12
La ruta de Armenia
Venecia todavía duerme, iluminada por los primeros resplandores del alba. El silencio sereno es roto bruscamente por gritos de hordas bárbaras y sanguinarias que se abaten sobre la ciudad dormida. Irrumpen en las callejuelas con sus caballos encaparazonados para el asalto, caen a los canales, que no les detienen, y decapitan a todos los que encuentran a su paso haciendo grandes molinetes con sus sables. Cualquier intento de resistir es inútil. En poco tiempo las aguas se tiñen de rojo y en los muelles se apilan los cadáveres aún tibios. Unos niños de piel morena devoran con sus dientecillos los restos de un cadáver de patricio sanguinolento. Unos escarpines de seda pisan la tierra batida, manchada con trozos de carne. Donatella huye, con la cabellera al viento, aterrorizada. Vestida con su hermoso traje de novia de seda blanquísima, parece un pájaro herido que hace un último intento de volar. ¡Demasiado tarde! La capturan, rasgan los velos con grandes tajos, insensibles a sus gritos de espanto. La sangre brota en su pecho desnudo, inundándolo de un calor mórbido. Donatella se debate, desesperada. El jefe avanza hacia ella mientras sus soldados la sujetan con fuerza. Él se arrodilla entre sus muslos abiertos. De repente, con un esfuerzo desesperado, Donatella arranca la máscara que cubre el rostro de ojos crueles. ¡Es Niccolò Polo!
—¡No!
Marco despierta angustiado, con el corazón palpitante, empapado en sudor. Se sienta en su lecho. El frío de la Alta Armenia le hace estremecerse. Busca a su padre con la mirada. Apenas tiene tiempo de ver a los dos frailes, que montan en un caballo y huyen a rienda suelta. Marco se levanta.
—¡Eh! ¡Esperad! ¿Adónde vais?
Sus compañeros se despiertan. Marco corre hacia su padre y le sacude con excesivos bríos. Pero Niccolò no parece alarmado.
—Per Bacco! ¿Adónde van esos necios? —exclama, asombrado.
Kunze sale de su capa de noche. Su figura se recorta en la luz pálida de un rayo de luna.
—Ayer, al acostarnos, me hablaron de volver con la galera de los templarios. Pero no pensé que llegaran a hacerlo —explica el persa con su fina sonrisa enigmática.
—¡Qué estúpidos! —exclama otra vez Niccolò—. Era la única oportunidad que tenían de salir de los muros de su monasterio.
Michele les observa, sentado a la oriental.
Matteo, que no podía dormir, también se levanta, pasándose la mano por su escaso pelo desgreñado.
—Pues sí que es un contratiempo, hermano. Nos hemos quedado sin embajadores cristianos para el Gran Kan.
—Mirad —dice Kunze mostrando las alforjas de los monjes—. Han dejado todas las cosas que les dio el papa para el señor Kublai. Volver atrás sería una pérdida de tiempo. Prepararé la partida para mañana por la mañana.
Con el corazón palpitante, sin atreverse a mirar a Kunze, Marco se acerca a Niccolò.
—Padre, si salimos de inmediato podremos atraparles antes de que zarpe la galera.
Niccolò mira a su hijo, pensativo. No se decide. Kunze interviene de nuevo.
—Señor Niccolò, tenéis el aceite sagrado, que es lo más importante para el emperador.
—Desde que salimos estos frailes eran un engorro para nuestra caravana. Su cobardía constante nos ponía en peligro.
—Debemos volver —insiste Marco—. No olvidéis la misión del Gran Kan.
—Precisamente por eso, señor Niccolò. ¿Os imagináis presentando a esos dos religiosos al emperador más grande del mundo conocido?
Niccolò está sumido en sus pensamientos.
Marco siente que los ojos penetrantes del guía se clavan en él, pero centra su atención en su padre, que se dirige a su hermano:
—Kunze tiene razón, tenemos que admitirlo.
—Tú eres el jefe, Nicco.
Niccolò se tumba y se tapa con la manta.
—Esos frailes no han hecho más que retrasarnos. Yo, de momento, voy a acostarme. Tengo que estar descansado para la larga marcha de mañana que nos llevará a Kayseri. Kunze, asegúrate de que mañana por la mañana esté todo listo para ponernos en camino. No quiero perderme la salida del sol.
Matteo, más tranquilo, coge las alforjas de los dominicos y las coloca bajo la manta que le sirve de almohada. Se acuesta con la determinación de quien sabe que no le va a acometer el sueño, pero está decidido a intentarlo. Marco busca la mirada de Kunze, pero éste ya no le observa. Discretamente, echa un trago del frasco oscuro que guarda en el pecho.
El joven vuelve a su lecho, pero tarda en conciliar el sueño, perturbado por las idas y venidas de Kunze, los cuchicheos entre él y Shayabami y los animales que están cargando.
Todavía es de noche cuando Marco se despierta con unas fuertes patadas en el costado. Se levanta de un salto, con el puño levantado, y se encuentra enfrente a Kunze y su encantadora sonrisa. El joven veneciano, desconcertado, tiene la impresión de enfrentarse a un enemigo que no se muestra.
—¡Que Dios os proteja, señor Marco! —dice Kunze haciendo una reverencia y colocándose el turbante.
Las carcajadas de Niccolò acompañan sus palabras.
—¡No te enojes, Marco! Soy yo quien le ha «invitado» a despertarte, duermes a pierna suelta, como un niño. Date prisa, salimos enseguida.
Michele, apartado, termina su oración con voz cantarína como el murmullo de un regato de montaña. Mientras come un pedazo de pan con cordero, regado con un gran trago de vino, copioso almuerzo matinal que le mantendrá con fuerzas hasta la comida de la tarde, Marco, siguiendo instrucciones de Kunze, comprueba que la carga de las carretas esté bien colocada.
El joven veneciano tiene que guiñar los ojos ante los rayos del sol naciente y bendice a su caballo, que sigue a los demás, dócilmente.
Día tras día Marco se va acostumbrando al ritmo que ha impuesto Niccolò. Evitan las aldeas y los caravasares, blancos fáciles de los posibles ataques de Baybars. A pesar del frío invernal, pasan todas las noches bajo la tienda, arropados con mantas. Shayabami, Marco y Michele se levantan antes del amanecer y cargan las acémilas, mientras Noor-Zade prepara el desayuno, que consiste en un plato de cordero o esturión seco con arroz y un pedazo de pan. Niccolò estudia su mapa bajo la atenta mirada de Kunze. A escondidas, Matteo cuenta su pequeña fortuna y saca de la bolsa las pocas monedas que necesitarán para la jornada. Luego desmontan las tiendas, las pliegan, las cargan en las mulas y se ponen en camino cuando la última estrella se apaga justo encima de la luna, que aún reluce junto al horizonte. Luego las nubes alargadas en el cielo empiezan a brillar como diamantes, inflamándose con los rayos del sol naciente. La aurora, majestuosa, va iluminando poco a poco, con largos regueros de luz, la línea azulada de las montañas. La caravana avanza ahora hacia el levante. Los días de mucho sol Niccolò se cubre completamente los ojos con un velo transparente.
El miedo a las tropas de Baybars es cada vez más palpable. A lo largo del camino los campesinos se refugian en las montañas, las aldeas se vacían. Los armenios temen que Baybars les haga pagar cara la alianza del rey Hethum con los mongoles.
—Señor padre, ¿qué nos pasará si nos capturan los soldados de Baybars?
—Nos matarán o nos harán esclavos —contesta Niccolò fríamente—. Ante todo somos mercaderes, presa fácil de salteadores.
—¡Pero la placa del Gran Kan nos protege!
Niccolò esboza una sonrisa que deja atónito al joven.
—Marco, la placa del Gran Kan Kublai tiene cierto valor en sus tierras —le aclara Matteo—, pero ante Baybars sólo nos acarreará la muerte o…
No termina la frase, dejando que flote en el ambiente un silencio amenazador.
Kunze se acerca a los Polo montado en su purasangre, abriéndose paso entre las monturas con la fusta.
—Señor Niccolò, quizá nos convendría deshacernos de la placa de oro. Así tendríamos más posibilidades de salir vivos.
Sin dignarse a replicar, Niccolò frunce el ceño, pensativo.
La caravana sube hacia la montaña blanca que tiene delante. El sendero se estrecha, adentrándose en unos pastizales nevados. Los animales padecen, pero Marco se siente reanimado por el aire de montaña. Los ollares de los caballos desprenden blancos chorros de vaho. El ruido de sus cascos se apaga en la nieve, que se hunde con su peso. El camino resplandece bajo el sol como una alfombra de luz pura.
Por fin el horizonte se abre ante sus ojos. El joven veneciano respira hondo, embelesado. Un paisaje grandioso se brinda a los viajeros: la llanura se extiende, inmensa, hasta donde alcanza la vista, bajo el sol que no calienta. Su tío Matteo le mira con ternura.
A lo lejos los montes empiezan a invadir el paisaje, fundiéndose a veces con las nubes azuladas que oscurecen la claridad del día.
—Esto no es más que el principio —le cuenta Matteo a Marco—, van a cubrir el horizonte hasta que lleguemos a Khanbaliq.
Cuando hacen un alto Niccolò, como de costumbre, entretiene a los lugareños durante horas con sus relatos de viajes. En el caravasar los animales ya están en los establos del sótano, donde podrán descansar, y todos se acuestan en unas alcobas pequeñas para dos, cuatro o seis personas. Michele está deseando llegar a Kayseri, cuyo caravasar tiene camas de verdad y alcobas individuales. Unta las llagas de Marco con un bálsamo cicatrizante mientras el joven veneciano, precavido, coloca el envoltorio con el ajedrez de Bonnetti junto a su cabeza. Niccolò hace que le traigan a una joven ramera para pasar la noche y, con su mal carácter, provoca las protestas de sus vecinos hasta que por fin decide dormirse.
En Kayseri los Polo se detienen en el Sultán Han, un lujoso caravasar, donde se juntan con otros viajeros. Cuando entran en el gran patio cuadrado con soportales, Marco siente que las piernas le flaquean. Esta repentina debilidad no le pasa inadvertida a su padre, que le mira con desprecio.
Con la energía temible que le distingue del resto de los mortales, Niccolò se encamina hacia la gran sala, mientras Matteo se deja caer sobre una gran bala de telas sin perder de vista a Kunze, que supervisa la descarga de los caballos y los mulos.
—Muchacho, ve a comer algo. Ya me ocupo yo de lo demás.
—¿Y vos, tío?
—Yo… —suspira Matteo pasándose la mano por el pelo seco.
Michele se coloca detrás de Marco y le dice en voz baja:
—Tenemos derecho a alcobas individuales. También hay baños. Aprovéchalo —añade con un guiño antes de alejarse para probar las golosinas que le ofrece una bonita y sonriente criada.
Desde donde está, Marco le oye decir que no están cocinadas con cerdo.
El joven camina hacia el gran pórtico labrado de la gran sala. Un poco impresionado, se detiene en el umbral. De la penumbra de las alcobas llegan conversaciones en todos los idiomas. Algunos viajeros duermen, recostados en balas de seda abiertas, mientras unas criadas con velo pasan con bandejas repletas de dulces y bebidas, y una bolsita atada a la cintura que tintinea a cada paso, como los cascabeles de las bailarinas. Unos escupidores de fuego ofrecen su espectáculo. Un cordero asado a la brasa desprende un olor irresistible. En el primer piso hay ropa tendida en las barandillas de madera. Unos mozos de cuadra llevan los caballos cubiertos de sudor a las caballerizas del sótano.
Niccolò sale de las cocinas, donde ha estado husmeando para elegir la comida.
—¡Vaya, qué sorpresa, señor Polo! ¡Os creía muerto… o insolvente! —le espeta un genovés pérfido.
—No tan deprisa. Soy como un caballo, si me hieren hay que rematarme.
—Lo decía porque veo que os habéis puesto otra vez en camino.
Niccolò se aleja sin dignarse a replicar.
Un griego le coge del brazo y le dice en voz baja:
—Micer Polo, hemos oído decir que traéis géneros que podrían interesarnos. Nosotros tenemos un vino muy fuerte que gusta a los tártaros. Si queréis, podemos negociar…
—Sois demasiado caro para nosotros.
—A fuerza de encontrarnos por esos mundos, alguna vez acabaré vendiéndoos algo. Por lo menos escuchad mi consejo: un desprendimiento ha cortado el camino a dos semanas de aquí. Para ir a Erzincan, en vez de ir por Malatya, debéis pasar por Sivas.
Marco siente una sombra a su espalda. Se vuelve rápidamente, pero Kunze ya está ante él, rápido como el rayo.
—¿Qué, señor Marco, no os atrevéis a entrar? ¿Un mal recuerdo de Laias, quizá?
Sin responder al guía el joven sube los peldaños. En las gruesas paredes resuena el murmullo de las voces. Hasta él llegan combinaciones más o menos apetitosas de guisos muy especiados. Unos músicos tocan la cítara detrás de una bailarina que con escasos velos acompasa sus contoneos con un canto melancólico, yalil, yalil. Unos peregrinos rezan la oración vespertina antes de acostarse en los bancos. Cerca de allí se oye la llamada del almuédano. Niccolò llama a Marco.
—¡Ve a lavarte, Marco, que apestas! Luego ven a verme, que tengo algo que decirte.
El joven sale de nuevo al patio y se acerca a Noor-Zade, que se ha dejado caer en la tierra. Ella levanta la cabeza y le mira, guiñando los ojos por el sol de invierno.
—Noor-Zade, ¿y si esta vez me lavaras tú a mí? —pregunta Marco con excitación.
—Señor Marco, si es una orden obedeceré —contesta ella fríamente.
Marco suspira profundamente. Se sienta junto a la muchacha.
—Noor-Zade, sabes que no quiero esta clase de sumisión.
—Señor Marco, yo no soy Donatella. A mí no necesitáis cortejarme. Os basta con ordenar —dice ella con tono tajante.
—¡Y si quiero, te cortejaré! —la corrige Marco, enojado.
—¡Ah, sí! ¡Sin embargo, parecía que estabais cansado de las carantoñas de vuestra veneciana!
—¿Y tú, acaso no haces tú zalemas? —exclama Marco.
Noor-Zade se ruboriza bruscamente, se levanta y se va sin decir nada.
El joven veneciano se dispone a ir tras ella, cuando sorprende la mirada de Kunze, que sigue los andares insinuantes de la esclava.
En los baños saturados de vapor de agua Marco se lava a conciencia acompañado de dos griegos que están impacientes por llenar el buche. Con el pelo aún mojado se reúne con su padre, que bromea con Michele. Matteo se quita el calzado, con una mueca.
—¡Ah! ¡Nunca me acostumbraré, qué incomodidad! —se queja, sentándose en una alfombra raída—. Estas camas son espantosas, qué suciedad…
—¡Matteo, deja de pensar en los palacios venecianos! Disfruta de este horizonte, del clima, de las mujeres…
—¡Aquí te ahogas, Niccolò!
—Y en Venecia, ¿acaso el aire de las marismas es más sano?
—Bueno —suspira Matteo—, aquí por lo menos estamos entre cristianos, sin todas esas zalemas…
—Tienes razón: con los cristianos sabemos que nos pueden degollar sin tantos cumplidos —dice Niccolò, riendo.
Matteo se agacha junto a su hermano y sigue cosiéndose las botas. Michele aprovecha para hincarle el diente a un plato de berenjenas que tiene delante.
—Niccolò, ese usurero genovés acaba de decirme que el precio del lapislázuli ha caído en Soldaia. Puede que sea una treta suya, pero como vuelve a haber guerra me preguntaba si no deberíamos vender ya, o en cuanto lleguemos a Erzincan, aunque perdamos un poco, en vez de perder mucho más adelante. Además la cristalería es frágil. Es un riesgo añadido. Ya que con el anís…
Niccolò moja una albóndiga de carne en una salsa verdosa.
—Me gusta correr riesgos, ya lo sabes. Pero me fío de ti, porque eres prudente. De modo que haz lo que te parezca oportuno. Aunque te equivoques, tendrás razón.
Luego se dirige a su hijo:
—Marco, prueba las berenjenas, están riquísimas. ¡Pruébalas!
El joven se anima a comer las hortalizas con aceite, aunque en realidad hubiera preferido sumarse a los jóvenes griegos que hablan alto y vacían sus vasos delante de la bailarina medio desnuda.
Matteo deja de coser y se acerca más a Niccolò.
—Nicco, ahora tenemos que decidirnos: ¿qué ruta…?
—¿De qué has podido enterarte tú? —le pregunta Niccolò bajando la voz, contrariamente a su costumbre.
Marco aguza el oído para no perderse su conversación, pero Matteo habla tan bajo que no se le oye nada. Sólo la voz de Niccolò, más cerca de Marco, llega hasta el joven.
—Ya lo sé, conocemos mejor la ruta del norte…
—Pero tendríamos que atravesar el kanato de la Horda de Oro… —observa Marco interrumpiendo a su padre, que hace un gesto de enfado antes de continuar, dirigiéndose a su hermano:
—Al parecer, después de la llegada al poder de Kublai se han agravado las desavenencias entre el kan de la Horda de Oro y el ilján de Persia.
Michele también mete baza:
—Si me permitís, os diré que sé de buena tinta que unos mongoles de la Horda de Oro asaltaron a unos venecianos. Sólo dejaron a uno vivo, para que contara lo que había pasado.
—¡Pero tenemos la placa del Gran Kan! ¡La Horda de Oro debe lealtad al imperio!
Y como para recalcar sus palabras, con un gesto decidido, Matteo abre la túnica de su hermano y se asegura de que la valiosa placa sigue allí.
—Desde luego, hermano —dice Niccolò colocándose cuidadosamente el salvoconducto en el pecho—, pero la Horda de Oro es contraria a Kublai, así que este salvoconducto no nos despejará el camino.
—¿Por qué vamos a arriesgarnos? —pregunta Marco—. ¡Pasemos por Persia!
—Los ataques del sultán de Egipto, Baybars, hacen peligrosas esas rutas —le explica Matteo.
—Si llegamos sanos y salvos a Persia, allí estaremos seguros —admite Niccolò.
El mercader nómada se levanta y bate palmas.
—¡Kunze! ¡Kunze al-Jair! —llama.
El persa acude y se arrodilla con una mano en el pecho.
—Kunze —le cuchichea Niccolò al oído—. ¿Podríamos ir por el camino de Tabriz?
El persa no puede contener una exclamación de sorpresa:
—¿Tabriz, en Persia? Pero señor Niccolò, Dios me perdone, ¡si teníamos que pasar por el kanato de la Horda de Oro!
—Kunze, deberías alegrarte de volver a tu país.
—¡Sin duda, señor Niccolò, si no estuviera ocupado por una caterva de infieles! —murmura Kunze entre dientes.
Michele se ha acercado a Marco.
—El kan de la Horda de Oro se ha convertido al islam —le explica al joven.
—Esa mudanza nos va a salir muy cara —calcula Matteo—. Tendremos que comprar túnicas ligeras y turbantes para añadir a nuestras pellizas. He conseguido que nuestro anfitrión nos conceda un día más y gratis de su hospitalidad. Al fin y al cabo, con los últimos disturbios su establecimiento no se llena. De modo que podemos estar aquí tres días enteros antes de viajar a Erzincan, tiempo suficiente para que Kunze disponga todo lo necesario.
Niccolò mira a su hermano con angustia.
—Matteo, mi mapa… ya no sirve para nada.
Niccolò pasa la noche siguiente dando vueltas en la cama, lo que le exaspera aún más, pues no está acostumbrado al insomnio. Está obsesionado con el nuevo itinerario. Durante el primer viaje había recorrido caminos desconocidos sin llevar siquiera un mapa, y había perdido mucho tiempo y dinero, al tener que pagar por las informaciones que le iban dando. No quiere repetir esa mala experiencia.
Al día siguiente la llegada estrepitosa de una caravana de tres mil camellos le da nuevos ánimos. A diferencia de sus vecinos, poco le importan el polvo y el hedor que desprenden.
Después de un aparatoso intercambio de cumplidos, Niccolò conversa con el mercader. Ese hombre menudo y engreído, moreno y peludo, es pariente del rey de Armenia. Exhibe unos animales destinados a la corte de Mengu Temur, kan de la Horda de Oro: seis avestruces y otro animal que Marco no ha visto nunca, del tamaño de un caballo, con pezuñas de toro, un cuello desmesuradamente largo y las patas delanteras más altas que las traseras. Su vientre blanco contrasta con el lomo dorado, decorado con anchas listas blancas. Cuando levanta el cuello su cabeza llega a una altura asombrosa. Tiene ojos de cierva, con espesas pestañas. La cabeza está coronada con dos cuernecillos cubiertos de pelusa.
—Este animal se llama jirafa —le explica el mercader al joven, que lo observa maravillado—. Espero que soporte el clima…
El armenio invita a Niccolò, que no se lo esperaba, a unirse a su caravana, bien escoltada, en la que el número garantiza la seguridad: consta de tres mil camellos y quince mil hombres. Unos mercaderes griegos ya se han unido a ellos.
Matteo, despotricando contra esta costumbre que les permite a los ricos sufragarse a costa de los viajeros modestos necesitados de protección, regatea el precio con el armenio, haciendo valer el armamento que llevan, incluida la ballesta de Marco. Cabalgan juntos hasta Tabriz. En el patio del caravasar los camelleros cargan sus animales con fardos de telas y especias, comprueban el estado de los arreos y atan los camellos formando una larga fila de varias leguas. Tardan una mañana entera en prepararse para salir. Por fin el primer camello avanza, seguido de los demás y guiado por el camellero jefe para que la coordinación sea perfecta, hasta que toda la caravana está en movimiento, larga oruga de fardos enormes que avanza con lentas ondulaciones. Cuando los últimos echan a andar los primeros ya están muy lejos.
La caravana levanta grandes nubes de polvo. Los viajeros se protegen cubriéndose la cara con gruesos paños de lana. Al caer la tarde se monta un campamento a la entrada de una aldehuela de varias casas, cerca de un pozo, a pesar de las protestas de los lugareños. Pero en cuanto ven la escolta armada dejan de oponerse a los viajeros, e incluso se ven obligados a suministrarles carne, pan y vino a discreción. Los camelleros descargan los fardos y desatan a los animales, que se alejan del campamento en busca de pasto. Luego se montan las tiendas. Con las cabezas inclinadas sobre una hierba rala, los camellos la arrancan y la mastican con parsimonia. La jirafa estira su enorme cuello y devora una cantidad increíble de hojas de las copas de los árboles.
Alrededor de la hoguera los camelleros comen con la misma concentración que sus animales unas bolas de pan duro secado al sol, mojadas en salsa de pimientos con grasa de carnero. Se chupan concienzudamente los dedos para no desperdiciar nada de grasa. Después de vaciar varias botellas los hombres se animan. Un camellero saca una cítara y toca unos acordes. Los cantos se elevan sobre la hoguera que crepita.
Marco se deja llevar por la melopea triste de la música nómada.
Kunze bromea con el trujamán armenio, alegrándose de haber encontrado a alguien para contar anécdotas en varias lenguas.
Noor-Zade, algo apartada, escucha la melodía, soñadora, mientras cose un estribo. Marco se sienta a su lado.
—Me gustaría verte vestida con los velos de Oriente más bonitos —suspira.
Noor-Zade está pensativa, mirando las estrellas.
—A mí también me gustaría ir vestida de mujer. Si no estuviera vuestro padre…
—Tú misma me has dicho que ni siquiera sabía tu nombre. No creo que recuerde tu cara. Para él todos tenéis los ojos oblicuos.
La joven esboza una sonrisa amarga.
—Es verdad. Ni siquiera sabe distinguir entre los uigur y los mongoles.
—Guillermo de Rubrouck decía que vosotros formáis una clase culta entre los mongoles.
—Esos brutos son tan ignorantes que nunca fueron capaces de inventar un alfabeto para su lengua. Tuvieron que tomar el nuestro.
Traza unos signos con el dedo en la tierra. Marco le tiende la pequeña daga de la «reina de Saba». Ella la coge, encantada, y sigue escribiendo unos caracteres que parecen dibujos.
—Es mi nombre —dice, emocionada—. El de mi padre, Sanga.
—Eres esclava y mujer. Sin embargo sabes escribir.
—Aún debéis descubrir muchas cosas, señor Marco. Creíais que era una mongola…
—Si tu pueblo es aliado de los mongoles, ¿por qué éstos hicieron la correría que acabó contigo, esclava, en Venecia?
Los ojos cerrados de Noor-Zade contienen las lágrimas.
—Los mongoles son vanidosos. Ay de quien les ofende…
Le devuelve la daga a Marco, pero el joven retiene su mano.
—Quédatela.
Ella tiene un momento de vacilación y luego se la guarda en el cinto.
—Tus ojos son tan negros que veo miles de estrellas reflejadas en ellos.
La joven sonríe.
—Los vuestros son tan azules que es como si hubiéramos traído el mar con nosotros.
El silencio se carga de palabras que no osan pronunciar. El canto triste de los camelleros les envuelve con su compás hipnótico. Con el corazón palpitante, alarga una mano insegura, lentamente. Antes de tocar la de Noor-Zade ya siente que un suave calor invade su vientre. En el brazo de la muchacha el dibujo del tatuaje late en la sangradura. El contiene el aliento.
—¡Noor-Zade! ¡Tráeme una botella de vino! —ordena la voz tajante de Kunze.
Un temblor imperceptible recorre los párpados de la muchacha. Todo su cuerpo se tensa, como si se dispusiera a huir. Marco se dirige al persa:
—Creía que Alá no permitía que los creyentes bebieran el fruto de la viña, señor Kunze.
El persa echa un trago de su frasco oscuro.
—Sabed, señor Marco, que en mi país lo cocemos antes de beberlo, y entonces sí está permitido.
El joven sacude la cabeza, no muy convencido.
—Shayabami, llena la copa de nuestro guía.
El persa clava en el veneciano una mirada cargada de desdén.
—Señor Marco, no sabía que ese esclavo fuera para vuestro uso personal.
—¡Pues lo es! —exclama Marco, no sin orgullo.
En cuanto se levantan, los camelleros capturan sus animales con lazos, hacen que se arrodillen y los cargan con una rapidez asombrosa. Luego desmontan las tiendas y las sujetan a las sillas de los camellos. Cuando el grupo de los Polo ha acabado de preparar sus monturas, la columna de camellos ya está lista. La caravana reanuda su camino, levantando un polvo ocre.
La llanura de Erzincan se extiende ante el Éufrates, rodeada de montañas nevadas. Los últimos trigos, que los labradores, en su huida, han dejado sin cosechar, se mecen suavemente con la brisa. Son un alimento exquisito para la manada de camellos, que se da un gran banquete con ellos.
Por fin se divisa la ciudad, rodeada de una muralla y torres de defensa. Las casas tienen azoteas escalonadas donde se reúnen los vecinos alrededor de un tazón de leche caliente. Los alminares, numerosos, elevan sus picos hacia el cielo. Se oye un murmullo de fuentes en muchos rincones, sobre todo en el bazar, donde se venden mercancías tan variadas y ricas como en Acre.
La caravana se instala en el viejo caravasar, recibida por un hombre grueso que vive rodeado de cabras y exige que le paguen por adelantado. Como deja sueltos a sus animales, las alcobas de los viajeros están muy sucias y huelen a establo.
Matteo tiene por fin la oportunidad de vender su lapislázuli. Envía a Marco con Niccolò a liquidar la commenda de Zeccone, hacer el cambio de piedras y comprar brocados y lienzos que después piensa cambiar en Erzurum por plata hilada, más fácil de transportar. Niccolò y Marco van andando a casa del mercader de piedras, que tiene un pórtico decorado. Entran en un patio cuadrado con una fuente en el centro, un auténtico lujo en esos parajes, donde el agua es un bien escaso.
—Esta vez no hagas preguntas que puedan ofenderle —le recomienda Niccolò con severidad.
—¡Si teméis por la venta, señor padre, yo me retiro!
—¡No seas tan receloso! Limítate a observar y aprender.
El mercader les recibe en una habitación cuadrada decorada con celosías de madera, sentado en un dosel de seda. Lleva un grueso caftán con ricos bordados. Intercambian largas frases de bienvenida, deseos de buena salud y otras bendiciones a la familia y a los jefes de clan, antes de entrar en materia.
—¿De modo que vuelves con esos mongoles locos? —le pregunta el mercader a Niccolò—. En realidad el loco eres tú, que te empeñas en recorrer el mundo. Y eso que, según dicen, Venecia es una ciudad muy hermosa, con unas mujeres espléndidas.
—Sí, pero sólo puedes tener una.
—Los cristianos os priváis de lo mejor de la vida.
—¿Y el vino, qué haces tú con él?
—Tienes razón. Hazme un favor: emborráchate.
Le tiende a Niccolò una taza llena de vino. Éste la toma con ambas manos y la vacía de un trago. El mercader hace que le traigan manjares propios de su rango. Unos músicos tocan sus instrumentos agudos. La comida la sirven en bandejas de hierro con pie: cordero sazonado, albóndigas, arroz y una gran variedad de verdura. A cada uno le sirven una torta de pan sobre un paño de seda. Los venecianos se sientan en el suelo, a imitación de su anfitrión, y se disponen a comer con los dedos. El menú se completa con platos de miel, melocotones, uvas, alcaparras y otros frutos, todos ellos secados el verano anterior. El mercader come como un cerdo y Niccolò bebe mucho, pero deja el vaso antes de embriagarse. Marco se pregunta por qué le habrá llevado su padre a esa cena en la que lo único que aprende es la relajación. Después de mucho regatear Niccolò consigue vender cochinillas de buena calidad, pequeños insectos muy apreciados por el mercader para teñir de carmín las telas de seda.
Al despedirse el mercader le dice a Niccolò:
—Baybars ha conseguido detener las tropas de Abaga. El ilján retrocede hacia Persia a marchas forzadas.
—Puede que nos tropecemos con él —dice Niccolò, bromeando.
—Espero que no —contesta el mercader con tono lúgubre.
A pesar suyo Marco tiene un escalofrío al oír estas palabras, que suenan como una predicción o una advertencia.
Por fin salen de Erzincan camino de Erzurum. El camino atraviesa una sierra. A los lados hay campos sembrados cuyos bordes están nevados. Más adelante empieza a nevar y el frío les sorprende, obligándoles a parar antes de lo previsto. Una vez más Niccolò despotrica contra la lentitud de la caravana. En seis meses de viaje aún no han salido de Armenia.
Al día siguiente, al amanecer, la expedición se pone en camino hacia el sur, en dirección a Persia. Las mesetas se extienden hasta donde alcanza la vista, llanuras azuladas por el frío de la altitud. Las copas de los álamos oscilan con el viento. A lo largo del camino se tropiezan con niños perdidos, harapientos, que caminan descalzos entre los guijarros. Están aterrorizados y, sin atreverse a mendigar, se apartan ante la impresionante caravana. Niccolò se empeña en dejarles algunas provisiones, y el armenio accede de mala gana.
Una montaña de sal resplandece con sus miles de cristales, zócalo formidable de un castillo minúsculo construido en su cima. Deciden hacer un alto en él, y descubren con sorpresa que las puertas del castillo han sido derribadas. Pero en él vive una señora musulmana. Se asusta mucho cuando Niccolò le presenta la placa de Kublai. Luego les explica que hace poco unos jinetes mongoles del ilján de Persia han asaltado el castillo y matado a su marido. Al ver que les negaban la hospitalidad rompieron el rastrillo, y la viuda, a la que dejaron con vida para que atendiera a los invasores en su próxima visita, vive desde entonces apenada y atemorizada.
Cuando están bordeando el lago Van de la Gran Armenia, Marco ve unos rebaños paciendo. Los mongoles los han subido hasta allí para abrevarlos. A lo lejos se divisan sus figuras macizas y envaradas en sus monturas. La caravana atraviesa una ciudad rodeada de rocas, a la orilla de un río ancho.
De repente, Marco queda deslumbrado por la visión del monte Ararat, que con sus nieves eternas brilla como un diamante. Se diría que se proyecta por encima de las nubes para alcanzar el sol. Ante sus ojos se presenta la imagen del arca de Noé, que se libró del diluvio y se refugió allí. Dicen que en una iglesia de las inmediaciones se guardan unas tablas de las que sirvieron para construir el arca. Matteo le explica a su sobrino que la nieve cubre el monte todo el año a causa de su gran altitud.
Entonces, como si la mano divina consintiera en desvelar por un momento sus maravillas, la corona de nubes se disipa y deja al descubierto la cumbre resplandeciente.
—Es la mano de Dios, ¡loado sea!, la que ha apartado las nubes —le dice Kunze a Marco.
—La suerte, más bien, Kunze —replica Niccolò con una amplia sonrisa—. Y Marco, como yo, tiene baraka.
El paisaje empieza a cambiar. La ruta de Persia atraviesa un pasillo entre montañas nevadas. El aire es mucho más fresco. El sol se refleja con violencia en las extensiones inmaculadas, cegándoles durante varias semanas. Se ven obligados a no apartar la vista del cuello de sus caballos, que oscila al subir la cuesta.
—Pronto llegaremos a Tabriz. Allí, al otro lado de la montaña, está Persia —dice Kunze con un brillo en los ojos.