1
La ciudad-espejo
Por fin se decide a abrir los ojos.
Una caricia helada nubla sus pupilas antes de que pueda distinguir nada más allá de sus pestañas. A su alrededor el tumulto se calma. El torbellino, elevándose como el humo, se disipa poco a poco. Entonces la penumbra se filtra en largas volutas verdosas. Escruta las tinieblas buscando algún resplandor, avanza con la lentitud de la eternidad. Siente un contacto efímero que le recorre la pierna. Se vuelve rápidamente, pero no lo suficiente: la sensación ya ha desaparecido. Este esfuerzo súbito le recuerda que ha dejado de contar en treinta y dos. Puede aguantar hasta noventa y nueve. Siente la tentación de apresurar sus movimientos. Pero sabe que es inútil. Sus brazos empujan como hacen los pájaros, con un lento batir de alas. El silencio resuena en el horizonte invisible, encima de él. El corazón le late en las sienes, cada vez más deprisa. Busca un último aliento en el fondo del vientre y sólo encuentra la angustia de no tener nada. Unas luciérnagas negras revolotean delante de sus ojos. Busca en la oscuridad verdosa sin alcanzar a verse la punta de los dedos. Algas como colgajos de vestidos viejos se le enredan en las muñecas. Las manos le resbalan sobre conchas pulidas por la espuma marina. Los pies se le hunden en un fango blando y tibio. Se esfuerza en no respirar. Las últimas burbujas suben a la superficie. No puede evitar el hipo, sus espasmos silenciosos que le sacuden el torso. Tiene que subir. Ya levanta la cabeza hacia los reflejos turbios de las ojivas del Palazzo Ducale, cuando un fuerte destello atrae su mirada. Vacila un momento. Un instante excesivo. Su pecho se eleva para aspirar un aire que no encontrará. Le da tiempo a dirigirse hacia la luz, apartar el limo que oculta el oro, antes de darse un fuerte impulso con los talones contra el fondo. Pero sus pies resbalan. Con un reflejo insensato de supervivencia, vuelve a aspirar. El agua entra en su cuerpo a raudales. Aprieta el puño desesperadamente en la arena: agarrarse a la vida. De repente la superficie se aclara sobre él. Se impulsa, tenso como una flecha. Llevado por su impulso, sofocado, sale por fin al aire. Fuera la noche ha cedido a los asaltos del alba.
—¡Muy bien, Marco! Bravissimo! —exclama una voz femenina.
Marco bracea con fuerza como para elevarse más, para ir más lejos, para escapar del agua. Aspira, jadeando con fuerza. Procura calmarse, controlar sus movimientos. Consigue arrastrarse con dificultad hasta los escalones, expulsando por la boca el agua verde de la laguna. Sus largas pestañas negras gotean, formando un rosario en la tierra desnuda de Venecia. Donatella, sin darse cuenta del sufrimiento del joven, le observa con una mirada maliciosa, una mirada que cuida desde su infancia como la ostra cuida su perla.
Marco, postrado, tose y escupe hasta casi echar el hígado por la boca. A pesar suyo, está resentido con Donatella, y prolonga este momento sobre todo para estar seguro de poder dirigirle la mirada cariñosa de siempre. Por fin levanta los párpados.
La cara de Donatella refleja la luz del alba. Párpados nacarados, de un blanco rosado, y pelo rubio bajo el velo de seda blanca que cubre su rostro pero que Marco, por haberlo admirado tantas veces, adivina perfectamente en transparencia. Finos hilos cenicientos brillan en los mechones lisos que salen de su toca. Sus labios, que ella osa pintar de carmín, ponen un toque de color en ese cuadro al pastel. Sus cejas en especial, tan finas, oscuras, bien dibujadas, líneas de fuga hacia las sienes, joyeros para sus ojos azules, cuya hermosura conoce ella perfectamente. El ademán de su cabeza alarga su cuello, todavía rollizo. Sigue riéndose por la hazaña de Marco. Una gracia infantil anima sus rasgos cuando arruga su naricilla. Donatella conoce desde hace tiempo las mañas de la seducción femenina. Su madre le ha enseñado con perseverancia todas las astucias de su sexo. Y su principal ventaja es su belleza. En efecto, ve con satisfacción un brillo especial en los ojos de Marco, un brillo en los ojos que ya es capaz de reconocer en los hombres.
—¿Y bien? —pregunta, impaciente, con un deje de ironía.
Marco estira las piernas, alzando su esbelta silueta. Le cuesta tomar aliento. El frío del amanecer hiela su ropa pegada al cuerpo. A pesar del pudor, habría preferido zambullirse en la laguna desnudo y después ponerse ropa seca, aunque estuviera helada. El sol acaricia con sus rayos los rizos color melocotón de Donatella, tejiéndole un velo dorado sobre la nuca. La fantasía de los balcones del Palazzo Ducale con sus columnatas y arabescos le sienta bien. Marco aparta la vista de las escaleras de mármol del Palazzo llenas de mendigos que han sentado en ellas sus reales.
—Tengo el cuerpo helado, Donatella —dice castañeteando los dientes.
—¡Pero no el corazón! —replica ella, riendo.
Marco no dice nada, aunque le entran ganas de mandarla al infierno.
—De día podrían habernos visto —sigue diciendo Donatella—. Además, sabes muy bien que mi padre apenas me deja salir.
Los dedos de Marco se abren despacio para que el fango se escurra, viscoso, por su mano. Donatella se inclina sobre él. Marco distingue tras los encajes el ribete encarnado de su boca.
—¡Enséñamelo, no seas tan cruel! —pide ella con un divertido ademán de súplica.
Marco encuentra en el hueco de su mano el anillo de oro que el dux tiró al mar el día anterior, día de la Ascensión, para sellar la unión de Venecia con el mar. Le sorprende verlo tan apagado fuera del agua. Allá abajo brillaba como un faro.
Poco acostumbrado a un cuerpo que ha crecido más deprisa que él, Marco saca pecho, guapo y orgulloso. Sus ojos, de un azul ultramar, miran a Donatella con un descaro que rayaría en la audacia si no estuvieran iluminados por una llama sincera, reflejo orgulloso del primer amor.
—Ésta es la prueba de mi cariño, Donatella. Dame la mano y te lo pondré en el dedo.
Avanza hacia ella con una solemnidad estudiada. Ebrio aún de aire y agua, trastabilla un momento y los rizos castaños le caen sobre los hombros estremecidos. A pesar de sus tacones de madera, Donatella es mucho más baja que él. El muchacho, con quince años, tiene ya la osamenta de un galeote, aunque no la musculatura. Donatella retrocede como si la mano de Marco fuese un tentáculo de pulpo.
—¡Estás loco! ¡Me vas a manchar el vestido! Te has arrastrado por el fondo de la laguna…
—¡Por ti, Donatella, iría hasta el fin del mundo! —dice él con voz aguda.
Ella esboza una sonrisa.
—¡Marco, tengo que ir corriendo a los maitines!
Hace ademán de ir a reunirse con su doncella Anna, que la espera envuelta en una gruesa manta con aire impaciente.
—¡Aguarda, Donatella! ¡Toma el anillo!
Ella se detiene y se vuelve hacia él.
—Un verdadero pretendiente no habría buceado hasta el fondo del mar para coger un anillo viejo ya roído por la sal… arriesgándose a dejarme viuda antes del matrimonio.
Marco no sale de su asombro.
—Pero si fuiste tú…
—No, desde luego —prosigue ella alisándose los rizos dorados con desdén. Su cuerpo exhala un fresco olor de rocío—. Él habría preferido regalarme uno nuevo, con diamantes.
—Diamantes… —repite Marco, incrédulo.
Va dejando un reguero de gotas heladas en la calzada. «Pero si el anillo del dux vale por lo menos seis besantes de oro», piensa con despecho.
La marangona empieza a tocar en el campanario de San Marcos, anunciando el comienzo de la jornada de trabajo. Anna reprime un bostezo y carraspea a la espalda de su señora.
—Mi padre me ha presentado en sociedad… —dice la muchacha con cruel desenvoltura—. Espabila, Marco, no eres el único.
El joven se siente afrentado. El desdén de la muchacha es indigno del amor que se tienen. Donatella le promete matrimonio desde hace ocho años, pero para la adolescente ese juramento infantil es un juego en el que ella pone las reglas. Cada vez más contenta, la muchacha se percata del lugar privilegiado que ocupa su padre. El signor Zeccone, Señor de la pimienta, es miembro del Gran Consejo veneciano del dux. Pone un cuidado obsesivo en la elección de su yerno. Marco sabe de sobra que la nobleza de su familia es sólo comerciante. Ya conoce el juego de Donatella, pero le fastidia que su amor se vea mezclado en él. Con paso rápido ella se aleja, seguida de Anna, y desaparece en los halos de la bruma matinal.
Marco mira el anillo en la palma de su mano, verde de limo. De repente, ese objeto que por poco le cuesta la vida sólo tiene el valor de sus seis besantes. Siente el impulso de tirarlo al mar, pero el recuerdo del fondo de la laguna le disuade. Se inclina sobre el agua, se aclara la mano y se pone decididamente el anillo en el dedo. «Año de gracia de 1269: hoy tengo 15 años y Venecia me pertenece», se dice para sus adentros, orgulloso.
El sol de mayo disipa la bruma matinal dejando al descubierto, una tras otra, las cimas de los campanarios. Marco se adentra en los recovecos del laberinto veneciano. A esta hora en que los traghetti y las góndolas duermen lo mismo que sus dueños, los canales están cubiertos de embarcaciones que forman un puente improvisado. Marco salta de barca en barca, pisando por descuido a algunos de los mendigos que se han refugiado en ellas para pasar la noche, y llega al mercado, impregnado ya de aromas de pan aún caliente y jugosos melones. La plaza, rebosante de hortalizas y frutas en los puestos, parece un jardín de Babilonia, donde la hierbabuena y la salvia acarician con sus efluvios el anís y el jengibre. Se oyen gritos agudos por todas partes. Los molinos de seda se ponen en movimiento en el fondo de los patios, exhalando sudor desde primera hora. Los canales se tiñen de largos regueros de sangre, la tintura oscura de los tejidos de Oriente, o de estrechas vetas de añil. El olor repugnante a sangre fresca da a la Draperia trazas de matadero. Marco atraviesa con paso rápido el inmenso almacén donde se tienden telas de las más variadas procedencias.
La magia del laberinto veneciano le conduce hasta el Gran Canal. Unos cuerpos entumecidos, acurrucados en las barcas amarradas a los muelles, se desperezan y huyen antes de que aparezcan los gondoleros. Los traghetti ya han empezado su ronda incesante, tejiendo una tela imaginaria entre las orillas del Gran Canal. Bajo los soportales del Rialto los primeros comerciantes hablan de negocios. Las orillas se llenan de grandes paquetes destinados a la construcción naval del Arsenal. Los muelles del hierro y el vino están atestados de barriles, sacos y fardos, apilados por los viajeros que han descargado sus mercancías. Los primeros vendedores de cebollas instalan sus braseros. Tentado por los aromas azucarados, Marco compra un puñado y se lo introduce bien caliente en la boca. Gasta sus últimas monedas, pringadas de cebolla, en una sandía. A su madre le encantan.
De repente se oye una voz infantil:
—¡Papá!
Por reflejo, con un nudo en el estómago, Marco se vuelve. Un niño corre detrás de un hombre alto y delgado, se arroja contra sus muslos y se agarra a las manos que se tienden hacia él. El padre sonríe. Por un momento —quizá menos— Marco desea ser ese hijo, para tener ese padre. Como una mala costumbre de la que no logra desprenderse, Marco vuelve a pensar en su padre Niccolò. ¿De viaje, ausente, muerto quizá? Desde hace ocho largos años su madre, en todas las comidas, pone el cubierto de ese fantasma en la mesa. Quiere que todo esté dispuesto para recibirle. Marco odia ese plato vacío.
El joven veneciano atraviesa el Gran Canal después de lograr que le fíen y llega a su sestiere, el Dorsoduro. Desde lejos, a unos pasos de su casa, le parece ver al cura de San Trovaso, su parroquia. Marco se apresura para hablar con él. Pero la figura estirada como el pináculo de su campanario, ya ha desaparecido en el laberinto de callejas. Marco se pregunta qué estaría haciendo, pero observa sorprendido que no hay ropa tendida en el balcón. La casa, de una sola planta, tiene una fachada con ventanas ojivales que dan al canal por un lado y a la calle por el otro. Atraviesa rápidamente el patinillo saltando como de costumbre sobre el brocal del pozo en forma de cruz bizantina. Abre la puerta de madera. No chirría, como si ese día fuera distinto. En la casa hay un ambiente extraño, grave. A Marco le parece oír gemidos, o suspiros.
—Mamma?
La criada, Fiordalisa, aparece de repente en el pasillo. Aprieta un pañuelo contra su pecho. Al ver a Marco estalla en sollozos. Desaparece en el cuarto de su madre. Enfurecido con tanto misterio, el joven se dirige a esa puerta de donde salen los murmullos. La abre, pero se queda en el umbral. La habitación está en penumbra.
Unas cortinas de color violeta cubren las ventanas. Los ojos de Marco deben acostumbrarse a la oscuridad. Su madre está tendida, inmóvil, en la cama. Su tío, el hermano mayor de su padre Niccolò, está desplomado en una silla, con una botella en la mano.
—Anoche se sintió mal, y esta mañana no se ha despertado, micer Marco —musita Fiordalisa.
—¿Dónde estabas? —añade su tío con tono de reproche—. Estás mojado.
Marco se acerca a su madre, incrédulo. Viéndola de cerca se diría que nunca ha estado viva. Su tez, pálida, brilla como la cera. El corazón de Marco rechaza esta muerte. Es un abandono demasiado brusco y no puede creerlo. Marco se siente desnudo ante la muerte, y le reprocha a su madre no haberle preparado para ella. Todavía tiene tantas preguntas que hacerle, tanto cariño que recibir. Marco recuerda con amargura todos los impulsos amorosos que ha reprimido. ¿Y su padre? ¿De qué sirve esperarle sin ella? Los labios de su madre esbozan una extraña sonrisa ausente. Se diría que se burla de él, desde donde está.
—Marco, no me has contestado. ¿Adónde habías ido tan temprano?
El tío se ha levantado y permanece de pie, grueso y pesado, incapaz de encontrar un asiento de su tamaño. Marco Il Vecchio, como le llaman sus hermanos. Viejo desde la infancia seguramente, avaro como un pan demasiado duro, cobarde como un conejo. Siempre enfundado en unos vestidos que se obstina en encargar de una talla más pequeña, con vana presunción. Marco debe admitir que le tiene miedo.
Fuera se oyen los pregones de los chatarreros y las floristas.
Marco mira el anillo de oro que lleva en el dedo. Cierra el puño. Sus párpados se hinchan de lágrimas.
—Tío, a pesar del respeto que os debo, no tengo por qué rendiros cuentas…
Il Vecchio le replica:
—¡Ya lo creo que sí, pequeño insolente! Ahora estás bajo mi protección.
—¡Aún me queda mi padre, no os deis tanta prisa en olvidarle!
—¿Niccolò? —exclama Il Vecchio, dubitativo—. ¿Sigues esperándole después de ocho años? Estás tan loco como tu madre.
Il Vecchio se inclina sobre Marco, echándole en la cara un aliento que apesta a vino barato.
—¡Si no lo han despachado los bárbaros, seguro que se ha olvidado de vuestra existencia en brazos de una cortesana oriental!
Marco, en un arrebato de furia, le arroja la sandía al gordo Il Vecchio. Éste se tambalea pero, recuperando el equilibrio con agilidad, golpea a su sobrino con todas sus fuerzas. Marco cae al suelo.
—Ocúpate del entierro. Te sentirás mucho mejor. Tienes suerte de no quedarte en la calle. Ahora estarás a mi servicio, en la descarga de los barcos procedentes de Constantinopla. Pídeme lo que necesites para tus gastos.
Marco se levanta despacio, con la vista nublada. No soporta la presencia de su tío, sólo desea quedarse solo junto al cuerpo de su madre. Intenta contener en vano las lágrimas. La indecencia del falso pesar de su tío le revuelve el estómago.
—Te acompaño en el sentimiento —se digna añadir éste.
Sale haciendo temblar las tablas de la tarima con sus pasos. Pero no es eso lo que hace estremecer a Marco y a la joven criada Fiordalisa. La oscuridad le parece ahora mucho más sombría a Marco. Y la ausencia también, más presente.
Las manos, despellejadas, empiezan a enrojecer. La piel irritada por la sal le escuece hasta los codos. Marco se las sopla antes de coger otro fardo. Los días van pasando, tristes, con la noche como único horizonte. El joven consume su rabia descargando balas de pescado salado en el muelle, como un simple mozo de cuerda. La empresa de los Polo importa mercancías de Oriente, vía Constantinopla. Il Vecchio se ha especializado en productos básicos: cereales, aceites, azúcar, algodón, lana, carne salada, vino, pescado seco, cera, alumbre, esclavos. Marco tiene prohibido abastecerse en la empresa, en sus propios depósitos. Su tío se ha apoderado de la herencia de su madre, con el pretexto de cuidar de ella hasta el regreso de Niccolò. Así ha podido ampliar los almacenes y diversificar las mercancías. Piensa dedicarse sobre todo a los productos de lujo: pimienta, canela, jengibre, nuez moscada, bálsamos y gomas, sedas y tapices de Persia, grana de quermes utilizada para el tinte escarlata, oro y plata hilados.
De los navíos desembarcan sin cesar marineros de todos los colores, que se interpelan con grandes voces en lenguas desconocidas. Marco observa fascinado a estos hombres generalmente más morenos que él, con sus turbantes y túnicas, sudando bajo sus fardos pese a la brisa fresca de la laguna. El sol matinal, que atraviesa con dificultad la espesa capa de nubes, dibuja en sorprendente contraste juegos de sombras y luces sobre los cuerpos tensos por el esfuerzo. Los músculos se hinchan con orgullo, y tensan las pieles brillantes. En el puerto el bosque de mástiles se espesa a medida que entran convoyes cargados de mercancías. Los últimos en llegar fondean más lejos del muelle, amarrados a los primeros, y Marco y sus compañeros tienen que descargarlos saltando de embarcación en embarcación hasta la orilla, donde se apilan toda clase de géneros.
En invierno regresan los barcos que habían zarpado el verano anterior. Marco no se pierde el espectáculo. Le parece sentir en la cara el roce de vientos cálidos traídos de tierras lejanas por estas naves, junto con sus mercancías. Le maravillan esos rostros curtidos por el sol de otras latitudes. Giovanni, un obrero del Arsenal algo mayor que él, mudo de nacimiento, también sueña con los mares de Oriente. Los dos aprenden el arte de las jarcias, ya que no pueden aprender el de la navegación. El camino recorrido por su padre siguiendo los pasos de Alejandro Magno obsesiona a Marco. Giovanni, hábil equilibrista, hace ejercicios acrobáticos para entretener a su amigo. Poco a poco ha ocupado en el corazón de Marco el lugar del hermano que no ha tenido. El joven Polo no se cansa de preguntar a los marineros y a los ballesteros, escuchando con avidez sus largos relatos sobre los misterios de Levante.
Desde la muerte de su madre, hace varias semanas, Marco ya no acude al alba a la parroquia de Santa Croce. Espera que Donatella se percate de su ausencia, pero la falta de noticias le hace sufrir. Tendrá que anunciarle que el cabeza de familia es ahora su tío, aunque no quiere que se entere de su nuevo trabajo. Venecia le agobia, con sus canales repletos de barcas, sus barcos atestados de mercancías, sus callejuelas estrechas y oscuras adonde apenas llegan los rayos de sol, sus mareas, prisioneras de los hombres, que se rebelan los días de acqua alta. En Venecia la parece que el horizonte se va alejando a medida que el peso de su destino le hace doblar el espinazo. Algo en su interior le grita que no tiene porvenir en esta ciudad de mentiras que pretende abrirse al mundo, cuando en realidad lo que hace es tragárselo.
Mientras tanto tiene que trabajar duro para ganar algo de dinero. Il Vecchio pretende que invierta todas sus ganancias en el negocio. Pero Marco sabe contar y calcular los beneficios de su tío. Un día, mientras Marco está robando unas botas que su tío le niega desde hace varias semanas, una conversación entre Il Vecchio y un cliente le revela que su tío le roba más de lo que pensaba.
Una mano se posa en su hombro. Marco se vuelve, helado: ¿le han sorprendido robando las botas? Ahí está el jefe de su sestiere, alto y con sus bigotes al viento, que le dice:
—Marco Polo, ya tienes quince años y aún no te has presentado en tu compañía de ballesteros.
Marco suspira aliviado y se pone las botas rápidamente. Las últimas emociones le han hecho olvidar esta obligación.
—Como tu tío está muy bien provisto —prosigue el jefe de sestiere—, podrá conseguirte tu propia ballesta con cuerda y nuez. De lo contrario tendrás que pagar cuarenta sueldos.
Marco da un respingo.
—¡Cuarenta sueldos! ¡Pero si no los tengo!
—Pues ya sabes: ¡consigue una ballesta antes de Navidad!