20
El hijo del techo del mundo

El alba glacial destila sus pálidos resplandores. A lo lejos el día se levanta iluminando las cumbres con un destello tan vivo que, a pesar de la oscuridad del cielo, deslumbran. La caravana se adentra en la cordillera del Hindu Kush, prolongación occidental del Himalaya, antes de emprender la ascensión al Pamir, en el norte, que la llevará al otro lado del mundo. Los cinco yaks, toros de largos cuernos afilados, están cubiertos de una espesa capa de pelo que llega hasta el suelo. Los camellos, diez, tienen aspecto de animales prehistóricos. Un abundante vellón de mamut oculta sus ojos y cubre sus patas casi hasta el suelo. Como si cedieran bajo su propio peso, caminan despacio pero con paso firme. Van atados unos a otros y se siguen en una larga hilera, con una indolencia tranquilizadora. Enormes, cargados como mulas, están protegidos del frío por una alfombra de fieltro colocada bajo la silla. Los tres camelleros que van delante a caballo y dirigen sus pasos están tan bien forrados como sus animales, con gruesas pellizas. La caravana transporta unas barcas de cuero para cruzar los ríos, provisiones de pan, mijo, carne seca y salada para tres meses, y arroz para los montañeses que se encuentren por el camino.

Las laderas están cubiertas por un tapiz de bosques de cedros, que extienden sus largas ramas frondosas. Enfrente, en la otra vertiente del valle, las pedrizas ocultan la hierba gris que aguarda la primavera para reverdecer y recibir los rebaños de ovejas de los nómadas. De momento, durante el invierno, éstos acampan en el llano. Unos restos de bancales en laderas empinadas son testigos de la tenacidad de los montañeses. Los arroyuelos dibujan finas arrugas en las pendientes por donde, en verano, el agua de los neveros se abre camino hasta el valle.

El aire seco y frío nubla la vista. Las cumbres irradian un resplandor irreal, brotan de la tierra con un furor arcaico y se pierden en las nubes, rivalizando orgullosamente con ellas. Se diría que el propio sol palidece. Como las mujeres y los hombres, las montañas llevan velos de nimbos blancos que se confunden con sus nieves eternas.

Cuando los últimos rayos desaparecen detrás de las cumbres, la temperatura desciende bruscamente. Conforme van subiendo Noor-Zade se agarra a las crines de su caballo, apretando los dientes, tratando de aplacar su pecho que reclama más aire. Ante la intensidad del frío implacable, dirige miradas angustiadas al joven veneciano, que cabalga delante de ella. Pero Marco, enfrascado en el recuerdo de Michele, guarda un silencio impropio de él. En esa altitud el hielo aún no ha vencido al agua, que corre en cascadas cantarinas por la trocha. Los jinetes procuran no resbalar por los guijarros húmedos. La caravana cruza la ladera de la montaña gris, en fila india. En la ladera opuesta unos niños trepan a las peñas con la misma agilidad que sus cabras, deteniéndose de vez en cuando a observar a los extranjeros. Noor-Zade procura no mirar hacia abajo, la tierra que se aleja.

Al caer la noche llegan a un campamento de pastores nómadas encaramado en la ladera de la montaña. Los hombres les observan con recelo. Las mujeres tienen una mirada de compasión para Noor-Zade, detrás de sus velos. Marco se fija en sus pies descalzos con gruesos aros en los tobillos, y sus manos cubiertas de tatuajes. Por la noche, a la luz de una fogata, los hombres bailan al son del tambor para que el destino les sea favorable, y las mujeres se llevan aparte a Noor-Zade para hacerle recomendaciones.

A la mañana siguiente, sin haber dormido profundamente, reanudan su ascensión, y luego bajan a una meseta azul cobalto encajada entre montañas de cimas redondas. Luego el sendero se hunde en una garganta entre farallones de roca altos como murallas. La caravana se interna en ella lentamente, con Darmala a la cabeza. El desfiladero es tan estrecho que los hombres tienen que parar, descargar los camellos y llevar a cuestas los fardos hasta el otro lado. Las montañas de Kafiristán se imponen con su dimensión vertiginosa, cubiertas de una gruesa capa de nieve. El paisaje guarda el secreto de un mundo anterior al hombre. En las laderas Marco ve unas rocas extrañamente amontonadas, y grandes carneros salvajes con cuernos de seis palmos de largo, por lo menos, que les acompañan en su ascensión con una agilidad pasmosa. A medida que se van acercando el joven divisa unas cabañas que miran al valle, encajadas unas en otras. De las azoteas sale humo, ínfima señal de humanidad. Los lugareños se agolpan para ver cómo suben hasta ellos. En sus rostros se advierte la fiereza solitaria de los montañeses. Las mujeres, semejantes a sus maridos, llevan a sus hijos en brazos. Saludan en especial a Kunze, al reconocer a uno de su misma religión. En cuanto llegan les reclaman un tributo por alojarles, aunque sólo sea una noche. La ley de la supervivencia prevalece sobre la de la hospitalidad. Ahorran hasta las palabras, y Niccolò no encuentra a nadie capaz de apreciar sus chanzas, demasiado cristianas para ser entendidas aquí. La entrada de la casa del jefe está adornada con cuernos de carnero salvaje. De cuerno están hechos también los recipientes en los que les sirven miel cubierta generosamente con mantequilla clarificada. Los hombres forman un corrillo alrededor de la comida como aves de presa al acecho. Fuera, los animales de la caravana comen la hierba rala de invierno, tan alimenticia que una sola brizna alimenta lo mismo que un manojo de heno.

Kunze pasa de unas terrazas a otras trepando por escalas talladas en troncos. Cada una es el tejado de la casa del vecino. Al final llega a la mezquita de la aldea, magníficamente decorada con tallas de madera de estilo persa. Desde allí hay una vista vertiginosa sobre el valle, un barranco surcado profundamente por un fragoroso torrente. Por la noche Marco oye los aullidos hambrientos de los lobos. Los arcos están al lado de los durmientes. Una vez más, el sueño no repara el cansancio del viaje.

Por la mañana unas huellas de oso se mezclan con las de los lobos.

—No temáis, sólo salen de noche.

—Pero allá arriba, en las alturas, dormiremos en la tienda. ¿Cómo vamos a defendernos de ellos? —pregunta Matteo.

—Allá arriba —replica Darmala con una sonrisa— no habrá fieras.

Esta palabra, en vez de tranquilizarles, les hace estremecerse.

Al salir de la aldea se cruzan con unas mujeres que llevan a la espalda haces de leña, y a sus hijos, en grandes sacos trenzados de pelo de cabra. Bajan descalzas, con medias de lana que les dan aspecto viril, ágiles como los carneros salvajes.

La caravana prosigue su ascensión durante un mes. Las siete monturas de los viajeros adelantan a los diez camellos guiados por los tres camelleros a caballo. El hielo ha abierto profundas grietas en la tierra. Los árboles se rajan y sus ramas cuelgan, medio rotas. La nieve cruje suavemente bajo los cascos y las pezuñas. Los camelleros han desmontado para comprobar el estado del sendero; éste se ha vuelto tan estrecho que vendan los ojos de los animales para que no vean el precipicio. Sus pezuñas resbalan, y hay que cavar entalladuras en la nieve para que puedan avanzar.

Varias veces Marco cree que han llegado a lo más alto, pero entonces aparecen otras lomas, como si acabasen de levantarse. De vez en cuando se ven huellas en la nieve de lobos o de roedores. Por último aparece una pequeña meseta, refugio inseguro en un mundo hostil.

—¿Realmente hay tierra debajo? —pregunta Marco, incrédulo.

—Supongo que sí —contesta Darmala.

—¡Nunca imaginé que la nieve pudiera ser tan profunda!

—Cuanto más subamos más tendréis que protegeros los ojos.

Montan dos tiendas adosadas. Darmala comprueba que los pies y las manos de sus compañeros no se han congelado frotándolos con nieve. El aire es tan helador que el fuego no calienta lo suficiente para cocinar la carne. Noor-Zade, agotada, apenas tiene fuerzas para tranquilizar a Marco con una sonrisa. Kunze reza con fervor, creyendo estar cerca de la puerta del gran frío del infierno que se menciona en el Corán.

Por la noche se acurrucan todos juntos en la misma tienda para calentarse, olvidando el rango de cada cual. Empieza a nevar. Al amanecer, aunque está bien arropado con sus pellizas, Marco se despierta con la mejilla pegada a la manta. Fuera arrecia la nevada. Darmala despeja la entrada de la tienda. Apartan la masa blanca para plegar su cobijo, que nunca les ha parecido tan valioso. Luego reanudan la ascensión.

Marco comprueba que sigue teniendo colgados del cuello la yesca y el eslabón para hacer fuego. Esa nieve no se funde nunca, y sin embargo parece tan reciente como si acabara de caer. Pocas son las especies que suben tan arriba para hollarla. A lo lejos, por encima de ellos, una cumbre se estira hacia las nubes, suspendidas en espesa capa lánguida sobre las montañas inmensas. Todos avanzan en silencio, por recomendación de Darmala, para reservar un aliento que el espíritu de las montañas les arrebata a medida que se adentran en sus dominios. Llevan varias capas de ropa: túnica de seda, caftán, pelliza y abrigo de fieltro, gorro forrado, dos pares de calzas de piel y tres pares de botas. Marco apenas puede moverse con tanta impedimenta. Se había burlado de la cantidad de ropa que el guía les había hecho llevar. Pero ahora se felicita incluso de haber recordado las palabras de Rubrouck. Con algodones en las orejas, la nariz expuesta al viento y los ojos llorosos, se mantienen tan rígidos sobre sus monturas que podrían morirse sin darse cuenta. De alguna parte les llega un ligero silbido. Darmala recorre la caravana.

—¡Pase lo que pase, no os detengáis!

La tempestad se desata con un bramido ininterrumpido, que llega a hacerse ensordecedor. Arrecia durante horas y horas, retumbando en sus cabezas. La nieve les hiere con copos afilados. El viento no se aplaca nunca, como si se rebelara contra la presencia de unos extranjeros en su territorio. Delante de Marco, la figura blanca de Darmala, inmóvil bajo su pelliza, hace oídos sordos a los gritos de los viajeros. Los camellos se hunden hasta la rodilla en la nieve reciente. Los caballos, cabizbajos, avanzan penosamente. El joven se queda dormido en la silla de montar. Se despierta bruscamente cuando su montura resbala en una placa de hielo. El corazón le late desbocado. El animal recupera el equilibrio in extremis. Marco suda, le tiembla todo el cuerpo. Por fin deja de nevar.

Llegan a una gran explanada donde una cinta lisa forma amplias ondulaciones y se estrecha entre las peñas. ¡Un río helado! Su lecho de mármol blanco así lo indica. Darmala sigue avanzando sin reducir la marcha. ¿Es que no lo ha visto? Marco se pone a su altura, baja la pelliza que le tapa la boca y grita en los oídos del tibetano:

—¡Darmala! ¡Es un río!

El guía se limita a asentir con la cabeza. Entonces el veneciano recuerda la confianza que le inspiró la primera vez que le vio.

—¡No te quedes a mi lado, pasa detrás! —le grita Darmala.

Marco empieza a rezar con fervor, acordándose de su madre. La caravana avanza con precaución hacia el río helado. Los tres camelleros no les quitan ojo a sus animales. Darmala ha desmontado del caballo y encabeza la marcha. De repente se arrodilla. Todos se quedan quietos tras él. Agachándose, pega la oreja al hielo, atento al más mínimo crujido. Luego se levanta y se dirige a un lugar donde la capa es más gruesa. Los camellos reanudan la marcha, los caballos adelantan los cascos precavidamente. A sólo un tiro de piedra de ellos una grieta en el hielo deja ver las aguas turbulentas. Noor-Zade fija la mirada en la crin de su caballo y aprieta con fuerza las riendas. Los pasos de los camellos de largo pelaje crujen en la nieve dura. De pronto se oye un grito. Lentamente, casi sin ruido, un camello se hunde en el agua helada. Todos los hombres corren hacia él. Niccolò tira de las riendas del animal, que se debate furiosamente, golpeándole en el pecho. El frasco de aceite sagrado cuelga del cuello del mercader. Kunze desenvaina el sable y corta de un tajo seco las correas que sujetan la carga en el lomo del animal, haciendo silbar la hoja a pocas pulgadas del cuello de Niccolò, cuyas maldiciones son acalladas por el gruñido terrible del camello aterrorizado. Darmala y Marco ayudan a Kunze a librar al animal de los fardos que le arrastran al fondo. El joven ve el frasco de aceite flotando un momento en el agua agitada por las patas del camello, antes de hundirse en ella.

Sin pensárselo dos veces se tira al río helado. El frío le quema de inmediato los pulmones. Le rodea un torbellino oscuro. Enseguida se siente a gusto, incluso tiene una sensación de calor. La plata del frasco brilla en la penumbra. Alarga el brazo con extraña lentitud y lo agarra. Comprueba que lo tiene bien sujeto, porque no siente la mano. Se impulsa con los pies para subir. Hace grandes esfuerzos. Un impulso más, y sale a la superficie. Fuera todos se afanan en socorrerle.

—Estoy bien, ni siquiera tengo frío —dice.

Todos los hombres se miran con horror.

—¡Tiene los labios violetas! —exclama Matteo.

Marco siente que empieza a tiritar de forma incontenible. No se sostiene de pie, cae en el hielo.

—¿Dónde está el camello?

Pero nadie se preocupa del animal. Darmala da órdenes a los camelleros, que desnudan a Marco en un momento. Le frotan con energía. Niccolò se quita su pelliza, que es la más abrigada. Matteo y Darmala hacen lo mismo y envuelven al joven. Marco, que siente un extraño entumecimiento, no reacciona. Su cuerpo ha perdido la sensibilidad. Le frotan los pies y las manos con una energía obstinada.

—¿Sientes algo? —pregunta Darmala con ansiedad.

Marco niega con la cabeza.

—Va a perder los dedos de las manos y los pies —dice Kunze con fatalismo—. Puede que algo más…

Sin pronunciar palabra, Niccolò se inclina sobre su hijo y le sacude con una rabia furiosa y desesperada. Sopla en sus manos, que se han vuelto azules y ásperas.

—¡Matteo! ¿Tenemos alguna buena botella?

Darmala va a buscar un odre de vino de arroz, y Matteo acerca el gollete a la boca de su sobrino. Mecánicamente, Marco bebe varios tragos. El alcohol le quema e irradia por todo su cuerpo. Sus piernas y brazos se inflaman con un dolor intenso. Siente un fuerte retortijón en el vientre, y vomita todo el almuerzo.

—¡Me abraso! ¡Voy a morir! —grita con voz ronca.

Darmala le responde con una sonrisa.

—¡Al contrario, Marco Polo!

Por fin puede mover los dedos, hinchados y ardientes.

—¡El frasco! ¡Lo he perdido!

Niccolò se lo enseña. Lo tiene él, colgando de la cinta de cuero.

Extenuado, Marco suspira, incapaz de moverse.

—Sin querer, he cortado el cordón con el sable —explica Kunze con voz tranquila.

Al cabo de varios días de marcha ininterrumpida, Darmala aprovecha una interrupción de las nevadas para ordenar un alto. Sin una queja, agotada, Noor-Zade desmonta y ayuda a levantar el campamento. En la tienda, donde han dejado caer sus pellizas, Marco vuelve a descubrir el cuerpo de la joven. El enorme vientre en su figura menuda le da un aspecto extraño. Hasta sus pechos han crecido. Pero se lleva a menudo las manos a los riñones, reprimiendo muecas de dolor. Falta poco para el parto.

Marco se acerca a Niccolò.

—Señor padre, Noor-Zade pronto va a dar a luz a su hijo. ¿Por qué no esperamos a que suceda?

—Marco, yo también siento piedad por ella. Pero en esto tengo que atenerme a lo que diga nuestro guía. No olvides que es una esclava. No pienso arriesgar la vida de mis hombres por ella.

El mercader llama a Kunze y le expone la propuesta de Marco. El persa se dirige al joven.

—Por desgracia, señor Marco, no sabemos exactamente cuándo va a parir. Lo que yo sé con seguridad es que, si nos entretenemos, estamos perdidos. Se acerca la primavera. Los grandes puertos serán muy peligrosos. Puede haber avalanchas.

Marco debe resignarse. Ni siquiera informa a Noor-Zade de su intento fallido.

La ascensión es cada vez más abrupta. Los senderos son tan estrechos que tienen que desmontar para no desequilibrar a sus monturas.

El 28 de febrero de 1273, dos meses y medio después de iniciar la ascensión, cuando se encuentran en el techo del mundo donde la falta de aire no permite encender fuego, Noor-Zade siente los primeros dolores. Se sujeta el vientre y se tiende suavemente en el suelo.

Marco corre hacia ella. La caravana se detiene.

Darmala escudriña las montañas, cuyos picachos se recortan, agresivos, a su alrededor. Una cueva, una simple cavidad, ofrece su sombra para protegerles del viento helador que sopla. Da unas órdenes a los camelleros y éstos cavan la nieve en un promontorio al borde del precipicio.

Kunze, furioso, avanza hacia ellos levantando el látigo.

Darmala se interpone con semblante sereno pero firme.

—Hay que darle una oportunidad.

Niccolò también ha vuelto atrás.

—Marco, es un asunto de mujeres.

—¡No puedo dejarla sola! —grita el joven con un terrible acento de desolación en la voz.

Su padre sujeta el brazo armado de Kunze que, apretando los dientes; retrocede. Su mirada se cruza con la de Noor-Zade. En ella se lee el odio feroz inspirado por el miedo y el ansia de supervivencia.

—¡Tenemos que seguir, o moriremos todos! —exclama.

Matteo le pasa las riendas de su caballo a su sobrino.

—No es el más rápido, pero es resistente. Con el tuyo, podréis bajar los dos.

Marco abraza a su tío.

Darmala, antes de partir, se quita uno de los abrigos de piel.

—Para el pequeño —dice con una sonrisa.

La caravana se pone en marcha. Marco ve angustiado cómo se alejan por el sendero hasta que sólo son unos puntitos negros en la nieve. Noor-Zade se ha sentado sobre la manta que han dejado los camelleros. Tiene la cara tensa y su pecho se levanta con más rapidez. Coge un poco de nieve y deja que se le derrita en la boca. El veneciano se sienta a su lado y le coge la mano.

—Habrá que hacer las cosas deprisa. Marco, prométeme que si sale mal salvarás al niño.

Él aprieta con más fuerza la mano de Noor-Zade.

—Te lo prometo.

Ella le alarga el puñal de la reina de Saba.

Marco introduce a los animales en la cueva, junto a Noor-Zade, para que aproveche su calor animal. Durante varias horas observa a la mujer que aprieta los dientes, soportando el dolor. A pesar del frío su cara se cubre de gotas de sudor. Tirita. Marco quiere abrazarla, pero ella le rechaza delicadamente. Su tez tiene un tono gris más cercano a la muerte que a la vida.

Con voz entrecortada ella le explica lo que tendrá que hacer. Solos, abandonados por todos, nunca se han sentido tan cerca y tan lejos uno del otro. Ella aprieta la mano de Marco en la suya. Poco a poco, pensando en el niño que va a nacer, acepta los embates cada vez más frecuentes del sufrimiento y se abandona a ellos. Marco, impotente, siente un intenso malestar. La noche empieza a extender su manto oscuro, transformando el paisaje tan claro en un lúgubre reflejo del infierno. Marco se acuerda de pronto del aceite de los zoroastristas que guarda en un frasco. Moja con él uno de sus turbantes y lo enciende. Las llamas calientan de inmediato el aire de la gruta. Noor-Zade hace muecas de dolor, cierra los ojos, con el rostro bañado en sudor. Él le pasa hielo por la frente y las sienes, mientras intenta mantener el fuego con lo que tiene a mano. Ella muerde los trozos de nieve y da gritos estridentes y cortos que asustan a Marco. Su cuerpo ya no le pertenece, poseído por ese acto que Dios le ha mandado llevar a cabo. Una fuerza inaudita se desata en ella, explota en su vientre, pugna por salir al mundo. Noor-Zade se siente reventada por el dolor. A pesar del agotamiento, hace acopio de fuerzas. Se agarra a Marco, incapaz de hablar, y se pone en cuclillas. El joven coloca la manta que tiene debajo. En un momento está cubierta de sangre. Clava las uñas en el hombro de Marco, contrayendo la cara. Las arterias del cuello se le hinchan como tentáculos. Sus labios están muy pálidos y se tiñen de violeta con el esfuerzo. Trata de coger aliento desesperadamente.

Marco, impotente, pone sus labios en los suyos, y se arrodilla ante ella.

Oh Dio! —exclama el joven, emocionado—. ¡Lo veo! ¡El pelo, la cabeza!

Noor-Zade empuja con todas sus fuerzas, animada.

—¡Veo sus ojos, Noor-Zade! ¡Me está mirando!

Aunque el dolor se ha apoderado de ella, siente cómo se desliza por sus muslos, pasando de su cuerpo a la vida. Marco larga los brazos para recibir al recién nacido. El joven, con lágrimas en los ojos, le muestra al pequeño, que grita con dificultad.

—¡Está todo azul! —grita Noor-Zade con voz débil.

Marco corta el cordón con la daga. La joven se desploma en la nieve, sorprendida y aliviada. Con las pocas fuerzas que le quedan se abre el abrigo y se coloca al niño en el pecho, junto al calor que acaba de abandonar. Se pone a rezar con fervor.

—Marco, dame la bolsa de sangre que salió con el niño.

—La he tirado.

—Búscala.

Marco busca en la nieve y saca el trozo de carne sanguinolenta, brillante. Noor-Zade lo coge y lo muerde con decisión. El joven mira para otro lado.

—Marco, rahmed[8] —susurra ella dulcemente.

Su sonrisa es más hermosa que el sol que enciende el horizonte recortado. Noor-Zade cierra los ojos. Su boca teñida de rojo por la sangre se relaja poco a poco. Parece que le invade el sueño, o más bien una muerte dulce. Marco, intranquilo, la sacude.

Noor-Zade, tenemos que irnos. No podemos quedarnos aquí.

Ella no parece haber oído. Dice con voz débil:

—Déjame, Marco.

Noor-Zade, tienes que levantarte, tienes que montar a caballo. ¡Ven! —le ordena con voz firme.

La levanta por los hombros, sujetando el niño, y la sube al caballo, arropándola. Ata los dos caballos entre sí y encabeza la marcha por un camino abrupto y accidentado. Los caballos tropiezan varias veces en las piedras nevadas. Pero recuperan el equilibrio, como si se ayudaran el uno al otro. Marco se vuelve para asegurarse de que Noor-Zade no se cae del caballo. Ella mira fijamente con sus ojos hinchados la crin de su montura, y sacude de vez en cuando a su hijo para comprobar que sigue vivo.

De repente, después de marchar todo el día, al pasar un collado aparece un tejado de forma extraña, con las esquinas levantadas. El palacio está decorado con colores vivos y recargados.

—Es la pagoda de una lamasería —dice Noor-Zade.

Entran en el patio. Se está celebrando una boda en la nieve. Los novios están de pie entre los copos, inmóviles ante un hombre vestido de rojo con la cabeza rasurada y un gorro con forma de cresta de gallo, de color dorado, que recita en voz baja una letanía con inflexiones monótonas. Una procesión de músicos toca instrumentos de sonido grave: címbalos, tambores y trompas. Soplan en unos tubos de cobre muy largos, cuyo extremo es sostenido por unos niños. El sonido es tan profundo que resuena en el fondo del corazón de Marco. Por fin se percatan de su presencia. Unos hombres se les acercan, con la misma sonrisa benévola de Darmala, ayudándoles a desmontar. Noor-Zade les habla en una lengua que Marco no entiende, y les llevan a una habitación donde hay una espléndida alfombra de colores y un buda risueño por todo mobiliario. La joven abre delicadamente su pelliza. El niño, cubierto de una sustancia amarillenta seca, no se mueve. Noor-Zade tiene la cara bañada en lágrimas. Un lama, con sonrisa tranquilizadora, coge al niño por los pies y lo sacude. Después lo introduce en un baño humeante. El bebé, reanimado, empieza a berrear.

Pasan un mes en la lamasería disfrutando del descanso y los cuidados que los monjes prodigan a Noor-Zade y su hijo. Ella se restablece rápido, al estar rodeada de gente que comparte sus creencias.

Por fin se ponen en camino, guiados por un monje acostumbrado a viajar que conoce todos los caminos hasta Kashgar. Unos niños que llevan la misma pulsera que Noor-Zade les saludan para despedirse.

—En la corte de Kublai encontrarás muchos lamas.

—¿Y tú? —pregunta Marco.

—Pronto estaré en mi país —sonríe la joven, abrazando tiernamente al niño, que lleva sujeto alrededor del vientre.

Visto desde arriba, Kashgar parece una pequeña aldea. El descenso resulta mucho más lento de lo que esperaban. En esas alturas la primavera aún es tímida. Debajo de ellos ven unos árboles que empiezan a reverdecer. Pero Kashgar parece tan cercano que a Marco le entran ganar de echarse a rodar por la ladera hasta llegar abajo y levantarse, mareado pero contento de seguir vivo. El descenso es duro. Los animales sufren. Marco aprieta las piernas contra el vientre de su caballo. De repente el casco resbala y el animal casi llega a sentarse en la ladera. El veneciano, instintivamente, se echa hacia atrás para no caer al vacío. Ambos se deslizan muy deprisa por la pendiente. El joven clava los talones en el suelo. Delante de ellos un pino les corta el paso. Es el fin. Nunca verá al Gran Kan. El choque es violento. Todo estalla a su alrededor. Su último pensamiento es para su padre.