19
Tras las huellas de los mongoles

El otoño no cesa de dorar los álamos y las moreras. Los campesinos, que ya han cosechado el comino y el azafrán, se esconden cuando se acercan los mongoles. A través de las llanuras áridas el ejército atemoriza a su paso a todos los lugareños. Los mongoles son recibidos en todas partes con miradas recelosas. Les dan carne para los hombres y forraje para los animales. Argún guarda cuidadosamente todos los huesos y restos en un saco de cuero que lleva en bandolera. A medida que se adentran en el país de las estepas los víveres son cada vez más escasos. Durante su viaje a Herat duermen al sereno o en las carretas, sin montar las tiendas.

La monotonía de la llanura se rompe repentinamente cuando divisan Herat, con sus casas cuadradas de adobe, un oasis resguardado en una hondonada clemente, con tintes rojizos y melados.

El ejército mongol entra en la ciudad a la anochecida. La mayoría de los habitantes están en sus casas. Con el tumulto de la vanguardia mongola algunos se encierran a cal y canto y otros entornan tímidamente la puerta. Los soldados de Abaga capturan a estos últimos y les golpean sin piedad. Los látigos restallan, hieren sus carnes áridas, rompen sus miembros. Argún acompaña los golpes de sus guerreros con gritos feroces:

—¡Hijos de perro! ¡Tenéis orden de mostrar obediencia a vuestro señor y proporcionarnos todo lo que necesitemos!

Se le acerca un viejo, muy asustado.

—Señor, no teníamos noticia de vuestra llegada —se disculpa el anciano con la espalda más encorvada de lo que requiere su edad.

—¡Pues teníais que haberlo adivinado! ¡Tú, de rodillas! —le ordena con una voz pausada mucho más amenazadora que sus gritos.

Como el viejo tarda en arrodillarse, Argún le derriba de una patada. El viejo se palpa los riñones, gimiendo.

—Alégrate, serás un ejemplo para los tuyos.

Sin desmontar el mongol hace silbar su sable y de un solo tajo le corta la cabeza al campesino. El cadáver se estremece, violentos espasmos hacen brotar rojos borbotones. El olor a sangre fresca inunda el ambiente. Noor-Zade no puede contener un grito. Argún se vuelve hacia la joven uigur con un rictus animal. El cuerpo grávido de la joven se echa a temblar inmediatamente. Marco le coge la mano y se la aprieta con fuerza. Michele desmonta para vomitar. Kunze se le acerca y le da agua.

—Señor Argún, se diría que disfrutas matando —dice Marco con tono retador.

—¡Sí! ¡Es verdad! Huele la carne fresca que mi sable acaba de cortar, la sangre en la que aún late la vida durante unos instantes —le contesta Argún, con un extraño arrebato—. Mira cómo la tierra bebe, se sacia de la sangre de mis enemigos. ¡Soy yo quien la alimenta!

—Ese viejo era inofensivo. No era tu enemigo.

—Era mi enemigo porque yo lo he decidido.

Se aparta de Marco para impartir órdenes a los campesinos aterrorizados. Enseguida los hombres válidos se apresuran a traer caballos de refresco, carne y heno. Las quejas de una mujer violada en alguna parte apenas perturban el cambio de monturas. Les sirven un auténtico banquete de carne guisada, arroz, leche, nata agria y melones.

Niccolò lleva aparte a su hijo.

—¡Marco, estás loco! ¡Por poco te corta a ti la cabeza! Controla tus impulsos.

—¿Y tengo que soportar los suyos? No soy capaz, señor.

Marco se aleja dejando a su padre con sus temores.

El ejército de Abaga acampa en las afueras de la ciudad, pues no soporta estar encerrado entre cuatro paredes. Marco es autorizado a salir del campamento para visitar Herat. La ciudad, intensamente musulmana, tiene varias mezquitas y baños moros.

Después de tantos meses compartiendo el hedor de los mongoles, Marco se harta de vapor de agua durante horas y horas, sudando toda la roña acumulada. Adormecido por el ambiente sofocante, tiene la sensación de revivir. Se da el lujo de un masaje prolongado, descubriendo la nueva firmeza de su cuerpo bajo las caricias musculosas de un esclavo tayik. Por último come un pedazo de pan acompañado con mosto, que le parece una delicia en comparación con el kumis. Antes de salir de ese antro voluptuoso, resguardado de la rudeza bárbara de la estepa que le aguarda fuera, compra unas pipas de membrillo para Michele, el mejor remedio contra los flujos de vientre, y frutos secos, blancos y negros, de morera, que crujen entre los dientes. Por desgracia su amigo no experimenta ninguna mejoría y, debilitado por la cabalgada de los mongoles, no acaba de sanar.

Después de una semana de descanso Abaga se pone en camino hacia el noreste para llegar a Bujará y Samarcanda antes del invierno.

El estado de Michele empeora de día en día. Sus dolores de vientre y cólicos le impiden montar a caballo. Los mongoles preparan unas parihuelas para llevarle. Tiene la sensación de que un animal le devora las entrañas, y su miedo no es menos intenso que su dolor. La sequedad del aire le resulta insoportable. A cada bocanada de aire es como si echara un trago de infierno. Todos empiezan a temer por su vida. Kunze habla ya de él en pasado. Él mismo predice que pronto se quedará sin habla y sin sensibilidad.

La nutrida expedición llega a Shebergán a las puertas del invierno. Niccolò ve con muy malos ojos su acercamiento a unas montañas tan altas, según dicen, que no se puede subir a sus cumbres en un día. Por suerte consigue que le vendan a un precio razonable un mapa de la región hasta Kashgar, al otro lado de los montes de Pamir y la cordillera de Hindu Kush.

Cuando Abaga le comunica que van a dirigirse hacia el norte para atacar Samarcanda y Bujará, en poder de su primo enemigo Kaidu, Niccolò aprovecha la ocasión para separar sus caminos. Además, un mensajero le ha anunciado que la salud del Gran Kan ha empeorado, porque sus médicos le han pisado el vientre y él ha reído. Niccolò no quiere correr el riesgo de llegar a Khanbaliq demasiado tarde.

Antes de partir Matteo compra un guer a precio de oro.

Al margen de la transacción, Marco le ofrece a Argún unas tiras secas de melón.

—Señor Argún, prueba esto, es tan dulce como la miel. Nunca he comido nada igual.

El mongol mastica con expresión afectada las tiras de melón.

—Prefiero el kumis.

—Estáis muy lejos de Persia —le recuerda Marco.

—Persia no es nuestro país, pero nosotros estamos como en casa en todas partes. Vamos a acabar con esa serpiente de Kaidu que ha osado sellar una fraternidad de sangre con nuestros dos enemigos de la Horda de Oro y Transoxiana. Se mofan de la autoridad del Gran Kan. Tengri[7] ha querido que Transoxiana pierda a su jefe. Vamos a arrasar todo lo que ha construido y a esclavizar a su pueblo.

—Me parece muy bien —dice Marco fríamente—, por lo menos así no pensáis en atacar a los cristianos.

Argún se echa a reír.

—A tu pueblo también le llegará la hora. Cuando yo sea ilján…

—Pero no eres el príncipe heredero.

—Tienes razón. Pero… quién sabe lo que nos depara el porvenir. Ven, participa conmigo en el saqueo y la matanza. Ya verás el placer que se siente al verter tanta sangre —añade Argún con deleite.

—No soy guerrero, Argún. Sólo soy un mercader.

—No eres ni lo uno ni lo otro, Marco Polo. No quisiste venderme la mercancía que yo quise comprarte. No lo olvidaré —añade con un rencor que Marco no sospechaba.

Argún le dedica una sonrisa cruel antes de abrazarle con una brutalidad calurosa. Su hedor es tal que Marco está convencido de que no va a olvidarle nunca.

Por la mañana el campamento mongol ha desaparecido, sólo unas cenizas dispersas delatan su paso por la tierra. La caravana de los Polo, con sus seis caballos y seis mulas, sigue su camino hacia el este. Todavía hace mucho calor, a pesar del otoño. Atraviesan un desierto de arena fina. En ese lugar no crece nada vivo, ni un animal ni una brizna de hierba. Las dunas, altas como montañas, se mueven lentamente empujadas por el viento, cambiando sin cesar el paisaje. Como un océano embravecido cuyas olas ondulan con una fuerza que iguala su lentitud, el desierto oculta el horizonte a los viajeros. Marco se siente minúsculo entre esos montes dorados. Los caballos, nerviosos, levantan sus cascos de plomo sobre la arena ardiente.

Como si surgiera de arenas movedizas, aparece una ciudad de ruinas medio enterradas y cubiertas de polvo ocre. El viento ha modelado sus paredes erosionadas. Las ráfagas silban, arañando los muros petrificados en su terrible decadencia.

Atraviesan regiones desiertas donde no hay agua ni comida, ni tampoco un rincón a la sombra para hacer un alto.

Luego llega lo que todos temían. Bruscamente se levanta viento. Kunze grita para hacerse oír.

—¡Desmontad! Seguid exactamente mis pasos. Si caéis en una duna quedaréis enterrados de inmediato.

Todos le imitan. Marco pone cuidadosamente el pie en la arena, que ya está borrando las huellas del guía. La caravana avanza entre los aullidos del viento abrasador, luchando contra su soplo de fuego, procurando seguir las huellas, como si la más mínima desviación pudiera alborotar las dunas. Si llegaran a hundirse bajo sus pies… El sudor se seca de inmediato en contacto con el aire. La tempestad es tan violenta que los caballos se tambalean. Marco, por un momento, lamenta que se hayan separado de Abaga. Los mongoles seguramente conocían esos peligros, y los evitaban. Michele, en su camilla, parece una momia. Marco le coge por los hombros, pero el cuerpo no reacciona. Cubre el rostro de su amigo con el turbante para protegerlo de la arena. El polvo les azota como una lluvia ardiente, cegándoles. Marco ve a sus compañeros como sombras en medio de una noche de arena. Aprieta el paso, adelanta a los demás, vacilando, y llega a la altura de Kunze.

—¡Tenemos que detenernos! ¡Ni siquiera ves adonde vamos!

Pero el guía, con un gesto, le indica que no ha entendido nada. Marco vuelve al lado de Michele para intentar protegerle. Siguen avanzando con dificultad, luchando durante horas interminables para mantenerse de pie.

Como por ensalmo, en lo más recio de la tormenta, aparece una aldea al borde del desierto, donde la arena se vuelve roca. Kunze llama con todas sus fuerzas a la puerta de la casa más grande. Al final les abren. El persa entra sin mediar palabra, seguido de sus compañeros. Arrastran la camilla al interior. Luego Kunze y Marco vuelven a salir con Shayabami para dejar a los animales detrás de la pared de la casa, protegidos del viento. Los caballos, con los ollares y la boca llenos de arena, están muy nerviosos. Cuando entran en la casa Marco cree que está en un paraíso. Agotado, se derrumba apoyado en la puerta cerrada. Oyendo el fragor de fuera le parece que aún siente los arañazos de la arena en la cara. Tiene los párpados irritados y llenos de arena. Una mano le limpia las mejillas, la frente, la boca. Lo ve todo borroso, le zumba la cabeza. Por fin alguien le moja los labios con agua. Su garganta seca recibe con dolor el trago húmedo. Escupe. Guiñando los ojos percibe por fin la habitación donde se encuentran, única pieza de la casa que sirve de comedor, dormitorio y cuadra para los animales los días en que los cielos están encolerizados. Matteo tose fuerte, con una mano en el vientre. Noor-Zade suspira con los ojos cerrados, apoyando la cabeza en la gruesa pared que protege tanto del frío como del calor. Una cabra flaca ha hecho sus necesidades en el suelo de tierra batida, exhalando un hedor ácido. Un hombre tan enclenque como su animal les mira, entre asustado y codicioso, sentado en una alfombra raída y agujereada, tocado con un gran turbante. Tiene los ojos tan oscuros como la piel. Sólo lleva un taparrabos de color ceniza. Detrás de él varios niños de diversas edades, macilentos, les observan con unos ojos enormes que contrastan con sus cuerpos descarnados. Dos figuras, huesudas bajo los velos, madre e hija, se afanan alrededor de los extranjeros, con esa energía propia del instinto de supervivencia que Marco ha observado desde el inicio del viaje en todas las mujeres con las que se ha encontrado. Con movimientos precisos y seguros, sin más consideraciones que las que manda la hospitalidad, les quitan la arena pegada a su piel y les brindan leche y miel.

—En cuanto los animales hayan descansado nos iremos —dice Niccolò.

Marco se ha arrastrado hasta Michele. El judío agoniza en silencio. Las parihuelas sucias y malolientes son el único signo de vida que advierte el joven.

—¡Michele no lo resistirá, señor! ¿Acaso queréis rematarle? —grita Marco, furioso.

Kunze carraspea antes de escupir en el suelo.

—Comprendo vuestro dolor, señor Marco. Dios, ¡loado sea!, ha querido que encontremos este refugio y también decidirá la suerte de Michele.

—Podemos ayudarle a hacerlo —dice el joven santiguándose.

—Marco, tenemos que llegar a Balj lo antes posible —interviene Niccolò—. Los animales no van a aguantar mucho, ni siquiera al abrigo de esta casa. Y sin ellos estamos perdidos.

Marco está desconcertado.

—¿Estáis dispuesto a sacrificar al más débil de nosotros, padre? —pregunta con voz ahogada.

El mercader, turbado, bebe un trago de leche agria.

—Esperemos a que pase la tormenta, señor Niccolò —propone Kunze.

—Puede durar varios días, lo sabes.

—Démonos de plazo hasta mañana por la mañana. Entonces decidiremos.

El hombre delgado les dice, en una lengua que sólo el persa entiende, que más lejos hay hierba y pastizales. Se ofrece a cuidar de Michele si tienen que dejarle allí.

Noor-Zade se acerca a Marco.

—Kunze se ha equivocado de camino —le cuchichea.

—¿Cómo lo sabes?

—Entiendo su lengua.

—¿Son uigures?

—Pastunes. Adoran a Mahoma, igual que Kunze.

Marco mira a la familia, flaca y hambrienta. ¿Cómo iban a cuidar a un enfermo?

Durante la noche la tempestad, poco a poco, se calma. El viento deja de silbar y el silencio despierta a Marco. Se desliza hasta donde está su padre y le zarandea.

Niccolò abre los ojos, alarmado.

—Ha parado el viento. Aprovechemos la calma. No quiero dejar a Michele aquí. Os lo ruego.

Niccolò recorre con la mirada la habitación a oscuras. Luego se levanta, decidido, palpándose la placa de oro y el frasco del pecho. En un momento están todos despiertos. Marco va a asegurarse de que sigue oyendo el aliento ronco de Michele salir de su pecho. Tiene una costra negra de suciedad en el cuerpo y la ropa. Pero aquí, donde el agua es más valiosa que el oro, se limitan a frotarlo un poco con arena. Marco le murmura palabras reconfortantes, sin estar seguro de que las entiende.

El hombre les deja a una de sus hijas, Eshka, para que les guíe durante un trecho. La niña corre delante de ellos, con la planta de los pies endurecida por la costumbre de caminar descalza sobre los guijarros. Sus piernas esqueléticas parecen demasiado frágiles para sostener su cuerpo de pájaro. El paisaje se vuelve cada vez más pedregoso. Un reptil serpentea con rápidas ondulaciones bajo una roca, esperanzadora presencia de la vida que va ganando terreno. Más allá se ven las orgullosas murallas de Balj derribadas por los mongoles.

La pequeña pastún está cansada, ahora ya no corre como antes.

—Kunze, proponle que pase la noche con nosotros antes de volver a su casa —ordena Niccolò.

El persa habla un momento con la niña y luego se dirige a Niccolò con un profundo suspiro.

—No piensa volver. Su padre se lo ha prohibido.

Niccolò se mesa la barba con gesto nervioso.

—No podemos quedárnosla, no nos sirve para nada. Ya tenemos bastante con una mujer —comenta Matteo fríamente.

—Puede ayudarnos a cuidar a Michele. Ella se ocupó de él anoche, y me parece que está mejor —replica Marco.

—¿Para ayudarle a morir? —pregunta el guía.

—Se diría que os alegráis, señor Kunze —masculla el joven entre dientes.

—Os equivocáis, señor Marco —dice el persa con calma—. Llevo muchos años viajando con Michele. Hemos recorrido juntos varias veces el mundo conocido de punta a punta. Siempre hemos aceptado los riesgos. Aquí el agua escasea, y me niego a gastarla con una niña.

—Le daré de mi parte.

—Siendo así, de acuerdo —dice Niccolò, aliviado.

Balj, en los confines de Persia, es una gran ciudad con cuyo esplendor han acabado las invasiones mongolas. Ni siquiera se han tapado las brechas de las murallas. La ciudad, fantasmal, todavía se lame las heridas. Los habitantes están sumidos en un letargo de supervivientes. Viejos palacios ostentan sus ruinas magníficas, invadidas por la vegetación espinosa que crece entre las piedras. La caravana se instala en los restos de un caravasar reconstruido en parte.

El encargado que les recibe les cuenta con orgullo que Alejandro se casó en Balj con la hija de Darío, y presume de ser descendiente del gran conquistador. Marco le escucha con indulgencia mientras Eshka, siguiendo sus instrucciones, lava a Michele y le pone ropa nueva. La temperatura, que ha bajado bruscamente, le ha subido la fiebre al enfermo.

Marco ha avisado a dos médicos. En la habitación, sumida en la penumbra por una cortina que tapa la claraboya, uno de ellos examina detenidamente el fondo del ojo del enfermo, palpa varias partes de su cuerpo y en especial las plantas de los pies, mientras que el otro se limita a mirarle de lejos. El primero asegura que se puede salvar. El otro predice una muerte próxima y dolorosa. En cuanto se van Marco oye toser a Michele.

Tiene el rostro verdoso y los ojos hundidos en las órbitas. Ha perdido tanto peso que se le marcan todos los huesos y la piel parece a punto de desgarrarse. Tiene el pelo quebradizo y áspero.

—No sabía que se podía sufrir tanto. Lo peor de todo es morir así, humillado.

Su voz es tan débil y ronca que el joven no la reconoce. Retiene las lágrimas a duras penas.

—Me habría gustado entrar en Khanbaliq contigo.

—Lo harás.

Michele niega con la cabeza, desolado.

—Marco, en mi pecho… coge…

Sobre sus costillas, que se elevan con ritmo irregular, brilla su preciada moneda tallada con una estrella de seis puntas. El veneciano pasa la mano por el cuello adelgazado de su amigo y le saca la cadena.

—Ya me la darás cuando me cure. Si no —añade Michele con la garganta seca—, me gustaría que la enterraras en Jerusalén, en el monte de los Olivos.

Marco asiente con la cabeza, incapaz de pronunciar palabra.

Michele, aliviado, cierra los ojos.

Al día siguiente pierde el uso de la palabra y apenas puede mover los dedos. Marco observa con desesperación su mirada prisionera de un cuerpo que ya no le obedece.

Su huésped les advierte que no encontrarán alojamiento durante bastantes días, hasta llegar a Taloqan. Muchos campesinos se han refugiado en Balj o, sobre todo, en las montañas, pues saben que los mongoles sólo conocen la estepa y la tienda, odian las ciudades y siempre las arrasan. Las noticias del saqueo de Bujará por los guerreros de Abaga hacen temblar a los habitantes de toda la región. La guerra entre Kaidu y Abaga hace estragos y ellos son las primeras víctimas. Los Polo no tienen más remedio que seguir el camino del sur para huir de los combates.

La caravana emprende la marcha con seis caballos nuevos. Han cambiado sus seis mulas por un camello y han comprado otros dos, mucho más resistentes, cargándolos con odres de agua y carne seca. Al calor sofocante le ha sucedido un frío seco y penetrante. Se ponen las capas y los gorros de piel que los mongoles les han vendido muy caros. Atraviesan el país durante doce días sin encontrar ningún lugar donde alojarse. Avanzan hacia las montañas, atravesando páramos desérticos, entorpecidos por la camilla de Michele. Las águilas reales planean sobre sus cabezas describiendo grandes círculos majestuosos.

—¡Mira, Marco, esas águilas! Son un mal presagio —dice Noor-Zade con desánimo.

—Buscan comida, nada más.

—No, aquí no… —afirma ella.

Unos leones listados atraviesan indolentemente el camino. Son unos felinos enormes de pelaje espeso y dorado. Sus colmillos, de dos palmos de largo, brillan de forma amenazadora. Les siguen entre la maleza, listos para saltar sobre ellos, como si hubieran olfateado una presa.

Por fin se divisa Taloqan. Al sur de la ciudad se elevan unas enormes montañas blancas.

—Son las montañas de sal —explica Kunze—. Es la mejor sal del mundo.

Unos obreros con pesados picos de hierro arrancan la sal, y otros se alejan con pesados sacos a la espalda. Tienen la piel enrojecida e irritada por el contacto permanente con el oro blanco.

Los viajeros, muertos de hambre, entran en la ciudad el día del mercado de trigo. Unos hombres cargados con pesados fardos se abren paso empujando a todos los que se encuentran por el camino. Llevan grandes turbantes en la cabeza. Marco no ve a ninguna mujer en las callejuelas. Los transeúntes se apartan de Noor-Zade y Eshka con aspavientos conjuratorios.

Mientras buscan un alojamiento asisten a muchas peleas. La caravana de extranjeros harapientos y agotados despierta la curiosidad de la gente. Un hombre se ofrece a alojarse. No quiere dinero a cambio, prefiere unas pieles.

—Extraño país éste, donde el oro no tiene el valor de lo que permite comprar —observa Marco.

Matteo se está pensando el trueque que le ha propuesto el hombre.

—No, Matteo —interviene Niccolò—. Las vamos a necesitar para atravesar las montañas.

—Ante todo necesitamos descansar —objeta Marco—. Fijaos cómo nos mira la gente. Damos miedo. Aceptemos, padre, estamos exhaustos.

—Este hombre puede matarnos en su casa.

—Estaremos prevenidos.

Deciden quedarse una sola noche y no dejar a Michele allí. Al anochecer las calles se llenan de hombres borrachos y pendencieros. Matteo compra en el mercado una bolsa de harina y hace una entrada triunfal con ella.

Noor-Zade la vacía en una artesa. Todos asisten a la escena con la emoción de quien ha esperado con ansia ese momento. Ella añade poco a poco leche, agua y sal, y revuelve hasta obtener una masa espesa. Luego empieza a amasar con energía, sin que su vientre abultado le moleste. Marco tiene que contenerse para no llevarse a la boca esa masa dorada, tan apetitosa como la que está amasando. Noor-Zade forma unas tortas finas y, por último, las coloca con un fondo de harina sobre una plancha de hierro calentada en el fogón. Poco después la primera torta ya está cocida. Cuando todos se han servido, en un silencio religioso, sólo se oye a los presentes masticar con fruición ese maná, después de haber tenido que conformarse durante varias semanas con una comida frugal, un tazón de caldo y un mendrugo de pan, que les daba retortijones de vientre.

Al día siguiente salen de Taloqan y reanudan la marcha por unas tierras áridas y secas. En la estepa sólo crecen aquí y allá algunas matas de hierba. Las peñas imponen su ley, esculpiendo las montañas escarpadas. A lo lejos, ante ellos, se elevan las cumbres del mundo, magníficas y aterradoras. Por la noche montan el campamento al amparo de las rocas. Kunze reparte los víveres: carne seca y pan negro. A pesar del frío que hace al caer la noche no encienden ninguna hoguera para no llamar la atención de bandidos hambrientos. El persa y Marco se relevan para montar guardia.

Al alba, aunque su estómago protesta de hambre, Marco comparte su caldo con Noor-Zade, que se ha tragado el suyo con avidez.

—Comed, señor Marco, necesitáis más que ella conservar las fuerzas. Hasta esta noche no comeréis nada —dice Kunze.

Después de viajar varios días por un territorio cada vez más escarpado, llegan a Scasem. Pero la esperanza de hacer un alto allí se desvanece en cuanto llegan a las zonas habitadas. Descubren con asombro unas cuevas excavadas en la montaña. La única manera de llegar a esas cavidades, escalonadas en el acantilado, es por unas entalladuras en la roca.

—¡No podremos subir allí con la camilla de Michele! —dice Marco alarmado.

—Lo dejaremos abajo con Shayabami y Eshka —propone Kunze.

—Si quieres, puedes quedarte tú también abajo —dice Niccolò.

Los viajeros se separan.

Niccolò, Matteo y Kunze pasan la noche en las cuevas, mientras que Marco vela a Michele en compañía de Shayabami, Eshka y Noor-Zade, que ya no tiene la misma agilidad debido a su vientre abultado. Montan la tienda al pie de la montaña y Shayabami hace el primer turno de guardia fuera de la tienda. Los de dentro no pueden conciliar el sueño, alertados por unos inquietantes gruñidos que el eco repite, retumbando de roca en roca. El mal olor de los vómitos de Michele le da náuseas a Marco. Sólo la pequeña Eshka duerme plácidamente junto a Michele.

Un mes después de separase de los mongoles de Abaga, año y medio después de su salida de Venecia, a finales de 1272, llegan a la provincia de Badajshán, en las puertas del Pamir. La muralla nevada ocupa ya todo el horizonte. Los lugareños hablan una lengua que ni siquiera Kunze conoce. Cuando entran en una ciudad llamada Eshkashem, un tropel de curiosos se agolpa a su alrededor y no se aparta de su lado. Son sólo hombres, muy flacos, en su mayoría jóvenes, vestidos con pesados ropajes y tocados con un largo turbante que les cubre hasta los ojos, ligeramente oblicuos. Cada vez que Niccolò o Kunze hacen un intento de comunicarse, se alejan asustados. La caravana decide acampar a la entrada de la ciudad, donde se sentirán más seguros que entre esos extranjeros, que parecen dispuestos a asaltarles en cualquier momento.

En cuanto han terminado de montar la tienda un hombre pequeño, de tez morena y pelo negro y liso como un casco, se acerca precavidamente. Sus ojos son simples rendijas bajo unas cejas finas. Se inclina con una sonrisa generosa y sencilla, juntando las manos. Niccolò le devuelve el saludo.

—Sed bienvenidos —empieza el hombre en mongol.

El mercader se alegra tanto de encontrarse con alguien dispuesto a hablar que le invita a entrar en el guer.

A primera vista no parece muy fuerte, pero en cuanto toma asiento a la oriental con un solo movimiento se aprecian unos dedos enormes, desproporcionados en relación con su tamaño, unos brazos musculosos y unos hombros robustos. Todo en él es fuerza y resistencia. Marco pondría su vida en sus manos.

—Que la fortuna celestial guíe vuestros pasos en la dicha y la serenidad —prosigue el desconocido juntando las manos.

Después hay un intercambio de exquisitas fórmulas de cortesía y deseos de prosperidad y buena salud. Al final el hombre se presenta.

—Me llamo Darmala. Vengo de las montañas del Tíbet.

Matteo y Niccolò cruzan una mirada.

—El cielo te ha enviado a nuestro encuentro. Precisamente ahora necesitamos un guía para atravesar esos puertos.

Darmala les saluda con una dulce sonrisa.

—Os doy las gracias por semejante honor. Pero la estación no es favorable, sobre todo con un enfermo —dice señalando a Michele—. Hay que esperar a que termine el invierno.

Matteo suspira y da saltitos para calentarse.

—No podemos esperar tanto.

El tibetano sacude la cabeza, contrariado.

—Queremos partir lo antes posible, Darmala. Contigo o sin ti —añade Niccolò, decidido.

—La voluntad celestial no entiende la impaciencia. Si viajáis en invierno moriréis. Mi deber es impedir que escaléis unas cumbres que sólo os llevarán a las nubes eternas. Daos tiempo para ver la alegría rebrotar en el rostro de vuestro compañero.

Se levanta, saluda a los presentes y continúa con su voz suave:

—Acepto con gran felicidad el honor de llevaros hasta Kashgar, al otro lado del techo del mundo. Cuando las nieves se derritan en los collados y el espíritu de las montañas ya no tenga esos arrebatos de furia que se apoderan repentinamente de la montaña.

Niccolò le sigue con la mirada hasta que sale de la tienda, y luego se dirige al persa.

—Kunze, tenemos que encontrar otro guía. ¡Es preciso que atravesemos las montañas lo antes posible!

—¡Cálmate, Nicco! —le pide Matteo—. Todos necesitamos descansar. No tenemos malas noticias sobre la salud de Kublai.

—¡No tenemos noticias de ninguna clase! —replica su hermano, furioso.

—En cuanto a Michele, puede que sea su única posibilidad de supervivencia —dice a su vez Marco bajando la voz.

Noor-Zade esperaba fuera de la tienda, aterida.

—¿Puedo? —le ha preguntado Darmala.

Ella ha asentido con la cabeza.

Él le ha puesto su ancha mano en el vientre. El contacto era suave y tierno. Luego ha esbozado una sonrisa y ha formulado una bendición para el próximo parto.

Marco sale de la tienda, frotándose los brazos y tiritando.

—¡Nos quedamos, Noor-Zade! —exclama.

—¡Oh, gracias! —grita ella, aliviada.

El joven le devuelve la sonrisa.

—Gracias de parte de los dos —añade ella poniéndose la mano en el vientre—. Tocadle, le siento.

Indecisa, coge la mano de Marco y se la pone sobre su hermosa redondez donde late la vida. Bajo su palma el veneciano siente una brusca sacudida. Retira el brazo, sorprendido. Marco y Noor-Zade intercambian una mirada cómplice y divertida.

Niccolò acaba admitiendo que no podrán pasar varios meses de invierno en el guer, de modo que se ponen a buscar una casa. Un obrero de las minas les alquila la mitad de la habitación donde vive. Pero está tan fría que montan la tienda dentro. A pesar de todo pasan tanto frío que la joven Eshka tiene que hacer grandes esfuerzos para calentar a Michele, inmóvil en su camilla. Darmala les ha mandado un médico de su familia que dice que el enfermo va a sanar. Pero es el único que lo cree, aunque Marco quiere hacerse ilusiones. Noor-Zade tiene que acostarse a menudo, porque se cansa mucho con su vientre enorme.

En las calles cubren los pozos con pieles para que el agua no se hiele. Pero algunas pieles se agrietan y se abren con el intenso frío.

En cuanto están instalados, Kunze va al baño moro para hacer sus abluciones. La escasa distancia que hay entre la mezquita y la casa basta para congelarle la barba. A la vuelta tiene que fundirla acercándola al fuego. El agua de ese bloque de hielo se recoge y se guarda para Michele.

Gracias a los adornos mongoles de su guer la gente les teme y les respeta. Incluso son recibidos con muchos miramientos por el señor de la ciudad, un hombre extrañamente grueso para esas regiones donde la delgadez es lo normal. Alardea de que sus tres hijos, aún niños, han sido enviados a la corte del Gran Kan para recibir una educación digna de la nobleza de su familia. También él pretende ser descendiente de Alejandro. Niccolò inquiere sobre el misterioso tamaño del trasero de las mujeres de la región. Mientras el señor ríe a carcajada limpia, Darmala, que hace de intérprete, le explica que se ponen unas bandas de cien brazas de largo bajo el vestido, para fingir que tienen volumen donde les gusta a los hombres. El señor les enseña su colección de rubíes balajes que según él son los más hermosos del mundo. Él mismo se encarga de poner reglas estrictas a su comercio y tenencia, con la intención de conservar el monopolio. Invita a sus huéspedes a visitar las minas, que son su orgullo y la principal riqueza de Badajshán: rubíes balajes y lapislázulis, a los que aquí llaman «azur». Niccolò acepta encantado la invitación. El espectáculo es impresionante. Las vetas azules forman anchas volutas en las laderas de las montañas, en las que trabaja una legión de obreros y esclavos, niños incluidos, sudorosos bajo sus harapos a pesar del frío. El trabajo en la mina de rubíes balajes es aún más duro. Los esclavos y los prisioneros excavan profundamente para sacar las piedras preciosas. Una cohorte de guardias provistos de látigos y largos sables les vigilan estrechamente. Los trabajadores no sobreviven mucho tiempo.

A la mañana siguiente unos soldados del señor irrumpen en la tienda, se abalanzan sobre Marco sin contemplaciones y registran su yacija.

—¿Qué buscáis? —pregunta el veneciano, indignado.

El capitán agita triunfalmente una pequeña bolsa, y la abre. Dentro de ella, un puñado de piedras oscuras disimula un bello fulgor rojo luminoso.

—¡Esto! —exclama el capitán en mongol.

Inmediatamente arrojan a Marco a través de un pozo a una mazmorra donde debe convivir con las ratas. Clama que es inocente, pero no le hacen caso. La falta de luz le hace perder la noción del tiempo, pero permanece el suficiente, con la bazofia que le dan de comer, para acabar cubierto de piojos y otros parásitos. Cuando el prurito se hace insoportable aparece una luz sobre él. Alguien le echa una cuerda.

Sin pensárselo dos veces se agarra a ella con las últimas energías que le quedan y sale del agujero donde le han arrojado.

Cuando sale, Niccolò y Matteo le están esperando y le miran con cara disgustada.

—¡Soy inocente, os lo juro!

—Eso da igual —dice Niccolò—. Hemos conseguido que te conmuten la pena de muerte por el destierro inmediato.

Niccolò vuelve a la tienda con Matteo, mientras Marco se dirige a los baños. Todavía aturdido, el joven deja que le froten, casi insensible al placer de volver a estar limpio.

Después se reúne con los demás en la tienda.

—Hemos decidido partir ya —le anuncia Niccolò con frialdad.

—¿Y… Michele?

—¡Ocúpate primero de tu suerte! —exclama su padre, incapaz de contener la ira—. Tu amigo me ha traicionado. Que se vuelva a Persia con su amo.

—Gracias a él Abaga nos trató bien.

—Da igual. No merece mi compasión.

—¿Y vuestra caridad cristiana, padre?

—Olvidas que es un judío.

—No le abandonaré.

Niccolò señala a Michele, que yace en un rincón de la tienda, cuidado por Eshka.

—Él mismo te lo pide. ¿Acaso no sabes leer en su mirada?

Marco calla, desviando la mirada del moribundo.

Niccolò llama a Kunze y le ordena que avise a Darmala. Luego saca su preciado mapa y lo examina con el ceño fruncido.

El persa entra de nuevo en la tienda seguido de Darmala, que saluda y se sienta a la oriental.

—¿Aceptas guiarnos a través de las cumbres del Pamir? —pregunta Matteo con voz suave.

—Según mi mapa —dice Niccolò—, el mejor paso es por el collado del Penyab.

—Vuestro mapa no os dice que ese collado es infranqueable en invierno.

—Te ofrecemos diez besantes de oro —le propone Matteo.

—Aquí el oro no sirve para nada.

Darmala se agacha y se arrodilla junto a Michele, que no le ve; tiene los ojos cerrados y los labios agrietados por su extraño aliento fétido. El tibetano se dirige a Niccolò.

—Quiero dos camellos antes de la travesía. Sólo yo decidiré la composición de la caravana y de toda nuestra carga. Tenéis que comprar caballos nuevos.

—¿Y los nuestros?

—No saben cavar bajo la nieve para encontrar la hierba que será su alimento. Necesitamos camellos bactrianos, caballos para los camelleros que voy a contratar, y yaks. Correréis con todos los gastos. Iremos sin el enfermo —añade el tibetano—. Nos retrasaría, y de todos modos va a morir.

—Le dejaremos aquí —dice Matteo.

Marco se levanta.

—¡Tío!

—Procuraremos que tenga los mejores médicos, pero se quedará aquí. Le dejaremos a la pequeña Eshka para que le cuide. No tienes por qué preocuparte, Marco.

—¿Y qué será de ella cuando él…?

El joven calla, horrorizado por la palabra que no osa pronunciar.

—No es más que una mujer —dice Darmala encogiéndose de hombros—. Ven, quiero ver vuestra impedimenta. Ah, una última condición: os acompañaré hasta Khanbaliq.

El día antes de la partida Marco pasa toda la noche junto a la cabecera de Michele. Tiene un nudo en la garganta y los párpados hinchados por las lágrimas contenidas.

El enfermo ya no puede hablar, pero su mirada posee el brillo de la vida que aún se agita en él y se dispone a abandonarle. Marco ve en ella tanto sufrimiento que está seguro de que Michele les suplica que le dejen. Tiene el vientre extrañamente hinchado, a pesar de su espantosa delgadez.

Cuando el veneciano se reúne con Noor-Zade fuera de la tienda, Kunze, aprovechando el momento, se acerca a Michele y se agacha a su lado. Con su voz más suave murmura:

—Ahora que estás a punto de morir te diré la verdad. Cuando te daba de beber ponía unas gotas de un veneno lento que se destila en la sangre y te devora lentamente. Cada vez que creías apagar la sed, lo que bebías era la muerte. ¡Una antigua práctica de los asesinos!

Kunze observa con crueldad la expresión horrorizada en los ojos de Michele. No se mueve un solo músculo de su cara febril. Sus manos permanecen crispadas bajo las mantas que ya no siente. El persa se da la vuelta y se aleja, satisfecho, dejando a su víctima con su lenta agonía.

—Marco, no quiero quedarme sola aquí. Pero tampoco quiero dar a luz en las montañas. Podría perder el niño.

Marco coge la mano de Noor-Zade entre las suyas.

—Estaré contigo.

Ella se separa de él y le mira con ojos como tizones.

—No, Marco, no siempre.

Marco calla, incapaz de tranquilizarla.

—Volved junto a Michele, os necesita.

Dentro el olor a podrido es insoportable. Eshka enjuga la frente gris cubierta de sudor malsano.

Marco se arrodilla junto a Michele. Éste le clava una mirada llena de espanto que rompe el corazón del joven.

—Michele, nos vamos… Perdóname… Yo quería quedarme contigo hasta el final.

Marco saca la medalla que le ha dado Michele.

—Tienes mi palabra, amigo mío… hermano.

Con un nudo en la garganta, incapaz de decir nada más, Marco abraza a Michele por última vez.