17
El ilján de Persia

En una atmósfera fúnebre, agobiados por el aire caliente y sofocante, la pequeña fila de doce jinetes y doce mulas prosigue su marcha por un paisaje hostil. El guía nómada se ha vuelto con los suyos. Casi con incredulidad, divisan la gran llanura en la que aparece Meshed como en un estuche de rocas rojizas con los rayos del sol naciente. La ciudad conserva intactas las murallas y la fortaleza. Con impaciencia aprietan el paso de sus monturas para estar a las puertas de la ciudad antes de que el sol esté alto en el cielo. Matteo paga la entrada sin rechistar. Enseguida se enteran de que las tropas de Abaga no han llegado a la ciudad. Sin hacer cábalas a propósito de esta noticia buscan el caravasar, que está a la entrada de las murallas.

Todos los miembros de la caravana caen rendidos en una gran habitación común. El edificio está casi vacío. Son recibidos como príncipes por el encargado, que después de las cortesías de rigor negocia el precio de su estancia con la esperanza de que sea prolongada. A pesar del ruido y el ir y venir de los escasos viajeros retenidos en Meshed por miedo a los mongoles, que dan rienda suelta a su impaciencia, consiguen dormir varios días seguidos, con la sensación reconfortante de quien encuentra la civilización después de muchas semanas de cabalgar a través de tierras salvajes y tórridas.

Marco es el primero en salir, hambriento. Estirando sus miembros entumecidos y doloridos, se asoma a la galería desierta. El sol no ha salido aún. El joven se pasa la mano con orgullo por la barba cerrada. Compra un poco de pan en el comedor, y luego se dirige a los baños. Delante de un pedazo de espejo se dedica a recortarse la barba cuando, repentinamente, aparece un hombre asustado, gritando de terror en su dialecto. Marco guarda la navaja, sin pensar en ello, y sale al patio cuadrado del caravasar.

Se detiene bajo los soportales. Fuera, una tropa de treinta jinetes de tez oscura y ojos rasgados, armados hasta los dientes, han tomado posesión del edificio. A primera vista parece que montan en criaturas aladas, salidas de leyendas fantásticas. En realidad los caballos y sus dueños, con gerifaltes en el puño, llevan unas corazas que les dan un aspecto terrible. Los corceles llevan sobre la cabeza bestiarios ornamentales. Las sillas están magníficamente talladas. Cada perilla representa un animal, acorde con el temperamento de su dueño. Una de ellas representa la cabeza de un ave rapaz. Bajo un casco puntiagudo, llevan el pelo cortado por debajo de las sienes, y finas trenzas detrás de las orejas. La barba y el bigote, tan rígidos como su porte, les llegan en algunos casos hasta el pecho. Llevan una túnica hasta los muslos, y debajo unos calzones de cuero metidos en botas flexibles que les protegen cuando cabalgan. Los caballos cargan con un arco, una pesada cachiporra, una lanza larga y ganchuda y un sable curvo, un armamento muy disuasivo que hace honor a su fama. Su jefe, apenas mayor que Marco pero con señales de la dura vida de las estepas y los combates cuerpo a cuerpo, sostiene entre los dientes una fusta. Piel morena, ojos oblicuos, mandíbulas feroces. En combinación con la perilla de su silla de montar, sostiene en el puño un águila real encapirotada que despliega a medias sus grandes alas. En un instante el patio se vacía. Se diría que tiemblan hasta las paredes. El jefe, satisfecho, mira a su alrededor con ojos brillantes, que se clavan en Marco. Fascinado por el aspecto bárbaro de los bandidos, el joven veneciano siente una angustia mezclada de excitación. Por primera vez sabe lo que es el miedo a los pueblos desconocidos. Está impresionado por ese semblante de tez morena y párpados estrechos, curtido por el viento de las estepas. Los ojos de gato del jefe centellean mientras retiene su montura, tensando sus muslos de hábil jinete y guerrero indómito. Se pasa la mano enguantada por la cara cubierta de cicatrices, aún recientes. Desmonta con agilidad y en dos zancadas se planta delante de Marco, restallando la fusta. Un hedor indefinible acomete al veneciano. Traga saliva con dificultad. Disimuladamente, busca en vano el puñal en el cinturón.

—¿Eres el enviado de nuestro señor, el Gran Kan? —pregunta el soldado en persa sin más preámbulos.

Marco improvisa.

—Yo soy —contesta con aplomo.

—Demuéstralo —le exige el otro, arrogante.

Marco se vuelve, pero el guerrero le pone una mano como una garra en el brazo.

—¿Adónde vas?

—A buscar la prueba que me has pedido.

—Voy a lanzar mi águila. Si para cuando vuelva no estás aquí, iré a buscarte, te degollaré y mataré a todos los que se interpongan en mi camino.

—Estaré aquí —asegura Marco, tenso.

El jinete le suelta, le quita el capirote al águila y sacude el brazo. El ave alza el vuelo batiendo pesadamente las alas. Marco camina pausadamente hasta los soportales, pero en cuanto no está a la vista sube de cuatro en cuatro los peldaños de la escalera que lleva a la habitación. A esta hora los demás aún duermen. Marco la emprende a patadas con ellos, sin miramientos.

—¡Padre, despertad! ¡Deprisa! ¡Están ahí!

Niccolò farfulla en sueños, resistiéndose a despertar. Por la claraboya Marco ve el vuelo del águila.

Agarra con decisión a su padre y le arrastra, medio dormido, entre el resto de los viajeros, que protestan airadamente.

—Han venido unos soldados. Preguntan por el enviado del Gran Kan.

Niccolò se levanta, sobresaltado.

—Llegó el momento. Ahora verás cómo debemos presentarnos ante ellos. Voy a afeitarme.

—¡No! ¡No tenemos tiempo! —grita el joven, despavorido.

Pero Niccolò, haciendo caso omiso, se sienta en el lecho, con el torso desnudo, y busca algo en las alforjas.

—Ve a buscar a Shayabami. Quiero el vestido de terciopelo de Venecia.

En ese momento Marco, por una pequeña abertura en la pared, ve al águila planeando para descender lentamente al patio. El joven, sin pensárselo dos veces, arranca la placa de oro del cuello de su padre y sale corriendo del cuarto, baja en tromba las escaleras e irrumpe en el patio justo cuando el ave se posa con elegancia en el puño levantado. Sin inmutarse por la mirada feroz del guerrero, Marco aferra la placa de mando del Gran Kan con ambas manos, como una espada.

El mongol se hinca de rodillas ante él. Luego se alza y habla en persa:

—Soy Argún, mensajero del ilján de Persia, Abaga. Mi amo te invita a visitarle en su campamento, donde se encuentra con su horda. ¿Cómo te llamas?

—Marco Polo.

Mientras tanto Niccolò, furioso, renunciando a presentarse con su ropa más elegante, ha aparecido vestido con un manto ligero que arrastra como una capa. Atraídos por el jaleo, Michele, Kunze y Matteo se reúnen con ellos en el patio.

—Os escoltaré hasta el campamento de Abaga —dice Argún con un tono que no admite réplica—. Partimos de inmediato.

Con una seña el mercader les ordena a Kunze y Michele que lo dispongan todo para la partida. Cuando Marco se dispone a seguirles Argún le detiene con un gesto.

—¿Adónde vas? No hemos hablado aún de los presentes en pago por mi escolta.

Marco le mira sin acabar de entender.

—Entendemos tu petición —dice Niccolò acercándose en actitud humilde—. Pero como tú mismo has dicho, vamos a ver al Gran Kan. Aún tenemos que recorrer un largo camino y no podemos quedarnos sin lo que nos permitirá proseguir nuestro viaje.

—¿Quién eres tú?

—Soy Niccolò Polo —contesta Niccolò, casi ofendido, sin darse cuenta de que ya no lleva la placa.

—Es mi padre.

—La paz sea contigo —dice Argún con un saludo.

Mira fijamente a los Polo, cavilando.

—Mostradme vuestras mercancías y os diré lo que necesito yo más que vosotros.

Niccolò traga saliva con dificultad, mientras Michele, Kunze, Noor-Zade y Shayabami, que han terminado los preparativos, esperan órdenes, apartados.

—Tenemos vino… ¡Una maravilla! —interviene Matteo.

—¿Cocido?

—No, es de nuestro país.

El mongol suspira aliviado.

—¡Traedlo!

Adelantándose a Matteo, Michele trae varias botellas de vino. Argún se bebe de un trago una cantidad que tumbaría a cualquier cristiano, y luego se lo pasa a sus compañeros. Con nuevos bríos monta de nuevo y lanza su caballo al galope, con una demostración de agilidad ecuestre. Luego regresa y clava sus ojos de gato en los de Marco. Niccolò monta en su caballo, seguido de toda la caravana.

Argún trota hasta la altura de Niccolò.

—Consiento en aceptar tu miserable regalo.

El joven mongol eructa aparatosamente.

—¿Qué piensas ofrecerle a nuestro señor Abaga? Espero que hayas elegido un regalo digno de su divina persona. ¡Es el biznieto de Gengis Kan!

—Honraremos a tu señor, puedes estar seguro, Argún —replica Niccolò con énfasis.

—Estaré seguro cuando mis ojos lo comprueben por sí mismos —insiste con calma amenazadora el mongol.

Niccolò se dispone a replicar cuando Michele interviene con un ademán:

—Compruébalo, pues…

El mongol vuelve la cabeza para ver el semental de Tabriz montado por Noor-Zade. Con un rápido movimiento de las piernas pone su caballo al galope y se acerca a la muchacha, que se echa hacia atrás instintivamente, sin poder evitarlo.

—El caballo —concreta Michele.

Marco quiere adelantarse, pero Niccolò le sujeta con la mano.

El mongol observa a la mujer y al animal con ojos de conquistador. Noor-Zade no se atreve a mirarle. Crispa los dedos en las riendas y estira los brazos sobre el cuello del caballo —sabe que los mongoles no toleran que se agarre la crin de los caballos—. Él se acerca al purasangre y da vueltas alrededor, sin apartar la vista de la joven, como una fiera que acecha su presa.

—¡Me dejará montar después de él! —exclama con altanería.

Le da otra montura a Noor-Zade para reservar el purasangre. La coge por el talle para ayudarla a desmontar. La muchacha se habría caído si los brazos musculosos del mongol no la hubieran sostenido.

Marco se adelanta.

—Sólo el purasangre es un regalo —precisa el veneciano pausadamente.

El mongol le mira con desdén.

—El ilján tomará lo que le plazca.

—No tomará a esta esclava, es mía —insiste el joven.

Argún le pasa el águila a uno de sus hombres y levanta la fusta sobre Marco, pero el veneciano retiene enérgicamente su brazo. El mongol, sorprendido, se echa a reír. Arroja el arma y se abalanza sobre Marco, que le esquiva, pero Argún le da un fuerte puñetazo aturdiéndole. Marco se lanza sobre su adversario, y ambos ruedan por el suelo. El veneciano siente el aliento beodo de Argún junto a su cara. Se da cuenta de que su agresor es muy fuerte. Después de varias presas comprende que el mongol se divierte y está esperando a que se canse para molerle a golpes.

La tropa ha hecho un corrillo a su alrededor. La escolta mongola impide que intervengan los de la caravana. El combate está perdido de antemano. Por primera vez Marco percibe el miedo en los ojos de su padre. Esta visión le calienta la sangre, aunque se siente impotente.

El mongol le coge de la camisa y se la desgarra. Levanta un puño como una maza, dispuesto a machacarle.

—¡Si me matas ofenderás al qaghanl[4]! —dice Marco en un perfecto mongol.

El tártaro, atónito, interrumpe su gesto mortífero. Mira a Marco con intensidad. El veneciano no desvía la mirada.

Argún tiende el brazo para ayudar a Marco a levantarse. El joven coge esa mano, que podría triturar la suya. Se pone en pie con dificultad y siente el sabor de la sangre en la boca. Tiene el labio hinchado y dolorido.

El mongol monta su caballo con una delicadeza que contrasta con su brutalidad acostumbrada. Vuelve a ponerse el águila en el puño y, con una seña, invita a Marco a seguirle a la cabeza de la comitiva.

Ya no hace tanto calor cuando, en la hora de vísperas, recorren un camino sembrado de postas, donde les esperan caballos de refresco. En alguno de estos altos Marco cuenta hasta doscientos animales. Cuando llegan, desmontan y les dan caballos nuevos, ensillados y listos. Marco no ha visto nunca una organización semejante en los reinos cristianos. Argún les lleva a marchas forzadas, cabalgando día y noche por caminos tan distintos que más de una vez se creen extraviados. El mongol responde con gruñidos a todas las preguntas de Niccolò. No les deja comer ni beber. Viendo el enfado de Marco, Niccolò le explica que quiere debilitarles antes de presentarles a su señor.

Al cabo de varios días y noches de galopada Argún les anuncia que al amanecer llegarán al campamento de Abaga.

Por lo menos tres mil tiendas cubren varias leguas, como una enorme alfombra, de las que se desprenden columnas de humo blanco. Filas de carretas forman un amplio anillo alrededor del campamento, como una muralla. Una manada de bueyes pasta junto a las carretas alineadas en la llanura, con la cabeza baja. Aquí y allá, los camellos robustos mastican concienzudamente los escasos matorrales que han podido encontrar. Más lejos, unos caballos tan fornidos como sus dueños galopan alrededor del campamento. En la estepa hay numerosas ovejas, hacinadas en pequeños grupos algodonosos. Niños y niñas con apenas cinco o seis años montan a caballo con una destreza extraordinaria. Dan vueltas, riendo, alrededor de hombres y mujeres desnudos como vinieron al mundo, ateridos, con pesadas cadenas en manos y pies, botín de las últimas correrías de los mongoles.

Marco calcula que estos bárbaros armados en cuyas manos están sus vidas deben de ser unos diez mil. Se vuelve hacia su padre, y su expresión confiada le tranquiliza. Niccolò le dirige, incluso, una sonrisa tranquilizadora.

Sin embargo Marco no aprecia la menor gracia o dulzura ni siquiera en la mirada de las mujeres y los niños. La pequeña caravana de los Polo, blanco de todas las miradas, avanza despacio entre las tiendas. Marco ve a unos mongoles jugando con lo que parece una gruesa pelota. Desvía la vista, asqueado, cuando descubre que es una cabeza humana. Más allá unos gritos imprecisos —¿risas o súplicas?— le hacen sentir una imperiosa necesidad de asegurarse de que nadie está pidiendo socorro.

Los mongoles montan una tienda apartada del campamento. Con gran habilidad despliegan el enrejado de varas que sirve de armazón. Luego colocan unas traviesas que convergen en círculo hasta la cima, donde dejan un orificio abierto. Lo cubren todo con gruesos paños de fieltro. Extienden unas mantas en el suelo para aislarlo, dejando un espacio en el centro para el hogar.

—Éste es vuestro guer[5] —dice Argún, y se despide de ellos.

Mirando a Marco, esboza una sonrisa en su mandíbula de depredador.

—Dejadnos vuestros esclavos para el argal tegükü.

Marco mira a su padre. Niccolò le hace una señal de asentimiento a su hijo y le explica en su dialecto:

—Usan las bostas como combustible. Necesita brazos para recogerlas. Creo que deberías aceptar, Marco.

—¡No quiero dejarla sola con ellos! —protesta el joven.

—Shayabami la acompañará.

El sirio, que ha entendido lo que han dicho, sigue al mongol llevándose a Noor-Zade con él.

Un pedazo de cordero muy enjuto y un solo tazón de mijo para siete será su régimen frugal durante varios días, amenizado a veces con un poco de cerveza de mijo para todos. Guisan la carne en una olla colocada sobre un trébede que les han vendido los mongoles. Shayabami cuece el mijo en el caldo de la carne hasta darle un sabor que su estómago no rechaza.

Un grupo de mongoles merodea por los alrededores con la clara intención de vigilarles. Les roban las provisiones sin ningún disimulo, pese a las protestas de Matteo.

La tienda resulta tan pequeña que apenas caben los siete acostados.

—¡De modo que ésta es la horda famosa! —exclama el joven derrumbándose pesadamente en el suelo.

—La horda designa el campamento y no el ejército, Marco —le explica Niccolò—. Ellos son bárbaros, simplemente.

Al cabo de varias semanas de aislamiento el ilján se digna recibirles. Niccolò no sabe si llevar a su hijo consigo. Matteo objeta que como parece que Argún le ha cogido cierto afecto, deberían jugar esa baza. Los tres se preparan, vistiendo sus mejores galas venecianas: capa, calzones de terciopelo y sombrero a juego. Marco se ciñe el sable a la cintura y se cuelga la ballesta en el hombro.

Cuando salen de su guer, Argún, dando señales de impaciencia, les mira con su arrogancia acostumbrada, sobre todo a Marco. Cabalgan en pos del mongol hasta un tiro de flecha de allí, donde hay una gran tienda de treinta pies de ancho, de fieltro encalado, con magníficas decoraciones rojas y azules en la puerta. Unas carretas cargadas de arcas de junquillos trenzados flanquean la tienda, de modo que se encuentra como entre dos paredes, protegida de las miradas indiscretas.

Los mongoles dan vueltas a su alrededor y les miran profiriendo exclamaciones de horror y asombro. Muchos de ellos visten con harapos. Todos desprenden un hedor insoportable. Los ojos azules de Marco impresionan a todos, y el joven, dándose cuenta, lo toma como un juego. Algunos se acercan y les tocan, sobre todo la barba poblada de Matteo, que se defiende como puede de sus manos sucias.

Argún les cierra la entrada de la tienda con su imponente figura.

—¿Qué habéis venido a hacer aquí? —les pregunta con altivez.

Su aliento huele a cerveza de arroz. Niccolò se adelanta a Marco.

—Se lo diremos a tu señor.

—Primero tenéis que decírmelo a mí, si queréis tener el honor de una audiencia del ilján.

—¿Por qué te ha mandado a buscarnos si no es para oírlo de nuestros propios labios? —pregunta Marco con el mismo tono comedido que su padre.

Argún, con una amplia sonrisa, se acerca a Marco y le quita el sable sin darle tiempo a protestar. Le palpa el pecho, los brazos y las piernas, y hace lo mismo con Niccolò y Matteo, quedándose con todas sus armas y entregándoselas a uno de sus lugartenientes. Luego levanta la cortina de fieltro decorada con motivos de pájaros y árboles. Como en las demás tiendas, la puerta está orientada al sur.

—Imítame en todo, te juegas la vida —le cuchichea Niccolò a su hijo.

Es el primero en entrar. Pasa a la izquierda, seguido de Matteo, evitando rozar el umbral. Marco reproduce sus movimientos con cuidado.

Enseguida le llega el olor a grasa rancia y suciedad vieja al que no puede acostumbrarse. Siente náuseas y aprieta los dientes.

A la entrada hay un banco con un odre de leche y copas de oro y plata con piedras preciosas engastadas. Por encima, unos ídolos con ubres de yegua parecen saludar al visitante cuando pasa delante. Arrodillado junto a un banco hay un músico con la mano sobre la cítara, listo para tocarla. En el hogar del centro se queman unas zarzas y raíces de ajenjo en medio de unas boñigas secas. Un criado atiza el fuego añadiendo más excrementos de vez en cuando. El interior de la tienda está decorado con hermosas colgaduras de paño dorado y fieltro con bordados de colores.

Enfrente de la puerta, sentado a la oriental sobre una especie de cama grande con aspecto de haber servido para varias generaciones de trashumancia, hay un hombre de unos cuarenta años, con la piel brillante de sudor. A ambos lados de su boca cuelgan unos bigotes largos y finos, manchados por los restos de banquetes recientes. Es el único que lleva una túnica de paño dorado y un gorro de armiño. El ilján de Persia, Abaga. Se frota las rodillas y hace muecas de dolor. A su izquierda se sienta una muchacha muy joven. Detrás de ellos hay más mujeres, y niños de todas las edades. Sobre el señor cuelgan otros ídolos de fieltro que representan divinidades.

Alguien hace una señal a los Polo para que tomen asiento delante del ilján, a su izquierda, en un banco, junto a las mujeres. A su derecha están los hombres. Todos miran a los visitantes con la misma curiosidad.

Abaga examina detenidamente unos omóplatos de carnero carbonizados que tiene en la palma de la mano. Pasa el dedo por la raja que ha abierto el fuego en ellos. Levanta unos ojos orlados de amarillo hacia Marco y luego se inclina hacia Argún, que se ha arrodillado a su derecha, sentado sobre los talones.

—Abaga os pregunta qué queréis beber —dice Argún en persa con voz potente.

—Lo que al ilján le plazca servirnos —replica Niccolò cortésmente en la misma lengua.

Argún transmite la respuesta a Abaga, que ordena algo con un gesto. Les traen unas escudillas pequeñas llenas de leche con unos extraños residuos flotando. A pesar de la sed que le ha entrado con el calor agobiante, Marco se abstiene de beber, esperando a que su padre dé el ejemplo.

Un sirviente sale de la tienda con una copa llena y vierte el líquido tres veces hacia el sur, doblando la rodilla cada vez, luego hacia el este y por último hacia el oeste.

Después de este rito Abaga moja un dedo en la leche, vierte dos gotas en el suelo, se pone el dedo en la frente y bebe el resto. El citarista tañe su instrumento hasta que el ilján eructa. Entonces todos, hombres y mujeres, beben con avidez, sorbiendo ruidosamente.

Marco pregunta a su padre con la mirada.

—Es su especialidad, el kumis, leche de yegua fermentada…

Antes de que Niccolò acabe de hablar Marco sorbe un gran trago. Pero siente una arcada y la escupe de inmediato, con las mejillas rojas.

Se hace un silencio mortal entre los presentes. Todas las miradas están clavadas en el joven extranjero, que se pasa la manga por la boca con cara de asco.

—Perdonadme, señor —dice Marco en mongol—. Es la primera vez que viajo por estas tierras. El sabor es nuevo para mí y tengo que acostumbrarme a él. Nunca había bebido algo tan agrio y nauseabundo.

—¿Es que no sabes que no debes hablarle al ilján si no te concede el honor de preguntarte? —exclama Abaga, irritado.

—No, señor —se limita a contestar el joven.

El ilján se inclina sobre Argún y le dice algo al oído. El joven mongol se acerca a Marco. Lleva una de las grandes vasijas que había en el banco de la entrada.

—Si necesitas acostumbrarte, el ilján ordena que empieces ahora mismo —dice Argún alargándole la copa.

El joven veneciano, vacilante, tropieza con la mirada furiosa de su padre. Coge la copa y se la lleva a los labios con decisión. El asco es tan fuerte que tiene que hacer un esfuerzo para no vomitar. Cierra los ojos y bebe el contenido con grandes sorbos. Echa el último trago con una mueca de disgusto que la copa tapa oportunamente. Descubre que sus paredes están cubiertas de una capa seca amarillenta con restos de boñiga y pelos de todo tipo. Un estremecimiento le recorre el espinazo y pone el vaso delante de él, con la frente empapada en sudor. Todos le miran con expectación. Se relaja y suelta un fuerte eructo.

Abaga observa detenidamente a Marco. El sudor empapa la ropa del veneciano. De repente el ilján se echa a reír, imitado poco a poco por todos los asistentes.

—¡Vosotros también habéis conocido a uno de mis hijos! —dice Abaga poniendo una mano orgullosa sobre el hombro de Argún.

—Hemos tenido el honor de ser escoltados por él, señor —replica Niccolò.

Abaga se inclina sobre Argún.

—¿Qué hacéis en nuestras tierras? Abaga os ordena hablar.

Niccolò se levanta del banco y se arrodilla como Argún. Matteo y Marco también.

—Señor, somos mercaderes, ciudadanos de Venecia, y vamos a Khanbaliq a la corte del Gran Kan Kublai.

—¿Qué transportáis, mercaderes de poniente?

—Mercancías, señor, que deben permitirnos continuar nuestro viaje, conforme al deseo del Gran Kan.

—Demostradlo.

Niccolò, no sin orgullo, muestra a Abaga la placa de oro del Gran Kan.

A una seña de su padre, Argún les invita a sentarse a la derecha, con los hombres, como huéspedes de honor. Los Polo hacen una profunda reverencia en señal de agradecimiento.

—¿Y qué le lleváis a mi tío el Qaghan? —pregunta Abaga con curiosidad.

Niccolò y Matteo cruzan una mirada discreta.

—Objetos de cristal y alfombras de Tabriz, señor.

—Mostradme esos objetos —ordena Abaga.

En la tienda, Noor-Zade prepara pan, amasando con energía la delgada masa, mientras Shayabami atiza el fuego.

—Ya estás en terreno aliado —dice Kunze dirigiendo una mirada turbia a Michele.

—Y tú en casa.

—Te equivocas, Michele.

Un mongol entra sin pedir permiso para transmitir la orden de Niccolò.

—Yo me quedo aquí —decide Kunze.

—No, vamos los dos. Es lo que ha mandado Niccolò Polo.

Kunze, resignado, se levanta. Los dos hombres, ayudados por Shayabami, transportan parte de las mercancías adquiridas durante el viaje, con los guardias mongoles en los talones.

Después de dejar las armas a la entrada de la tienda principesca, cruzan el umbral y se arrodillan ante el ilján dejando los regalos a sus pies.

Marco juraría que Michele, al levantarse, le ha enseñado a Abaga su medalla.

El ilján coge un jarrón de cristal finamente tallado y coloreado. Lo levanta y lo expone a la luz en el centro de la tienda. El sol se refleja en las facetas del vidrio, proyectando sus rayos implacables sobre las paredes de fieltro y obligando a desviar la mirada.

—Me quedo con éste —dice el ilján, alargándole el objeto a Argún, que se inclina ante él.

—¡Se atreve a apoderarse de un regalo destinado a su señor! —cuchichea Marco.

—Aquí el emperador parece muy lejano —le replica Matteo aún más bajo mientras retiene a Niccolò, que se disponía instintivamente a recuperar el jarrón.

—A mi tío no le van a faltar —observa Abaga, que se ha percatado de sus reacciones—. ¡Mirad todo lo que le lleváis! Por no hablar de lo que me habéis ocultado. Además Kublai no se enterará de nada si nadie se lo dice.

El mercader veneciano se contiene a duras penas.

—¿Y a mí, qué regalo me traéis? —pregunta el ilján.

Argún contesta en lugar de los Polo hablándole al oído. Abaga sonríe contento.

—Mi hijo me acaba de decir que tenéis un magnífico semental árabe. Lo aceptamos —declara, mirando a Michele.

El ilján ordena que sirvan la comida. Abaga no pierde de vista a Marco, pues encuentra muy divertidos todos sus ademanes. Traen un carnero vivo, sujeto por varios guerreros. Argún desenfunda un puñal de dos palmos y, con un movimiento certero, hace un corte limpio en la base del cuello del animal, que apenas reacciona. Luego, sin dudarlo un momento, introduce el brazo hasta el codo en la herida.

—Le está agarrando el corazón —le explica Matteo a Marco, que mira horrorizado—. Así evita que mane la sangre.

Un momento después el animal yace muerto ante la concurrencia, que ha aumentado hasta un centenar de personas, tan juntas que pueden intercambiar los piojos. Varios sirvientes cortan el animal en trozos pequeños y los colocan en una bandeja con sal y agua. Argún se limpia el brazo en los calzones, chupándose los dedos manchados de sangre fresca del animal, ante la mirada de consternación de Marco, al que dirige una sonrisa más parecida al rictus de una fiera.

Los trozos de carnero acaban en una olla colocada en el hogar, donde ya cuece el arroz. Apenas unos instantes después los comensales alargan sus escudillas.

Primero sirven a los hermanos Polo. Les ofrecen la cola del animal casi cruda. Los trozos relucientes de grasa cuelgan entre sus dedos. Los dos venecianos no se atreven a mirarse.

—¿Cómo voy a tragarme esta asquerosidad? —exclama Niccolò en dialecto de Venecia.

—¡Si prefieres que nos corte la cabeza! —replica Matteo, estremeciéndose—. A lo mejor podemos tirarlos disimuladamente…

—Imposible, hermano. Todos los ojos están puestos en nosotros.

Marco se acerca.

—Proponedles que lo compartan con nosotros.

Así lo hacen. Después de varias protestas de cortesía, porque el mejor trozo está reservado a los huéspedes de honor, prevalece la gula y los mongoles acaban librándoles de esas inmundicias.

El músico entona una canción festiva. Todos dan palmas y bailan al son de la cítara, los hombres delante de su señor y las mujeres delante de la esposa favorita.

Marco siente que el aire caliente acaricia sus brazos tensos. El único agujero que hay en el techo de la tienda está muy por encima de ellos. Piensa en su guer, tan pequeño que por las mañanas se despierta sudando a mares. ¿Es así como tratan a los huéspedes distinguidos en este país? Sin embargo, se alegra de haber salido de Venecia. Las ráfagas de viento sacuden la tienda, cuyas paredes de tela se abomban con la presión. El viento se desliza a lo largo de las paredes redondas con un profundo mugido. Ese aullido del desierto le produce escalofríos al joven. Observa a Niccolò, que cumple con su deber de huésped y cuenta historias de todo tipo. Contesta con mucha paciencia a las preguntas del ilján sobre los países por los que ha pasado, evitando los asuntos políticos y escudándose en su papel de mercader. Matteo, que está más cansado, se limita a asentir con la cabeza de vez en cuando, con expresión atenta. El banquete, que a decir del ilján iba a ser suntuoso, en realidad es frugal. Consiste en un arroz pastoso con trozos de carnero casi crudo. En un país que siempre está en guerra, donde falta de todo, los que saben conformarse con poco sólo esperan lo necesario. A medida que pasa el tiempo los hombres y las mujeres pierden todas sus inhibiciones. Unos se sorben los mocos, otros escupen, otros eructan aparatosamente o se tiran cuescos apestosos, no se privan de nada. Al cabo de unas horas el suelo de la tienda principesca está llena de basura, huesos y toda clase de deyecciones.

—Da la impresión de que no limpian nunca las alfombras —le dice Marco discretamente a Niccolò.

—El agua es sagrada, Marco. Ensuciarla se castiga con la muerte, porque no hay que perturbar su espíritu.

—Entonces, si consideran que el agua es sagrada, ¿cómo se las arreglan para lavarse?

—No se lavan —contesta Niccolò tapándose la nariz—. Tampoco lavan la ropa. La usan hasta que se les caen los andrajos. Se limpian las manos en ellas, por eso la tienen tan rígida. Suelen beber kumis o vino de arroz.

—Pero a algunos les he visto beber agua.

—Es una excepción. Si tienen que lavarse las manos toman un buche para expulsar sus fuerzas mágicas y la escupen en los dedos. Debes comprender que el agua es un artículo escaso y preciado. Para ti, que vienes de una ciudad construida sobre las aguas…

—Vos también, padre —le recuerda Marco.

La mirada de Niccolò se pierde en la vaguedad.

—Yo me parezco a ellos. Me encuentro en casa en todas partes y en ninguna.

Argún se acerca para brindarles otra copa de kumis. Detrás de él les sonríe el ilján.

—Accedo a invitaros a seguir a nuestro ejército —le declara Abaga a Niccolò, que no le había pedido tal cosa.

El mercader se arrodilla y saluda al príncipe mongol.

—Señor, os agradecemos profundamente este ofrecimiento. Pero no queremos ser una carga.

—No os preocupéis, os daremos nuestros restos.

—Gracias, señor —replica Niccolò, entre divertido y enojado—, pero el Gran Kan nos está esperando, y no queremos contrariarle con un retraso.

—Como llevo la misma sangre que él, sé que mi tío se disgustaría mucho si llega a saber que no os he acogido con la debida consideración.

—Os estamos muy agradecidos por vuestros desvelos, señor. Me encantaría aceptar semejante honor. Pero nuestro guía adora a Mahoma y debe hacer sus abluciones diarias.

—Como sois huéspedes del Gran Kan, consiento que las haga, pero fuera del campamento, apartado de nuestra vista para no ofender nuestras creencias.

Niccolò se inclina, derrotado.

—Siendo así…

Argún se acerca a Marco llevando una copa llena. Canta y baila ante él, riendo, y luego le alarga la copa. Cuando Marco hace ademán de cogerla, la retira bruscamente; repite varias veces el mismo juego que irrita a Marco, y al final se la da. El veneciano sólo bebe un sorbo, temiendo que sea más kumis, pero reconoce el sabor del vino de arroz. Argún le indica con un gesto que apure la copa. El mongol bate palmas y patalea hasta que Marco vacía la copa. Luego Argún la vuelve a llenar. La escena se repite hasta que la embriaguez, acentuada por el calor sofocante, se apodera de un tambaleante Marco.

Ahora los hombres bailan en medio de la tienda, obligando a los invitados a arrimarse a la pared. Michele ha estado pensativo durante todo el banquete.

—¿En qué piensas? —farfulla lastimosamente Marco.

Su amigo, que estaba enfrascado en sus cavilaciones, se sobresalta.

Demasiado lejos para oír, Kunze se inclina intentando captar algunas palabras.

—Mis médicos no consiguen librarme del mal de vientre.

—¡Y lo que nos sirven no te va a curar, precisamente! —bromea Marco.

El veneciano busca a alguien con quien compartir su alegría cuando la mirada de Kunze le despeja bruscamente los vapores del vino.