II

1

Estaba oscureciendo cuando llegué a casa esa noche. La lluvia había parado pero el cielo todavía estaba envuelto en nubes. Como mi cabeza. Envuelta en una pequeña tormenta. Ensombrecida por una duda. Todavía era pequeña, insignificante e irreal, pero había brotado en alguna parte.

Según llegué a casa vi que había un coche aparcado frente a la puerta, un Volkswagen Beetle que bloqueaba el paso. Murmuré alguna maldición y le solté un par de ráfagas de luz. Dentro del coche un par de siluetas se separaron repentinamente. El coche arrancó y avanzó unos metros para dejarme paso, y en ese mismo instante se abrió una puerta y apareció Britney riéndose.

—¡Papá!

El Beetle apagó las luces y por la otra puerta apareció aquel muchacho: Elron van Ern, vestido con una chaqueta de lino, muy de cita romántica. Saludó con la mano y yo, en un arranque bastante torpe, devolví el saludo y aceleré para meter mi Spider en casa. Era una mezcla de sensaciones: no quería molestar, pero tampoco quería que me lo presentara. Esa noche solo tenía ganas de olvidarme de todo.

Pero los muchachos entraron en el jardín y me siguieron hasta el garaje. Supongo que Britney le dijo a Elron que ya había llegado la hora de conocer a «papá». Se acercaron a la puerta del garaje mientras yo sacaba el ordenador de Chucks y lo colocaba en el suelo con cuidado.

—Papá, quiero presentarte a Elron.

El chico se aproximó sonriente. Solo lo había visto de lejos aquella mañana en el mercado de Saint-Rémy, pero, de cerca, me percaté de que era bastante guapo y alto. Un jabato que apuntaba maneras de macho alfa. No me extrañaba que Britney se hubiera colado por él.

—Elron —dijo Elron van Ern estrechándome la mano con igual furia que su progenitor—. Un placer, señor. Siento mucho lo de su amigo Chucks. Y le envío un saludo de mis padres, que lo sienten mucho también.

«Vaya, hasta es educado —pensé—. Además de sacarme por lo menos cinco centímetros, como su padre».

—Muchas gracias, Elron. El placer es mío.

Se hizo un pequeño silencio. Yo tenía la intención de utilizarlo para largarme, pero Elron parecía tener ganas de charlar aquella noche.

—Mi madre es un gran fan suya, aunque yo no he leído nada de usted. A mí no me gusta el género del terror, pero creo que haré una excepción con sus libros. Britney me ha dicho que son buenísimos.

Noté un rubor subiéndome por las mejillas.

—¿Eso te ha dicho? —pregunté sonriendo, mientras el fuego de Smaug subía por mi garganta—. Es que mi hija es mi mejor fan.

Britney se rio y se ruborizó un poquito. Noté que se debatía entre comportarse como la niña de papá o la chica de Elron.

—Pues espero que te guste —le dije, tratando de disimular mi ataque de celos paternal—. Ya me contarás.

—Sí. Antes de la fiesta lo habré leído —respondió Elron—, y así lo comentamos.

—¿La fiesta?

—El sábado. ¿No se lo han dicho todavía? —dijo el chico sonriendo—. Es mi cumpleaños y organizo una barbacoa en casa. Britney va a tocar con su banda. Será su regalo de cumpleaños.

Y al decir aquello miró a Britney y Britney le devolvió una dulce mirada.

—Os lo iba a decir esta noche, papá.

Noté que se estaban tocando por los hombros y que les faltaba bastante poco para entrelazar los dedos. Me pregunté si ya se habrían besado, incluso me pregunté si aquel gandul al-que-no-le-gustaba-el-terror ya la habría visto desnuda o…

—No puede usted faltar —añadió el chico—. Ni Miriam.

—¿De verdad? —dije mirando a Britney—. No… lo sabía. Tenía pensado un viaje.

Sonó a disculpa barata pero era cierto. Había planeado coger el coche y plantarme en Cap-d’Ail ese mismo sábado. Buscar a la hermana de Daniel Someres y… encontrarla para empezar. Y después ya vería. Le preguntaría si sabía dónde había estado Daniel la noche del 21 de mayo y esperaba que me dijese: «Aquí en casa, jugando al Monopoly».

—¡No, papá! —exclamó mi hija—. No puedes perdértelo por nada del mundo.

—Bueno… —dije al fin—, déjame que lo piense, ¿vale?

Me despedí de ellos y los dejé regresar al coche. No quise volverme para evitar verles darse un beso. De pronto el estomago me había comenzado a arder.

El Renault Space de Miriam estaba aparcado en el garaje, pero no había rastro de ella ni en la cocina ni en el salón. Supuse que estaría en su despacho del ático mirando Internet o trabajando en alguno de sus proyectos. Dije «Hola» bien alto y no recibí contestación. Dejé el ordenador de Chucks aparcado junto al sofá y me fui directamente al cobertizo. Mierda, sabía desde el minuto uno lo que iba a hacer allí.

«Sabes que siempre puedes volver por aquí. Este es el bar de Rosie y sus putas alegres. Aquí siempre tendrás una casa».

Britney estaba con Elron, Miriam en el ático, pero de todas formas moví una segadora hasta que bloqueó la puerta. Después me dirigí a una de las estanterías y cogí un bote de barniz de madera que reposaba entre otros cuatro, perfectamente disimulado. Lo abrí y saqué una bolsita de plástico hermética del bote. Había varios blísteres de pastillas ahí dentro. Principalmente Anxicotines, pero también algunos Valiums y una caja caducada de Dormidina.

«Las fiestas aquí duran hasta la madrugada, baby».

Déjame que te cuente una historia. Hace dos millones de años, cuando los dinosaurios dominaban la Tierra, yo era un escritor poderoso. Un escritor libre, fresco como una lechuga. Por aquel entonces vivía en Londres y escribía en un sótano de la calle Archer. Una vieja habitación llena de maletas polvorientas, cajas y una mesa de ping-pong que nadie había vuelto a utilizar jamás. En invierno hacía un frío de pelotas, pero tenía un radiador de propano que me ponía a veinte centímetros de las piernas. Con eso y un poco de música, conseguía producir tres mil palabras diarias sin coger una gripe. Mis cinco primeras novelas habían salido de aquel lugar.

En aquellos tiempos escribía por la noche. Era lo que mejor me iba. Se encendía aquella lucecita en mi cabeza y bum, no paraba hasta las dos o las tres de la madrugada, con un paquete de cigarrillos por sesión, y casi siempre unas cuatro cervezas o cinco, acumuladas sobre todo al principio. Nada de porros ni cocaína ni trucos por el estilo. Con mis birras y mi tabaco me las apañaba perfectamente para mantener el cerebro en su sitio. Y ese era el secreto: mantenerlo en su sitio.

Mis libros se colocaban bastante bien, a razón de miles en el Reino Unido y Estados Unidos y algunos cuantos repartidos por el resto del mundo. Pero aquello era el mismo dinero que un hombre ganaba trabajando en una oficina. No nos daba para demasiados caprichos. El cambio llegó con Amanecer en Testamento y la invención del asesino en serie Bill Nooran. Aquello fue lo que se llama un «bombazo» en términos comerciales, y todavía no tengo ni idea de por qué gustaba tanto. En realidad, era una historia de héroes bastante ñoños con un asesino exageradamente sangriento, pero alguna tecla debí de tocar en el corazón del público porque vendí casi veinte millones de libros en todo el mundo. Y eso con unas condiciones de contrato bastante bien negociadas, que me daban casi un quince por ciento de cada libro. Vamos, que me hice millonario en un año y medio.

Fue bastante bonito, de veras. Me encanta hacer feliz a la gente y eso era lo que hacía. El público era feliz, mi editorial era feliz, mi agente era feliz, Miriam y Britney… Nos fuimos de gira por Estados Unidos y Canadá. Después Australia y Nueva Zelanda, donde estábamos de vacaciones cuando se anunció la compra de los derechos de cine sobre el libro. Una llamada muy seria con algunos ejecutivos de Hollywood que se habían remangado las camisas y «ya estaban trabajando» en la adaptación del guion y la selección de un director. Dulce, muy dulce. Regresamos a Londres un día de febrero de 2011 y después de casi tres meses gastando dinero, seguía siendo más rico aún que el día anterior. Recuerdo que esa noche cenamos unos pollos fritos y nos bebimos una botella de vino, y Mark Bernabe me llamó por teléfono para preguntarme qué tal todo. «Tengo una secuela perfecta —le dije—. Tengo la idea perfecta para un segundo libro».

Al día siguiente regresé a mi sótano. A mi viejo ordenador portátil que seguía criando polvo ahí abajo. Bajé con seis latas de cerveza de oferta que había comprado en el Tesco del barrio, un paquete de Dunhill y me puse a escribir. Pero entonces sucedió algo diferente. Escribía, sí, y tenía las ideas bien claras, pero algo había comenzado a pesarme. Como si cada frase que tecleaba en mi pantalla pasase inmediatamente a través de unos altavoces y fuera escuchada por millones de personas. Era la presión del éxito. La mejor de las suertes y la peor de las putadas. Escribía, borraba, escribía, borraba y mi cerebro se iba acelerando, atolondrando, recalentando.

Esa primera noche llegué a las dos mil palabras justas, pero realmente las borraría en el transcurso de los siguientes meses. Además, empezó a sucederme otra cosa más preocupante: no podía parar de pensar.

De pronto, después de una dura jornada de trabajo, no me quedaba satisfecho. Mi cabeza seguía dándole vueltas a todo. Pensaba y pensaba, los ojos no se me cerraban. Y empecé a no poder dormir.

Déjame que te cuente algo del insomnio: es solitario. Tu mujer duerme, tu hija también. Tus vecinos, tu ciudad entera. Y tú eres como un búho con los ojos abiertos. Escuchas los sonidos de la noche. Los ronquidos de alguien. Una motocicleta rugiendo en la autopista. La sirena de una ambulancia. Te levantas a beber agua y ves, por la ventana, otra luz encendida en la casa de enfrente. Te preguntas si será otro enfermo como tú o quizá sea una familia con un bebé. O un estudiante apurando las últimas horas antes del examen. Y lo peor es que sabes que es erróneo. Que no debería ser así. Que al día siguiente tendrás el cerebro frito y no podrás hacer nada bien. No tendrás ganas ni de vestirte, ni de sonreír, no verás el mundo con ningún optimismo porque la privación del sueño es una de las torturas más intensas a las que puedes someter al cerebro humano.

Así que empecé a tomar pastillas. Sí, ya lo sé. Ahora vendrá el enteradillo de turno a contarme lo mal que lo hice. Que debería haber buscado la causa, enfrentádome a mis problemas. Pero ¡si ya sabía cuáles eran! Me pesaba el éxito. Me pesaba como una carga sobre los hombros y estaba consiguiendo romperme la espalda. Así que empecé a tomar pastillas para poder resistir. Con ellas dormía. Apagaba mi mente. Lograba aplacar la furia de mis nervios. Al día siguiente tenía esa ligera resaca de calmantes, esa especie de cerebro de zombi, pero era mucho mejor que pasar una noche en blanco mirando al techo de la habitación.

Y así, con los meses, Rosie y sus putas alegres se convirtieron en mis mejores amigas, mis aliadas. Con ellas podía poner el punto y final cuando yo quisiera, y no cuando mi desbocado cerebro opinase. Además, en esos días, nuestra agenda comenzó a llenarse. ¿Conoces esa canción de Bessie Smith que dice «Nadie te conoce cuando estás hundido»? Pues lo contrario pasa cuando «estás arriba». De pronto todo el mundo quiere conocerte. Esto lo cuento para resumir por qué empecé a beber un poco más allá de los límites del buen gusto. La vida social se hace con alcohol (y coca en muchos de los casos) y nosotros teníamos la agenda llena de lunes a domingo. Con lo que empecé a acercarme al Elvis way of life, de cerrar los ojos con pastillas y alcohol y necesitar un buen subidón para poder abrirlos por la mañana. Y, mientras tanto, no sé muy bien cómo, terminé de escribir la segunda parte de las aventuras del sanguinario Bill y volví a romper la pana. Y para ese entonces era ya un completo adicto a todo.

Cogí un par de Anxicotines, preciosas perlas de color rosado, y devolví la bolsa al bote de barniz vacío. Después me senté frente al ordenador y coloqué las pastillas sobre el teclado. Entre las letras W y E… y entre la O y la P, formando una especie de rostro de ojos rosados en la que la barra espaciadora jugaba el papel de una boca inerte, seria, que me juzgaba. ¿O quizá se reía de mí?

«No puedes controlarlo, Bert. ¿Lo ves? Es más fuerte que tú. Le prometiste a Miriam que se acabaría. Le mentiste y te mentiste a ti mismo diciendo que solo habías vuelto temporalmente, por lo de Chucks, pero lo cierto es que toda tu cabeza está dando vueltas y vueltas. Y no sabes qué hacer para detenerla. Bueno, corrijo: sí sabes qué hacer. Lo sabes perfectamente».

Cogí la pastilla que reposaba entre la W y la E y me la acerqué a la boca. La toqué con la punta de la lengua. Su sabor dulzón se extendió hasta la parte baja de mi estómago. «Cómeme».

«No eres fuerte. No lo pretendas. Estás otra vez en ese carrusel. Lo de Chucks te ha roto el eje, muchacho. Vas cuesta abajo y sin frenos y es mejor que pares tu cabeza. Échate un cable a ti mismo».

Me vi a mí mismo fallando de esa manera tan estrepitosa. Esclavo de mi miedo y mi debilidad. Volví a sacar la lengua y lamí el borde de aquella maldita pastilla, como si fuera el veneno con el que pretendía decir adiós a todo. Tan asustado y tan humillado al mismo tiempo.

Alguien llamó a la puerta. La intentó abrir, pero se topó con la segadora.

—¿Papá?

Era Britney.

Aproveché para esconder a toda prisa las dos pastillas en el bolsillo de la camisa. Para secarme las lágrimas que me corrían generosamente por las mejillas. Después me levanté.

—¿Papá, estás bien?

—Espera, hija.

Aparté la segadora. Britney, mi preciosa damita, estaba al otro lado con un gesto de sorpresa y preocupación en el rostro.

—¿Estás bien?

Aspiré por la nariz, me limpié una lágrima que aún pendía de mi barbilla.

—Sí, preciosa.

—¿Puedo pasar? —preguntó entonces.

—Claro —dije.

Entró y tomó asiento en un baúl de mimbre que habíamos traído desde Londres. Iba vestida con unos pantalones negros y botines brillantes de tacón. Un jersey fino de rayas negras y amarillas, como una abejita. Me clavó sus ojos verdes y noté que me recorría de arriba a abajo.

—¿Vienes de la casa de Chucks? Vi el ordenador en el salón.

—Sí.

Tragó saliva. Era más dura que yo.

—Casi todas las noches sueño con él, ¿sabes? Es extraño. No le conocía mucho, pero le sentía como un buen amigo. Como un tío.

—A él le hubiera encantado oír eso.

Nos quedamos en silencio un instante.

—Hoy he estado copiando la música del ordenador de Chucks… —dije—, y encontré tus maquetas. ¿Fue Chucks quien te propuso grabar «Black Bird»?

—Sí —respondió Britney.

Me reí. Britney arqueó las cejas, interrogante.

—¿Por qué te ríes?

—La historia —empecé a contar— es que una noche, hace mil años, decidimos que tenías que tener una canción. Estábamos Chucks, Linda, mamá y yo en una playa de Cádiz. Chucks tocó «Black Bird» y nosotros te la cantamos. Y después, durante meses, incluso después de que nacieras, yo te cantaba esa canción por la noche. Me había olvidado, pero Chucks no.

Esta vez ninguno de los dos pudo reprimir las lágrimas.

—Linda fue su gran amor, ¿no? —preguntó Britney de pronto—. Me contó algo. No mucho. Me dijo que a mamá no le gustaría que yo lo supiera.

—¿Que supieras qué?

—Que siempre lo culpó a él del accidente. Me contó que iba un poco borracho y demasiado rápido. Pero que fue el otro coche el que tuvo la culpa de que perdiera el control. ¿Tú piensas lo mismo?

Un día tu niña tiene doce años y le muestras las constelaciones del cielo. Al otro tiene dieciséis y estás hablando de uno de los episodios más duros de tu vida.

—Nunca se sabrá —respondí—. Pero, de todas formas, a mamá nunca le gustó Chucks como novio de Linda. Le parecía un tío problemático y Linda era su mejor amiga. De hecho, una vez Chucks me confió que Miriam había intentado convencer a Linda de que lo dejaran… pero estaban demasiado enamorados… —Me reí—. Así es tu madre. Un poco manipuladora.

Britney se rio también.

—¿Y qué te parece Elron? —preguntó entonces.

—¿Elron? —carraspeé, y no pude evitar ponerme un poco rojo—. Me fío de tu gusto, Britney.

—¿Te ha molestado que te diga que no le gustan las novelas de terror?

—¡Qué va! —exclamé, quizás un poco demasiado alto—, es sincero. Prefiero eso a un peloteo descarado.

—Es un chico muy especial, papá. Es diferente a los demás. Tan arraigado a su familia, pero al mismo tiempo tiene sus propios sueños e ideas… Quiere cambiar el mundo con sus investigaciones.

—¿Qué es lo que quiere hacer? —le pregunté por disimular.

—Quiere ser psiquiatra, como su padre. Es la profesión de su familia desde hace muchos años. Pero nunca había oído a alguien hablar con tanta pasión sobre ser psiquiatra.

—Vaya, me alegro. En la vida es importante tener pasiones.

—Es que me recuerda a ti —continuó diciendo—. A lo que me cuentas de cuando eras joven. Que te fuiste de Irlanda a Londres. Que perseguiste tus sueños. Él también se quiere ir a Nueva York a estudiar. Y yo me quiero ir con él.

—Nueva York. Vaya, suena bien.

«Y lejos».

—¿De verdad, papá?

—Tendrás que terminar el instituto primero. Y después… En fin… solo acabáis de empezar, Brit. Daos un tiempo y…

No me dejó terminar. Se levantó y me rodeó el cuello con las manos. Se sentó en mi pierna y me dio un beso en la mejilla.

—¡Gracias! Pero ¿tú crees que mamá accederá?

—Bueno, yo… En fin, supongo que la convenceremos, hija.

—¡Gracias, gracias, gracias! Quizá no sea buena idea lo de la fiesta. Si quieres no vengas, papá. Ya sé que las fiestas no te gustan demasiado.

—¿Que no me gustan las fiestas? No me gustan los «eventos sociales». Además, me muero por verte tocar.

—¿Seguro, papá?

—Seguro, preciosa.

Me volvió a besar y de pronto sentí que Rosie y sus putas se iban a volver a la caja de pintura por esa noche.

2

Salió un día espléndido para la barbacoa de Elron van Ern. La noche anterior había llovido un poco, pero para las doce del mediodía del día siguiente, el sol relucía en lo alto y la hierba se había secado por completo. Miriam se pasó la mañana preparando un postre de frutas en una gran ponchera. Yo fui al pueblo a comprar unas buenas cervezas belgas y dos botellas de vino. Y Britney tuvo una auténtica crisis frente al espejo. Cuando regresé de Saint-Rémy y subí a mi habitación a cambiarme, pasé por su cuarto y la escuché maldecir. Me acerqué a la puerta y llamé un par de veces.

—NO SE PUEDE —respondió Britney.

—¿Va todo bien?

—¡No!

La puerta se entreabrió y descubrí aquella especie de batalla de Britney contra su propia ropa. Mi hija estaba en bragas, probándose el décimo o undécimo top de su armario, rodeada de pantalones, camisas y faldas, desperdigadas por el suelo como víctimas colaterales de su indecisión adolescente.

—¡Papá, que estoy desnuda! —dijo, al mismo tiempo que corría hacia la puerta y la empujaba con fuerza.

—¡Perdón! —dije, apartándome justo a tiempo de no ver destrozada mi nariz—. Mamá dice que se hace tarde.

Escuché a Britney refunfuñar y gritar otro par de veces. Después bajé a la cocina y me encontré con Miriam, que estaba terminando de poner una gran tapa de papel de aluminio sobre la ponchera.

—¿Qué le pasa? Creía que estaba encantada con su ropa.

—Le pasa Elron —dijo Miriam—. Bueno, subiré a ayudarla.

Al cabo de diez minutos yo había terminado de fregar en la cocina y estaba sentado en el salón, tocando mi Gretsch, cuando vi a Britney bajar las escaleras en unos vaqueros y con un precioso top negro. Miriam le había recogido el pelo en una coleta y la había maquillado sutilmente. Además, le había prestado unos pendientes de plata que yo le había regalado por su pasado cumpleaños.

Miriam, satisfecha, sonreía a sus espaldas con los brazos en jarras.

—Queda bien para tocar, ¿verdad, papá? —dijo Britney dándose una vuelta ante el espejo de la entrada.

Yo estaba patitieso.

Los Todd llegaron sobre las once en la furgoneta de su padre, una GMC color cereza cargada hasta los topes con todo el equipo de sonido, la batería y los amplis que guardaban en el garaje.

Le pregunté a papá Todd (Herman) si le importaba que fuéramos un poco más tarde. Era la segunda vez que hacía de chófer para Mongrel State (ese era el nombre de la banda) y me sentí un poco culpable. Pero el hombre parecía encantado de soltarse la melena con la banda de sus polluelos. Ese día se había puesto una camiseta de la E Street Band.

—¡No importa! ¡Iremos montando el espectáculo! ¡Lleguen cuando puedan, pero lleguen!

Los dos hermanos Todd, con su cuidada estética entre grunge y hipster, me sonrieron desde el asiento de atrás y me hicieron el gesto internacional de «coge tu ola»; después, con Britney y su bajo a bordo arrancaron y Herman subió el volumen de la música: un disco de Weezer a todo trapo.

Miriam y yo tuvimos una pequeña discusión porque yo no quería llevar aquella peligrosa ponchera en mi Spider, pero ella tampoco quería llegar en el Scenic. «Vayamos en el descapotable». Bueno, al fin cedí y salimos con la capota bajada y la ponchera bien sujeta entre las piernas de Miriam.

Para llegar a la maison de los Van Ern había que tomar la R-81 (la que iba hacia el Abeto Rojo) y desviarse a la derecha cuatro kilómetros después del Raquet Club. Después se recorría un estrecho camino rural a través de lavandas, se atravesaba un bosque y se ascendía una suave colina sobre la que se alzaba la casa de los Van Ern.

No pude evitar ir componiéndome un pequeño mapa mental mientras conducía, tratando de situar la clínica y el campo de canola amarilla. Si mis cálculos eran correctos, la casa de los Van Ern estaría a unos tres o cuatro kilómetros de la clínica, «detrás» (o al sur para ser precisos) del gran edificio blanco y los adyacentes que conformaban el centro de rehabilitación. En suma, a unos cinco o seis kilómetros de la curva donde Chucks había atropellado a…

«Basta».

Terminamos de ascender la colina y nos encontramos una docena de coches aparcados a los lados, invadiendo el césped. Me imaginé que era el aparcamiento de invitados, así que me aproximé al último hueco y aparqué el Spider entre dos árboles.

Miriam se comunicó con Edilia van Ern por WhatsApp mientras yo descargaba aquella ponchera con el postre de frutas. No sabía que se hubieran intercambiado los teléfonos, pero después recordé que Miriam me había mencionado el cursillo de pilates y yoga al que se había apuntado con Edilia y la Grubitz.

Para cuando hube cerrado la puerta trasera y conseguido no derramar ni una gota de aquel dulce almíbar, Edilia y su pequeña hija se aproximaban sonriendo desde la entrada de la casa. Se alcanzaron a medio camino y se repartieron besos. Yo, con aquel maldito postre en las manos, dije «hola» también. Mientras tanto, la pequeña Elvira me miraba en silencio, con esa forma de mirar que te hacía dudar si te habías subido la bragueta del pantalón, o si te habrías puesto zapatos de diferente color.

—Bert —dijo Edilia acercándose y dándome un simple pero largo beso en la mejilla—. Siento muchísimo lo de tu amigo. ¿Cómo te encuentras?

—Mejor, gracias.

—Vamos a intentar que te distraigas hoy.

Nos guiaron al interior de la casa, a través de un muro recubierto de hiedra. El camino continuaba cuesta arriba un poco más, a través de árboles y una preciosa fila de esculturas renacentistas que no pasaron desapercibidas para Miriam.

—La casa fue construida por un Rothschild a principios de siglo —explicó Edilia—, pero después fue principalmente habitada por Jim Walton.

—¿Jim Walton el compositor? —pregunté.

—Sí. Vivió aquí durante casi la mitad de su vida, hasta 1960. El jardín fue obra suya. Y nosotros, para ser sinceros, ni nos hemos atrevido a tocarlo.

La casa apareció frente a nosotros, rodeada de un césped perfecto. Era una casona de tres plantas, con una gran terraza en el primer nivel donde se veían varias sombrillas y hamacas, y grandes puertas de cristal abiertas a lo que probablemente era un salón. Olía a carne a la brasa y carbón y se escuchaba un murmullo de conversaciones al otro lado del edificio.

Allí habría una treintena de personas, repartidas en diferentes puntos de un precioso jardín. Una gran piscina presidía la parte trasera, con un tieso trampolín en la cabeza y hamacas repartidas a su alrededor. Una carpa, donde se reunía la mayor parte de la gente. Todo a rayas verdes y blancas: la carpa, las sombrillas y los cojines de las hamacas. Un par de cocineros se afanaba en la parrilla, despachando hamburguesas, salchichas y brochetas vegetales. Otra mesa estaba repleta de botellas de champán en cubetas de hielo y me fijé en que había un tipo sirviendo martinis. Al otro lado de la piscina, vi a Herman Todd terminando de preparar la batería de su hijo y a Britney y un grupo de adolescentes charlando junto a un ampli. Elron también estaba allí, vestido de chaqueta y fumando un cigarrillo.

Miriam fue directamente a por Elron a darle nuestro regalo: una edición de En el camino de Jack Kerouak que incluía un pequeño diario de viaje. El chico le dio tres besos a Miriam y se acercó a mí con los brazos abiertos. Traté de evitar el abrazo extendiendo la mano, pero el muchacho se cerró sobre mí y me dio un par de fuertes palmadas en los omoplatos. «Joder —pensé—, sí que es efusivo».

Después, Edilia cogió a Miriam del brazo y le dijo que le «presentaría a todo el mundo».

—¿Vienes, Bert?

—Creo que me quedaré ayudando por aquí —dije apuntando a los amplis y cables que yacían desordenados por el suelo—. Voy en un rato.

Lo cierto es que determinado tipo de vida social me satura, me ha saturado siempre y la soporto lo justo para no convertirme en un psicópata. Esta es una de las cosas que Miriam no aguanta de mí: en todas esas fiestas elegantes donde ella se mueve como pez en el agua yo termino convirtiéndome en el «invitado ausente», el que sale al balcón a fumar, o el que termina charlando con el camarero sobre carreras de perros.

No sé en qué momento decidí convertirme en el invitado ausente ese día. Supongo que después de las dos primeras horas de rigor. Tras ayudar a Herman y los chicos con sus amplis, fui a por mi primer martini y me vi rodeado de presentaciones, sonrisas y preguntas. «Este es Bert Amandale, el escritor de misterio». Dos martinis y algunos cigarrillos más tarde el sol se había elevado en el cielo y me hubiera dado un remojón en la piscina. Estaba charlando con la señora Mattieu sobre la proyección de Amanecer en Testamento que planeaba para finales de mayo. «¿Cree que podría traer a alguien de la producción?», me preguntó con los mofletes coloreados (creo que la señora Mattieu también era de las que le dan al frasco). Y yo le dije que lo intentaría, por no decirle que las amistades de un escritor en Hollywood duran lo mismo que el fuego de una cerilla. Volví a la barra, el tipo de la librea blanca ya me conocía. Lanzó dos hielos y una peladura de naranja al vaso. Y después lo llenó de martini, pero esta vez sin remilgos. Un buen camarero sabe reconocer a un tipo sediento en cuanto lo ve. Casi por accidente terminé hablando con otro pequeño grupo de personas. Eran todos amigos de los Van Ern, gente de buena clase que hablaba de sus casas en Niza, sus cruceros a velero por el Pacífico y sus amigos en Creta o Knossos, adonde irían muy pronto. Un hombre con gafas de pasta, que me recordaba al mecenas de los atracos a casinos de Ocean’s Eleven, me contó que solía pasar medio año en Ischia, una isla junto a la Costa Amalfitana, y allí tenía unos amigos que vivían en la antigua propiedad de Truman Capote. «Ustedes los escritores pueden elegirlo todo. Su tiempo, su lugar, sus libros. Le envidio. Me gustaría tener un trabajo como el suyo». Cuando le pregunté por su trabajo, me dijo que se dedicaba «a la inversión» y después cambió de tema rápidamente.

Después de ese rato había tenido suficiente ración de «Bert Amandale en sociedad» para llenar cuatro fiestas. Además, no había parado de beber al mismo tiempo que me olvidaba de comer lo suficiente. El sol pegaba con fuerza y comencé a estar un poco borracho y sentir el instinto de aventurarme en otras partes de aquel lugar. Porque, en realidad, ¿quién me necesitaba? Britney, Elron y otro grupo de estupendos muchachos y muchachas disfrutaban sentados en los grandes asientos acolchados que había junto a la piscina. El concierto, según había oído decir, sería a media tarde. Miriam a lo suyo, deslumbrando a su público y hablando de artistas, de Londres y cursos de cerámica y cocina gourmet. Y, mientras tanto, yo había caído en las garras de un tipo bajito que trabajaba para la OMS en Lyon y me contaba lo importante que era la vacunación contra la gripe. Así que recurrí a la vieja y nunca suficientemente ponderada excusa de ir al servicio. Me acerqué a la barbacoa y pregunté a uno de los cocineros por los lavabos. «Siga las señales», dijo en francés, y me señaló un cartelito pegado junto a las escaleras de la terraza que decía TOILET.

El interior de la casa estaba sumido en una fresca penumbra. Los ventanales del salón abiertos de par en par, dejando entrar la radiante luz del mediodía, y dentro, los muebles y las paredes descansando en la sombra. Un piano presidía la esquina noroeste de la pieza. Me imaginé a Jim Walton componiendo sobre él durante largas tardes de verano, mirando aquel paisaje de bosques y colinas que se extendía, como en un sueño, frente a la casa.

Y fue precisamente al fijarme en las vistas cuando capté con la mirada un resquicio de otro edificio, a unos kilómetros de allí: un tejado que sobresalía entre las copas de los árboles.

Al noroeste, pensé. Y eso me devolvió al mapa mental que me había hecho al llegar. La clínica, claro. El campo de canola amarilla. La curva del muerto. Los guardas y su perro mastodóntico.

Me acerqué al piano con la disculpa de observarlo y me aposté allí, junto al teclado, mirando a través de las ventanas. Era un día radiante y el cielo era azul, moteado con un par de nubes que parecían briznas de algodón. A unos ochocientos metros de la casa, después de un césped perfectamente segado, comenzaba un bosque. Había una serie de edificios que me parecieron establos y una larga valla de madera que cercaba el terreno.

El bosque detrás de la valla debía de extenderse por otros ochocientos o mil metros. Un denso pinar que aparecía como una auténtica pared desde esa distancia. Y al otro lado estaba aquel edificio, del cual no podía ver mucho más que un trozo de tejado.

«Pero —pensé— quizá si subiera una planta o dos…».

Alguien apareció por el salón. Un tipo con una colorista camisa de cuadros que antes ya me habían presentado en algún momento. Le pregunté por el lavabo y me indicó que siguiera las señales. «Toilet —dijo sonriendo— significa lavabo en inglés».

Le di las gracias y caminé siguiendo los cartelitos de papel que decían TOILET hasta unas escaleras. El lavabo estaba a medio camino de estas, en un pequeño descansillo. Había un generoso despliegue pictórico en la pared que acompañaba la ascensión. Cuadros de diferentes estilos y tamaños. Retratos, bodegones y algún paisaje provenzal.

Me detuve junto a la puerta y observé uno de los cuadros, colgado en el descansillo de la entreplanta (a unos diez escalones del baño). Representaba una escena en la jungla. Nativos de piel oscura, alineados junto a la orilla de un río, saludando una barca que llegaba. Y en la barca, una especie de misionero vestido enteramente de blanco.

Todo aquello me hizo pensar en las cosas que había encontrado en el ordenador de Chucks, unos días antes.

—¿Va a entrar?

Me volví y vi que se trataba de uno de los amigos adolescentes de Elron.

—Sí, sí… perdón.

Entré y cerré la puerta detrás de mí. No tenía muchas ganas de mear, pero hice un esfuerzo y los martinis resonaron como música celestial. Después me lavé las manos y salí de allí, dejando sitio al chico. El muchacho entró detrás de mí y yo, en vez de regresar al salón, tomé las escaleras y comencé a subirlas. ¿Por qué? Podría decir que estaba borracho, pero en realidad era otra cosa. Una intuición negra. Un temblor en la base del estómago.

Subí con cuidado, haciéndome el disimulado, hasta la entreplanta. En realidad, podría decir que estaba mirando los cuadros. ¿Y qué demonios? Cuando alguien te invita a su casa tienes derecho a husmear un poco, ¿no? Llegué al descansillo y observé el cuadro con más atención. Además descubrí, junto a ese cuadro de corte africano, algunas máscaras con expresiones de temor, de risa o de amenaza. Miré hacia arriba. La escalera daba paso a un pequeño vestíbulo desde el cual partía un pasillo. Se veía algo de luz natural a la izquierda y pensé que quizás habría una ventana desde la que intentar observar la clínica con mejor perspectiva.

«Adelante», me dije.

Encontré un salón al final de ese pasillo. Una amplia estancia que ocupaba la esquina noroeste de la casa. Las paredes estaban cubiertas de anaqueles y más lienzos en los que no me fijé en un principio. La luz de la ventana y el grado alcohólico de mi sangre me cegaron. Fui directamente a la ventana. La fiesta tenía lugar en el lado opuesto de la casa, por lo que no debía preocuparme de ser descubierto en mi pequeña indiscreción.

«¿Por qué estás haciendo esto, Bert?».

Al fin podía ver casi al completo la última planta de la clínica. «Ahí esta», pensé. Las ventanas, pequeñas, permitían imaginar celdas casi monacales. Y desde esa altura podía avistar parte del campo de flores amarillas.

Entonces detecté otro edificio más pequeño, un poco separado del principal a través del bosque. Un edificio que quedaba oculto, al menos desde la carretera, pero bien visible desde la casa. La fachada era completamente blanca. Y cuando digo que era completamente blanca, me refiero a que las ventanas también lo eran. Estaban tapiadas y pintadas en blanco. Pero lo que realmente me heló la sangre fue percatarme de su forma, con tejados en punta y ventanas alargadas. Como si fuera una pequeña iglesia. O una…

«Joder… Una ermita».

Una algarabía de voces en la planta baja me sacó de aquel momento de excitación. Pensé que ya llevaba demasiado rato jugando a los espías y decidí bajar a reunirme con los demás antes de que alguien me encontrara allí arriba.

Entonces, según me di la vuelta para salir de allí, observé un gran cuadro colgado en la pared sureste.

Y tuve que tragarme un grito.

Es difícil explicar lo que había allí, pero puedo empezar diciendo que me recordó inmediatamente a Francis Bacon y sus terroríficos estudios sobre el grito. En concreto uno: la interpretación del clásico de Velázquez El papa Inocencio X que habíamos visto en el Des Moines Art Center hacía unos años. Todo se debía a la postura del hombre que protagonizaba la pintura; sentado en una especie de silla eléctrica, con los brazos y las piernas sujetos a la madera y un gesto de auténtico terror en la cara. El terror era provocado por una cruz, que una mano sostenía ante sus ojos. La imagen representaba una especie de ritual de exorcismo.

Aquella mirada de ojos vacíos, aquella boca ridículamente abierta, como si aquel grito fuera a reventarle las mandíbulas, me revolvió el estómago. Joder, se me heló la sangre, ¿qué clase de degenerado tendría semejante cosa en el salón de su casa…?

Había otros cuadros por allí. Uno de ellos representaba una especie de danza a la luz de una hoguera. Hombres disfrazados de tigres y panteras y mujeres con los ojos blancos elevados hacia la luna. Era realmente estremecedor.

Entonces otro cuadro me llamó la atención desde la otra pared del salón. Este por motivos bien diferentes.

Se trataba del retrato de un hombre, y no dudé que debía de ser un antepasado de Eric van Ern, puesto que el parecido era incuestionable. Pero no era él, eso también estaba claro. Sus largas patillas, el corte de su barba y el traje blanco y el sombrero de ala ancha transportaban a otra época y otro lugar. Quizá solo cuarenta años atrás, pero lo suficiente. El hombre posaba rígidamente, con un bastón en las manos, y una mirada penetrante que te perseguía por la sala. A sus espaldas, con menor intensidad, se desplegaba un paisaje tropical, de palmeras y pequeños animales casi simbólicos a sus pies. Pero había otro elemento en el cuadro que inmediatamente llamaba la atención del espectador. Algo que casi se convertía en el centro del retrato al cabo de unos instantes. Algo que me hizo temblar y que diluyó mi pequeña borrachera de una vez por todas.

Una pequeña iglesia.

Elevada en una colina, a media distancia entre el hombre y el fondo de valles tropicales, y ligeramente oculta entre palmeras, era un edificio pequeño, de madera blanca y coronado por una cruz. Había gente a su alrededor. Hombres y mujeres de una raza indefinida pero oscura. Y todos ellos mostraban una sonrisa, que no lograba resultar natural, sino, de alguna manera, terrorífica.

—El abuelo —dijo una voz a mis espaldas. Y casi salgo de mis zapatos.

Me volví y vi a Edilia van Ern apoyada en el marco de la puerta, con una copa de prosecco en las manos, mirándome divertida, como un gato que acaba de arrinconar a su ratón preferido.

—¿Le he asustado?

—Un poco —dije tratando de recobrar el pulso.

—Lo siento. Aunque tiene suerte de que no haya llamado a Eric. Pensé que era usted un ladrón.

Me ruboricé un poco.

—Me perdí buscando el baño —dije.

Ella sonrió. Bebió en silencio y se despegó del vano de la puerta. Caminó en mi dirección envuelta en su vestido de color marfil, exuberante y felina, hasta ponerse muy cerca.

—Vamos, Bert, estaba curioseando. No pasa nada porque lo admita. No me esperaría menos de un escritor.

—En fin —carraspeé—, digamos que una vez perdido, no me ha importado echar un vistazo. Tienen una casa muy interesante.

—Claro —dijo ella, y se volvió dándome la espalda, que llevaba descubierta—. ¿Qué le parece nuestra colección de arte?

—¿Puedo ser sincero?

—Por favor.

—Una manera suave de describirla es «inquietante» —y al decirlo me volví hacia el cuadro del hombre que gritaba—, aunque si quiere una palabra más ajustada…

—No hace falta. Opino igual. Es siniestro. Pero, al parecer, es una verdadera obra de arte. ¿No le recuerda a Bacon? Era irlandés, como usted, y también vivió en Londres.

—Absolutamente. Un genio del terror.

—De todas maneras, son cosas del abuelo y Eric las conserva por razones emotivas. Él también creció en Surinam.

—¿Surinam?

—Es una antigua colonia holandesa entre las Guayanas. La familia de Eric procede de allí.

—Ah. Eso explica mucho.

—Y los cuadros. Las máscaras… Sí. La mayoría no es de mi gusto exactamente. Pero Eric es inamovible. Creo que en el fondo tiene cierta atracción por el dolor y el miedo. Supongo que tiene mucho que ver con su profesión. Se pasa el día mirando el interior del alma de las personas. Ya sabe.

—Pensaba que se dedicaba a la desintoxicación de lujo.

—Por supuesto, pero a su manera. Tiene un método muy concreto. Y efectivo.

—Espero que no sea como en el cuadro.

Edilia se rio. Estábamos casi hombro con hombro y esa mujer no parecía tener la intención de interrumpir el acercamiento. Yo busqué cualquier excusa para no quedarnos callados.

—¿Tienen muchos clientes?

—¿La clínica? En realidad, no admite demasiada gente. El máximo es diez personas, aunque raras veces llegamos a ocuparlo todo.

—¿Diez? El tratamiento debe de costar una fortuna.

—Digamos que se lo pueden permitir. La gente que nos visita es de la que aprieta un botón y arruina un país. —Se rio con frivolidad—. Aunque también está la fundación. Eric también «beca» a unos cuantos pacientes al año. Gente normal y corriente, pero con problemas de alcoholismo o drogadicción. La clínica admite unos cuantos al año, de manera totalmente gratuita.

—Vaya, eso es admirable.

—Pues sí. Una vieja condición que viene del abuelo Van Ern —dijo señalando el cuadro—. Fue pastor protestante en las colonias. Un hombre de fe.

—Ah, claro. Por eso aparece esa… ermita en el cuadro.

—¿Ermita? —repitió Edilia van Ern mirándome sin sonreír por primera vez—. Curiosa palabra. ¿De dónde la ha sacado?

—¿No es una ermita?

—Puede —dijo bebiendo y apurando la copa—; yo siempre la he llamado capilla.

—Cuestión de diccionario, supongo. ¿También es una capilla ese edificio blanco que hay en el bosque?

Por un instante vi resplandecer la sorpresa en los ojos de gata de Edilia. Después, casi como un acto reflejo, sonrió.

—Ese edificio tiene una historia terrible, ¿sabe? Fue una pequeña sinagoga que los Rothschild construyeron para la familia. Después, al final de la guerra, cuando los nazis invadieron esta parte de Francia para proteger Marsella, la descubrieron y la saquearon. Destruyeron las policromías y quemaron el interior, junto con unos cuantos judíos de Sainte Claire que habían logrado esconderse hasta entonces. Veinte personas concretamente. Y niños. Ahora la utilizamos como almacén.

—Vaya… su casa está ganando puntos para convertirse en un parque temático del miedo —dije riéndome. Pero Edilia no me siguió.

Nos quedamos en silencio, observados por aquella dura mirada del pastor Van Ern.

—Vámonos de aquí. El abuelo me pone nerviosa. Y, además —dijo tomándome por el brazo y palpando mi bíceps—, Eric y Miriam pensarán que estamos haciendo algo malo aquí arriba.

—¿Usted cree?

Edilia van Ern me miró fijamente y noté que alineaba su rostro y sus labios con los míos.

—Eric es muy celoso. ¿No cree que Miriam también podría tener celos?

—Ella confía en mí.

Edilia sonrió. Me soltó el brazo. Dio un paso atrás.

—Pues por esa misma razón no deberíamos tardar en volver. La imaginación es poderosa y usted debería saberlo, como escritor que es.

Mongrel State comenzó su concierto al cabo de un rato. Fue todo un alivio poder escapar de las conversaciones y dedicarme a escuchar al trío de Britney y los hermanos Todd. Además, Herman, que había desaparecido con su mujer durante un rato, volvió a la primera línea con unas latas de cerveza que había encontrado en un barril en alguna parte. Nos pusimos de pie, bajo un árbol, y escuchamos el concierto en silencio, bebiendo birra y haciendo algún que otro comentario entre canción y canción.

Delante de nosotros estaban Elron, sus amigos y algunos cuarentones animados, y un poco más allá, sola frente a su micro, estaba Britney, la estrella absoluta del momento. Rick Todd con su guitarra Firebird y Britney con su Fender Jazz Bass creaban estupendos telones de distorsión, respaldados por la eficaz batería de Chris. La voz de mi hija danzaba como una patinadora de hielo sobre aquellas marmóreas progresiones de acordes. Y la verdad es que eran un trío cojonudo.

Pero yo era incapaz de disfrutar del todo. La semilla de la duda había crecido dentro de mí como un tumor maligno que se expande groseramente. Un carrusel de diapositivas imparable.

Esa tarde, al regresar, Miriam me contó que Eric van Ern nos había invitado a un pequeño viaje a Ibiza, que incluía un paseo en velero.

—¿Un velero? Vamos, Miriam, si los acabamos de conocer.

Eran las ocho de la tarde. Britney, Elron y sus amigos se habían marchado a otra fiesta, así que íbamos Miriam y yo solos en el coche. Llevábamos la capota bajada, disfrutando del frescor y el aroma del aire del verano.

—Solo será un fin de semana, Bert. Lo aguantarás. Y deben de tener una villa alucinante en Ibiza… me lo dijo la Grubitz, a quienes, por cierto, nunca han invitado.

—Sí, pero… no sé. Meterse en un barco con esa gente. Ya sabes lo que pasa con los veleros. Todo parece muy idílico hasta que te hartas de la gente.

Tomé una curva quizá demasiado rápido y las ruedas del Spider chirriaron.

—¿Puedes ir más despacio?

—¡Perdón! —dije levantando el pie del acelerador.

—Parece que no te apetece nada. Les diré que no.

—No es eso, Miriam. Solo que me parece que quizá nos estamos acercando muy rápido a los Van Ern.

—¿Rápido?

—Pues… ¡sí! Un día ni les conocemos y de pronto nos invitan a su casa, a su velero.

—Joder, Bert. Es por Britney.

—Y ya sé que es por Britney, pero no sé… Imagínate que las cosas no fueran bien entre los dos chicos. Además, me parece que no los conocemos bien del todo.

—¿Qué quieres decir?

—Estuve viendo algunos cuadros que tienen en la primera planta. Algo absolutamente terrorífico. Un tipo atado en una silla, gritando de terror frente a una cruz. Joder, se me han puesto los pelos de punta. Y eso de vivir tan cerca de su clínica… no sé… Todo tiene un aire extraño en esa casa. ¿Sabías que procedían de Surinam?

—He oído que Eric creció en las colonias, pero no sabía cuáles.

—Coño, no sabía dónde estaba ese país hasta hoy. Pues ese cuadro era algo tipo Francis Bacon pero a lo bestia. Y tenían más. Cosas extrañas… no sé… Hay algo que no acaba de encajarme en ellos.

—Pues para no encajarte, bien que te llevas con Edilia. Hoy me ha parecido veros salir juntos de la casa.

Me reí.

—Estaba curioseando y ella apareció. No estarás celosa.

La miré. Estaba preciosa a la luz del atardecer. Llevaba gafas de sol, un pañuelo en la cabeza y los hombros al aire.

—¡Cuidado!

Reconozco que esta vez estuvimos cerca de salirnos de la calzada.

—¡Perdón!

—No estoy celosa —continuó diciendo Miriam—, pero noto cómo te pones en plan macho cuando hablas con ella, Bert Bogart.

—Vamos, Miriam —me reí—. Es un coqueteo tonto, sin más. Ya sabes lo que dicen las teorías…

Me refería a una cosa que había leído años atrás: que los hombres y las mujeres eran polígamos por naturaleza y que la sociedad lo censuraba para evitar conflictos y funcionar productivamente. Y, a cambio, nos había dado el coqueteo, el baile… para saciar las ansias de conquista. Aunque para muchos no era suficiente.

—No, no empieces otra vez con tus teorías. Son muy interesantes para un antropólogo, pero yo soy tu mujer.

Apareció un conejo de alguna parte y tuve que dar un frenazo, y eso acabó con la paciencia de Miriam.

—¡Y ve más despacio o algún día terminarás en la cuneta!

Intenté acercarme a Miriam aquella noche. La toqué por encima del camisón y le besé el cuello, pero ella se limitó a gruñir. Probablemente lo hubiera arreglado diciendo que aceptaba la idea del velero, que me encantaría ir con los Van Ern a Ibiza, y que podíamos volver a ser una pareja de esas que hacen el amor de vez en cuando. Pero no se lo dije. En vez de eso me puse a leer un libro con la idea de que me quedaría dormido en un rato, pero la que se quedó roque fue Miriam. Al cabo de una hora, yo seguía pasando página tras página pero sin leer realmente.

Me levanté con cuidado, me puse unas zapatillas y bajé las escaleras. Salí al jardín. Hacía una noche de estrellas con un pedacito de luna. Lola apareció por ahí, noctámbula, y me dediqué a acariciarla un rato.

Después me metí en mi cobertizo y me puse a hacer lo que había pensado hacer desde que vi aquellos extraños cuadros en la casa Van Ern.

Google ofreció muy pocos resultados aquella noche. Sabía por Chucks que los centros de desintoxicación no aparecen en Google ni tienen demasiada publicidad; esos números de teléfono se mueven en unos círculos muy pequeños. Mánagers, estrellas, gente millonaria… En cualquier caso, la clínica Van Ern tenía una simplísima existencia en la red. Una página con una fotografía (el plano de la casa y el campo de canola amarilla), un número de teléfono y un e-mail de contacto.

En cuanto al apellido Van Ern, no logré dar con nada muy relevante. Elron tenía una cuenta de Facebook perfectamente capada para los visitantes anónimos, aunque pude reconocer su rostro, encaramado en lo alto de un mástil en un velero, posiblemente en ese que había sido objeto de discordia entre Miriam y yo. Nada aparecía por Eric o Edilia, ni siquiera al juntarlo con Surinam o Guayana.

Entonces recordé las páginas web que había visto abiertas en el ordenador de Chucks. Concretamente la del hombre lleno de cicatrices y un lugar llamado el Hospital de la Jungla.

Tras un par de intentos fallidos, di con lo que buscaba. El nombre aparecía asociado a un montón de noticias del año 2001. Medios franceses principalmente, pero algunos internacionales también (como <www.CNN.com> o <www.BBC.com>) se hacían eco de la detención de un ciudadano francés de nombre David Renanve, apodado Padre Dave, Padre Terror o el Mengele de la Guayana. La asociación con Josef Mengele, el médico de Auschwitz, famoso por sus experimentos acientíficos y mortales con reclusos, hizo que se me encogiera el estómago.

Pues bien, el Padre Dave había entrado por la puerta grande en el salón de la fama de los criminales sádicos y monstruosos. Nacido como David Sennoran Jackson en un barrio obrero de Portland, Oregón, creció en el culto baptista y se convirtió en predicador de barrio a la edad récord de diecisiete años, al mismo tiempo que mostraba un gran interés autodidacta por la psiquiatría. En los años setenta fue detenido dos veces por practicarla sin licencia y se le acusó de inducir un suicidio en una mujer inestable por medio de terapias pseudocientíficas. Fue condenado a tres años de cárcel, momento en que su biografía se diluía. Ciertas fuentes afirmaban que fue víctima de abusos sexuales constantes en la prisión. Otras, que fue allí donde desarrolló sus instintos y su primera red criminal, siendo sospechoso de varios asesinatos de internos. A su salida, se cambió el nombre por el de Dave Renanve y aceptó un puesto de voluntario en la Soul Battalion for Mental Health de Dublin, Nevada, un grupo que, según el sitio web <www.KnowTheTruth.com> (lo sé, basura conspiranoica), estaba subvencionado secretamente por el renacido proyecto MK-Ultra para el control mental de la CIA. Junto con un grupo creciente de colaboradores y acólitos atraídos por su mística entre religiosa y psiquiátrica, «el Padre» comenzó a amasar una reputación de «sanador» de enfermedades mentales y adicciones (como demostraba un panfleto fotografiado en Las Vegas, con el que se buscaban voluntarios para un nuevo tratamiento «científico» contra el alcoholismo). Se dice que incluso recibió formación del célebre Ernest Reno, creador de métodos que unían la cirugía craneal y terapias electroconvulsivas en combinación con drogas psicotrópicas para la erradicación (o generación) de alucinaciones y comportamientos esquizofrénicos. Pero eso son todo teorías.

Todo menos que el Padre Dave fue acusado de la violación de una de sus pacientes en 1985 y eso volvió a destapar que realizaba una práctica ilegal de la medicina. De nuevo forzado a huir, junto con un grupo de seguidores, se trasladó a la Guayana Francesa, en Sudamérica. Allí, con fondos de origen desconocido (de nuevo, algunas fuentes apuntaban a la CIA, aunque otros hablan del tráfico de drogas y fármacos ilegales), compró una gran extensión de terreno y fundó el Hospital de la Jungla del Padre Dave. Un lugar para el reposo y la sanación mental que funcionó en completo aislamiento durante casi quince años, sin que ninguna autoridad médica pudiese desvelar sus actividades. En 1998, un hombre acudió a la comisaría central de Kourou afirmando que en ese Hospital de la Jungla Feliz se escondía en realidad un auténtico infierno. Algunos de sus pacientes más pobres, atraídos por la casi gratuidad del servicio (solo se les pedía, a cambio, que trabajasen en los campos de arroz y maíz que rodeaban el complejo), eran convertidos en cobayas humanas, sometidos a extraños experimentos. Este testigo superviviente contaba que fue encerrado en una pequeña habitación, con agujas clavadas en la cabeza que cada cinco minutos le daban un impulso eléctrico. «Me sentaron en el trono del placer, lo llamaban así, un lugar pequeño, como una capilla, que había lejos del complejo. Allí te inyectaban drogas y te mantenían en un estado de semiinconsciencia mientras proyectaban cosas en tu cabeza. Hacían salir personas de las paredes. Un gato te devoraba las piernas y había cabezas apiladas en una estantería. Pero eran todo sueños. O eso te decían mientras no parabas de gritar».

El gobierno regional, sacudido quizá por una orden de París, envió un equipo de investigadores que fueron asesinados a su llegada. Un batallón de la policía se presentó cinco horas después, pero por aquel entonces la mitad del complejo estaba en llamas y el Padre Dave y su equipo habían huido de allí.

Fueron detectados otra vez en Martinica, una semana más tarde, e incluso se llegó a detener al Padre durante un par de horas, pero sus seguidores o colaboradores asaltaron el hotel de Bellefontaine donde se encontraba retenido y mataron a tres policías e hirieron a otros dos. Y esa noche, según algunos testigos, el Padre Dave abandonó Martinica a bordo de un pesquero con destino desconocido. Diversos testigos aseguraron verle pasear por Buenos Aires, Río de Janeiro o incluso Madrid en los años posteriores, pero nadie logró encontrar el más mínimo rastro de él hasta la fecha. Según <www.KnowTheTruth.com>, el Padre Dave se instaló en Europa en algún momento entre 2001 y 2005. Se basan en el testimonio de un traficante de fármacos ilegales detenido en Ámsterdam a finales de 2008 que aseguró haber gestionado pedidos de drogas experimentales para él. Pero antes de que pudiera iniciarse una investigación, el traficante fue asesinado en la prisión. Alguien le atravesó el cuello con un trozo de cable afilado.

Otras páginas igual de fiables hablaban de su muerte e incineración en la isla del Pacífico en 2002. Un grupo de doce personas se suicidó y ardió entre los cimientos de un bungaló en Santa Clara, y se quiso relacionar este hecho con la secta del Padre Dave. Agentes de la policía francesa trasladados a la isla admitieron haber encontrado evidencias de que podían conectar al grupo de suicidas con algunos de los colaboradores del Padre Terror, pero en ningún caso se pudieron hacer análisis de ADN que confirmaran la identidad del criminal.

Los policías que entraron en el Hospital de la Jungla aquella mañana de 2001 encontraron veintiséis personas encerradas en habitaciones «del placer», sujetas a cables, con los cráneos medio descorchados y bajo el efecto de potentes drogas. De esos veintiséis supervivientes, nueve se suicidaron en los siguientes tres años. Otros ocho lo intentaron. El resto sigue internado en centros psiquiátricos, sufriendo trastornos esquizofrénicos, pesadillas y violentas alucinaciones sensoriales. Todos aseguran que el Padre sigue escondido dentro de sus cabezas, que puede entrar y salir cuando le place porque eso fue lo que les hizo: instalarles una puerta.

Una muchacha de dieciocho años que jamás ha vuelto a decir una palabra desde que fue rescatada hizo un dibujo de sus visiones. Un hombre de ojos grandes y vacíos, sonriendo con sus grandes dientes a punto de morder la pequeña cabeza de un niño.

Eran las cuatro de la mañana cuando terminé de leer todo aquello. La siguiente noticia de aquella página web era que Elvis acababa de diñarla a la edad de ochenta años en una cabaña de Heaton, Dakota del Norte, después de pasarse la vida cortando troncos y haciendo jarrones chinos.

Ese era mi único consuelo: pensar en que todo aquello era solo la creación de la mente fantástica de un periodista de tercera fila. Pero lo cierto es que la historia del Padre Dave era verdadera, al menos en lo referido a esa «clínica» de la jungla y su posterior huida.

La jungla, la jungla, la jungla. ¿No era todo demasiada casualidad? Haber encontrado esos cuadros en la casa de los Van Ern, las noticias sobre el Padre Dave… Traté de racionalizarlo todo, de volver atrás: ¿por qué había terminado leyendo acerca del Padre Dave? Porque Chucks lo había hecho antes que yo. Chucks había dedicado horas a rastrear a Daniel Someres porque él y solo él tenía la seguridad de que se trataba del tipo al que atropelló. Y entre todos aquellos artículos conspiranoicos había ido a dar con el Padre. Pero ¿cuál era la conexión de Someres con esta historia?

Cerré el ordenador y me encendí el último cigarrillo de mi paquete. Estaba estremecido, como si la temperatura hubiera bajado diez grados de repente.

Fui donde Rosie y sus putas a pedirles asilo mental.

Aquella noche no hubiera podido pegar ojo de otra manera.