24
El hombre del Gran Kan

En un momento se encuentran rodeados por jinetes mongoles. Llevan cascos puntiagudos con visera y el torso y los muslos cubiertos con una sólida armadura de cuero hervido. Sus monturas piafan y cocean a poca distancia de los viajeros, amenazando con pisotearles. Ya blanden sus arcos y cimitarras contra los extranjeros.

Matteo cae al suelo, desanimado y agotado. Niccolò le levanta.

—Ayúdame, Marco.

Los dos hermanos se sostienen mutuamente con la ayuda del joven veneciano y Shayabami, que reza en voz baja.

—Hijo mío, esto es el fin… Siento haberte traído conmigo —dice Niccolò santiguándose.

—Fui yo quien os obligó, ¿o es que no os acordáis?

El mercader obsequia a su hijo con un extraño rictus que se parece a una sonrisa.

—¿Tú crees?

Marco desprende la placa de oro del cuello de su padre y avanza con paso decidido hacia el capitán.

—Quiero ver a tu señor Kaidu —dice en mongol con voz firme.

El jefe le observa detenidamente sin contestar, detrás de la máscara que oculta su rostro.

—Si nos cortas la cabeza Kublai lo sabrá y querrá castigar el asesinato de sus embajadores.

El capitán se acerca al joven. Le arranca con rabia la placa dorada de las manos y la tira al suelo, haciendo que su caballo la pisotee con furia desatada. Los venecianos están mudos de estupor. El mongol hace una seña a sus hombres. De inmediato los jinetes se abalanzan sobre los viajeros. Marco y Shayabami se defienden como pueden con puñetazos y patadas, sabiendo que tienen todas las de perder —mercaderes contra guerreros—. Marco esquiva los palos y latigazos, para los golpes. Cuando ve que su padre está en apuros, atacado por el más feroz de los mongoles, agarra al jinete por la coraza y le da la vuelta para asestarle un fuerte puñetazo en la mandíbula. Cuando alarga el brazo reconoce a Kaidu, que se ha levantado la visera. Demasiado tarde. El príncipe mongol hunde su fusta en el vientre del veneciano. Marco, sin resuello, dobla su cuerpo de atleta. Otro golpe de plano en la nuca le hace caer de rodillas. Entonces Kaidu le aplasta los huesos de la mano con un fuerte pisotón. Marco brama de dolor. Agarra con la otra mano la pierna de Kaidu y le muerde hasta hacer brotar la sangre. Los ojos del guerrero lanzan destellos de rabia.

—¡Perro asqueroso! ¡Te mataré!

Con un movimiento brusco Marco derriba a Kaidu. El mongol asesta un codazo al veneciano en el mentón. El joven rueda hasta los brazos de Niccolò, que le sujeta por el hombro.

—¡Para! ¡Te van a machacar!

Después de un rato de furiosa refriega, Kaidu considera que las corazas de sus guerreros ya están lo bastante chafadas y los huesos de los prisioneros lo bastante molidos. Hace una seña a los arqueros, que rodean rápidamente a los viajeros apuntándoles con sus flechas.

Kaidu se acerca. Shayabami se sujeta el vientre, retorciéndose de dolor, Matteo el hombro, sintiéndolo roto, y Niccolò gime frotándose la cabeza. Marco se chupa la sangre de los labios.

—¡Buena resistencia, Marco Polo! ¡Has de saber que por menos he mandado empalar a algunos!

—El inocente no teme la justicia de los hombres, sino sólo el juicio de Dios —declama gravemente Marco mientras se frota la mano lastimada.

Kaidu se echa a reír ante una réplica tan altanera.

—¿Qué rescate crees que pagará por ti mi primo Kublai? —dice, examinándole con atención.

Marco se pone de puntillas, aunque el príncipe mongol es bastante más alto que él.

—Habrá que preguntárselo.

Kaidu sacude la cabeza, pensativo, sin apartar la vista del joven que osa proferir semejante bravata.

—Mientras tanto seréis mis invitados —ordena con soberbia, esbozando una sonrisa.

Una vez desarmados y despojados de todas sus mercancías, a excepción del frasco que Marco se ha escondido en la ropa, los prisioneros son conducidos a pie hasta el campamento, amenazados por los látigos de los guerreros. Después de franquear enormes murallas almenadas que se extienden hasta el horizonte, agotados, divisan sin curiosidad los cuarteles mongoles, tiendas negras desplegadas como alas de murciélago sobre la estepa.

Kaidu manda que les encierren en un guer, estrecho y frío, donde les arrojan sin agua ni comida durante varios días. Se han quedado con las armas y el pedernal para encender fuego, y sólo les han dejado una delgada pelliza a cada uno sobre un lecho de paja. Matteo se queja de todos los males de la tierra y Marco, por una vez, se inclinaría a creerle, viéndole tan pálido y tembloroso. Niccolò no para de quejarse de su suerte y la pérdida de sus mercancías, una verdadera fortuna. Shayabami, con una constancia admirable, sigue sirviendo a sus amos, aunque sus funciones sean muy limitadas. Marco se impacienta y desespera de encontrar en el campamento a Kunze al-Jair y a su hijo. Para pasar el rato se ocupa de la supervivencia. Hace un agujero en la pared de la tienda para coger un poco de nieve, que todos chupan con fruición.

—Muy bien, bravissimo, Marco —murmura Matteo desde su lecho, donde Shayabami le frota enérgicamente los pies.

A través de la pequeña abertura los venecianos, que empiezan a sufrir los aguijonazos del hambre y la sed, observan a los mongoles que se mofan de ellos, sacan un trozo de cordero que guardaban debajo de la silla de montar desde hacía semanas y lo devoran a la vista de todos.

Un día el jefe de su guardia abre la bolsa de piel que lleva en bandolera, y saca un trozo de carne de aspecto repulsivo, que mataría a cualquier cristiano. Se pone a roerlo con apetito, ante la mirada casi envidiosa de los prisioneros. El hambre que les atenaza da vértigos a Niccolò.

Una mañana les despiertan antes de la hora prima y les llevan a un lugar donde se han concentrado muchos mongoles. Desde lejos Marco ve dos ramas de álamo dobladas hasta el suelo formando un arco. Al acercarse ve a una mujer fuertemente atada a las ramas de los dos árboles. Llorando y gimiendo, suplica piedad, pero su verdugo, insensible a sus ruegos, sigue atándola. Luego retrocede unos pasos y desenvaina el sable con un chirrido siniestro que arranca gritos de terror a la condenada. Con un movimiento seco corta la cuerda que tensaba los árboles. Las dos ramas se separan bruscamente y, con un ruido espantoso, mezclado con gritos y desgarros de huesos y carnes, el cuerpo es brutalmente descuartizado.

Luego vuelven a llevar a los temblorosos prisioneros a la tienda. Trastornado por este suplicio de una adúltera, Matteo permanece en cama una semana.

—¡Tú! —ordena una voz.

Marco tarda un momento en comprender que el guerrero que ha irrumpido en la tienda se refiere a él.

Sin tiempo de despedirse de los otros supervivientes de la caravana, flanqueado por dos arqueros malolientes que le provocan náuseas, Marco sigue a la guardia a través del campamento. Los mongoles se vuelven a su paso, con una curiosidad maligna. Asaltado por los recuerdos, el veneciano se pone a rezar mentalmente, recitando el paternóster con fervor. Tiritando, vacila a cada paso. Un enorme cansancio se apodera de él a medida que avanza hacia la tienda del jefe. Al sur de las demás, rodeada de carretas cargadas con cofres, está cubierta de fieltro blanqueado con polvo de hueso.

Le cachean una vez más, seguramente para respetar la costumbre, pues ya le habían quitado todas las armas. La austera cortina de la entrada está levantada. Por un momento el joven siente el impulso de dar una patada rabiosa al umbral, sagrado para los mongoles, cuya profanación se castiga con la muerte. Todo terminaría de una vez. Pero no, pasa por encima. Ante él Kaidu está sentado en el trono, al lado de una mujer muy joven que tiembla bajo una cofia inmensa con forma de cono. A la izquierda, el lado de las mujeres está vacío. En el de los hombres se encuentra toda la aristocracia militar del campamento. Marco avanza hacia el lado izquierdo y se arrodilla ante Kaidu. Un esclavo le sirve un cuenco de kumis. Refrenando como puede su debilidad y su impaciencia, el veneciano vierte unas gotas en el suelo y apura el cuenco de un trago. Después de tantas privaciones el sabor agrio del brebaje le sabe tan bien como la leche de almendra. Luego clava sus ojos claros en los de Kaidu. El príncipe mongol sigue con curiosidad cada uno de sus gestos tribales.

—Vienes de muy lejos pero conoces nuestras costumbres, Marco Polo.

Con el estómago algo reconfortado, el veneciano calla esperando a que le inviten a hablar. Kaidu sonríe, muy satisfecho.

—He visto que, lamentablemente, entre las mercancías confiscadas no estaba el frasco de aceite.

La mirada de águila de Kaidu se cruza con la del veneciano.

—¿Qué pretendes? Basta una señal mía para que mis capitanes te corten la cabeza en menos que canta un gallo.

El veneciano, a duras penas, se abstiene de replicar. Pasan los minutos, interminables.

—No he recibido respuesta de Kublai a mi petición de rescate —dice Kaidu, burlón.

Marco no pestañea ante esa noticia que echa por tierra una de sus esperanzas secretas. Diez años después de salir de su corte, ¿recordará el Gran Kan la misión que había encomendado a los hermanos Polo?

—Por toda respuesta ha enviado un ejército —prosigue el príncipe mongol—. Y no un ejército cualquiera, sino uno al mando de su hijo Namo Kan, con la estúpida pretensión de derrotarme. Veo en tus ojos un destello de esperanza, Marco Polo. Siento desengañarte: ¡los capitanes de Namo han preferido unirse a mí, un auténtico mongol de la estepa, a seguir al servicio de esos príncipes impostores que se envilecen en contacto con esos perros amarillos!

Marco no puede disimular un gesto de horror.

El príncipe mongol se acerca al joven. Sus ojos de águila brillan bajo el pozo de luz de la tienda.

—Tranquilízate, sólo es mi rehén. No por mucho tiempo… Voy a enviárselo a nuestro antepasado común, el glorioso Gengis Kan. Como es de su sangre y el yasaq prohíbe derramarla, será introducido en un forro de fieltro y arrastrado por unos caballos hasta que le llegue la muerte. Es de los míos —añade Kaidu con un sincero respeto.

Un escalofrío recorre el espinazo de Marco.

El mongol le hace una señal de que puede hablar.

—Señor Kaidu, ¿por qué odias tanto a Kublai?

—Soy nieto del Gran Kan Ogodai, hijo de Gengis, que sucedió a su padre. Mientras que Kublai es hijo de Tului, hermano menor de Ogodai. Me ha robado el trono que me pertenece, pues desciendo en línea directa de Gengis Kan.

Marco se maravilla de encontrar a miles de leguas de Venecia unas intrigas dignas de las peores sucesiones de los Dux.

—Kublai es un degenerado —continúa Kaidu, subiendo el tono a medida que se acalora—. ¡Me han informado de que ha cambiado el cuero del guerrero por la seda de los harenes! ¡Mi primo se viste como una mujer! ¡Con colorines! ¡Ha osado dar la espalda a nuestra cuna ancestral, Karakorum, para fundar su propia ciudad, Khanbaliq, en territorio chino!

Mira a Marco, que no parece escandalizado.

—¿Tú también vives en una ciudad, Marco Polo?

—Yo, señor, desde hace mucho tiempo, vivo a caballo. Las estrellas son mi techo y me guían. El viento de los desiertos y los glaciares son mis únicas paredes, más sólidas que cualquier muralla. Pero es verdad que he nacido en una ciudad construida sobre las aguas.

Kaidu no le quita ojo, intrigado.

—Este viaje tan largo para encontrarte con mi pueblo te honra. Denota una gran valentía. Quédate conmigo. Te daré un caballo y mujeres. Podrás cazar con nosotros. En vez de corromperte en las ciudades —añade con desprecio.

—¿Por qué detestáis de esa manera a la gente de las ciudades?

—Al construir muros se apartan de la naturaleza. Todas las ciudades deben ser arrasadas, para devolverle a la tierra lo que es suyo. Vosotros, los sedentarios, queréis sujetar los elementos a vuestro albedrío, construís muros para detener los vientos, cuando una ráfaga enviada por Tengri puede derribarlos a la primera. Nosotros, los mongoles, somos esa ráfaga.

—Al amparo de esos muros que queréis derribar, nosotros construimos obras útiles para los hombres.

—La verdadera obra es la de la estepa. Gengis Kan no quería ser recordado como edificador, sino como el destructor de las obras más hermosas de la humanidad. Y tenía razón.

Kaidu se vuelve, indicando que la audiencia ha terminado.

Al día siguiente les llevan mantas, les instalan un fogón e incluso les dan una olla de agua con cuajada seca. Shayabami bendice a Marco en todas sus oraciones. El joven echa las tabletas amarillentas al agua para hacerlas comestibles. Con parsimonia y deleite, a pesar del sabor espantosamente agrio, todos mastican su parte. Matteo no puede contener las lágrimas, que resbalan por sus mejillas. Les ha crecido mucho la barba, pero como no tienen cuchillos no pueden cortársela.

Marco obtiene autorización de pasear por el campamento, vigilado por un fornido mongol que se obstina en no dirigirle la palabra ni contestar a sus preguntas.

Después de varios meses de observación el veneciano ya conoce las costumbres de la corte de Kaidu. Sus vasallos, criadores de caballos, le dan un tributo diario de leche de yegua y carne, pagando cara su protección. Algunos tienen la suerte de entregar a una de sus hijas en matrimonio a Kaidu. Pero éste ya empieza a tener bastante con sesenta y dos esposas reconocidas, y sólo toma una mujer nueva cuando debe sellar una alianza. Los campesinos entregan mijo y harina, y los pastores corderos y pieles.

Marco examina sus técnicas de conservación de la carne de caballo y vaca. Los mongoles la cortan en filetes finos y los cuelgan con hilos para que se sequen con el sol y el viento de las estepas. Aprende la preparación de lo que le había parecido kumis seco. Extraen mantequilla hirviendo durante horas leche de yak. Con este procedimiento se conserva mucho tiempo en los pellejos apropiados, sin necesidad de salarla. Luego dejan que el residuo de la mantequilla cuaje y lo hierven otra vez, para volver a cuajarlo. De esta última materia obtienen una suerte de masa que dejan secar al sol hasta que se vuelve dura como el hierro. Entonces cortan láminas de esta leche seca y la guardan para el invierno. La usan para purificar el agua caliente que beben después, pese a su sabor aún más agrio que el kumis. Porque el agua sin purificar está muy corrompida y no se puede beber.

Sólo los esclavos beben un agua sucia que les mata poco a poco, aunque a veces consiguen cazar una rata o una marmota y sus amos les autorizan a comerla a cambio de las pieles, con las que hacen gorros.

Durante los largos meses de cautiverio Marco es invitado con frecuencia a la tienda del príncipe mongol para que le cuente su viaje. Se extiende en muchos pormenores, pero evitando dar la más mínima información militar. Su talento de narrador entretiene lo suficiente al señor como para que no piense ya en ejecutarle. Pero Marco no se siente capaz de entretenerle mil y una noches.

No obstante, el favor de Kaidu va en aumento. Las condiciones de vida de los prisioneros mejoran ostensiblemente. Les permiten salir del guer. Sólo Niccolò se queda acostado, con los ojos ardientes y devorados por la fiebre. Ahora les dan de comer un embutido fresco hecho con intestinos de caballo. Están tan flacos que reciben cualquier alimento con toda clase de oraciones y bendiciones. Les dan calzado nuevo hecho con cuero de caballo.

Marco vaga por el campamento tratando de enterarse de algo acerca de Kunze o Namo Kan. Pero a nadie le está permitido dirigirle la palabra, y los esclavos cristianos le rehúyen.

Una vez más Marco es invitado a la tienda de Kaidu. El veneciano avanza por el lado de las mujeres y se arrodilla delante del príncipe mongol.

—Dicen que mi primo está enfermo, espero que muera. Ese perro de Kublai se ha vuelto más chino que mongol.

—Mi padre también necesita curas.

—Dicen que los curanderos del Gran Kan son excelentes. Ya ves cómo consiguen mantener vivo a mi primo.

Marco suspira.

—He tomado una decisión sobre vosotros —dice fríamente Kaidu.

El veneciano contiene el aliento.

—Voy a dejaros libres para que vayáis a ver a Kublai. Antes quiero que asistas a la muerte de su hijo Namo Kan para que le cuentes en mi nombre y fielmente lo que has visto, como tú sabes hacerlo.

Marco siente un escalofrío en la espalda.

—Sin embargo, señor Kaidu, la muerte de un príncipe nunca ha quedado impune, que yo sepa.

—¿Temes por tu vida? Es probable que después de tu relato Kublai te mande matar para castigarte por haberle dado tan mala noticia.

Marco mira con sus ojos claros a Kaidu.

—Seguramente, señor —admite el joven.

—Lamento no poder asistir.

—Pero después Kublai mandará todo su ejército contra el vuestro, que es mucho menos numeroso que el suyo. Y os vencerá.

—Eso es verdad —reconoce Kaidu después de reflexionar un momento.

—Namo Kan es un rehén muy molesto, pero podría ser muy útil —prosigue Marco sin tomar aliento.

—Kublai no negociará nada, perdería prestigio —refunfuña el mongol.

—Libraos de él cediéndoselo a Mengu Temur. Es un buen modo de reforzar vuestra alianza con la Horda de Oro. Cuando Kublai se entere de que habéis perdonado a su hijo, quizás haga lo mismo con vuestros territorios.

Los ojos de Kaidu lanzan chispas.

—Marco Polo, no lo entiendes; no quiero que me perdone. Soy el único heredero legítimo de Gengis Kan. Quiero ser Gran Kan.

—De momento vuestro poder no os permite derrocarle. Debéis ganar tiempo.

Kaidu se acaricia su fina barba negra. Ordena que le traigan un omóplato de carnero recién carbonizado. Coge el hueso y lo examina con toda la atención que requiere la decisión que va a tomar; luego se lo devuelve al chamán.

—Tengo que enviar un emisario.

Sin dudarlo, Marco se inclina ante el príncipe.

—Te ha llegado tu oportunidad de llevar a término tu embajada.

—O de que me maten, vistiendo los colores de Kaidu.

—Acepto tu propuesta, pero con una condición: que me dejes el frasco de aceite destinado a Kublai. Lo guardaré como garantía de que no me vas a traicionar.

—Muy bien, señor —contesta Marco fríamente—. Pero quiero llevarme a toda mi gente.

Por primera vez en mucho tiempo, Marco duerme como un bendito. Durante la cena, Matteo ha hecho un gran elogio de las cualidades diplomáticas de su sobrino, y Niccolò ha dicho que las ha heredado de él. Shayabami no ha dicho nada, pero su mirada de felicidad hablaba por él. Luego han hablado del futuro, han hecho planes a cuál más descabellado, ir a las Indias después de Khanbaliq, casar a Marco, desollar a Kunze. Han abusado del infame kumis como si fuera el vino más dulce, hasta emborracharse.

El sueño tranquilo del joven veneciano es interrumpido por un roce en la pared de la tienda. Abre los ojos de par en par y, en ese mismo momento, el fieltro se entreabre bruscamente y aparece un hombre con turbante que se abalanza sobre él con agilidad de fiera, blandiendo la hoja de una daga curva que brilla a la luz de la luna. El veneciano tiene tiempo de levantar un brazo para protegerse. La daga araña su piel en el hombro. Con un movimiento enérgico rechaza a su adversario, que retrocede.

—¡Kunze! —grita Marco, despertando a los demás.

Al darse cuenta de que ha fallado, el persa sale por el tajo que ha hecho en la tienda para huir. Pero ya han dado la alarma, y es detenido por los guardias mongoles a los que no ha podido sobornar.

Kunze dirige una mirada asesina al joven. Niccolò duda entre el deseo de pedirle explicaciones y el de castigarle severamente, y al final opta por la indiferencia. Matteo examina la herida de Marco, que sólo es superficial.

Les llevan a todos a punta de espada hasta la tienda de Kaidu.

Por fin aparece éste, vestido con unos calzones y una túnica que le llega hasta las botas. Lleva un gorro de piel, y está muy furioso.

—Señor Kaidu —dice Marco pausadamente—. Este traidor ha atentado contra mi vida. Como ahora tenemos el rango de embajadores, estamos bajo vuestra protección.

Con el ceño fruncido Kaidu mira a Kunze.

—Señor, me habías prometido su cabeza —se defiende el persa, conteniendo a duras penas su ira.

—¿Y has querido tomártela tú mismo? —dice el mongol—. Los dos no sois más que extranjeros, y debería reservaros la misma suerte por haber turbado mi sueño. Pero voy a ser magnánimo…

Marco está exultante, Kunze traga saliva con dificultad.

—Os enfrentaréis en combate singular, según nuestra costumbre, hasta la muerte de uno de los contendientes —prosigue el príncipe mongol—. Kunze, elige las armas.

—El sable —contesta el persa de inmediato.

—Entonces quiero que me devuelvan el mío —exige Marco con voz firme.

Atan una cuerda al tobillo de cada uno de los adversarios. Así los combatientes están atados entre sí, a tan sólo la longitud de un hombre uno del otro. Los guerreros mongoles forman un corro a su alrededor, empujando a los Polo detrás de las primeras filas.

Sin mirar a sus parientes, Marco coge el sable de Guillermo de Rubrouck, apretando la empuñadura como si pudiera transmitirle fuerza y valor. Kunze pasa el pulgar por el filo de su sable con una sonrisa satisfecha y da unos pasos como de danza mientras hace molinetes con el arma sobre su cabeza, como si tejiera una telaraña invisible. El sable corta el aire con un silbido amenazador. Marco retrocede, esquiva, sintiendo el sudor que le empapa la espalda. Con un movimiento repentino dobla la pierna, desequilibrando al persa, y aprovecha para colocarse en posición de ataque. Kunze se yergue, más furioso que nunca. Marco simula que va a tirarse a fondo varias veces para desconcertarle.

—¿Dónde está el hijo de Noor-Zade? —murmura Marco.

El persa le dirige una sonrisa feroz.

—¿El niño? Está vivo, pero no le veréis jamás, señor Marco. Además, ¿qué os importa el hijo de una esclava? —musita entre dientes.

Kunze amaga un movimiento para enrollar la cuerda en los pies del veneciano, pero éste salta por encima. El persa avanza hacia fuera cuando, repentinamente, doblando el brazo sobre el hombro, se dispone a dar un tajo en el cuello de su rival. Marco hace un quite. La sorpresa de Kunze al ver desbaratado su ataque es tal que reacciona tarde cuando Marco replica, alcanzándole en la muñeca. El sable del persa cae al suelo.

—¡Por Noor-Zade! —exclama Marco.

Kunze intenta coger el arma con la otra mano, pero el veneciano asesta una profunda estocada en el brazo de su enemigo.

—¡Por Michele!

La multitud de guerreros mongoles aúlla detrás de ellos.

—¿Dónde está mi hijo? —grita Marco, furioso.

Al verse perdido, Kunze cae de rodillas. Sus ojos negros reflejan una brillante serenidad, y obsequia a Marco su mejor sonrisa, fina y cruel.

—Es la hora del Viento de la Noche, señor Marco…

Desesperado, con un rugido terrible, el veneciano hiere al persa en el cuello que se le ofrece. La sangre sale a borbotones, al compás de los latidos de su corazón que se desboca.

Con un golpe seco Marco corta la cuerda que le ata a su enemigo. Casi sin resuello, cae de rodillas, como si la vida le hubiera abandonado a él también.

Al alba la caravana de los Polo sale del campamento para cubrir su última etapa. Los cuatro van vestidos con los colores de Kaidu. El príncipe mongol les ha dado una escolta de diez guardias armados hasta los dientes. La estepa está salpicada de estelas escitas antiguas, con figuras de caras con ojos alargados y caballos adornados con largos cuernos curvos. Durante varios días caminan al lado de la Gran Muralla, gigantesca construcción perdida en medio de las estepas, hasta que llegan por primera vez a un puesto fortificado de Kublai. Marco espera que su calidad de embajadores evite el combate. Sin darle tiempo a abrir la boca, las tropas del Gran Kan, al ver que son pocos, se abalanzan sobre ellos. Marco, al que han devuelto su arco, dispara varias flechas. La escolta consigue abatir a varios enemigos, pero se ven obligados a rendirse. Marco, invocando el nombre de Namo Kan, consigue que les lleven ante Kublai. Caminan durante semanas, flanqueados por soldados armados del Gran Kan, sin agua ni comida.

Extenuados, sedientos y hambrientos, rodeados de arqueros, después de tres años de viaje y uno de cautiverio, un atardecer los viajeros venecianos divisan la enorme tienda-palacio de verano de Kublai, a varias leguas de Khanbaliq, en medio de un magnífico parque donde abunda la caza.

Marco no ha visto nunca nada semejante. La tienda no es un guer mongol, su armadura ligera es de bambú y está cubierta de una tela de seda trenzada, decorada con pieles de leones rayados y pintada de amarillo, negro y blanco.

En el interior caben fácilmente mil personas. La atmósfera está cargada con intensos efluvios de incienso. Los sirvientes se afanan en sus quehaceres. Pero Marco no ve el trono. Los guardias les llevan a empellones a otro recinto y de allí a un tercero, que supera a los anteriores en magnificencia. Las paredes están tapizadas de cebellina y armiño, colgadas de finos cordones de seda.

Los cortesanos, muy numerosos, llevan ropajes de oro y seda forrados de plumón, vero o zorro. Los vestidos de las mujeres están adornados con piedras preciosas y perlas. Llevan cinturones de oro y zapatos de cuero bordado con tacones altos. Rivalizan en hermosura: su tez de porcelana, decorada con rojos coloretes, ilumina sus ojos de almendra negra. Llevan peinados muy refinados, con el pelo enlazado con pesados turbantes y adornado con perlas y nácar.

Delante de él, en un trono espléndidamente decorado con dragones y tigres de fauces abiertas, está sentado el Gran Kan, señor de gran parte del mundo conocido. Lleva una larga túnica de la más hermosa seda dorada, bordada con motivos de flores y animales, y está tocado con una especie de corona. Si Marco no estuviera familiarizado ya con esos rasgos, podría dudar de hallarse en presencia de un emperador mongol.

Kublai es casi un anciano, aunque en su cara las arrugas apenas se ven. Los ojos, muy oblicuos, tienen un destello de inteligencia cruel. Los clava en las pupilas de los extranjeros como si quisiera escudriñar su alma. Su expresión despierta, fresca como una rosa, desmiente los rumores sobre su mala salud y su muerte cercana. Tiene un cuerpo muy musculoso para su edad. Los Polo se acercan por el lado de las mujeres. El maestro de ceremonias les hace una seña para que se detengan a un tiro de piedra del trono. Andrajosos a causa del trato recibido, macilentos, barbudos y malolientes como el más sucio de los mongoles, se tienden en el suelo ante el emperador, Marco delante de los demás.

—Así que tú eres Marco Polo… ¿Esa serpiente de Kaidu se atreve a enviarme un embajador después de haber secuestrado a mi hijo Namo? —dice Kublai con fría cólera—. El nombre de mi hijo es lo único que te mantiene con vida, miserable lombriz. Considérate protegido por Tengri, porque aún no te hago empalar.

El maestro de ceremonias, con un gesto, autoriza a Marco a hablar.

—Gran Señor, yo no soy únicamente el que ves ante ti, embajador de tu enemigo jurado Kaidu. También soy el que estabas esperando desde hacía muchos años —responde sin alterarse.

Kublai ruge de ira.

—¿Cómo te atreves a decir que te estaba esperando, gusano? ¿Tienes prisa por dejar este mundo? No tengas la audacia de ser tan impaciente, ya te llegará tu hora, aunque sea más tarde.

Marco se inclina otra vez ante Kublai.

—Gran Señor, ya no tenemos la placa de oro que le habíais entregado a mi padre, que salió de vuestra corte hace casi diez años.

—¿Quién es tu padre?

—Niccolò Polo, Gran Señor.

Kublai se inclina hacia un hombre de aspecto muy digno que está a su lado. El conciliábulo dura un rato. El emperador sacude la cabeza con gruñidos de aprobación. Luego se dirige de nuevo a Marco.

—Si lo que dices es verdad, no olvido que tu padre tenía una misión especial, y no veo que hayas vuelto para cumplirla.

Esta vez es Niccolò quien se adelanta y le dice a Kublai:

—Escucha, Gran Señor. Él es mi hijo, y a partir de ahora vuestro hombre.

El padre y el hijo cruzan una mirada cargada de sentido. Marco retiene a duras penas la emoción que le embarga. Es la primera vez que Niccolò afirma públicamente el vínculo que les une.

Kublai observa intrigado el intercambio mudo entre los dos hombres.

—Ésta es la prueba de que somos los que decimos —dice Marco sacándose el frasco del pecho—. El aceite del Santo Sepulcro.

El Gran Kan levanta sus finas cejas, sorprendido.

Niccolò dirige una mirada interrogante a Marco.

Kublai vuelve a hablar con su ministro.

—A Kaidu le he dejado el aceite de los adoradores del fuego —le cuchichea Marco a su padre.

Con un gesto Kublai ordena que se lo acerquen. Un sirviente con un cojín de seda bordada se acerca a Marco, que deposita delicadamente el valioso objeto. El Gran Kan lo toma, abre el frasco y observa su interior.

Marco contiene el aliento.

El Gran Kan cierra los ojos.

—¿Y mi disputa teológica? —pregunta.

—Lamentablemente, Gran Señor, los monjes no han soportado el largo viaje —suspira el joven veneciano, aliviado.

Les dan un pequeño cuenco azul y blanco de la porcelana más fina. Sin apartar la vista de Kublai, Marco apura el contenido de un trago. Pero en vez del brebaje agrio al que ya empezaba a acostumbrarse, descubre el calor de un aroma sutil y perfumado. Mira el líquido, humeante, de color ámbar claro, en el que flotan unas motas negras.

—Gran Señor, después de hacer prisionero a Namo, Kaidu le ha mantenido con vida. Se lo ha entregado a Mengu Temur, de la Horda de Oro. Es lo mejor que se le ha ocurrido para liberar al príncipe sin perder prestigio.

El emperador reflexiona, esbozando una sonrisa.

—¿Lo mejor que se le ha ocurrido, o que se te ha ocurrido?

El veneciano se inclina con una profunda reverencia.

—A decir verdad, Gran Señor, efectivamente, es la estratagema que se me ocurrió para negociar nuestra partida del campamento donde Kaidu nos tenía prisioneros desde hacía un año.

—¿De modo que tú has salvado a mi hijo Namo? Que Tengri te lo pague.

Y, con un gesto amplio, les invita a tomar asiento a su derecha.