14
El secreto
—¡Te felicito! Marco, has hecho un negocio estupendo. A cambio de un ajedrez como ése… ¡Yo mismo no lo habría hecho mejor!
Marco se enorgullece, acariciando con altivez el cuello del semental.
—Te estás volviendo un auténtico mercader veneciano. Sólo te queda demostrarme lo hombre que eres —añade Niccolò con un guiño—. Ven conmigo, te llevaré al baño moro… Prepárate.
Marco cruza el patio y al pasar por las alcobas comunes llama a Noor-Zade y luego sube a su cuarto.
Marco se cambia detrás de un biombo decorado con unos bordados de pájaros con plumas resplandecientes.
—Noor-Zade, quiero pedirte un favor…
Ella se pone rígida. El joven aparece sonriente y vestido de blanco, con pantalones bombachos y un ancho cinturón añil. Le tiende a la doncella unas monedas pero ella no las coge y se queda a la espera. Él se le acerca, coge su fina muñeca. Un fuego intenso invade a Noor-Zade hasta la raíz del pelo. Marco la agarra con más fuerza. Deja las monedas en la mano de la muchacha y cierra los dedos encima.
—Noor-Zade, ve al bazar y cómprate aderezos propios de tu sexo.
—¿Tenéis alguna cita galante? —pregunta ella con un deje de celos en la voz.
—Tal vez —contesta Marco, enigmático—. La verdad es que quiero verte bien compuesta.
Un estremecimiento recorre el cuerpo de Noor-Zade.
—¿Y esa cita, señor Marco?
—Será esta noche, contigo… —susurra él, con ojos ardientes.
Noor-Zade no contesta, pero sigue apretando el puño sobre el oro de Marco. Se vuelve rápidamente y sale de la habitación.
Fuera, el bullicio, la muchedumbre. Un hombre con un largo sable al cinto aborda a la joven para venderle un turbante de moda. Negando con un gesto discreto, ella se adentra en el bazar apresuradamente. Pero la muchedumbre que camina en sentido contrario la frena. Pasa por delante de varios puestos antes de detenerse frente al de un vendedor de perfumes y afeites. El hombre, después de unas frases de bienvenida dulces como la miel, la invita a sentarse en una pequeña alfombra raída y le sirve un tazón de nata. Luego le presenta sus pequeños discos de tierra, pintura de labios de todos los colores. Saca unas bandejas con montones de quermes y anís. Le muestra unas hierbas con poder soporífero, afrodisíaco o incluso abortivo.
Noor-Zade se deja engatusar con placer, pues la escena le trae por un momento recuerdos de su vida pasada, cuando era niña y, en compañía de su padre, descubría maravillada los objetos variados y excepcionalmente inútiles que los vendedores ambulantes exponían sobre grandes pieles raídas.
Noor-Zade se fija en unas telas de seda que las mujeres de Tabriz se ponen debajo del grueso haik que las cubre de pies a cabeza.
—Esto lo quita el marido —explica el vendedor con una sonrisa picara.
Al final se decide por una simple mantilla de seda blanca con una orla de crin de caballo para cubrir los ojos. Se unta un poco de goma de cidro en la hoyuela del cuello, que enseguida exhala un suave perfume acidulado.
Cuando sale de la tienda ya ha caído la noche y el bazar está casi vacío.
Poco a poco se va quedando sola en el laberinto donde las tiendas han cerrado una tras otra, con una simple plancha de madera. Ocultándose tras una tienda, saca la pintura de labios y frota el índice en la tierra. Levanta el velo que le cubre el rostro y se pasa el dedo enrojecido por la boca.
Un hombre que está guardando sus joyas le tiende a Noor-Zade un collar de granate y nácar. Es precioso, pero ya no hay nadie delante para ofrecérselo. La muchacha sigue caminando hasta que una pared le cierra el paso. Vuelve atrás, se pierde, se asusta y por fin reconoce la tienda donde ha hecho su compra, que ahora tiene la cortina echada.
Niccolò acompaña a su hijo al baño moro y arrastra a Matteo, tan achacoso como siempre y jurando que el baño acabará con él.
—Si fuera verdad —bromea Niccolò—, por fin nos quedaríamos tranquilos… y tú también.
Matteo calla, ofendido, y sigue a su hermano.
Al entrar, el interior está tan fresco que Marco siente un escalofrío. Niccolò bate palmas y aparece un enjambre de mujeres, calladas y con la mirada baja, que rodean a Marco. Niccolò le dedica una amplia sonrisa cómplice antes de desaparecer.
Las mujeres llevan al joven a una sala abovedada y muy decorada. Guardan silencio con obstinación. Entre ellas destaca una mujer de piel negra y labios abultados, pero con rasgos tan finos como una veneciana. El velo destaca como un maquillaje sus inmensos ojos negros, rodeados de largas pestañas que ella hace batir delicadamente. Su pelo espeso, oscuro, le cae en cascada por la espalda envolviéndola como una capa hasta las nalgas arqueadas. Cuando le roza, Marco siente la suavidad de sus cabellos, tan sutil como la seda que oscila a su paso. Brillan como la promesa de una noche estrellada.
Las mujeres le guían a través de infinidad de salas. A medida que se adentran por ese laberinto el calor va en aumento. Marco tiene tiempo de examinar la segunda estancia mientras las odaliscas le desvisten y sólo le dejan un paño en la cintura, a la antigua. Las paredes están ricamente decoradas con grandes cuadrados de lapislázuli. El cielo raso extiende su curva ocre a cada lado de la sala, reposando sobre columnas de mosaicos multicolores con predominio del azul turquesa. El sol entra por unas grandes ventanas cuadradas de vidrio de colores, proyectando largas bandas de luz dorada, precisas como flechas, en medio de los vapores blancos. Marco, sudoroso, se entretiene entornando los ojos para examinar mejor los cuerpos. Poco a poco el joven se siente purificado del sudor del viaje.
Le tienden sobre un ancho alhamí. El calor de los azulejos le apacigua divinamente. Luego se le acerca una mujer de ojos translúcidos y fijos, guiada por una niña. La ciega lleva un manto blanco adherido a su piel sudorosa. La hetaira de cabellos de ébano, con un movimiento rápido, le quita el paño al veneciano. Las otras ponen las manos de la ciega en las caderas de Marco. Los dedos recorren sus muslos y su virilidad ya enhiesta, con rapidez de experta, como para orientarse por un terreno conocido. El joven no se mueve. No puede evitar el pensar en Noor-Zade, y en Donatella. La ciega le acaricia con firme determinación. Extrañamente, él siente que esta energía responde a la exigencia del amo, Niccolò Polo. La ciega hace un gesto de aprobación y retira las manos. Luego se va.
Poco acostumbrado a estar de tal guisa delante de tantas mujeres, Marco realiza torpes intentos por ocultar su desnudez, comprobando a pesar suyo que no tiene manos suficientes para ello. Pero las mujeres no prestan atención a su pudor ni a su indecencia. No le miran más que si hubiera estado vestido, acostumbradas como están a recibir docenas de hombres al día. También ellas están casi desnudas, de forma sutil y delicada, dejando entrever bajo un velo de raso o un adorno de abalorios las partes más excitantes del cuerpo femenino. Mientras, fuera, en la calle, las mujeres se cubren de telas para hurtarse a las miradas extrañas, aquí las sedas revelan, impúdicas, su desnudez incitante. Marco piensa que Alejandro Magno tal vez tuvo experiencias semejantes en su época. Nunca imaginó que pudiera haber tantas mujeres distintas. Algunas de ellas tienen unos rasgos, un color de piel que no ha visto jamás. Una piel clara pero ligeramente olivácea, con ojos desmesuradamente alargados hacia las sienes. Una naricilla y una boca ancha, pelo fino y negro, larguísimo y recogido sobre la nuca. Hablan entre ellas una especie de lenguaje que no parece formado por palabras sino más bien por sonidos, parecido al croar de las ranas.
El mozo nunca ha contemplado tantos cuerpos de mujer. Descubre, pasmado, la variedad de sus formas. Algunas incluso son mayores; menos púdicas que las más jóvenes, se mueven con soltura en sus cuerpos adiposos y arrugados, con los pechos en el ombligo —pezones reconfortantes—, el vientre colgante, las nalgas gruesas. Los pechos se exhiben ante los ojos embobados del veneciano. Unos afilados, otros redondos, morenos, planos, suaves, pequeños, venosos, levantados hacia el cielo o, por el contrario, aspirantes al descanso de la tierra. Unos cuelgan, flacos, otros resisten, osados, las señales de un tiempo cruel que golpea, con su implacable exigencia, esos cuerpos a su merced.
Nalgas de todo tipo acompañan a esos pares de pechos. Pesadas, pequeñas, firmes, recalcadas con hoyuelos, empinadas y musculosas, o gruesas y estriadas con líneas blancas y piel grumosa. Nalgas hundidas y nalgas rebosantes. Nalgas de líneas redondas o encogidas. Nalgas que atraen y nalgas que repelen.
Pero todas tienen algo en común: un tatuaje. Marco no distingue claramente el dibujo, pero es el mismo en cada una de ellas. Lo llevan en la base del cuello, junto a la barbilla. Más adelante se enterará de que es una manera de distinguirlas si salen del burdel, cosa que tienen prohibida.
La mujer de piel negra tiene grandes cejas cuyo arco subraya la dulzura y firmeza de su mirada oscura. Con un gracioso movimiento del brazo se echa su magnífica cabellera a la espalda. Marco contempla cómo ondulan sus mechones lánguidos sobre sus finas caderas. Detrás de su gasa nacarada adivina la pulpa brillante de su boca, y siente deseos de darle un mordisco. Baja los ojos, avergonzado de esos pensamientos ávidos.
Como si todas hubieran adivinado su elección, es ella la que atrae a Marco hasta otra sala, más pequeña que las anteriores. Al cruzar el umbral siente que se ahoga. El aire es irrespirable. Una niebla espesa llena el ambiente. Hace ademán de retroceder, pero la joven de piel negra le tira suavemente del brazo. Le invita a sentarse en unas grandes piedras rojas labradas con motivos afrodisíacos y le enseña a respirar acompasadamente. Poco a poco se acostumbra al vapor, perfumado con eucalipto. Se imagina que está respirando agua, como un pez. Recuerda sus zambullidas en la laguna de Venecia… hace una eternidad. En un instante está empapado en sudor. Tiene el pelo pegado a la piel. En la niebla vaporosa Marco cree entrever unas figuras de hombres —¿Niccolò y Matteo?— acariciados por muchachas de cuerpos espléndidos. En esa sala las mujeres están calladas, seguramente a causa de la pesadez del ambiente, mientras que a través de las paredes se las oye hablar entre ellas, reír incluso. La mujer de pelo azabache habla poco. Él también calla. Por un momento Marco se siente como un sultán en su harén. Probablemente es lo que ha querido brindarle su padre. Pero no logra quitarse a Noor-Zade de la cabeza. Al cabo de un rato la joven le invita a levantarse y salir a la sala anterior, donde el aire es más respirable. Allí se tumba de nuevo en los mismos azulejos calientes, que le relajan como el frescor de una mañana de verano.
Detrás de sus velos impúdicos, la belleza negra de cabellera oscura manipula su cuerpo sin miramientos, frotando con un vigor cruel hasta el último trozo de su piel con una tela rugosa. Siente que el cuerpo le arde y que la piel se enrojece. Esos movimientos han levantado finos rollos de grasa en sus muslos y brazos. Tiene la impresión de ser un caballo al que almohazan. Luego, con movimientos ligeros como caricias, la mujer le cubre de barro. Por último le sienta y le echa por encima varios cubos de agua helada, arrancándole hipidos despavoridos.
Arropado en un grueso paño de algodón, sigue a la ramera a un cuarto estrecho, más fresco que los demás. Ella cierra la puerta, decorada con volutas vertiginosas. Están solos. Con una seña, ella le invita a tenderse en el suelo, sobre una mullida alfombra de lino. Se arrodilla a su lado.
—Me llamo Mira —dice ella de repente, en persa.
Marco está tan sorprendido que duda de haberla oído hablar.
—Y yo soy…
—… el hijo del señor Polo —termina ella con una sonrisa dócil.
Le ofrece a Marco unos frutos secos y una copa de vino de higo. El joven coge un dátil.
—¡Qué piel más lechosa tienes, señor! ¡Y ese color de fuego en el pelo, y tus ojos! Nunca los había visto iguales.
—Sabes cómo halagar a los hombres que recibes.
Con una sonrisa, ella vierte en sus manos un poco de aceite con olor a vainilla y empieza a dar masaje a Marco. Poco a poco él se relaja, languidecido en un torpor vaporoso. Observa a Mira de cerca, sus labios brillantes del color de la tierra oscura, el trazo de kohl en sus párpados —un secreto de mujer que no conoce Donatella…— y los arabescos fogosos dibujados en su cuerpo, que él había confundido con una tela. Admira fascinado la precisión y la gracia del guipur que lleva puesto. Sus brazos están envueltos en una larga cinta de encaje que imita una cadena delicadamente calada. Su cuello está adornado con un collar fino. Unas volutas le suben de las nalgas a los riñones y los ciñen delicadamente con sus cadenas lascivas. El dibujo realza la finura de su talle, la curva de sus caderas, la redondez de sus muslos y sus pechos. El espectáculo es magnífico, capaz de dejar sin aliento. Más que nunca, Marco se siente poseído por un deseo violento de Noor-Zade. Imagina su cuerpo tatuado como el de Mira. Cierra los ojos.
Noor-Zade avanza rápidamente por una callejuela oscura. Sólo las paredes encaladas le dan un poco de resplandor para guiar sus pasos, que se le antojan demasiado cortos. Al final de un pasaje más ancho ve una patrulla de soldados. Siente un recelo instintivo, pero tal como va vestida sabe que no tiene nada que temer de ellos. Alarga sus zancadas, si ello es posible. Piensa en Marco y se sorprende sonriendo sola.
De repente siente un peso en la espalda, y algo que le atenaza los brazos. Mientras se debate comprende que es un hombre, sintiendo su virilidad erecta contra sus nalgas. «¡Es Marco!», piensa de inmediato. Una oleada de calor intenso, abrasador, nuevo, la invade.
—¡Para, para te digo! —grita, riendo.
Pero el abrazo es brutal y no consigue volverse para ver a su adversario. Al calor le sucede enseguida un pánico atroz, desatado, como una tempestad de arena. Huir, nada más. Imposible. Bruscamente, desequilibrada por el peso tan grande, se aplasta contra la pared, en la sombra. No puede luchar, se siente demasiado débil frente a esa fuerza que la inmoviliza. Sigue debatiéndose. Marco reiría con ella… Se echa a temblar pensando que lo que la sujeta así, el que la mantiene en su poder no es, desde luego, Marco. Durante un momento se reprocha por haberse dejado sorprender, sola en el mundo. Porque no puede hacer nada. Aplastada contra la piedra, con arañazos en la cara, intenta apartarse de la pared que la lastima, pero sólo consigue que arrecien los embates de su agresor, que se frota contra ella frenéticamente. Empieza a gritar, pero una mano le tapa la boca. Parece como si el suelo se retirase bajo sus pies. Tiene la impresión de resbalar, incapaz de mantenerse de pie. Ahora es la tierra la que lastima su mejilla, sus ojos que lloran ya, doloridos y ácidos. El peso sobre ella, la mano contra sus dientes, cuyo sabor infecto siente muy a su pesar, la ahogan. Se sofoca. Hace un intento desesperado de tomar aire. ¿Cómo puede no desear morir, pese a todo? El instinto de supervivencia —¡tan injusto y odioso!— le impone su intolerable ley. Los brazos, aplastados contra el pecho, le hacen daño. Se apoya en el suelo para incorporarse. Se oye a sí misma musitar, suplicar con voz sorda que la dejen irse. Luego, unas preguntas le percuten el cerebro a punto de estallar: ¿quién? ¿Por qué? Encima de ella el hombre se restriega cada vez más fuerte, como si quisiera… ¡No! De repente, sin que sepa cómo, siente el aire entre las piernas… por poco tiempo. A pesar de su resistencia, seguramente él se las ha separado con la rodilla. Intenta zafarse. Sin hacer ruido el hombre se coloca entre sus piernas y un miembro rudo y grande, duro como el hielo y frío como la piedra, arremete contra su cuerpo, tan árido como su garganta. El dolor agudo le arranca un grito, pero la mano en la boca sólo deja escapar un bufido. Rápida, salvaje, la quemazón profanadora se impone. Ella quiere negarse, pero es demasiado tarde. Eso que temía ha sucedido. Lastimada a cada movimiento, desea que se detenga, o incluso que no sea tan violento. Pero él cada vez es más brutal. Ella siente como si un instrumento de madera se moviera en su interior, forzando el paso a cada embestida, larga y profunda. Ella quiere vociferar, debatirse, pero él la sujeta. Ella intenta levantarse para huir, pero cada intento suyo enardece a su atacante y aumenta el dolor de su vientre. Entonces ella contiene el aliento, como si temiera provocar un movimiento si deja escapar un suspiro. Con los ojos cerrados sobre su sufrimiento, entre sollozos, unas lágrimas ácidas se escapan de sus párpados. En el fondo de su corazón aún se niega a rendirse. No renuncia a luchar. Pero poco a poco, incapaz de moverse, siente que pierde la conciencia. Un objeto, un animal que se usa. Él la inmoviliza, la ahoga con su peso horrible. El peso del mundo que la mirará. ¿Y si la estuvieran mirando en este momento? ¡No! Este pensamiento le resulta casi tan intolerable como lo demás. Los sollozos la sofocan, atascados en su garganta. Ahora sólo pediría que la deje llorar, ya no gritaría, a pesar del dolor. Todo su cuerpo es un sufrimiento, los brazos demasiado doblados, las piernas demasiado separadas, la mejilla arañada, la boca magullada, el pecho aplastado bajo ese peso que arremete con rabia contra su vientre dolorido. Querría estar lejos, en otra parte, después, antes. Más allá de su dolor y su vergüenza. No, no gritaría, porque contra la humillación no se grita. Oye los resoplidos entrecortados, bestiales, del intruso, porque sólo una bestia es capaz de hacerla sufrir así. Con un brusco golpe de gracia, violento y profundo, él se hunde hasta desgarrarla.
Luego, de repente, tan bruscamente como ha sido agredida, se siente libre. Ya no hay nada sobre ella, entre sus muslos, ya no hay mano en su boca, ni aliento en su cuello. Intenta levantarse precipitadamente, tropieza, se cubre con el vestido rasgado.
Recupera el aliento tal como lo encuentra, roto, y echa a andar tambaleándose, sin mirar atrás. Tiene todo el cuerpo tenso, pero no quiere que se note su miedo, su dolor. Camina con altivez, negándose a sentir las lágrimas que le resbalan por las mejillas. Aunque una vez la habían esclavizado, jamás la habían violado de esa manera. Se da cuenta de que él la sigue. Pero no, no se dará la vuelta para mostrarle su rostro devastado. No le importa quién sea, sus facciones no le interesan.
Está a punto de caer, se apoya en la pared. Los pasos del otro suenan tras ella. Se sobresalta al verlo, muy cerca, oculto bajo un gran turbante, impasible, gozando de su crimen al contemplarla. En la sombra el monstruo la observa, como un animal. Los párpados abiertos y húmedos tienen la inmovilidad de los ojos de las estatuas.
—¡Vete! —grita Noor-Zade—. ¿Qué quieres ahora? ¡Déjame!
Ella grita, en las callejuelas desiertas. Nadie ha acudido a socorrerla. Ahora no quiere que nadie la vea, y menos él. El odio se apodera de ella, unas ganas de matar más fuertes que todo. De repente se acuerda de la daga que le ha dado Marco. Sigilosamente agarra la empuñadura y, con un movimiento de rabia incontenible, se abalanza sobre él, blandiendo la daga, con todo el ardor de su honor mancillado. El levanta los brazos para protegerse, pero no a tiempo, y la hoja se hunde junto a su hombro. Ella siente cómo se clava con una felicidad intensa. Pero su mano es detenida por el mismo puño que la sujetaba hace un momento. El hombre —pero ¿es un hombre?— aprieta hasta obligarla a soltar el arma. Entonces ella cree que va a morir, y piensa en los suyos, que la creen ya muerta.
—¡Perra! ¡Cómo te atreves!
El terror atenaza a Noor-Zade. No hace falta ninguna claridad para reconocer el acento persa de Kunze al-Jair.
—Te habías olvidado de que yo fui tu primer amo… ¡Y Marco Polo pretendía guardarte «para su uso personal»! Se lo pienso contar todo.
—¡No! —se oye gritar ella.
Clavándole sus ojos negros, Kunze sacude la cabeza, y luego dice con su voz baja y pausada:
—Si tú no dices nada yo también me callaré. Será nuestro secreto.
Kunze abre la mano y suelta la muñeca de la muchacha. Ella da un salto hacia atrás. Él se aleja primero, sin volverse. Su amplia capa se abre como las alas de un ave de presa.
Noor-Zade recoge la pequeña daga, y ve con alivio que la sangre oscurece la fina hoja. Su primer impulso es limpiarla, pero luego decide no hacerlo, como prueba de lo que acaba de sufrir. Envuelve cuidadosamente la daga en un jirón de su vestido desgarrado y se la mete en el bolsillo.
De vuelta al caravasar, Noor-Zade se escurre sigilosamente hasta la habitación que comparte con los otros sirvientes. A esa hora, como ya suponía, todos están en el gran patio cenando antes de acostarse. Aliviada, corre a lavarse y frotarse con la energía de una demente. Temblorosa, cubre de tierra su cara surcada por lágrimas secas. Rabiosa, arroja lejos de sí la ropa sucia que no puede limpiar de la vergüenza. Coge el magnífico velo que ha comprado para Marco y se viste con él. Se tiende, juntando las manos para la oración, con los dedos crispados en su pulsera. Pero aunque invoca a los dioses no consigue calmarse. Un ruido la asusta: se siente morir.
Marco Polo asoma la cabeza por la puerta.
—¿Qué te pasa? Te estremeces.
—¡Nada! ¡No me pasa nada!
Marco la mira con extrañeza. Ella se da cuenta de que ha gritado al responder. Vuelve la cabeza.
—Todo va bien, señor Marco.
—¡Mientes! —exclama el joven—. Estás temblando, estás enferma. Hay que curarte.
—¡Sí! —dice Noor-Zade—. Estoy enferma. ¡Tenéis razón!
Marco se le acerca despacio, levanta la mano, ella retrocede, él se acerca aún más despacio, le toca la frente, siente su aliento cálido y húmedo en sus dedos.
—Tienes fiebre, acuéstate, estarás mejor.
Noor-Zade se calma. Marco se sienta a su lado y le acaricia el pelo con mucha delicadeza. Ella se estremece a cada roce de sus dedos. El silencio de la noche es tan profundo que Noor-Zade oye su respiración y Marco la seda de sus mechones en su palma.
—Noor-Zade, tus cabellos son muy suaves. Mira cómo se escurren entre mis dedos como agua. El agua más pura.
La voz de Marco suena aterciopelada en los oídos de la joven.
—Sueño con tocar tu piel, pero… no me atrevo. Sin embargo, eres mi esclava —afirma Marco como si él mismo no se lo creyera—. Deja que te rodee con mis brazos.
Noor-Zade, cada vez más apaciguada, querría seguir oyendo esa voz tan dulce a su lado.
—Estás enferma, me voy.
—¡No! —grita ella angustiada.
Sus miradas se cruzan: azul-negro.
El peso del joven acostándose sobre ella reaviva el dolor de su cuerpo martirizado. Un escalofrío de pavor recorre el espinazo y los miembros de la muchacha. Marco lo confunde con un espasmo voluptuoso. Ella recuerda la sensación fugaz, pero violenta, cuando justo antes de ser violada creyó que era Marco quien la ceñía con tanta fuerza. Pero él no estaba ahí. Noor-Zade le abraza, buscando su protección. Él se sumerge en su calor, descubriendo un ardor sereno. Cree que está embelesada, extasiada, admira su hermosa cara con los ojos cerrados, pero ella llora tras la sombra de sus párpados y lo que él cree que son gemidos exaltados son los sollozos que la oprimen. Durante el resto de su abrazo Noor-Zade llora y Marco se ríe con esas lágrimas, cuyo significado aún desconoce.