo trajeron ayer por la noche. Tuvo suerte. Con el coche, quiero decir.

—Parece que sí.

—Tiene suerte de tener esa familia y esos amigos. Incluso aquí, en el hospital.

—¿Aquí en el hospital?

—Sí, Dan Mattieu, su vecino. Es médico aquí.

—¿Dan Mattieu? Pero… ¿está por aquí?

Lo que quería decir era: «¿Todavía está libre?», pero comenzaba a temer que así fuera.

Dejé que Fátima me limpiara los puntos y le pregunté si podía moverme. Ella me preguntó que adónde pretendía ir.

—Solo quiero dar un paseo —dije, y ella me respondió que ni se me pasara por la cabeza.

—De todas formas serán sus propias costillas las que le dirán que vuelva a la cama.

Salió Fátima y volvió a entrar Miriam, pero entonces vi a Britney ahí fuera, apoyada en el hombro protector de otra persona: Elron. Aquello me provocó algo parecido a un ataque de ansiedad.

—¿Qué hace él ahí?

—Tranquilo, Bert. Nos están ayudando.

—¿Quién nos está ayudando? No necesitamos la ayuda de nadie, Miriam. Por favor, cierra la puerta un segundo. ¿Puedes cerrar la puerta un segundo? ¿Hay pasador?

—No lo sé.

—Inténtalo; si no, coloca una silla o algo, por favor. Necesito hablar contigo a solas.

La vi mirándome con una expresión de pura tristeza. Respiró hondo y terminó haciendo lo que le pedía. Resultó que la puerta de la habitación no podía cerrarse por dentro pero apoyó una silla y se sentó en ella.

—De acuerdo, Bert. Te escucho.

—He encontrado la prueba que los incrimina a todos, Miriam. Una prueba real. Tangible.

—Lo sé, Bert. Lo sé.

—¿Qué es lo que sabes?

—Lo del USB, ¿verdad?

Me quedé sin palabras un instante.

—¿Cómo? Pero… ¿lo sabes?

—Sí… Vincent nos lo ha contado todo.

—¿Vincent?

—Sí, Bert, Vincent, a quien por cierto le debes que no haya un policía custodiando la puerta de la habitación en estos momentos.

—Pero ¿qué dices? —repliqué alzando la voz—. ¡Intentó matarme!

Miriam levantó las manos.

—Por favor, Bert. Por favor.

Mi cuerpo se había inflado con la tensión y sentí el dolor por todas partes. Volví a relajarme sobre el colchón.

—No sé lo que te han dicho, pero es lo que pasó. Lola empezó a ladrarle, le reconoció. Es parte de la organización. Él mismo lo confesó.

—Él tiene una versión diferente… —dijo Miriam.

—¡Por supuesto que la tiene!

—Dice que tú le llamaste y le pediste que fuera a casa de Chucks porque habías encontrado la «prueba definitiva» de tus teorías. Entonces, al llegar, le mostraste un USB protegido por contraseña. Algo que llevaba el nombre de ese tal Daniel Someres.

—Sí, es cierto. Es lo que encontré en la camisa de Chucks.

—Vale, pero no había nada en realidad. Solo ese nombre que tú o Chucks o cualquiera podría haber escrito. Entonces él intentó llamar a un amigo de la policía en Marsella, sobre todo porque te veía muy alterado con todo aquello. Además de que ibas vestido como un andrajoso y habías bebido.

—¡Eso qué tiene que ver!

—Tiene algo que ver para que Vincent se preocupase por ti. Lola empezó a ladrar por alguna razón y tú debiste de pensar que era porque lo había reconocido. Y automáticamente dedujiste que había matado a Chucks. Joder, Bert, le encañonaste con una escopeta cargada. Pudiste haberlo matado.

—No sabía que estaba cargada y, además, dicho así, parece que yo esté loco. Pero no fue eso lo que sucedió. Él me atacó. ¿Os ha contado esa parte?

—Sí. Dice que le pediste el teléfono. Que no te fiabas de él. Y entonces empezaste a temblar. El cañón de la escopeta estaba frente a su cara y temió que terminaras abriendo fuego. No era un temor infundado ni mucho menos, sobre todo después de ver cómo te comportabas. Así que intentó neutralizarte amistosamente.

Me reí. Era todo lo que podía hacer al escuchar aquella manipulación. El ángulo lo es todo a la hora de contar una historia, y parecía que V.J. había asimilado esa técnica narrativa perfectamente.

—Amistosamente, claro. ¿Te ha explicado también por qué afirmó haber llamado a «los otros» cuando se lo pregunté? Me lo dijo, Miriam. Confesó que pertenecía a esa secta.

—No. Tan solo te dijo lo que querías oír, Bert. Decidió que podría salvar su vida si te seguía la corriente. Eso es todo, Bert. Cariño, eso es todo. V.J. se comportó como un amigo, y ha seguido haciéndolo después. Ha decidido no denunciarte. Se da cuenta de que estás pasando por un momento muy duro. Que has perdido el control.

—¿Qué?

—Lo siento, Bert, pero eso es lo que ha sucedido. La policía pidió un análisis de sangre e ibas drogado y borracho al volante. Pudiste haber matado a gente, Bert. No solo a V.J., sino en la carretera. Habrá un juicio, pero lo superarás.

Observé a Miriam en silencio. Por un instante pensé que utilizaría otra declinación del verbo «superar»: «lo superaremos».

—Charlie Grubitz aseguró que te quitarán la licencia y quizá tengas que pagar una multa, pero no irás a la cárcel. Él mismo se ha ofrecido a defenderte. Ahora me doy cuenta de la buena gente que hemos encontrado aquí. Todos estos amigos, incluyendo a Dan Mattieu, que se ha encargado de encontrarte esta magnífica habitación.

—Dan Mattieu… Grubitz… están todos compinchados, Miriam. Me drogaron, Miriam, algo que me paralizó. Por eso tuve el accidente. La Grubitz se presentó en casa por sorpresa, ¿verdad? Seguramente la colocaron allí para vigilarte mientras se hacían cargo de mí… ¿es que no ves lo que está pasando?

Miriam sonrió.

—Sé que crees en lo que dices y respeto tu forma de comportarte; en el fondo es muy valiente. Pero necesitas ayuda, Bert, y tú no puedes dártela a ti mismo.

—¿De qué estás hablando?

—No sé muy bien cómo decírtelo, Bert. Pero creemos que necesitas ayuda profesional.

—¿Creemos? ¿Y quién es el otro «opinante»?

—Tu hija. Nuestros amigos; tus amigos, Bert.

Hizo un énfasis especial en la palabra «tus».

—Un psiquiatra, ¿a eso te refieres? Muy bien. Hablaré con un psiquiatra. Sin problema. No será la primera vez ni la última, Miriam, pero eso es otra cosa…

—No creo que sea suficiente con «hablar», Bert. Cuando rescataron a V.J. encontraron algo en el sótano.

—¿Qué? —la interrumpí—. ¿Cómo ocurrió eso?

—Alguien escuchó los disparos. Un vecino, creo. Y los ladridos de Lola. Vieron tu coche salir a toda velocidad. Dan Mattieu pasaba por allí. Dijo que te encontró extraño, que ni siquiera le hablaste y que saliste huyendo. Por eso se preocupó.

—¡Ah! Y no le preguntase qué hacía por allí…

—No ha hecho falta. Me lo dijo él: iban al Raquet Club.

—Claro… Bueno, ¿qué decías sobre V.J.? ¿Quién lo encontró?

—Dan Mattieu. Después de dejarte vio a unos vecinos frente a la casa de Chucks. Un hombre le dio el alto, le dijo que había oído un disparo. Dan reconoció el coche de V.J. y al ver la puerta abierta entró y oyó a V.J. pidiendo auxilio desde el sótano.

—¡Todo encaja! —dije riéndome en voz alta—. ¡Qué bien lo han hecho encajar!

—Había drogas ahí abajo. Pastillas, ya sabes de lo que hablo. Nitrazepam y otras cosas. —Miriam empezó a sollozar.

—No eran mías —respondí con frialdad—. Las pusieron allí.

—¿También las de la lata de pintura de tu cobertizo?

Aquello me desarmó por completo. Miriam se secó una lágrima con el dorso de la mano.

—Las encontré, Bert. Fue tu culpa, al fin y al cabo. Te las olvidaste y además dejaste la lata encima de la mesa.

—Está bien —admití—. He tomado alguna que otra. Pero no en la casa de Chucks. Precisamente fui allí a dejarlo todo. Eso es un montaje.

—¿Lo ves? ¿Te escuchas a ti mismo? Saltas de una mentira a otra, de una teoría a otra. ¿Por qué, Bert? ¿Qué hay en el fondo de todo esto? Acusas a nuestros amigos de conspiradores. ¡Al novio de tu hija! Yo también tengo una teoría, ¿sabes? Tengo una teoría sobre todo esto.

—¿Ah, sí? Bueno, me encantaría oírla.

—Creo que tienes miedo. Un miedo atroz. Eso es lo que creo, Bert.

—¿Miedo?

—A quedarte solo, sí, Bert. No soy tan lista ni tan brillante como tú, pero llevo observándote un tiempo. Britney era tu princesa, tu niña querida, y la estás empezando a perder. Le pasa a todo el mundo, pero hay hombres que lo encajan peor. En cuanto a lo nuestro… lo siento mucho, Bert, pero ya sabes lo que opino. Se ha acabado. Pensábamos que sería para siempre —Miriam dejó escapar una lágrima—, pero estaba condenado quizá desde antes de venir a Francia. Y parece que te resistes a verlo. Has puesto en marcha tu genial imaginación para intentar convencernos de que debemos irnos de aquí. Pero, en realidad, intentas huir de algo inevitable.

—Bonita teoría. Deja que la resuma: sugieres que estoy loco.

—Loco es una palabra antigua. Obsoleta. Eric dice que estás pasando por una crisis de identidad, sumada a un episodio de ansiedad extrema. Las pastillas tienen gran culpa de ello.

—¡Por fin aparece Eric van Ern!

—Pues de hecho fue él quien convenció a V.J. sobre la denuncia. Dijo que era lo que menos necesitabas en estos momentos. Pero a cambio V.J. exigió que aceptases un tratamiento. Y Eric dijo que todo correría de su cuenta.

—¿De qué hablas?

—Serán solo unas semanas, Bert. Durante tu convalecencia. Tú mismo aceptaste que podía ser una buena idea. Varias sesiones de psicoterapia, ejercicio y comida sana. Por supuesto, he insistido en pagar, pero Eric se niega. Dice que es lo menos que puede hacer por unos amigos. Porque él sigue considerándote un amigo, a pesar de todo.

Me había quedado callado, en silencio. Miraba por la ventana.

—¿Bert, me oyes? ¿Has escuchado lo que te he dicho?

—Sí… ¿Dónde… dónde está mi ropa?

Me oí hablar. Sonaba como un hombre que ha perdido la cabeza. O que la tiene llena de moscas que susurran «muerte, muerte, muerte».

—Bert, ahora no puedes moverte.

—No quiero moverme. Pero ¿dónde está la ropa que llevaba ayer? Mis vaqueros.

—Pues… no lo sé. Pensaba que alguien la habría dejado por aquí.

Miriam se levantó y miró por la habitación y el cuarto de baño. Debajo de la cama. Nada. Ni rastro de mi ropa.

—Hay que encontrarla, ¿entiendes, Miriam? —dije—. Es muy importante.

—Vale. Preguntaré a las enfermeras. Seguro que tienen algún depósito para estas cosas. Entraste por Urgencias. Supongo que te lo quitaron todo ahí abajo.

—Y otra cosa: mi teléfono. Se quedó en casa de Chucks. ¿Podrías ir a buscarlo? Las llaves están… en mi pantalón.

—Tranquilo, Bert.

Me rasqué las sienes con ansiedad.

—¡Deja de decir que me tranquilice! —Respiré. Bajé la voz—: Por favor.

Miriam ni respondió. Se limitó a hacer una mueca con los labios. Algo así como «No te enfades con él. Tiene la cabeza como una puta pandereta», y salió de allí. Me quedé solo en la habitación. Fuera debía de hacer un día azul de principios de verano. Se oía algo de tráfico a los pies del edificio. ¿En qué planta debía de estar yo?

Bueno, aparté una bandeja que Fátima había dejado frente a mí con un botellín de agua y unas barritas de cereal. Levanté la sábana que me cubría las piernas. Mis pies descalzos asomaron al otro lado. Mis dedos estaban en su sitio. El pequeño compró el huevo, el mediano lo frio y el gordo se lo comió.

Giré las piernas hasta sacarlas de la cama. Me dolían. El camisón que llevaba puesto se arrugó al borde del colchón, dejando al descubierto un enorme moretón que tenía en el muslo. Con los dos brazos me ayudé para reclinarme y entonces mi acordeón de huesos rotos hizo sonar aquella nota burda, desafinada y dolorosa que me salió por la boca como el quejido bovino de una vaca a punto de ser sacrificada. «Mierda puta» en mayúsculas y letras labradas en oro. Aquello dolía Big Time.

El gordo y sus hermanos se terminaron el huevo y se posaron en el suelo de la habitación. Mis manos buscaban cualquier cosa en la que ayudarse porque las costillas no me dejaban vivir. Terminé asiendo la mesita con ruedas de la bandeja. La giré y la puse delante, como si fuera un andador, y empecé a progresar hacia la puerta. Hice un par de acrobacias hasta que la pude dejar abierta y pasar al otro lado.

«Vale, ahora sal ahí fuera y monta una buena bronca».

Era un pasillo de hospital normal y corriente. Puertas abiertas, televisores sonando, familiares aburridos y niños jugando a la videoconsola. No vi ni rastro de Britney, Elron o Miriam, y tampoco había ninguna enfermera a la vista. ¿Derecha o izquierda? Siempre a la derecha, como dijo Aristóteles.

Con mi andador improvisado avancé un par de puertas hasta que me topé con una celadora que venía con otro carro.

—¡No puede ir con eso por el medio del pasillo, ni sacarlo de la habitación! ¡Ni sin albornoz! Mon Dieu!

Joder, no me había dado cuenta e iba enseñando las nalgas a mi retaguardia. La chica me ató el camisón por detrás y volvió frente a mí.

—¿En qué habitación está?

—No lo sé —respondí—, ahí atrás.

—¿Está usted solo? ¿Le acompaña alguien?

—Está mi familia, en alguna parte. Pero oiga, señorita: quiero encontrar mi ropa. La ropa que traía cuando llegué en la ambulancia.

Había empezado a coleccionar miradas. La celadora miró a un lado y otro. Al fondo, unas enfermeras interrumpieron su conversación y nos miraron. Seguí alzando la voz.

—¡Necesito mi ropa, enfermera! ¡Es muy importante!

—Oiga, señor, tranquilícese, por favor. Veamos, ¿en qué habitación está usted exactamente?

—Ahí atrás. ¿Dónde puedo conseguir mi ropa? ¿Me ayudará usted?

—¡Papá! —se oyó desde el fondo del pasillo. Britney venía corriendo. Debían de estar en una de las salas de espera. Miriam les habría dicho que papá no quería ver a Elron. Vi asomarse al chico. Se quedó atrás, rezagado.

Las dos enfermeras del fondo del pasillo llegaron también a nuestra altura. Yo volví a gritar, más fuerte, que quería mi ropa. Que era importante. Y una de las enfermeras, una bastante finita y bajita pero con el rostro de piedra, me ordenó que guardara silencio.

—Está usted en un hospital. Baje la voz.

Britney llegó a mi lado y me cogió de un brazo. Se presentó como mi hija.

—¿En qué habitación está su padre?

—En la 451.

—Bien —dijo la enfermera—, que regrese inmediatamente. Señor, ¿me escucha? Vamos a buscar su ropa. No se preocupe, seguro que está en la planta de Urgencias. ¿Me entiende? Pero ahora tiene que volver a su habitación. Y no vuelva a levantar la voz, por favor.

Regresamos a la habitación, Britney y yo solos. Me senté en la cama y ella me ayudó a tumbarme. Después me cubrió con la sábana.

—Eres la leche, papá. ¿Por qué has salido? Te ha visto el culo todo el pasillo.

—Se ven cosas peores, créeme —respondí, y Brit se echó a reír.

Después sus ojos volvieron a convertirse en cristal.

—Vas a ponerte bien, ¿verdad?

—Sí, hija, te lo juro.

—No te preocupes por todo eso que piensas. Estoy segura de que todo tiene una explicación, papá. Ahora lo crees firmemente, pero a veces lo que creemos puede estar equivocado. Te vamos a ayudar. Mamá y yo. Somos tu familia. No estás solo.

Tuve una especie de pequeña premonición en ese instante. Por un momento pensé que aquella era la última vez que iba a ver a Britney en mi vida.

—¿Tú qué crees, hija? ¿Crees que me lo he inventado todo?

Britney hizo entonces un gesto muy suyo: entrecruzó los brazos y comenzó a presionarse los codos con los dedos. Lo hacía cuando se ponía nerviosa o estaba pensando algo que la preocupaba.

—Es que lo que dices es muy fuerte, papá. Estás diciendo que Elron y su familia son unos criminales. Que mataron a Chucks. Y además que el policía del pueblo y nuestros vecinos están todos compinchados. ¿Qué quieres que piense?

—Quiero que pienses lo que quieras.

Más presión en los codos. ¿Qué pasaba por esa cabecita?

—¿En qué piensas, hija?

—En nada.

—¿Estás segura?

Britney se volvió y miró hacia la puerta.

—¡Cualquiera podría inventarse una teoría! Yo también puedo…

La miré fijamente. Estaba nerviosa. ¿A qué venía aquello?

—Ayer, mientras tú estabas en casa de Chucks y liabas aquella con V.J., Elron recibió una llamada de teléfono. No le he dado importancia hasta que mamá me contó toda la historia esta mañana.

—¿Por qué? ¿Qué pasó?

—Dijo que era de su casa y parecía muy grave. Se alejó y se puso muy serio de repente. Cuando me acerqué a él, me hizo un gesto con las manos, muy agresivo, para que me alejara. Como si no quisiera que yo pudiera escuchar nada. Después le pregunté qué era y me dijo que su hermana se había puesto muy enferma.

El corazón empezó a latirme a toda velocidad.

—¿Y le crees?

—No lo sé. ¿Debería dudar de lo que dice mi novio?

—Deberías seguir tus instintos, Britney. —La voz me temblaba—. ¿Crees que te decía la verdad?

Agachó la cabeza y fijó los ojos en el suelo.

—Pues… pudo ser cualquier otra cosa. Algo que no quería contarme por alguna razón. No lo sé. El caso es que después me dijo que lo sentía. Me invitó a dar una vuelta en coche hasta Nimes. ¡Hasta Nimes!

—El viernes, ¿sobre las seis? ¿Estás segura?

—Sí, porque estábamos en la plaza de Saint-Rémy y sonaban las campanas. Al principio pensé que se alejaba por eso, por el ruido.

—¡Joder, Brit, qué casualidad!, ¿no? Es más o menos la hora en que llamé a Vincent por teléfono.

—Lo sé, papá. Lo sé.

Volvió a cruzar los brazos y a presionarse los codos.

—Escucha, Britney… —empecé a decir.

—No quiero hablar más de esto, papá. Es Elron, ¿entiendes? Le conozco.

—Crees que le conoces.

No dijo nada más. Se giró, abrió la puerta y desapareció tras ella.

2

Miriam llegó cinco minutos más tarde acompañada de dos médicos y una enfermera. Uno de los médicos era Dan Mattieu, quien nada más entrar permaneció discretamente en el fondo de la habitación, como si de alguna manera temiese que fuera a abalanzarme sobre él. El otro médico, al que no había visto nunca, era un hombre moreno que parecía recién llegado de unas vacaciones junto al mar. Tenía la barba ligeramente encanecida y el rostro de un hombre de cuarenta años sin demasiadas preocupaciones.

—Buenos días, señor Amandale, soy el doctor Badoux. ¿Cómo se encuentra hoy?

—He tenido días mucho más plácidos.

La enfermera era la que antes había venido a abroncarme en el pasillo. Aún parecía enfadada conmigo.

—Me han contado que antes se levantó de la cama —dijo Badoux, obviando el ridículo episodio que seguramente le había contado la enfermera—. No vuelva a hacerlo. Tiene todavía mucho que curar, señor Amandale.

—Yo… estaba… —dije.

—Su ropa sí. Está a salvo —me interrumpió—, ¿verdad, señora Amandale?

Miriam hizo un gesto afirmativo desde atrás. Me fijé en que llevaba una bolsa en las manos. Dan Mattieu, a su lado, miraba el techo con los brazos cruzados, impertérrito.

Badoux me hizo una serie de chequeos y preguntó cómo iba mi dolor. Había tenido suerte, mucha suerte de no fracturarme nada después de ese accidente. Pero el golpe en la cabeza era algo que había que vigilar de cerca. Me preguntó si veía doble, o si el sonido entraba distorsionado por mis oídos. ¿Oye voces? ¿Voces que le dicen cosas? «Mátalos a todos, Bert, no dejes uno con vida». Finalmente recomendó seguir con una dosis baja de Nolotil. Supongo que ya era vox populi lo de mi adicción química.

—Y alégrese: puede que le demos el alta el mismo lunes.

Badoux y la enfermera salieron, y nos quedamos Miriam, Dan Mattieu y yo.

—¿Habéis encontrado ya mi ropa? —dije.

—Sí —respondió Miriam. Se acercó y me entregó la bolsa de plástico.

Antes siquiera de hurgar, miré a Dan Mattieu y vi que miraba hacia una ventana, con los brazos cruzados. Disimulaba, pensé, pero se moría por saber lo que buscaba. «¿Verdad, Mattieu? ¿Verdad que quieres saber dónde está, sucio traidor?».

Aunque no dije nada.

Saqué la ropa. Habían cortado los pantalones a tijera y tenían manchas de tierra, sangre y algún que otro agujero. Fui directamente al pequeño bolsillo.

—¡No está!

—¿El qué?

—¿Quién más ha tenido acceso a esta ropa? ¡Mattieu!

El médico me miró en silencio. Supongo que Miriam ya le había puesto al día de mis sospechas. Sabía perfectamente lo que opinaba de él.

—Bert, controla ese tono —dijo Miriam—. Estás hablando con nuestro amigo.

—¿Qué está buscando exactamente, señor Amandale?

—Un pequeño dispositivo USB de color negro. Lo metí en este bolsillo… ¿o lo dejé en el ordenador? ¿Han encontrado el ordenador que iba en la guantera del coche?

—Nadie ha tocado su ropa —dijo Dan Mattieu—. Estaba en un depósito de la planta de Urgencias. Pero quizá lo que busca se cayó durante la intervención. O antes. ¿No tenía ninguna copia?

Me reí. Supongo que fue una risa demencial, porque Miriam y Dan Mattieu no hicieron ni un amago de sonreír.

—¡Una copia! Usted sí que sabe hacer bromas. Bueno, pero debe de estar en alguna parte, por el hospital. Miriam, por favor, tenemos que encontrarlo.

—Claro, Bert —dijo ella—. Daré el aviso.

—Y si no, hay que hablar con la policía. ¿Dónde está mi coche? Tiene que estar en el coche, o en la zona del accidente. Alguien ha debido de recogerlo. Ve a la comisaría.

—Bien. Bien. Lo haremos, Bert. Si estaba allí, lo encontraremos y te lo devolveremos. Pero, escucha, Dan está aquí para contarte algo. Algo importante. ¿Puedes prestarle atención un momento?

Dan Mattieu se acercó a mí. Llevaba unos papeles en la mano y un bolígrafo en la otra. Me miró con un gesto severo.

—¿Podemos hablar como adultos, señor Amandale?

—Supongo que sí.

—Le hablo como médico, y como amigo de su familia y los Van Ern también. Ellos quieren terminar con esto. Están sufriendo mucho. Y su familia también, Bert.

—Lo siento mucho por todos.

—No debe usted avergonzarse —dijo Mattieu, aunque yo en realidad no había dicho eso—. ¿Se avergüenza cuando tiene una gripe? No, porque es una enfermedad. Esto es lo mismo, señor Amandale. Una crisis que usted solo es incapaz de superar, y por ello necesita ayuda. Además, dado el carácter de sus ideas, Eric quiere invitarle a que pase unos días en su clínica. Está seguro de que después de unos días allí se diluirán sus teorías.

—Eso cree.

—Es un tratamiento de casi veinticinco mil euros y Eric se lo ofrece gratuitamente. ¡Ya lo querría para mí! Vacaciones, acupuntura, paseos a caballo, masajes… Parece que los desayunos son interminables —dijo Mattieu riendo—, piénselo. Además, es la condición que Vincent ha puesto para no denunciarle. Y suficientes problemas tiene ya.

—¿A qué juega, Mattieu? O, mejor dicho, ¿con qué equipo juega usted?

—Bert —dijo Miriam.

—Tranquila —repuso Dan Mattieu sin perder la sonrisa. Así eran los Beverly Hills: nunca perdían la sonrisa—. Juego a favor de usted, de nosotros, de nuestra pequeña comunidad, Bert. Aquí estamos para ayudarnos entre todos. Y estoy seguro de que usted ahora no es capaz de ver las ventajas, pero lo verá.

Sonó un teléfono móvil y vi a Miriam salir un instante de la habitación. Dan Mattieu se volvió para verla salir. Después, cuando ella estuvo fuera, el doctor se apoyó en el colchón, de hecho se sentó muy cerca de mi cintura. Pasó ambos brazos por los lados de mi cara y acomodó la almohada con fuerza, haciendo que mi cabeza se agitara.

—Así está mejor, grandullón.

De pronto había perdido la sonrisa. De pronto solo había dientes grandes y apretados en su boca. Y sus ojos verdes me miraban de una forma salvaje, casi inhumana.

—Escuche, Bert. De hombre a hombre, le conviene hacerlo. Créame. Diga que sí y todo el mundo descansará más tranquilo. Incluidas su mujer y su hija.

Le miré fijamente.

—¿Qué quieres decir, Dan? ¿Es una amenaza?

Él sonrió. Sus ojos hervían en un fuego negro. Podría haberme estrangulado en ese instante sin despeinarse el flequillo.

—¿Por qué ve amenazas en todas partes, Bert? Es un consejo de amigo. De todos los amigos que tiene aquí. Buenos amigos. Imagínese por un instante que V.J. lo denunciara. Posiblemente terminaría en la cárcel, o expatriado. ¿Quién cuidaría entonces de su mujer y su hija?

Miriam entró de nuevo y Dan se levantó sin dejar de mirarme ni de sonreír.

—Espero que tome una sabia decisión, Bert —dijo colocando unos papeles con el membrete Van Ern sobre la mesilla—. Buenas noches.