V
1
—¿Bert?
Miriam estaba en medio del salón, con una gabardina de color marrón, observándome.
—¡Miriam! ¡Britney!
—Bert, ¿estás bien?
Yo la miré en silencio, incapaz de articular palabra. El corazón todavía me iba a cien por hora y, a todos los efectos, seguía en aquella iglesia, con aquella corona de puntas en la cabeza.
—Bert, te he preguntado si estás bien. ¿Me oyes?
—¿Qué? —terminé diciendo. Me moví y sentí que algo muy pesado se me resbalaba sobre la tripa. Era mi guitarra Gretsch. Me había dormido con ella encima. Se cayó al suelo con gran estrépito, ya que el amplificador todavía estaba encendido.
—¡Dios!
Miriam corrió a recoger la guitarra, o eso pensé. En realidad se había lanzado a enderezar la botella de Tullamore que también se había caído y se derramaba sobre la alfombra de motivos persas que habíamos comprado en una tienda árabe de Milán.
—¡La alfombra! Pero ¿qué demonios te pasa?
—No lo sé… creo que he tenido una pesadilla. Dios…
—Es una alfombra de tres mil euros, Bert. Y tendremos que mover todo el salón para llevarla al tinte.
—¿Dónde está Britney?
—¿Y a qué viene eso ahora?
—¿No sabes dónde está?
—Ha salido. Me dijo que iría a una fiesta de cumpleaños de una amiga.
Apoyé la Gretsch en el sofá. Dentro del pecho, mi corazón tocaba la Marcha Radetzky. Las imágenes de ese sueño tan terrible aún me dolían en la recámara de los ojos. Estaba desorientado, como si sufriera una resaca monumental, pero en realidad solo había dado dos tragos cortos a la botella. ¿Qué me ocurría?
Miriam se había quitado la gabardina y había ido a la cocina a por un trapo. Yo me levanté, todavía un poco aturdido, y fui a coger mi teléfono móvil, que estaba en el interior de mi chaqueta. Eran las doce y media de la noche… ¡de un lunes!
Volví a ver ese coche, ese Beetle con las ventanillas empañadas de sangre. Busqué en la agenda y apreté el botón de llamada. Tras unos segundos escuché su voz.
«Hola, soy Brit. Intenta ser original después del pip».
Colgué sin dejar mensaje. Miriam acababa de volver de la cocina y estaba limpiando la mancha de whisky.
—¿Sabes quién era esa amiga? ¿Te dejó algún teléfono?
—¿Se puede saber qué te pasa?
—Tengo un mal pálpito sobre Britney, Miriam. Un horrible pálpito. Creo que le ha pasado algo. O que está a punto de pasarle.
Noté una expresión de temor formándose en su rostro. Dejó de limpiar. Se puso en pie.
—¿De qué hablas?
Notaba mi corazón tan rápido que empecé a asustarme. De pronto sentía que podía sufrir un ataque al corazón allí mismo. Respiré. Una, dos, tres veces.
—He tenido… un sueño terrible. Como una premonición. Chucks me decía que cuidase de Brit… y la he visto… le estaban haciendo algo.
—Joder, Bert —dijo Miriam elevando la voz—. ¿De qué coño hablas?
Había conseguido asustarla.
—Solo era un sueño, Miriam —dije con la voz temblorosa—, pero era jodidamente fuerte. La… violaban o algo parecido.
Miriam era la parte calculadora de la pareja. La parte cerebral, analítica, la que no se dejaba llevar por las emociones ni los impulsos. Pero cuando se trataba de su hija, era como tocarle una tecla ancestral, como rasgar en una cuerda en el centro de su alma que la convertía en un animal. Le vi poner los mismo ojos que el día del parto de Britney, y eso me asustó. Cuando el dolor de las contracciones ya le había hecho perder la cabeza y la había convertido en una hembra mamífera salvaje, me agarró del brazo con tanta fuerza que me dejó marcas durante un mes.
—Dame eso —dijo arrancándome el teléfono de las manos.
Volvió a marcar el número de Britney con los mismos resultados.
—¿Tienes el de Herman? —dijo después—. Creo que me dijo que los Todd también iban.
—Sí —dije—, en la «T» de Todd.
Miriam lo buscó y apretó el botón de llamada.
—Joder —dijo Miriam pegándose el teléfono a la oreja—, son las doce y media. Se van a cagar en nosotros.
Supe el momento exacto en el que Herman Todd cogía la llamada, porque Miriam cambió de expresión (hasta ese momento de color gris) y le puso una bonita sonrisa.
—¿Herman? Perdona esta llamada tan a deshoras, sí… sí… va todo bien, pero estamos algo preocupados por Brit. Nos dijo que volvería antes de medianoche y todavía… ¿ah, sí? En la fiesta, sí… Va… ya.
Ese último «va… ya» lo pronunció Miriam con una voz diferente. Oscura.
—De acuerdo. Si me haces el grandísimo favor… que llame a casa. Sí, a cualquier teléfono. Gracias, Herman.
Colgó y se quedó en silencio un par de segundos. Después me miró.
—Los Todd ya están en casa desde hace una hora. Va a despertarles y preguntarles si la fiesta seguía o si había terminado. También deben de tener el teléfono de Elron.
—¿Es verdad que te dijo que volvería antes de medianoche?
—No… pero bueno. Es lunes y… —De pronto vi que Miriam se mordía una uña y eso significaba que tenía un volcán dentro—. ¿Qué pasaba en ese sueño? Era solo un sueño, ¿no?
—Sí… Joder, siento haberte asustado. Pero es que no he tenido un sueño así en mi vida. Era como una película.
Las imágenes de la pesadilla seguían ahí. Si cerraba los ojos, incluso podía oler el bosque. Me dirigí a la cocina.
—¿Adónde vas? —preguntó Miriam—. ¡Joder, Bert! ¿Adónde vas?
—Espera —dije—, tengo que mirar una cosa.
Primero fui al garaje a comprobar que el ciclomotor de Britney no estaba allí. Después fui al jardín y caminé por el sendero de piedras hasta la zona del seto donde había visto ladrar a Lola antes. Me agaché y avancé como pude a través de él.
Miriam había salido detrás de mí. Estaba realmente asustada. Me gritó un par de veces pero no le hice caso. Llegué a la verja. Joder. Había una rotura.
Entonces sonó el teléfono y Miriam lo cogió en el acto. Yo regresé por la hierba y salí.
Miriam hablaba: «Sí, Herman, sí… vale. Bueno. Sí… vaya. No será nada. No. Seguro». Después de un largo medio minuto apuntó algo en un papel y volvió a colgar.
—Los Todd dicen que todavía quedaba gente. Era en la casa de Malu, en las afueras de Saint-Rémy. Herman me ha dado la dirección. Han tratado de llamar a Malu y Elron, pero una tiene el teléfono apagado y el otro parece estar fuera de cobertura. Intenta llamar a Brit otra vez.
La llamé, pero no contestó. Después Miriam fue hasta su bolso, que había quedado apoyado en la mesilla del recibidor, y sacó su teléfono móvil.
—¿A quién vas a llamar?
—A Edilia van Ern.
Me quedé callado, con un siniestro pensamiento recorriéndome el cerebro. «No te va a coger. Está en pelotas, en su ermita del dolor, celebrando un aquelarre de pseudopsiquiatría y clavándole agujas a sus amigos».
—¿Edilia? —dijo Miriam—. Por favor, perdóname por la…
Se quedó callada un instante. Después dijo lo siguiente:
—Soy Miriam Amandale. Estamos un poco preocupados por Britney; cuando puedas, llámame.
»Era el contestador —dijo después—. ¿Qué hacemos? ¿Esperamos?
Volví a mirar el seto. La rotura. El sueño todavía me rondaba por la cabeza y había empezado a sufrir una especie de asma histérica.
—Yo no puedo quedarme de brazos cruzados esperando —dije—. Vamos a dar una vuelta por casa de Malu. Si vemos su moto aparcada allí, saldremos de dudas.
—Si Britney está ahí, nos va a odiar como pocas veces en su vida. Ya sabes por qué lo digo.
Ni siquiera respondí. Ya caminaba hacia mi coche, como un fantasma.
La casa de Malu estaba cerca de la salida sur de Saint-Rémy. En el número 12 de una calle llamada Picouline. En realidad, era una avenida de árboles medio vacía con un hilera de casas adosadas, no demasiado bonitas, a un lado.
Cuando llegamos, como dos espías en medio de la noche (unidos por el sueño, el mal humor y un grave silencio), la casa tenía un par de luces encendidas en la planta baja. Había algunos coches y motos aparcadas por los alrededores, pero no vimos la Vespa de Britney por ningún lado.
—Llámala otra vez, igual contesta.
—Lo he intentado hace nada. Sigue sin contestar. Además, aquí no hay apenas cobertura.
—Dios. ¿Y qué hacemos?
—Saldré a ver si encuentro su moto.
—Bert, ¿estás seguro?
Pero yo estaba literalmente fuera de mí. Salí del coche y me acerqué a la fila de motocicletas aparcadas frente a la casa. Las revisé una a una, pero no había ninguna que se pareciera a la de Britney. Mientras tanto escuché la música que llegaba desde la casa y algunas voces riendo. Había empezado a darme cuenta de la gigantesca cagada que supondría si Britney me pillaba allí, invadiendo su sacrosanta libertad adolescente, pero al mismo tiempo no podía quitarme las imágenes de mi sueño de la cabeza. Tenía que saberlo. Y si su motocicleta no estaba allí, entonces ¿dónde estaba?
Había un par de ventanas iluminadas con las cortinas corridas. Miré al coche y Miriam hizo un gesto con la cabeza preguntándome si había encontrado la moto. Lo negué. Y al mismo tiempo hice un gesto con el dedo, mientras empezaba a andar sobre la hierba.
Crucé el jardín como un espía y me acerqué a la ventana. Allí, a través de las cortinas, se veía un salón de paredes amarillas, un par de sofás y un póster pegado sobre una chimenea falsa. Pero no había nadie.
Alguien había atado un trapo a la manilla dejando la puerta abierta permanentemente. La empujé y entré en aquella casa extraña. Empecé a pensar en qué disculpa podría poner cuando me encontrase con alguien. Coño, pues les diría la verdad: «Soy el padre de Britney. ¿Está por aquí? ¿Se ha ido? ¿Sabéis adónde? ¿Con quién?».
Seguí la música, que provenía de la parte trasera de la casa. Escaleras arriba se cayó un vaso, y un chico dijo «mierda» en francés, mientras otra chica respondía riéndose. No me pareció que se tratase de Britney, pero me apunté el dato en la cabeza.
La cabeza, que en esos momentos iba a mil por hora.
A decir por los pósteres en las paredes y el aspecto de la cocina, aquello parecía una casa de estudiantes. Fuera, en el jardín trasero, sonaba «Buffalo Soldier» de Bob Marley. Había cinco muchachos sentados al borde de una piscina. El aire olía a marihuana y había una buena colección de botellas y cervezas distribuidas por todos lados. Los jóvenes charlaban en francés y se partían de risa con alguna cosa. Los miré. Había tres chicas y ninguna podía ser Britney. Y de los chicos tampoco había ninguno parecido a Elron.
Entonces alguien me tocó por el hombro. Me volví y era un chaval de cierta altura, buenos hombros, que me hablaba en francés. No le entendí ni una palabra, pero por su tono diría que estaba un poco borracho y que no me estaba dando la bienvenida precisamente. Pelo rapado casi al cero, un par de tatuajes en el cuello y una camiseta negra ajustada.
—Busco a Britney Amandale —dije como pude—; soy su padre.
No sé si no me entendió o no podía procesar mi mensaje. Me cogió del brazo sin dejar de sonreír y tiró de él con fuerza como para llevarme en dirección al pasillo.
—¿Qué coño haces? —grité, esta vez en mi idioma—. Estoy buscando a mi hija.
El tío tiró con fuerza pero yo también di un tirón y me deshice de la tenaza. Vi entonces que los ojos de aquel jugador de rugby se abrían como los de un toro bravo. Me gritó algo que entendí perfectamente:
—¡A la calle!
—Te he dicho que estoy buscando a mi hija —intenté volver a decirle, pero en ese instante noté un empujón en los omoplatos.
—¡Fuera! —gritó.
Era uno de los capullitos de la piscina que había venido alertado por los gritos. Ese golpe a traición logró por fin tocarme los cojones. Extendí el brazo como un látigo y me volví con toda la mala baba que pude para soltarle un soplamocos. Le di con mi reloj Jaeger en plena cara y el chaval se asustó llevándose las manos a la cara y gritando como una barbie histérica. Y en esos dos segundos que transcurrieron hasta que volví a girarme, el jugador de rugby ya estaba encima de mí. Me rodeó el cuello con el brazo y me hizo una zancadilla para hacerme caer al suelo, pero me resistí. Mientras tanto, vi que tenía hueco para encajarle algunos codazos en las costillas y me puse a ello mientras el mastodonte me asfixiaba.
—¡Papá! —gritó una voz—. ¡Soltadle!
Cuando Britney apareció por el pasillo yo ya estaba casi mordiendo el polvo. El otro niñato había aprovechado para lanzarme una patada a la entrepierna, pero había fallado y solo me había dado en el muslo. Britney le soltó un empujón y después metió las manos en el brazo del jugador de rugby.
—¡Te he dicho que le sueltes, joder!
Otra voz, en francés, gritó desde alguna parte y finalmente me vi liberado de aquel brazo y caí al suelo. Cuando alcé la vista, vi a Britney mirándome con los ojos encendidos de ira. Quise decir algo pero no podía articular palabra todavía.
—¿Es tu padre? —preguntó el tío de los bracitos de HeMan.
—Sí.
—¿Y qué coño hace aquí?
—No lo sé.
2
Eran las dos y media de la madrugada cuando oímos la motocicleta de Britney llegando por la carretera. Yo estaba abajo, en el salón, tumbado en el sofá y mirando el techo. Miriam arriba, en su habitación, supongo que igual de insomne que yo. Los dos muertos de la vergüenza, culpables e idiotas. Así nos sentíamos desde que salimos de la casa de Malu, en silencio, tras recibir una lluvia de disculpas de los amigos de Britney. «Perdone, señor, pero pensé que era usted un ladrón… o un mirón». «Bueno, no estabas tan lejos de acertar, chaval». Nos metimos en el coche, avergonzados, y condujimos en silencio hasta casa y llegué a pensar que Britney quizá no volvería esa noche. A decir por su cara cuando vio a Miriam metida en el coche, llegué a pensar que cogería una mochila y se largaría a Tailandia al día siguiente. Así que al escuchar el ruido, respiré aliviado, pese a que sabía que la batalla no había hecho más que empezar.
El ruido de las llaves en la cerradura. Entró. Ni siquiera dio la luz, pero yo la esperaba ya de pie, en el centro del salón.
—Britney, por favor, déjame que te lo explique —le dije.
Ella subió las escaleras hasta la mitad y después se volvió.
—Tú, papá. ¿Cómo has podido hacerlo tú? Creía que confiabas en mí.
—Hija mía, por favor, déjame que…
Tenía los ojos negros, como los de una calavera.
—Habéis llamado a medio pueblo. A los Todd, a Edilia. Mañana lo sabrá todo el instituto, todo el pueblo. Soy la idiota oficial de Saint-Rémy.
—Pero no tiene nada que ver…
—¡Te odio! —gritó antes de echarse a llorar—. ¡Os odio a los dos!
Salió corriendo, pero Miriam apareció escaleras arriba y la interceptó.
—Espera, Britney. Tenemos que hablar.
—¿Hablar? ¿De qué?
—Tu padre y yo estábamos preocupados.
—¿Preocupados? ¿Por qué? ¿Temíais que quizás estaba fumando heroína otra vez?
—No, no tiene nada que ver con eso. Escucha…
Pero Britney no quería escuchar, sino hablar. Supongo que estaba en su derecho.
—¿Sabéis en qué pensaba la noche en que fumé aquello en Londres? En morirme. En eso pensaba. ¿Creíais que no me iba a enterar de lo que habíais hecho? ¿Que no se os oye a través de las paredes?
—¡Britney! —gritó Miriam.
—¡Os engañasteis el uno al otro y todavía tenéis la cara dura de echarme una bronca a mí! ¡De desconfiar de mí! ¡Cabrones!
Bum. El tortazo resonó como una plancha de metal de dos toneladas cayendo al suelo. Pero Britney sabía contenerse a pesar de todo.
—Puedes pegarme todo lo que quieras. En cuanto cumpla los dieciocho, no volverás a verme el pelo. Te lo juro por mi vida.
Y dicho esto salió corriendo y llorando y se metió en su habitación.
—Déjala —le dije a Miriam antes de que pudiera salir en su busca—, es verdad. Todo lo que ha dicho es verdad.