6
El acqua alta
—¡Veamos esa tela maravillosa que tanto me habéis ponderado! —dice Donatella, impaciente.
El salón donde la bella veneciana recibe a Marco está decorado con la coquetería que le permite su padre. Las ventanas tienen cristales pintados de Murano. Unas vasijas sopladas de los colores cálidos del crepúsculo reflejan los rayos del sol sobre un lujoso espejo picado.
La criada de Donatella, Anna, trae unos caldos y se los ofrece a Marco, quien aprovecha para quitarse la máscara que le hace sudar, y luego se queda de guardia junto a la puerta —sin duda obedeciendo órdenes del signor Zeccone—. Anna lleva puesto el zendale, vestido de Carnaval reservado a las mujeres de clase baja. Marco se sorprende de que Donatella haya permitido excepcionalmente a sus sirvientes celebrar el último día de Carnaval, pues aunque la mayoría de los patricios sigue esta costumbre, Donatella no soporta quedarse sin criados ni un momento.
Marco mira con curiosidad los ojos demasiado azules de la bella veneciana. «¿Por qué demasiado?», se pregunta. Glaciales. La luz del sol se filtra a través de sus largas pestañas rubias.
El día anterior había zarpado la galera de su padre. Nunca le ha parecido tan lejano su sueño de viajar. Ni siquiera ha querido volver a Ca’ Polo para saludar a Fiordalisa y a los dos pequeños bastardos que Niccolò ha abandonado esta vez. Cada día en Venecia es un día en exceso. El Carnaval se acerca a su fin. Marco lo espera con impaciencia, pues ese año la fiesta le parece lúgubre. Sólo la esperanza de casarse con Donatella alivia su sufrimiento. Ella ha encargado en el almacén de los Polo una de sus sedas más preciadas, dándole así al joven la ocasión de declararse en persona. Su corazón late hasta quemarle las sienes. Se acerca el momento en que esos lindos labios pronuncien la promesa de una vida.
—Mi dependiente está ahí fuera —dice Marco señalando la puerta de madera—. Ahora le llamo.
Donatella hace una mueca traviesa.
—No. Haré que la lleve una de mis sirvientas, un regalo de mi padre —explica—. Ya veréis, eso combinará muy bien con vuestra seda exótica.
Con un vestido muy recatado de cáñamo grueso, Noor-Zade entra en la habitación como si caminara sobre una nube, flotando. Tiene un modo singular de andar, a pasitos, con la cabeza levantada pero los párpados casi cerrados, y un perfume mareante que saca de quicio a Marco. En sus brazos, como una mortaja —¿la suya?—, lleva, envuelta en papel fino, la tela que ha traído Marco a petición de Donatella. Lleva el pelo negro recogido en un gran moño en lo alto de la cabeza, seguramente una fantasía de su ama. Esta aparición hace que Marco se estremezca como si hubiera caído al Gran Canal en pleno invierno. Las demás sirvientas le dejan indiferente, pero la presencia de esta esclava le resulta insoportable.
—¡Vaya, vaya, amigo mío! ¡Pretendía impresionaros… pero confieso que la impresionada soy yo! —exclama Donatella al ver la expresión de Marco.
El joven esboza una sonrisa de circunstancias.
—Sentaos, señora, para que os muestre algo que dará realce a vuestra belleza, aunque no lo necesite… —comienza, muy en su papel de comerciante.
Mientras Donatella se acomoda como para asistir a un espectáculo, es decir, dándose tono, Marco mira a Noor-Zade esperando alguna señal de ella. Pero no se produce, y es Donatella quien patalea, impaciente.
—¿Y bien, mi querido Marco?
Marco le dirige otra sonrisa de vendedor y se vuelve hacia Noor-Zade:
—¿Entiende ya nuestra lengua?
Donatella frunce sus cejas rubias.
—¿Ya?
—Sí —contesta Marco con tono indiferente—. Desde que está en Venecia.
Noor-Zade no mueve una pestaña ante la mirada inquisitiva de la veneciana.
—Apenas. Mi padre le ha dado unas clases particulares. Ya le conocéis, es un hombre muy generoso.
A Marco se le encoge el corazón al pensar en esa generosidad. Busca ironía en el tono de Donatella, y le molesta no encontrarla.
—Arrodíllate ante mí —le ordena con un gesto Donatella a Noor-Zade.
La joven esclava obedece, sin levantar la vista. Cuando se arrodilla Marco siente un deseo repentino al ver su nuca grácil.
Noor-Zade ofrece el paquete a Donatella, que sonríe, encantada con esta comedia. Marco se enfada viendo cómo se burla la veneciana de su inclinación. Para provocar, se arrodilla detrás de Noor-Zade. La suave tibieza junto a su pecho le aturde. Una sensación casi dolorosa aprieta sus calzas. Percibe una ligera rigidez de la joven esclava cuando la rodea con sus brazos para abrir el preciado paquete. Saca de él una pieza larga de seda de un blanco inmaculado.
—¡Oh! ¡Es el blanco más bonito del mundo! —exclama Donatella—. ¡Marco! ¿Puedo tocar?
Marco deposita la tela en las rodillas de Donatella, sentada en un amplio sillón de madera tallada, y se sitúa en medio de las muchachas.
—Donatella, cerrad los ojos —ordena el joven.
La veneciana parpadea, seductora, antes de cerrarlos.
Con gran excitación, Marco observa la figura dócil de la joven esclava bárbara, oculta tras sus ojos casi cerrados. Sus manos delicadas de finos dedos ofrecen la tela. Sus cejas negras subrayan la suavidad de los párpados ambarinos.
Con un movimiento rápido Marco envuelve a la veneciana en la tela.
—Procede de Catay —dice sin apartar la vista de Noor-Zade—. La trajo mi padre en su caravana de regreso.
Marco tira ligeramente de la tela. Noor-Zade responde al movimiento y deja que se deslice entre sus dedos. Su cuerpo flexible y gentil se arquea un momento. Un estremecimiento recorre la seda. Sus caderas demasiado estrechas, sus piernas delgadas, su cintura remisa se pliegan a las órdenes del joven. Él se imagina sus pechos, pequeños y firmes, bajo la gruesa camisa. Su turbación se transforma en obsesión lasciva. Enfurecido, lucha contra el terrible impulso de someter ese cuerpo rebelde a su deseo.
—Qué pálido estás, Marco —dice Donatella, que ha abierto los ojos.
Él se vuelve hacia ella sin verla.
—Mi padre dice que el mejor remedio contra la duda es la acción —sugiere ella.
«¿Palabras de aliento?»
Sus miradas se cruzan, retadoras. Marco ve cómo se agita el pecho rubio de la muchacha. De su boca granate escapa un ligero aliento tibio.
—Donatella, voy a tocar los bajos de tu vestido —dice Marco en un murmullo.
La veneciana espera ese momento con ansia. Su respiración se acelera. Marco pasa delicadamente los dedos por la tela. Su mano, púdica pero atrevida, no osa tocar la piel, contentándose con la seda, suave como terciopelo.
—Mirad estos nudos: para algunos son faltas —continúa Marco, febril—. Para mí son impulsos vitales en estado puro que se han impuesto a la obra del hombre.
La mirada de Marco acaricia a Donatella a través de la seda, tan ligera que en ella se transparentan los rayos de sol.
Imperceptiblemente, pero con obstinación, la mano de Marco se cierra sobre la chinela de brocado, quizá demasiado fuerte porque ella da un ligero respingo. El joven siente cómo el fino tobillo se ensancha en la pantorrilla. Desliza los dedos por el hueco de la rodilla. Donatella hace un ademán de sorpresa, como si acabara de descubrir también ella ese lugar oculto. Con atrevimiento, Marco pone la mano sobre el muslo de la joven veneciana a través de la tela.
—Los hilos que creíamos haber tejido y sometido a nuestro antojo siguen siendo indomables.
Como quien no quiere la cosa, dirige la mirada a Noor-Zade. Le parece que su boca de oro oscuro tiembla.
Marco se enardece y roza con las manos el pecho de Donatella, que no se lo impide, con los ojos cerrados. Animado por los suspiros de la joven, acaricia con más energía. Los pechos de la veneciana se amoldan a sus manos. Se sorprende de que los pechos de una mujer puedan ser tan suaves bajo el rígido corsé.
—Es porque esta seda rebelde debe ser la más suntuosa. Cada vez que mi mano la acaricia debe suavizarla un poco.
Marco aprieta con los dedos la preciada tela. La boca color ciruela de Noor-Zade tiene un ligero temblor, como si no soportara esa ligera irritación de la seda.
«Sólo la piel de una mujer es más suave que esto, pero ¿cuál?», piensa Marco con inquietud. ¿De dónde llega esa corriente de aire ausente que transmite sus estremecimientos por ráfagas?
Cuando Marco suelta la tela los hilos recuperan su posición inicial, casi sin arrugas.
Donatella sacude sus rizos. Marco deja que su mano se deslice hasta la cadera de la veneciana.
—Sólo unos campesinos de una lejana aldea saben dónde encontrar estos capullos —prosigue con voz suave.
Noor-Zade se inclina para que la tela se mantenga tirante. Marco oye los suspiros de la seda cada vez que ella eleva, rápida, el pecho. La mano de Noor-Zade roza la de Marco, como sin querer. El perfume salvaje le embriaga de nuevo. Él la saborea, ella le invade, él la bebe, se ahoga, como si quisiera fundirse con ella. Se sorprende conteniendo el aliento, como si quisiera impedir que el perfume se disipara.
—Conocen los gusanos, vigilan las puestas y sólo intervienen para recoger los capullos.
Marco remonta la caricia del terciopelo, hasta la mirada de la esclava, sin encontrarla. La seda se vuelve tan caliente que hace palidecer el sol, una sangre nueva le arde en las venas, enciende su boca. Una violenta sensación le atenaza la boca del estómago. Es su amor propio herido, más fuerte que la seda. Se enfurece al descubrir que el deseo que siente podría no deberse a la proximidad de Donatella, sino a la de la otra, la animal.
—No es tan suave como la seda del Bombyx mori. Pero es la más resistente de todas —prosigue Marco.
Da un tirón seco a la tela. Noor-Zade pierde el equilibrio y al caer pone las manos en los muslos del joven. Ella le dirige una mirada en la que se mezclan la sorpresa y la angustia. Marco continúa, sin dejar de observarla. Donatella no ha visto la escena.
—Estos conocimientos se transmiten de padres a hijos, desde la época de los primeros emperadores chinos.
Curiosamente, Marco nota que se apodera de él una furia incontenible. Al ver cómo Donatella se extasía con sus caricias y aprovecha la turbación de Marco sin conocer su origen, teme que ella le esté utilizando sólo para su exclusivo placer. Evidentemente, es hermosa, y el rubor de sus mejillas realza su belleza. La barbilla de la veneciana se eleva hacia el cielo. Marco sopla con impudicia en la hoyuela de Donatella. Ella se estremece. El joven siente la extraña tentación de apretar con sus manos esa nuca que le provoca.
Con un impulso casi rabioso, Marco agarra el brazo de la veneciana.
—Donatella, ¿me haréis el honor de concederme vuestra mano? —pregunta como a la desesperada.
Ella se zafa y se pone de pie con ademán arrogante.
—Un día me dijisteis que iríais hasta el fin del mundo por mí… ¿ya no os acordáis, Marco?
El joven la mira, pendiente de sus palabras.
—Claro que sí, y lo mantengo.
Ella se vuelve, jugando con su bolso.
El perfume almizclado embriaga a Marco pese a su resistencia.
—No os pido tanto, Marco. En realidad lo que espero de un marido es que, por el contrario, se quede siempre a mi lado. Pero eso… La verdad es que queréis casaros conmigo para luego seguir las huellas de vuestro padre, y no volveríamos a vernos hasta pasados cinco o diez años.
Marco se ha quedado sin habla. Entre los dos se ha abierto un abismo, y teme que sea por su culpa, aunque se resiste a creerlo.
Ella le dirige una mirada altiva y clara.
—Marco, sois mercader, como vuestra familia. No tengo nada personal contra vos, pero debemos rendirnos a la evidencia: no somos del mismo mundo. Mi vida está aquí. Yo tengo que aparentar, tengo que representar la casa de mi padre y luego la de mi marido. Y la vuestra —suspira casi con tristeza— no necesita representación. Porque siempre está de viaje.
Marco se levanta, furioso, y su mirada se cruza con los ojos de laca negra de Noor-Zade.
Donatella sorprende este cruce de miradas y, con un movimiento brusco, coge a Noor-Zade por el brazo y la levanta. Se pone la tela alrededor del cuerpo como una toga.
—Mantenla bien ceñida detrás de mí —ordena con voz seca a la joven esclava, sin mirarla.
Noor-Zade ajusta la tela a la fina cintura de Donatella. Ésta se acerca al gran espejo picado y posa con esa coquetería que a Marco le vuelve loco.
—Marco, amigo mío, ¿qué os parece: hago que me borden unas rosetas y unas escarapelas en los hombros, adornadas con zafiros? ¡Combinaría estupendamente con mis ojos! Para un vestido de novia… —añade al cabo de un momento.
Marco vacila, aturdido.
—¿Qué decís? ¿De modo que la tela que habéis encargado a nuestra casa…?
—… es para un traje de novia, ¡por supuesto! —completa ella con una sonrisa mortífera—. Ah, ¿me había olvidado de decíroslo?
Sus ojos brillan con una inocencia perversa.
—¡Qué cabeza la mía! —prosigue ella, mirando al joven abatido—. Es que estoy muy ocupada con los preparativos. A propósito, mi padre quiere comprar unas cortinas de terciopelo decoradas, y estoy dudando entre el carmesí y el escarlata…
Rojo, sí, pero por la humillación, Marco le interrumpe:
—¿Habéis dicho zafiros? Creo que el diamante os va mejor: es la piedra más dura que existe —musita entre dientes—. En cuanto al terciopelo, os conviene uno labrado, de color sangre. Pero los Polo no trabajan con esos materiales.
Se levanta con un ademán ostentoso.
—Adiós, señora, podéis quedaros la seda virgen. Es mi regalo de boda.
Marco da media vuelta, mira por última vez a Noor-Zade antes de encasquetarse el tabarro en la cabeza y los hombros. La esclava tártara dirige una mirada perdida a la máscara.
Entonces Donatella pone la mano en el brazo del joven, reteniéndole con un gesto imperioso.
—No, Marco, es mi regalo de despedida. Tomadla, es vuestra —termina con una mueca cruel.
El cielo plomizo oprime a Marco cuando cruza la Piazzetta ya repleta de gente dispuesta a celebrar el final del Carnaval. Ha mandado a casa al dependiente, sin decidirse a hacer lo mismo con la esclava, que ahora es suya. Detrás de él, correteando para no quedarse atrás, avanza Noor-Zade, figura muda y esperanzada. El acqua alta les obliga a hacer equilibrios sobre los largos tablones que sobresalen del agua, como flotando, improbables puentes improvisados en una Venecia que siempre ha padecido sin rebelarse los desbordamientos caprichosos de la laguna. Marco sigue avanzando hacia el Palazzo Ducale, mientras el agua lame las suelas de sus zapatos. El chapoteo de las pequeñas olas resuena como una ligera palpitación. A lo lejos unas velas de color azufre zapatean sacudidas por el viento del sur. El joven veneciano se detiene, con los pies en el agua. El mar parece muy acogedor, manso y sereno, formando una alfombra brillante como un raso de agua. Muy lejos, las velas de azufre se llevan los anhelos de futuro. Poco a poco, una tras otra, van desapareciendo en la niebla. En Venecia Marco se siente atrapado en arenas movedizas, que le engullen más deprisa ahora que se ha vuelto más robusto. Detesta la morbidez oriental que se arrastra de puente en puente y por los rosetones voluptuosos de los palazzi. Su ánimo se marchita cuando la tibia bruma inunda la ciudad-barco de reflejos orientales. Los canales sinuosos proyectan su temblor infinito en las fachadas bizantinas.
Marco siente que pierde el vigor, pero ni siquiera tiene fuerzas para luchar, por miedo a agotarse aún más. ¿Cómo podría salir de Venecia? Todo le parece inconsistente. Se introduce en una callejuela inundada y vacía. De repente el pie de Noor-Zade resbala y la muchacha se hunde en el agua hasta las rodillas. Marco se vuelve, indeciso. Rechazando esa mirada entre despectiva y colérica, ella se sujeta en los tablones con ambas manos. Marco la coge por las muñecas y la saca del agua. Obedeciendo a un impulso repentino, la estrecha bruscamente contra sí. El contacto con ese cuerpo tibio y rebelde le enardece. Los pechos de la esclava, firmes contra su pecho, su vientre tierno, es la vida ardiente que se brinda al joven. Marco pierde el control. La empuja contra la pared, cuyo contacto frío se la devuelve. Ella se resiste todavía, aunque, lo mismo que él, sabe que la lucha es inútil. Si sus ojos negros hubieran sido de fuego, el veneciano se habría consumido al instante. Él esta ya inflamado, y esa mirada es lo que más aviva el fuego. Agarrando las muñecas de la muchacha, le retuerce los brazos en la espalda. Nunca han estado tan cerca el uno del otro. Sus alientos se confunden. Marco saborea el momento en que besará esa boca que parece estar aguardándole. Ella entreabre los labios carnosos. Él se lanza con avidez.
… Y da un grito de dolor. Ella le ha mordido. La sorpresa es tal que ella consigue zafarse. Se escurre junto a la pared y desaparece corriendo detrás de una esquina.
—¡Noor-Zade! —grita Marco, lanzándose en su persecución.
La multitud de máscaras oculta a la fugitiva. Marco se da por vencido y se dirige al Campo San Stefano, donde se permite el lujo de una góndola y pasea por canales y fondamenti, sorteando las cadenas que cierran algunos brazos de la laguna. Olvidándose de la esclava tártara, se tiende en el fondo de madera y se encoge, acunado por los golpes del remo del gondolero contra el casco. Mira los retazos de cielo que forman guirnaldas a través de las piedras de la ciudad de agua. Marco imagina que es un ave robusta, un águila real, que alza el vuelo sobre las calli y planea por encima de los tejados rosados de Venecia. Con un aletazo acelera su vuelo y se lanza sobre el mar, hacia la libertad de Oriente. Las olas se harán cada vez más grandes a medida que se aleje de la ciudad y de su filtro hechicero.
Un movimiento brusco del gondolero que le sacude le devuelve a la realidad. Se pone de pie y responde con un gesto a la señal de disculpa del torpe barquero.
¿Zambullirse en el olvido del agua? El agua, prisionera también de los muros y los hombres. Se diría que se queja a cada embate de la góndola. Se abre, se hiende para dar paso a la embarcación con un sollozo, y Marco observa cómo se cierra con un discreto remolino tras él. Más allá toda huella de su paso efímero ha desaparecido, como si nunca se hubiera producido. ¿Acaso no es como la historia de la vida? Su padre ha partido, y Marco no sabe si volverá a verle. Y de su madre, ¿qué recuerdo le queda? Cuando él mismo muera ya no quedará nadie que se acuerde de ella. ¿Y de él? ¿Quién se acordará de su existencia? «No quiero dejar nada de mí», piensa con orgullo.
Unos goterones caen sobre las mejillas y el mentón de Marco, sacándole de su ensimismamiento. El joven veneciano abre los ojos. Sobre él, en el puente bajo el cual pasa la góndola, hay dos máscaras. Una mano joven pero ya gastada levanta la suya para mostrar la cara risueña de Giovanni. Bajo la otra Marco reconoce las venas azules de Farenna. El teniente de navío pasa la mano por el hombro de Giovanni.
—Ven con nosotros a la Piazzetta —propone Farenna, visiblemente cargado de vino barato.
Marco se levanta, salta de su embarcación y sigue a sus compañeros por las callejuelas perseguido por los insultos del gondolero al que no ha querido pagar por haberle mojado. En este último día de Carnaval parece que sobre los canales surcados por numerosos traghetti se cierne como una niebla una sensación de agobio. A medida que los tres amigos se acercan a la Piazzetta, la ola de los venecianos se hace más grande y ruidosa, zumbido monstruoso interrumpido por chillidos aislados, hasta romper contra los muelles. Toda Venecia corre a unirse a la multitud que abarrota las estrechas callejuelas. Luego, un grupo numeroso se dirige a la Piazzetta. Con gran jolgorio, por todas partes lanzan huevos perfumados, que revientan en los vestidos sin distinción de rango ni sexo, exhalando su aroma más o menos agradable. Venecia está alborozada. Una muchedumbre abigarrada de burgueses y obreros, caballeros y estudiantes, se agolpa en las orillas del Gran Canal hasta el Palazzo Ducale. Los titiriteros recogen del suelo las monedas que les han tirado. Un mono sabio vestido como los comediantes italianos, con unas calzas de Arlequín y un chaleco rojo, hace las delicias de los venecianos. El animal se dedica a robar en las cestas de mimbre de un puesto callejero. La vendedora, fuera de sí, le persigue a escobazos entre las risas del público. Al final acaba recogiendo el puesto. Entonces la atención se desvía hacia un escupidor de fuego que chamusca las plumas de los sombreros puntiagudos de un grupo de caballeros extraviados entre el populacho. Pero cuando los emplumados amenazan con desenvainar sus espadas la masa protege al feriante y empuja a los arrogantes, que optan por marcharse. En cuanto llega a la plaza atestada de gente, Giovanni se separa de sus compañeros para unirse a las Fuerzas de Hércules, figuras humanas con forma de pirámide que desafían las leyes del equilibrio. Giovanni compensa su falta de fuerza con una gran agilidad. Sin dudarlo, con una gran sonrisa, trepa por los muslos de los colosos que forman la base para formar parte de la pirámide humana. Encuentra su equilibrio y se mantiene erguido. Su concentración impresiona a Marco. Un niño de apenas cinco a siete años trepa a su vez por sus mayores. Con agilidad felina se coloca en lo alto del edificio. Un clamor acompaña sus evoluciones, y entre el público una matrona se quita la máscara, santiguándose de miedo. El niño mira de reojo para asegurarse de que su madre le ve y, en un intento de rizar el rizo, se dispone a hacer el pino. Con su entusiasmo hace que la frágil construcción se tambalee. Es demasiado para la matrona. Su marido, que también es el padre del niño, sacude la base de la pirámide tan fuerte que la torre se derrumba; los hombres van cayendo, uno tras otro, con más o menos fortuna, y el niño cae de los cielos —donde ya le veía su madre— hasta las manos de su furioso padre.
En la caída Giovanni se ha torcido un tobillo. Marco corre a sostenerle, pero el mudo le responde con una sonrisa. Se les acerca un charlatán que les ofrece un bálsamo capaz, supuestamente, de obrar milagros. Marco le aparta secamente. En cuanto se ha librado de él aparece otro que, después de acusar al otro de embaucador, asegura tener un elixir que devolverá las fuerzas al lesionado. Giovanni acaba aceptando la pomada apestosa que el vendedor le aplica con una sospechosa generosidad. Le deja una cajita, que le servirá en su vejez para la gota y los humores fríos. Una gitana con la cara completamente tapada coge la mano de Marco. Por distracción él la deja, y la mujer empieza a desgranar sus predicciones. Él, sin prestar atención, oye algo sobre honores y amores, el primero de los cuales morirá dejándole un hijo.
—Veo que vas a marcharte de aquí —dice ella con voz aguda y un acento desconocido.
—¡Si es para predecirme eso, no te daré nada, bruja! —exclama Marco retirando la mano.
Hace ademán de marcharse, pero ella le retiene con osadía.
—¿Quieres leerme las rayas a mí? —le ofrece.
Marco se detiene, intrigado por esa extraña propuesta.
—Llévame contigo.
El joven baja la vista hacia los dedos de la gitana. Su finura les confiere una gracia natural. La blancura de las uñas contrasta con la oscuridad de la piel. De repente los dedos se vuelven y muestran su secreto, un tatuaje en la piel. El animal, medio tigre medio dragón, palpita en la palma de la mano. El joven enmudece, atónito. Aunque la ha vendido como tal, nunca pensó que conociera tan bien el veneciano. Busca la mirada de la muchacha bajo el velo.
—Llévame contigo —repite ella con un acento desesperado que Marco no le ha oído nunca.
Él se vuelve buscando a su amigo, sin responder a la súplica. Ella se apresura a seguirle.
Marco tropieza con Anna, la sirvienta de Donatella, y la reconoce por su traje de zendale.
—Buenos días, señor Marco. Mi generosa señora nos ha autorizado a los criados a salir el último día de Carnaval.
Noor-Zade se aparta discretamente.
—¿No quieres conocer tu futuro, Anna?
—¿Mi futuro? Lo conozco, señor Marco, pero ¿tengo elección? Tengo que alimentar a una familia. La verdad es que a veces es una tortura. ¡Ella es tan ingrata! Puedo decíroslo ahora que sabéis que ya no significáis nada para ella, nada en absoluto —repite con dureza.
«Ohimè! —piensa Marco con despecho—. ¡De modo que no soy nada para ella, como me dice esta rana! Bien, parece que siempre ha sido así».
—No debéis reprochárselo. —Anna trata de recoger velas—. No ha tenido elección. Lo mejor que podía hacer era olvidaros. Una dama como ella necesita seguridad.
Marco se aparta de Anna. A su lado Noor-Zade busca su protección en medio de una multitud a la que teme. Bajo el velo el joven distingue la almendra de sus párpados color canela. Está oscureciendo. Los fuegos que alumbran la noche desaforada de Carnaval desvelan con indecencia los rasgos que Noor-Zade procura ocultar. Bajo el velo su rostro tiene algo de impúdico. Su boca de color rojo oscuro relumbra lo mismo que sus pómulos orgullosos. Frunce sus finas cejas con un encanto irresistible.
Marco busca a Giovanni, que se ha perdido. Aunque gracias a su estatura puede mirar por encima de las cabezas, le resulta imposible distinguir las caras detrás de las oleadas de máscaras que pasan sin cesar a su lado. Farenna se tambalea, acaba de vaciar una jarra de vino que le ha ofrecido alguien.
—Señor Farenna, ¿sabéis dónde está Giovanni?
El marino levanta los brazos. Marco suspira, irritado. Farenna ríe al ver el espectáculo de un sacamuelas y su paciente, que da alaridos y se retuerce de dolor, cuando el de la demostración sonreía de oreja a oreja. Marco les reconoce. Todos los años hacen la misma representación. Busca a Giovanni y sólo ve a un domador de osos; más allá están azuzando a unos perros contra un toro bravo. El restallido de un látigo sobresalta a Noor-Zade. Unos pícaros disfrazados de cocheros se divierten con ese instrumento tan poco común en Venecia, donde apenas se ven caballos. Hay venecianos que nunca han visto uno. El disfraz les parece el colmo de la originalidad.
Una embestida del toro más violenta que las demás provoca un movimiento de pánico. Marco se apresura a proteger a Noor-Zade entre sus brazos. Ella le mira con lágrimas en los ojos. Él la estrecha muy fuerte, como si fuera suya. Siente su calor contra su vientre. Muy apretados, se sienten solos en el mundo. Marco lucha contra la excitación que le perturba la mente. Se abre paso en la multitud repleta de máscaras. El joven ya ha perdido de vista a Farenna, y ha renunciado a buscar a Giovanni. Arrastra a Noor-Zade hacia el mar y, cogiéndola por la fina cintura, la levanta y la coloca sobre un mojón de piedra. Un gondolero insolente reclama la buenaventura y Marco le promete dársela de un cintarazo si no se aparta enseguida. Marco y Noor-Zade cruzan una sonrisa.
—¿Qué voy a hacer contigo? —se pregunta Marco en voz alta.
—Llevarme a casa —responde sin dudarlo Noor-Zade, con una determinación feroz.
—¿Y qué te hace creer que podría aceptar?
—Los dos queremos volver a ver a nuestro padre.
Marco se vuelve y se aleja, pensativo. A punto está de tropezar con un escupidor de fuego, que vocifera amenazas infernales contra él. Retrocede hacia el canal.
Noor-Zade mira fijamente hacia el cielo. Instintivamente Marco se pone de puntillas y alza la vista hacia donde observa, horrorizada, Noor-Zade. Muy por encima de ellos, bajo el sol de la noche, como el fantasma de un sueño, Giovanni ha escalado el Campanile. Ahora tantea con un pie en el vacío. Noor-Zade contiene el aliento. Marco distingue a duras penas una cuerda tendida desde la cima hasta una barquita anclada en el muelle. Con el aplomo de un loco, Giovanni se sube a la cuerda como si echara a volar. La multitud grita al unísono. Marco vigila la barca del muelle, pero es demasiado tarde: el niño acróbata de las Fuerzas de Hércules está a punto de subirse a ella. El joven veneciano corre, da un grito que el pequeño quizá no oiga, pues ha saltado a la barca, que se balancea vivamente. Marco ve cómo una onda se propaga con cruel lentitud a lo largo de la fina cuerda hasta llegar a su amigo. A partir de entonces todo sucede tan deprisa que Marco ni siquiera tiene tiempo de parpadear. Giovanni ha notado la vibración. Intenta mantener el equilibrio. Pero allá arriba no hay lugar ya para la vida. Marco le ve renunciar. Instintivamente Giovanni abre los brazos pidiendo socorro y cae vertiginosamente, una larga caída muda. La multitud también enmudece. El cuerpo golpea la tierra desnuda con un ruido sordo de huesos rotos y carnes aplastadas. El pueblo se aparta para dejar que el ángel presente su último número. «¡Se ha matado!», se oye murmurar. Marco se adentra en la muchedumbre de la que huía hace un momento. A codazos, casi derribando a los curiosos que le cierran el paso, el joven se acerca. Entre las cabezas de la gente entrevé la cara ensangrentada de Giovanni. Adivina su cuerpo descoyuntado, sus miembros retorcidos en posiciones inverosímiles. Marco, furioso, mataría a todos esos curiosos que se refocilan con el espectáculo de la muerte. La cólera del instante fatal que no ha podido evitar.
Una mano se posa en su hombro. Farenna, sereno, mira a Marco con tristeza. Con paso lento el veneciano se reúne con Noor-Zade en el muelle. Farenna les sigue de cerca. Marco siente el anillo de oro del dux en el dedo. El día en que Donatella lo rechazó… Sus manos se han agrandado y le cuesta mucho sacarlo del dedo. Observa su brillo en la palma de la mano y, sin dudarlo, lo devuelve al mar, lanzándolo muy lejos, igual que el dux. Farenna hace ademán de retenerle, pero llega tarde.
—¿Qué haces? —grita el marino—. ¡Es de oro!
Marco se vuelve hacia él. Una inmensa esperanza ilumina la aurora de su mirada.
—No, no es de oro, ¡es de pasado! —les grita a los cielos, que empiezan a clarear con volutas de nácar y púrpura.