10
El guía

Matteo, después de mucho insistir, ha conseguido una nueva audiencia del legado. No tiene el poder de persuasión de su hermano, pero dispone de un arma que puede ser igual de temible: la tenacidad. Sus interlocutores acaban cediendo para quitárselo de encima. Este método nada glorioso tiene la virtud de la eficacia, y eso es lo que espera esta vez Matteo. Niccolò, que conoce el extraño poder de su hermano, lo aprovecha cuando lo cree conveniente. Es así como entre los dos consiguen salvar todos los obstáculos, porque cuando alguno se resiste a Matteo interviene Niccolò como salvador, y cosecha lo que el hermano menor ha preparado para el lucimiento del mayor.

—El tiempo apremia, Monseñor —dice Niccolò—, no podemos esperar al nombramiento del nuevo papa.

—Veo que vuestros informadores, como los míos, se muestran alarmistas respecto a la salud de Kublai y temen lo peor desde hace meses.

Niccolò y Matteo cruzan una mirada.

—Tened en cuenta, Monseñor, que el Gran Kan envejece, y los mongoles no son muy longevos.

El legado hace un ademán de impotencia.

—Hijo mío, entiendo vuestra impaciencia. ¡Dios, como vos, lleva dos años esperando este nombramiento!

Niccolò se acerca al legado e inclina su alta figura ante la escasa estatura de Visconti.

—Para partir necesitamos vuestra misiva al Gran Kan explicándole por qué nos presentamos ante él con las manos vacías… es decir, sin esos cien monjes que reclamaba.

—Sin embargo —observa el legado—, si no hay monjes, quizá no quiera convertirse…

—Monseñor, no me cabe duda de que vuestra pluma vale tanto como la palabra de cien religiosos.

—Dejaos de halagos, señor Polo —dice Visconti, molesto y divertido a la vez.

Niccolò procura controlarse.

—Nos separamos del Gran Kan hace seis años. Somos los únicos cristianos que han sido recibidos con tanta deferencia por ese gran emperador. ¿Creéis que debemos desperdiciar esta oportunidad inesperada para nuestra fe?

—Sé que vuestra posición ante los mongoles es una gran baza para toda la cristiandad… Sólo espero que os dignéis tener la paciencia de la que os damos ejemplo.

Niccolò mira a Matteo, que le hace una seña discreta.

—Monseñor, estamos dispuestos a aceptar la embajada de Su Alteza Eduardo de Inglaterra…

El legado entorna los ojos.

—Señor Polo, desgraciadamente el príncipe ya ha enviado un mensajero.

El legado invita al escribiente a acomodarse en el escritorio. Con una lentitud que irrita a Niccolò, el escribiente extiende un rollo de papel sobre la mesa, sujetándolo con dos pesas cinceladas con figuras de angelotes. Luego saca una pluma nueva del escritorio y empieza a cortarla con sus manos menudas, tan arrugadas como el pergamino.

—Traed acá —dice Niccolò, impaciente.

Le arrebata la pluma y la corta como alguien poco acostumbrado a usarla, ante la mirada horrorizada de Matteo, que sin embargo no hace nada para impedir esa salida. Niccolò, orgulloso, le tiende la pluma destrozada al escribiente, que la coge con una sonrisa de confesionario.

—Gracias, Monseñor.

El escribiente se esfuerza en grabar, más que escribir, la importante misiva al amo del mundo conocido, bajo la atenta mirada de los dos hermanos y el legado. La pluma se aplasta en el papel, sin romperse. El ejercicio dura un rato largo, durante el cual todos callan. Al terminar la carta el escribiente se da masaje en la mano, agarrotada por el esfuerzo.

—Tomad, leedla, hijo mío —dice el legado tendiendo la misiva a Niccolò.

El comerciante la coge y se limita a comprobar que lleva el sello. Luego se la pasa a Matteo.

Matteo lee con la atención que merece una misiva de la que depende la acogida que les dispensarán en el otro extremo del mundo. Niccolò aprovecha para pedirle al legado dos o tres bendiciones para el camino, algo a lo que aquél accede de buen grado.

Laias. Septiembre de 1271.

Niccolò espanta a los pordioseros como si fueran moscas. Allí, más aún que en Acre, los soportales albergan la miseria y la suciedad. En las callejuelas estrechas pulula una muchedumbre abigarrada que habla todas las lenguas habidas y por haber. Niccolò es conocido, y muchos le saludan al pasar. Marco, orgulloso, se pavonea a su lado.

Niccolò encarga, compra, regatea en árabe y hace caso omiso de su hijo. En los tres meses que lleva en la colonia Marco ha aprendido los rudimentos del árabe, aunque el veneciano también se habla mucho. El joven, respetuoso, no osa hacerle preguntas a su padre, suponiendo, con razón o sin ella, que discutir delante del cliente no es bueno para la transacción. El mercader divisa una taberna de mala nota.

—Quizá prefieras esperarme fuera.

—¡Voy con vos! —exclama Marco, ofendido.

Observa el hueco oscuro de la puerta, donde se divisan vagos movimientos bruscos y una melopea desgarradora, envuelta en extraños vapores.

—Muy bien. En este lugar tan poco atractivo se encuentran los mejores guías de la región hasta Bagdad.

Niccolò entra sin vacilar, como alguien que conoce bien el lugar. Marco le sigue tanteando.

El joven se queda en el umbral, guiñando los ojos en la noche fresca de la taberna. Cuando se ha acostumbrado a la oscuridad su padre ha desaparecido. La atmósfera húmeda y cargada de alcohol barato irrita los ojos de Marco. Todas las miradas se clavan en el recién llegado, en el intruso. Él contiene el aliento ante la visión de unos sujetos a quienes ningún capitán de barco elegiría para su mascarón de proa. Un hombre vuelve hacia Marco su cara desfigurada, abominablemente quemada, surcada por tiras de piel abotargada, como si la carne se hubiera fundido. El joven veneciano avanza con aire altanero, corazón palpitante y mano temblorosa sobre su espada. Un ciego inunda la taberna con notas desgarradoras mientras acompaña con una pandereta el baile de una muchacha descalza que hace sonar los cascabeles de sus tobillos. La bailarina se contonea con movimientos ondulantes como una liana, sin detenerse. Su cuerpo crepita como la llama de una hoguera de verano, esquivando con contoneos de caderas las manos que se tienden hacia ella. El joven veneciano desvía la mirada de la bailarina y busca a su padre entre los patibularios, pero no le encuentra.

—¿Cuánto tienes, chico? —pregunta una voz rasposa detrás de él.

Instintivamente Marco se lleva la mano a la bolsa sujeta a la cintura. Antes de que pueda reaccionar el otro se apodera del objeto codiciado.

Per Bacco! ¿Qué hacéis, señor? —dice Marco indignado.

—Me cobro —dice el otro sopesando las monedas—. Con esto puedes tener a la chica un cuarto de hora. Allí, en el callejón.

—¿Qué? ¡Pero si yo no quiero a vuestra furcia! —protesta Marco, tratando de recuperar su bolsa.

—¡Pero yo sí que quiero tus monedas! —contesta el otro apartándose.

Marco, furioso, arremete contra él. Antes de que su puño le alcance el joven veneciano es derribado y molido a palos. Se protege como puede. Intentan quitarle las botas y el arma. Está claro que la concurrencia sólo esperaba este momento.

—¡Deteneos! —exclama una voz fuerte en persa.

La turba violenta se aparta. Marco respira aliviado. El jefe de la chusma está inmovilizado por un puño de hierro que le retuerce el brazo hasta hacérselo crujir. Gime de dolor. Su arma vuela por la taberna hasta clavarse en un madero. Con movimientos certeros, el salvador de Marco golpea a su contrincante en el plexo, luego en la barbilla, y el valentón se derrumba, ya inofensivo, encogido, apretándose la muñeca.

La turba hostil se hace a un lado respetuosamente, dejando al descubierto la figura serena de Kunze al-Jair. Su bello rostro moreno se inclina sobre Marco. Detrás de él Niccolò se acerca a su hijo para ayudarle a levantarse.

—Kunze, te presento a Marco —dice Niccolò—. Kunze al-Jair es el mejor guía de todo Oriente.

El persa se inclina con una mano en el corazón y una leve sonrisa en los labios.

El joven mira al persa, asaltado por mil preguntas que calla. Los ojos de Kunze se entornan, alargando sus comisuras en un gesto divertido.

—¿Estáis entero, señor Marco, no tenéis nada roto?

El joven, sofocado, responde con un simple movimiento de la cabeza.

—¡Demos gracias a Dios, poderoso y majestuoso!

—Venid, vámonos, yo ya he terminado aquí —ordena Niccolò.

Tira de la manga de su hijo.

Cuando salen de aquel antro se reanudan las conversaciones, apagando los cascabeles de la bailarina.

—Una vez más, no sé cómo podré agradecer lo que habéis hecho por mí —susurra Marco discretamente.

—¡De aquí a Khanbaliq ya se os presentará alguna ocasión! —dice Kunze con una sonrisa franca.

Aún no son las doce del mediodía cuando Niccolò, Marco y Kunze entran en la casa de los Polo, donde todo el mundo está muy ajetreado. La partida es inminente. Niccolò va en busca de Matteo. Justo cuando están entrando se les acerca un mensajero.

—Monseñores, traigo una misiva de Su Señoría Teobaldo de Visconti, legado del papa, a la atención del señor Niccolò Polo.

Kunze cruza una mirada furtiva con Marco.

—Dámela —le dice al mensajero—. Estoy con él.

El mensajero duda.

—Es una misiva para entregar en propia mano.

—Traed aquí —ordena Kunze.

Su tono autoritario acaba con las reservas del mensajero. El persa se guarda el sobre bajo la túnica.

—¡Ah! ¡Kunze, te estaba buscando, creía que venías detrás de mí! —dice Niccolò—. Marco, tu tío Matteo te espera en la administración, ve a ayudarle.

El joven se acerca a Kunze.

—¿Y el mensaje del legado, señor Kunze?

—No temáis, se lo daré cuando estemos solos.

Marco, tranquilizado, se despide y va en busca de su tío.

Matteo está tumbado, erizado de ventosas, con tez macilenta, atendido por una mujer gorda con ojos de gacela.

—¡Tío, per Bacco! ¿Qué os ocurre?

—Una mala fiebre —balbucea Matteo—. Me siento espantosamente débil, estoy ardiendo, sudo como un pollo, Dios me perdone, y estoy desganado.

Marco coge la mano sudorosa de su tío.

—Tío, ¿no será que padecéis simplemente de calor? —dice el joven, sin atreverse a burlarse de su aspecto.

—Qué dices, Marco —protesta Matteo con un hilo de voz—. Anda, dame un vaso de vino, si es que me quedan fuerzas para beber.

Marco le ayuda y le pasa un paño mojado por la frente.

—Si me muero, tu padre, por pereza, es capaz de viajar en carretas de bueyes por no tener que descargar los arreos de los caballos de tiro. Le conozco… Aunque él no los tendrá a su cargo.

—No descargar todos los días supone ganar un tiempo precioso, tío.

—¡Y avanzar a paso de buey haría el viaje el doble de largo, lo sabes muy bien! ¡Tenemos que cruzar las montañas altas antes del invierno! —exclama Matteo—. ¡Ah, se nota que eres su hijo! ¡Siempre me estáis contradiciendo, como si yo no supiera nada, no sirviera para nada! Da igual que me muera, no va a cambiar nada.

Se derrumba en la cama cerrando los ojos.

Marco suspira.

—Tío Matteo, mi padre me manda con vos para comprobar la intendencia.

Matteo se recuesta con un vigor inesperado.

—Bueno, pues toma nota de lo que te voy a decir. ¿Tienes buena memoria?

—¡Hasta sé escribir, tío Matteo!

Matteo hace un gesto de impaciencia.

—¡No vale la pena gastar una pluma para esto! Los frutos secos tienen que ir en las mulas, con el vino moscatel. También tienen que añadir esa galleta tan delicada que le gusta tanto a tu padre. Nuestro guía se ocupará de los víveres. Necesitamos un caballo de montar para cada uno, es decir: yo, Nicco, Kunze al-Jair, nuestros dos esclavos… —Matteo va contando con los dedos—. Los escoltas que tomemos a lo largo del camino tendrán sus propios caballos, lo que es igual a…

—¡Y yo! —exclama Marco enojado.

Matteo disimula con la mano una risa confusa.

—¡Por supuesto, Marco! Lo que es igual a…

—Seis —le corta el joven con frialdad—. Pero os olvidáis de Michele, tío Matteo.

Matteo pone una expresión apenada.

—No me he olvidado de él, Marco. Hace dos meses nos pidió autorización para marcharse de Acre… no creo que vuelva. Ve a ver si Niccolò está dispuesto a ir contigo a comprar las monturas.

Marco vuelve al cuarto donde Niccolò saborea una bebida de anís mientras la más gordezuela de las odaliscas le abanica.

—Señor padre, perdonad que os moleste… —empieza Marco con indecisión.

Niccolò clava en su hijo una mirada dura, impenetrable.

—¿Qué quieres? ¿No ves que estoy ocupado?

—Vuestro hermano Matteo está enfermo y…

Niccolò se echa a reír.

—En los últimos veinte años que hemos pasado juntos nunca le he visto completamente sano. ¡Pero que me aspen si no muero antes que él!

—Bueno, pues me ha pedido que os acompañe a comprar los caballos.

—Ocúpate mejor de las mulas. Ya me encargo yo de los caballos con Kunze.

Marco se muerde el labio, despechado.

—Señor padre, yo estoy perfectamente preparado para acompañaros.

—Estás preparado para lo que yo diga, Marco —le corta Niccolò—. No lo olvides. Ahora déjame.

El joven ya se va con las orejas gachas cuando de pronto se detiene.

—Una última cosa, padre: ¿os ha dado el mensaje Kunze al-Jair?

—¿De qué mensaje hablas, Marco?

—El del legado del papa…

—¿Cuál? No entiendo a qué te refieres.

—Un mensajero ha traído una misiva para vos de parte del legado, para vos, padre —Marco se lía—, y Kunze dijo que os la daría.

—Pues no lo ha hecho —observa Niccolò, más preocupado de lo que quisiera dar a entender delante de su hijo—. Seguramente lo hará más tarde. ¡Ahora vete!

En cuanto su hijo sale del cuarto Niccolò bate palmas para ordenar a la sirviente que vaya en busca de Kunze. Un momento después reaparece corriendo, seguida de la figura alargada del persa.

—Kunze, me he enterado de que han traído un mensaje para mí.

—Señor Niccolò, es éste, precisamente os lo pensaba dar ahora —exclama Kunze alargándole el pergamino.

Niccolò lo toma y, después de abrirlo, exhala un suspiro de impaciencia. Las letras se hurtan a su vista cansada.

—Léemelo, amigo Kunze. Seguro que el latín es uno de los dialectos que conoces.

El persa se inclina, solícito, y lee lentamente el documento descifrando las palabras en voz baja, lo que exaspera a Niccolò.

—El legado os anuncia el nombramiento del papa y os invita a ir a Acre.

—¿Dice que hay nuevo papa?

—No aclara nada al respecto, señor Niccolò, pero el rey de Armenia hace armar una galera para facilitaros el viaje.

Niccolò suspira, pensando en el tiempo que le hará perder este regreso a Acre. Pero la misión para Kublai lo requiere. Es preciso resignarse.

—De acuerdo, iremos a Acre, Matteo y yo. El grueso de la caravana se quedará aquí.

En cuanto desembarca de la galera, Niccolò aprieta el paso hacia el palacio de Visconti, sin hacer caso de las protestas de Matteo. Enseguida les conceden audiencia. Cruzan la antecámara desierta, sin fijarse en el gran número de sirvientes que acuden presurosos a limpiar el barro que van dejando a su paso. Los mercaderes saludan al legado, acomodado en su sillón ricamente decorado.

—Monseñor —empieza Niccolò sin esperar a que le concedan la palabra—, nos agrada mucho saber que por fin ha sido elegido el nuevo papa. Vos, que conocéis las interioridades de la Iglesia, quizá podríais conseguirnos una audiencia…

—Con Gregorio X —precisa el legado.

—Si viajamos a Roma hoy mismo con una recomendación de vuestro puño y letra…

—Tendréis vuestra audiencia antes de lo que imagináis —dice Visconti con una media sonrisa—. No obstante…

Niccolò aguarda, pendiente de los labios de Visconti.

—He sabido que habéis conseguido el óleo del Santo Sepulcro sin mi autorización…

—Es cierto, Monseñor —replica Niccolò azorado—. Un… mercenario nos lo propuso, y no quisimos desperdiciar la ocasión.

Marco, que está detrás, ahoga la risa.

—A precio de oro, supongo.

—Eso no tiene precio —observa Matteo.

—No me habéis presentado a vuestro nuevo compañero —observa el legado señalando a Marco.

Niccolò chasca los dedos, como si en ese momento recordara la presencia de su hijo, prácticamente impuesta por Matteo.

—Es verdad, Marco va a acompañarnos en nuestro viaje.

El joven hace otra reverencia ante Visconti, impresionado por la prestancia del legado, que sólo tiene diez años más que él.

—Es vuestro hijo, ¿verdad? Os parecéis mucho.

La observación irrita a Niccolò, pero debe admitirlo.

Visconti se dirige a Marco.

—Y bien, hijo mío, ¿estáis listo para esta odisea?

—Monseñor, yo la llamaría más bien conquista —dice Marco con orgullo.

—Ya veo. ¿Pensáis seguir los pasos de Alejandro Magno, joven?

—¿Por qué no, Monseñor? ¡Igual que él, yo tengo grandes metas!

—¡Marco! —grita Niccolò para calmar a su hijo.

Se dirige al prelado y le habla con humildad.

—Perdonadle, Monseñor, es el ardor de la juventud.

—Hijo mío, conociéndoos no parece que la juventud tenga que ver con eso.

Luego, poniéndose serio, ordena:

—Dadme mi letra anterior al Gran Kan, para que la destruya.

—¿Vais a darnos una para el papa? —pregunta Niccolò alarmado.

—No —contesta Visconti tranquilamente—. Porque el papa soy yo.

Niccolò, estupefacto, cae de rodillas y junta las manos.

Ohimè! ¡Monseñor!

Gregorio X le dedica una amplia sonrisa.

Imitado por Matteo y Marco, Niccolò besa la mano del nuevo papa, con profusión de genuflexiones.

—¿Entonces, dónde están vuestros monjes? —pregunta Niccolò alargando el pergamino a Gregorio X.

El papa rompe la carta en pedacitos y los arroja a un incensario.

—¡Sí, nuestros cien monjes para el Gran Kan! —insiste Matteo a su vez.

—¡Cien monjes, cien! Lo que más preocupa ahora a la Iglesia es la lucha contra Baybars —dice Gregorio X.

Ecco, ya lo sabéis, es lo que nos ha pedido el señor Kublai como muestra de la veracidad de vuestra… o sea, de nuestra santísima religión. Cien monjes eruditos.

—¡Eruditos, por añadidura! Perdonad, hijos míos, pero difícilmente podría encontraros diez en Acre. Sería más fácil reclutar un ejército de hospitalarios.

—¿Tienen que venir de Roma? —pregunta Niccolò, alarmado con la idea de tener que esperar varias semanas.

El papa hace un gesto de impotencia.

—Roma está lejos, hijo mío, y yo no he estado allí desde… la noche de los tiempos. No puedo prometeros nada.

—Kublai está deseando convertirse. ¡Imaginaos que llegáis a bautizar al dueño del imperio más grande del mundo! ¡Toda la población de sus territorios, desde el Danubio hasta el río Amarillo, adoraría a Cristo! —exclama Niccolò, enardecido.

Matteo mete baza, contando en voz alta:

—Cien monjes… Pongamos dos guardias, por cinco… Hace veinte, para la escolta… 126 caballos, otros tantos animales de tiro. El vino, el agua, la carne, las tiendas, las mantas, las alfombras, pellizas, botas y gorros.

Niccolò mira a su hermano, ansioso.

—¡Calculo los gastos en 50.000 besantes! —termina Matteo muy ufano.

El papa frunce el ceño con preocupación.

—Creo que no será posible.

—Monseñor, el tesoro de la Iglesia…

—El tesoro —interrumpe Gregorio X— no puede permitirse un gasto tan elevado para una embajada al imperio mongol. Hoy las preocupaciones de la Iglesia se encuentran en Tierra Santa, con Eduardo de Inglaterra y las nuevas cruzadas, las cortes cristianas y su sucesión, las disputas internas de nuestros reinos, la herejía cátara…

—¡Si no os ocupáis de los mongoles, debéis saber que ellos sí que se interesan por vos!

El papa permanece impasible.

—Es posible… Pero hace seis años que salisteis de la corte de Kublai. Dicen que está muy enfermo. Si lográis llegar allí en un año, serán siete. ¿Se acordará de vosotros?

—Ahí están sus ministros para recordárselo.

—Cien monjes… No puedo.

—Antes hablasteis de diez… —apunta Matteo tímidamente.

—Sí, pero lo decía… por decir, la verdad.

—¡Cinco! —empieza a regatear Niccolò, con vehemencia.

—¡Un momento, un momento! Veamos, podría mandaros a fray Nicolás de Vicenza y a fray Eduardo de… no, no soportaría el viaje, por su constitución demasiado endeble. Quizá fray Guillermo de Trípoli… es muy ducho en materia de religión y bastante fuerte, aunque poco temerario.

—¿Cuatro? —pregunta Matteo.

—Monseñores, sólo se me ocurren dos, lo siento mucho.

—¡Bien, que sean dos! —exclama Niccolò—. Si cada uno vale por cincuenta, nos arreglaremos.

Marco se adelanta con osadía:

—Monseñor, he oído hablar de un monje llamado Guillermo de Rubrouck, que conoce muy bien a los mongoles.

Niccolò mira asombrado a su hijo.

—¿De qué le conoces, de qué?

—¿Y vos, señor padre? —replica Marco.

—Le oímos predicar en la iglesia de Santa Sofía de Constantinopla antes de nuestro primer viaje hacia el Gran Kan —explica Matteo.

El papa está pensativo. Al fin musita:

—Es cierto, su nombre me suena. Pero es un anciano gastado por los años.

Marco recuerda con precisión los ojos vivarachos del fraile, que le parecía lleno de vitalidad.

—No, no puedo daros ninguno más, hijos míos.

—Monseñor, concedednos vuestra protección, por el amor de Dios, porque la vamos a necesitar.

—Acercaos, hijos míos.

Los tres hombres se acercan para recibir la bendición del papa. Marco se siente reconfortado, capaz de enfrentarse a los peores desiertos y a superar las montañas del mundo entero.