22
La tormenta negra
Se agacha, coge la pata del camello y la dobla. Las almohadillas sangran y están llenas de polvo y chinas. El animal brama con un furor doloroso. Darmala suelta la pata. El camello se aleja cojeando.
La caravana se ha detenido entre dos dunas como montañas, majestuosas e inquietantes. El desierto de Taklamakan derrama su arena, suavemente, a merced del viento, cubriéndoles de un polvo dorado. Todos han desmontado. En Kashgar habían comprado animales nuevos, siete caballos y dos camellos para transportar el guer, las alfombras, las mantas, los abrigos que no usarán en el desierto, los odres y la carne ahumada o seca. Los caballos cargan además con los sables y las espadas, y el de Marco, con el arco de Argún.
—¿Y bien? —pregunta Niccolò enjugándose el abundante sudor de la frente.
—Está herido.
—¡Eso ya lo veo, pazzo! —suspira Niccolò.
El mercader se vuelve hacia su hermano que está sentado en la arena, resoplando como un búfalo.
Matteo, sin resuello, hace un gesto de impotencia.
—Podríamos abandonarlo o sacrificarlo —sugiere Kunze.
Marco se acerca a Darmala, cojeando ligeramente.
—Eres tú quien puede decidir.
—Señor Marco, no puedo concebir la idea funesta de separarnos de uno solo de nuestros animales. Nos jugamos la seguridad.
—Entonces, ¿qué propones? —pregunta Niccolò, impaciente—. Este camello nos está retrasando.
Sin mediar palabra, Darmala saca de su túnica una aguja larga y fina enhebrada a un hilo de pelo de yak. Con el puñal corta un pedazo de cuero de su bolsa.
—Dejadme que intente ayudar al Cielo, señor Niccolò —dice retorciendo el hilo con los dedos.
Avanza precavidamente, en cuclillas, hacia el camello herido. El animal vuelve a bramar. Darmala alarga despacio la mano y coge el ronzal. Tira del camello y acaricia con un gesto tranquilizador sus belfos que chorrean baba. El camello se calma poco a poco.
—Señor Kunze, ¿podíais tener la extrema bondad de sujetarlo, por favor?
El persa se levanta y sujeta el morro del camello con el brazo. Darmala sigue acariciándolo bajo el pecho, en los flancos, baja la mano con precaución por el muslo y, firmemente, levanta la pata herida. El camello, desequilibrado, gruñe. Kunze le distrae rascándole la frente.
Noor-Zade se ha acercado a Marco, que mira el espectáculo con enorme curiosidad.
El persa dirige una mirada amenazadora a Noor-Zade. Ella desvía la suya.
—Marco Polo, no debéis avanzar más en el Taklamakan —le cuchichea ella con voz apurada.
Darmala limpia esmeradamente la herida y coloca el trozo de cuero sobre las almohadillas. Marco se vuelve hacia ella, intrigado.
Noor-Zade vacila. Kunze no aparta de ella sus ojos negros.
—Kunze al-Jair…
El gruñido del camello le interrumpe. Darmala ha clavado la aguja en la piel del animal, y él se ha rebelado y se debate.
—¡No puedo sujetarlo! —grita Kunze.
—¡Voy! —exclama Marco, y avanza cojeando hacia el animal.
Kunze retrocede hacia Noor-Zade con una sonrisa en los labios. La joven se aleja de él.
Marco sujeta el morro del camello. Darmala canturrea una melodía. El animal se tranquiliza poco a poco. Con pulso firme y rápido Darmala cose el apósito improvisado a la pata. Con unas cuantas puntadas la almohadilla vuelve a estar protegida. Por último el tibetano suelta al animal y le indica a Marco que haga lo mismo. El camello cojea un poco al principio, pero luego vuelve hacia ellos con un paso más seguro. Darmala abre un odre de aceite y le deja beber unos tragos. Marco vuelve con Noor-Zade. Antes de que ella haya tenido tiempo de hablar, Kunze se acerca rápidamente.
—¿Os molesta mucho el calor, señor Marco?
—Veo que tenéis prisa, señor Kunze… Reanudemos la marcha.
Como una serpiente de mar que desenvolviera sus anillos sobre olas de un mar de arena, la caravana ondula entre las dunas enormes. Envueltos de la cabeza a los pies en largos turbantes, los hombres luchan bajo el calor implacable.
Kunze no se separa de Marco.
—Señor Marco, «Taklamakan» significa «de donde no se vuelve nunca».
—¿Y vos nos lleváis a esos parajes donde nos espera la muerte?
—Hay quien ha vuelto para contarlo…
—Es una buena manera de asustar a los viajeros… o a los rivales.
—¡Cuentan que han desaparecido caravanas, ciudades enteras! Las dunas ocultan, sepultadas bajo su manto de arena, unas riquezas que los buscadores de tesoros a veces consiguen desenterrar. Dios, poderoso y majestuoso, nos proteja del kara buran, la tormenta negra.
Matteo se persigna al oír esas palabras.
El viento sopla sin cesar. Sus aullidos impiden cualquier intercambio de palabras. La arena borra sus huellas a unos pasos de distancia.
Los viajeros siguen las revueltas de arena, tratando de descifrar el laberinto amenazador de las dunas, temiendo una avalancha de arena que los tragaría a todos. Avanzan en silencio, despacio, acariciando suavemente a sus animales como para apaciguar su propia angustia.
De repente un silbido estridente corta el aire.
—¡Marco Polo!
Con una flecha clavada en la espalda, Noor-Zade, desesperada, se abraza a su hijo.
—Mi hijo… Salva a mi hijo…
Bajando de las dunas como una horda de escorpiones, veinte jinetes enmascarados se abaten sobre ellos con gritos salvajes. Cegado por el polvo levantado por los bandidos, el joven veneciano hace molinetes con el sable. Pero los bandoleros evitan el cuerpo a cuerpo, cortan las bridas de las bestias de carga y se las llevan por los senderos de arena. Marco tiene la impresión fugaz de que las han elegido como si supieran con precisión cuáles llevaban la carga más valiosa. Repentinamente, dos de ellos se abalanzan sobre Niccolò y le rasgan la camisa con un sablazo. Marco acude en su ayuda, pero es tarde. Los vándalos arrastran a Niccolò por la túnica antes de dejarle tirado en la arena abrasadora. La banda huye y desaparece en el laberinto de dunas tan deprisa como ha aparecido.
Al ver que Darmala ya se ocupa de Noor-Zade, Marco acude en ayuda de su padre, que sangra mucho. Le retira con mucho cuidado la ropa pegada a la carne con una mezcla de sangre y polvo. Niccolò hace muecas de dolor. A punto de desvanecerse, clava las uñas en el brazo de su hijo.
—¡El aceite sagrado, Marco! —masculla entre dientes—. No le falles al Gran Kan.
Con lágrimas en los ojos, el joven mira a su tío. Matteo le dirige una sonrisa tranquilizadora.
—Nos reuniremos en el oasis de Lop, a la entrada del desierto de Gobi —dice Darmala.
—Tío, cuidad de él… y de Noor-Zade.
Sin perder más tiempo Marco monta en su caballo, y Darmala hace lo mismo.
—¿Dónde está Kunze? —le pregunta Marco a Darmala.
Pero el tibetano, que ya ha salido al galope, no le oye. Avanzan rápidamente por la meseta de arena, donde se oye el eco amortiguado de los cascos. Vuelven a encontrarse en el desierto de Taklamakan, con sus dunas que desafían la imaginación de los hombres. La marcha resulta mucho más agotadora y penosa de lo que temían. Los caballos se hunden en la arena y se fatigan a cada paso. Los jinetes no hablan para no gastar aliento. Los animales resuellan, al galope entrecortado, con el cuerpo reluciente de sudor. Marco se pregunta si los camellos no habrían sido mejores monturas. Pero los bandidos no les han dejado ninguno. ¿Conocían la carga que llevaban? Darmala, aunque es un montañés, monta casi tan bien como un mongol. Cabalgan varias leguas a través del desierto, galopando a rienda suelta durante horas, con paradas cortas para que descansen los animales, apenas unos instantes en la extensión inmensa, primordial como en el alba del mundo.
Por fin Marco distingue a lo lejos unos puntitos minúsculos recortados contra el horizonte. Fustiga a su caballo con impaciencia. El resuello ronco del bruto se mezcla con el olor de la espuma. Un campamento de varias tiendas. Bandidos, mucho más numerosos que ellos. Marco y Darmala se esconden tras una duna.
—Darmala, hay dos centinelas a un tiro de arco. Yo podría abatirles mientras tú te apoderas de los dos camellos. Luego me reuniría contigo para robar sus caballos y nos pondríamos a cubierto. Entonces estaríamos en condiciones de negociar para que nos devolvieran el frasco.
Darmala aprueba el plan con una sonrisa.
Se colocan en posición, montados a caballo.
Marco se levanta sobre los estribos y dispara dos flechas. Mata a uno de los centinelas, pero no le da al otro, que huye para dar la alarma. Marco se lanza en su persecución. Darmala, por su parte, pierde tiempo levantando a los camellos, que están agotados y prefieren seguir arrodillados. Los bandidos, repuestos de la sorpresa, se abalanzan contra los intrusos. Dispuesto a morir, pero vendiendo cara su vida, el joven veneciano lucha como un tigre, hiriendo o matando a otros cuatro bandidos. Sabe que en la lucha cuerpo a cuerpo están perdidos. Derribados de sus caballos, desarmados, están a merced de los bandidos. Ya se levantan los sables.
—¡Es mío! —exclama en mongol una voz autoritaria que detiene a los hombres mejor que ningún brazo.
Bajo y fornido, de porte noble, cuarentón y musculoso, un hombre avanza. Mira a Marco con ojos oscuros, medio ocultos en los párpados oblicuos. Lleva el pelo rasurado, y sólo unos delgados mechones asoman del casco. El sudor le resbala por la frente hasta su cuello de yak, cruzando profundas arrugas —¿o cicatrices?—. En las manos tiene grandes cortes y rastros de quemaduras. Todo su cuerpo es un monumento a las batallas que ha ganado.
—Tus ojos me dicen que vienes de lejos. Dime quién eres antes de que te mate con mis propias manos.
—¡Me llamo Marco Polo y todavía no estoy muerto! —grita en mongol el veneciano para darse valor.
—¿Eres hijo de Niccolò Polo, ¡ese perro!, que desvió la caravana por la ruta de Persia? —vocifera el mongol enfurecido.
—Si conocieras a mi padre no hablarías así. ¡Vale por diez como tú! ¡Voy a matarte! —exclama el joven debatiéndose con la energía del furor.
Los soldados le sujetan con más fuerza.
El otro le observa durante un rato. Marco recobra poco a poco el aliento, a pesar del hedor de su interlocutor. Éste hace un gesto elocuente con la mano.
—¿Y tú osas venir desde tan lejos sin un ejército a desafiarme? ¿Por qué?
—Quizá porque buscaba a un guerrero que tuviera la gallardía de dejar que siguiera mi camino.
El mongol se echa a reír.
—¿Intentas salvar la vida? Imposible, tu suerte está echada.
—Mientras sienta un latido en mi pecho, sabré que aún puedo luchar contigo.
El guerrero se alisa los largos mostachos negros.
—Tu valentía te honra. Te invito a luchar a mi lado. Venceremos juntos a Kublai, ese impostor.
Marco se estremece al oír ese nombre.
—Es a él a quien voy a ver.
El mongol se acerca al veneciano, interesado.
—Lo sé. Me lo ha dicho tu guía.
—¿Mi guía? —pregunta Marco, que aún no se rinde a la evidencia.
—¡Kunze al-Jair, esa lombriz! —grita el mongol, divertido.
El veneciano lanza un rugido de cólera.
—Voy a abreviar tu sufrimiento —dice el mongol desenvainando su larga cimitarra.
Marco tensa todos los músculos, como para impedir que la hoja penetre en la carne.
—¿Quién eres tú para decidir sobre la vida y la muerte de tus semejantes? —pregunta con un acento en el que se mezclan la rabia y la desesperación.
El mongol saca pecho con orgullo.
—Yo no tengo igual. Está dicho que hay un solo dios en el cielo, Tengri, y un solo señor en esta tierra. Ese señor soy yo. Antes de morir has de saberlo: soy Kaidu, biznieto de Gengis Kan y heredero legítimo del imperio que Kublai me ha robado.
Con la otra mano saca el frasco de plata que le ha quitado a Niccolò.
—¡Y en este aceite que has traído hasta aquí pienso freír tu lengua y la de tu compañero! —exclama Kaidu con una carcajada que hace estremecerse a Marco y Darmala.
De repente, un silbido brutal ensordece al veneciano y le hace cerrar los ojos instintivamente. Pero el ruido, llegado de ninguna parte, crece en intensidad con una rapidez que ha pillado a todos por sorpresa. El joven vuelve a abrir los ojos. Los mongoles miran a su alrededor con un espanto incomprensible.
—¡El kara buran! —dice Kaidu con voz ronca.
Una nube de arena negra arranca de cuajo las primeras tiendas, como si fueran briznas de paja. Los mongoles se tiran al suelo intentando protegerse detrás de las que todavía resisten, bajo las dunas. A pesar de los gritos de Kaidu, que intenta inútilmente razonar con sus hombres aterrorizados, en su desbandada han dejado sueltos a Marco y Darmala, que corren inmediatamente hacia sus caballos. Sujetan las riendas con firmeza para calmarlos, montan y huyen al galope. Marco busca con la vista a Kaidu, que aún lleva el frasco de aceite en la mano. Sin dudarlo un momento se le acerca, se inclina y le arrebata el recipiente. Kaidu no se ha dado cuenta de nada, como si hubiera desaparecido en la tormenta.
La nube de arena se vuelve más espesa, zumba como un enjambre de insectos asesinos alrededor de los animales, las tiendas y los hombres. El silbido del viento ahoga el galope de los caballos. El horizonte se levanta, como si quisiera comerse el cielo. El polvo crepuscular profana el sol e impone la noche en pleno día. Perdido en la oscuridad del desierto, Marco sigue a Darmala, mera silueta que apenas se recorta en la tormenta. Tiene el corazón angustiado, pero también exaltado por la vida que acaba de arrebatar a la muerte. Siente que su caballo vacila, y se aprieta a sus flancos con fuerza, como para infundirle ánimos para avanzar en la oscuridad total a pesar de los obstáculos que podrían surgir en el camino. Las piedras y las ramas secas vuelan a su alrededor —¿de dónde han venido?—, y es un milagro que ellos mismos no sean absorbidos. La arena les azota la cara como miles de agujas disparadas a la vez. Es tal la violencia del viento que sólo puede estar inspirada por la cólera de Dios. Marco cree haber retrocedido al origen del mundo, a las tormentas de su nacimiento. Los torbellinos son tan tumultuosos que ni siquiera sabe si avanza contra el viento o a su favor. Pero en esta confusión, sea como fuere, los elementos están contra ellos. ¿Les habrán salvado la vida sólo para arrebatársela poco después? De pronto el tibetano le hace una seña para que se detenga. Los dos hombres echan pie a tierra, se tumban con dificultad en el suelo y obligan a los caballos a hacer lo mismo. Los animales respiran con un resuello ronco, ahogando sus relinchos. El viento lucha por aspirarlos, motas de humanidad, sacudiéndolos en el tumulto de la tormenta. Marco estira los brazos hacia el tibetano y consigue cogerle la mano. Así, unidos y aferrados a la vida, permanecen horas y horas en el suelo. El sudor que moja la ropa de Marco se seca enseguida. Con el turbante en la cara ya no ve nada, y sólo oye el mugido siniestro de la naturaleza que reclama sus derechos. Poco a poco va perdiendo la sensibilidad de su cuerpo, cubierto por una espesa capa de arena. Podría morir así sin percatarse siquiera. El estruendo de la tormenta le inflige una larga y dolorosa tortura. Cierra los ojos, ansiando un final, el que sea. El combate dura una eternidad. Marco llega a olvidarse de que existe.
Luego el silbido se hace menos estridente. El joven permanece inmóvil, preguntándose si se ha vuelto sordo. Procura mover sus dedos doloridos, agarrados a los de Darmala. La tempestad se apacigua. No acaba de creérselo. Hace un intento de abrir los ojos, pero tiene las pestañas soldadas por la arena, a pesar del turbante. Se lleva con dificultad los brazos entumecidos hasta la cara. No consigue incorporarse. Suelta la mano de su compañero. Con los dedos secos se frota suavemente la frente y las mejillas. Poco a poco consigue levantar los párpados, y ve a Darmala junto a él. El tibetano es una verdadera momia de arena, con muñones en las extremidades. Marco hace un esfuerzo y le sonríe, contento de estar vivo. Está empapado en sudor, como su caballo. El animal espera que su amo le ayude a levantarse. Siente un fuerte olor de sudor y miedo. El hombre se arrodilla con dificultad, sacudiéndose cantidades de arena que han triplicado su peso. Nunca habría imaginado que estar varias horas tumbado en la arena pudiera ser tan agotador. Darmala no se ha movido, como si no consiguiera librarse del peso de la tierra. Marco aparta suavemente la tela que le cubre la cara. La arena le azota la cara. Su cuerpo está ensangrentado, acribillado por minúsculos granos de arena cortantes como trozos de vidrio.
—¡Nos hemos salvado! ¡Estamos vivos! —exclama Marco con voz ronca y la garganta llena de polvo.
Se inclina sobre Darmala y retira la arena que le cubre. Hay tal cantidad, que el joven empieza a asustarse. Cava con frenesí hasta llegar a la cabeza del tibetano. Le quita el turbante. Tiene el color de la arena, su piel parece parte del desierto. Su nariz, sus ojos, su boca están obstruidos por un polvo espeso. Marco le sacude llamándole por su nombre, pero sabe que es inútil. Tiene la rigidez de los cadáveres, inmovilizado en su último combate. El cuerpo de su compañero, protegiéndole del viento, le ha salvado a él la vida. Marco, abatido, se deja caer junto al tibetano, con ganas de llorar. Los ojos le escuecen, pero el desierto le ha secado las lágrimas. Entonces, como homenaje supremo, a pesar de su agotamiento Marco entierra el cadáver de Darmala, muerto lejos de sus nieves natales, en el fuego de un desierto que ha reclamado su tributo. Despacio, con los brazos entumecidos, hasta bien entrada la noche, acaba la obra que la arena asesina ha comenzado.