23
El Gobi
Al atardecer siguiente Marco llega al oasis de Lop. Su manera de andar le da un aspecto fantasmal. En el patio todos le miran con recelo, haciendo señales religiosas. Más que desmontar, cae del caballo y le entrega las dos monturas a un joven sirviente.
—Sus herraduras… Lávalos… y agua —pide Marco tanto para los animales como para él.
Se dirige tambaleándose hasta la sala común. Al entrar cesan todas las conversaciones. Se desploma sobre una alfombra nueva que el encargado no ha podido retirar a tiempo, levantando una gran nube de polvo. Marco no se anda con rodeos:
—De comer y de beber —farfulla, haciendo tintinear unas monedas en el suelo.
El encargado se acerca, recoge el dinero, lo examina atentamente y se lo guarda en el bolsillo.
—Enseguida, Monseñor —dice muy satisfecho.
Cambiando de actitud, se acerca al extranjero.
—Monseñor, si me permitís… ¿de dónde venís en semejante estado?
—Del Taklamakan.
En las mesas se oyen exclamaciones de estupor. El encargado, encantado de tener una atracción así en su establecimiento, vuelve al poco rato con un gran plato humeante de cordero y arroz, y un enorme tazón de leche.
—Quiero ver a Niccolò Polo. ¿Está aquí? —pregunta Marco después de beber de un trago el contenido del cuenco.
—¿Niccolò Polo, Monseñor?
—Un extranjero como yo —dice el joven, demasiado cansado para extenderse más.
Devora al estilo mongol el plato que le han servido.
El encargado pregunta a sus criados. El mozo que se ha encargado de los caballos se acerca a Marco y le saluda humildemente.
—Se han ido, señor.
—¿Cómo que se han ido?
El joven, atónito, se levanta.
El mozo, asustado, hace ademán de retroceder.
—Parecía que tenían mucha prisa. Yo les serví la comida, señor. Soy bastante curioso —añade el chico a modo de excusa—. Incluso indiscreto, si me permite decirlo, Monseñor…
—Sigue —le ordena Marco con un gesto imperioso.
—Hablaban de Dunhuang.
—¿Dónde está Dunhuang? —pregunta el joven, que empieza a perder la paciencia.
—Al otro lado del Gobi —contesta el encargado.
—¡Kunze les ha hecho atravesar el Gobi!
Con la rabia el veneciano se traga una albóndiga de cordero sin masticarla.
—¡Salgo inmediatamente! ¡Tengo que alcanzarles! ¡Ve corriendo a ensillar los caballos!
El encargado detiene al mozo con una seña.
—Pero, señor, necesitáis descansar antes de emprender la travesía del grandísimo desierto.
Una sombra cruza el rostro del veneciano.
—Si he sobrevivido al Taklamakan podré sobrevivir al Gobi —dice con aplomo.
El encargado que le sirve sacude la cabeza con desolación.
—Señor, no creáis que si Alá os ha dado fuerzas para resistir el kara buran, os las dará para burlar a los demonios del Gobi. La travesía del desierto dura cuarenta días. ¡Es tan largo que no basta con un año para recorrerlo a caballo de punta a punta! Si me permitís, señor, antes de poneros en camino debéis descansar. Si no lo hacéis por vos, hacedlo por los animales. No resistirían.
El veneciano tiene que admitir para sus adentros que apenas le quedan fuerzas para tenerse en pie. Furioso pero resignado, decide quedarse en Lop.
—Lástima que vuestra esclava no pueda atenderos, señor.
Marco da un respingo.
—¿Cómo? ¿Has dicho esclava?
Apresuradamente, con un funesto presentimiento, Marco camina detrás del hostelero, después de meterle prisa zarandeándole. Por el camino el hombre le ha explicado con voz entrecortada:
—Está muy mal, señor. Ayer sus entrañas han vomitado tal flujo de sangre que nos ha costado mucho ocultárselo. No hay ningún médico que pueda cuidarla. Creo que pasará del lecho al sudario —añade el hombre cuando se acercan al rincón del establo donde descansa Noor-Zade.
Hay una atmósfera pestilente, mezclada con olor a estiércol, que revuelve las tripas.
Marco se acerca lentamente al jergón y ve el cuerpo de la joven uigur, envuelto en harapos piojosos. Le cuesta reconocerla. Su piel ha adquirido el tono pardo de la estepa. Tiene los ojos cerrados, hundidos en las órbitas, pero los párpados, con cercos oscuros, se agitan con latidos irregulares que repiten los de su corazón. Las mejillas, descarnadas, destacan aún más los huesos de los pómulos. La nariz chata está hinchada con el aire que la atraviesa con dificultad. Tiene los labios agrietados. Los miembros están rígidos y todos los músculos tensos a más no poder. Las manos están crispadas bajo las mantas que ya no la abrigan, y se diría que por sus dedos, completamente blancos, no circula ni una gota de sangre.
Lentamente, con la humildad de la desesperación, Marco se le acerca y se arrodilla a su lado. Toma la mano de la muchacha, tan helada que le da un escalofrío.
Noor-Zade abre penosamente los ojos. Él cree divisar un destello en su mirada ya apagada.
—Marco, estáis vivo… —musita con una voz ronca y ahogada.
Él se inclina más aún sobre ella.
La mujer intenta recostarse.
—Señor Marco… Se ha llevado a mi hijo… Kunze… Tengo que deciros… tenéis que saber…
—Descansa, Noor-Zade, ya me lo contarás cuando mejores. Mañana.
Ella sacude la cabeza débilmente y se deja caer, empapada en sudor por el pequeño esfuerzo.
—Es que, señor Marco, para mí ya no hay un mañana.
Él acaricia su pelo con mano temblorosa.
—La otra noche tuve un sueño. Querían ahogarme, me estallaban los pulmones, el pecho me reventaba al respirar. Desde que me quitaron a mi hijo no tengo fuerzas para levantarme. Siento una opresión enorme en el vientre, tan pesado…
Marco le aprieta la mano.
—¡Ah, yo que tantas veces, desesperada, he deseado morir para que todo acabara! —suspira Noor-Zade— Ahora rezo para que me reencarne en un águila de vista penetrante para ver a mi hijo allí donde se encuentre.
Marco apoya la cabeza de la joven en su pecho. En ese momento está seguro de que la quiere.
—¡Noor-Zade, no te vayas!
Una mueca de intenso dolor deforma la cara de la joven uigur.
—Oídme bien, señor Marco. Quiero que encontréis a mi hijo. Tengo que deciros… Una noche, en Tabriz, ¿os acordáis?
Marco recuerda con precisión el cuerpo esbelto de Noor-Zade arrojándose en sus brazos temblorosos por la emoción.
—Cuando estabais en el baño moro… yo había ido al bazar de la ciudad, al caer la noche… y allí, me… ¡él me violó! ¡Kunze!
—¿Qué dices? —exclama Marco con incredulidad.
—La verdad, señor Marco. Pero ¿cómo podía revelárosla antes de esta noche?
—¿Quieres decir que tu hijo no es…?
—No lo sé —murmura ella.
Marco se levanta, herido en su orgullo.
—Oh, señor Marco, os lo suplico. Queréis al niño, ¿verdad? ¿No queréis ser su padre? Pues entonces, os lo ruego: Kunze se lo ha llevado. No le dejéis en manos de mi verdugo.
—Oh, Noor-Zade… ¿Qué es lo que me estás pidiendo? ¡Un niño que quizá no sea mío!
Las lágrimas resbalan por el rostro demacrado de la mujer.
—Mi vida termina hoy, y con vos habré vivido los momentos más hermosos, los más hermosos —dice dulcemente—. Os lo ruego, no abandonéis a mi hijo.
Como Marco guarda silencio, ella añade:
—Los dos estáis unidos. Es vuestro karma, señor Marco.
El veneciano vuelve la cabeza para disimular la rabia impotente que le devora las entrañas. Noor-Zade está casi airada:
—¡No dejéis que me vaya así, Marco Polo!
Marco sigue callado. Un deseo irreprimible de matar se apodera de él: vengar su honor mancillado. Pero en vez de gritar su furia, se pone la mano en el corazón y dice con voz grave:
—Noor-Zade, te doy mi palabra de honor de que encontraré a tu hijo.
Ella se deja caer lentamente sobre el jergón, con un profundo suspiro.
—Me falta el aire… Dadme un beso para llevarlo conmigo en mi último viaje. Un beso en el que os deje mi último aliento de vida.
Delicadamente, casi con vacilación, los labios secos de la muchacha se aprietan contra la boca húmeda y trémula del joven. Él la abraza con todas sus fuerzas, respondiendo a su súplica. Luego Marco siente que todo el cuerpo de Noor-Zade se afloja, su cabeza cae hacia atrás y sus brazos le pesan alrededor de la cintura. Levanta la vista y ve los párpados cerrados de la joven uigur, más inmóviles que nunca. El silbido de su respiración ha cesado, lo mismo que los latidos rápidos de su corazón dolorido. Su cara parece una máscara de un realismo pavoroso, figura mortuoria colocada sobre una tumba aún reciente.
Marco compra una valiosa tela de seda y oro para el sudario. Hace que lleven el cuerpo a una casa que alquila para estar solo. Luego encuentra a un lama y le paga sus últimos besantes para que se ocupe de la incineración. El budista elige la fecha para la ceremonia con arreglo a las estrellas. Marco se resigna a esperar una semana. El lama, para conservar el cuerpo, lo unta con alcanfor y especias y lo introduce en una caja de madera de gruesas paredes. Todos los días deja comida al lado del ataúd. Por fin, en la fecha convenida, transportan el cadáver a las afueras de Lop, en el límite del desierto. Los lamas lo colocan entre caballos, camellos y besantes de pergamino, en representación de los bienes que tendrá en el otro mundo. Añaden vino, carne y otros alimentos. Cuando la pira se enciende, retorciendo el horizonte a lo lejos, Marco siente que su corazón se le desgarra. El calor de las llamas no es capaz de calentar sus miembros ateridos. Detrás de las lianas rojas y doradas parece que Noor-Zade cobra vida, su pelo se alborota, su vestido se levanta, como cuando el viento la envolvía con pudor. Por última vez Marco graba en su memoria ese rostro infantil y dulce, esos hermosos ojos almendrados que no volverá a ver. Cuando Noor-Zade desaparece por completo detrás de la muralla de fuego, el joven se convierte en piedra, enterrando su dolor en lo más hondo de su ser.
Una hora después de la dispersión de las últimas cenizas Marco se pone en camino. Sus dos caballos le han salvado la vida, les tiene cariño y, aunque el hostelero le ofreció otros de refresco, no ha querido dejarlos en una posta mongola donde les harían galopar hasta reventar. Carga uno de ellos con dos odres repletos, provisiones para sobrevivir en el desierto, una alfombra enrollada, una manta, una tienda y un paquete de carne seca. Su caballo lleva sus pellizas y las de Darmala. Cuando se despide de él, seguro de que es el último que le ve vivo, el hostelero le previene contra los espíritus de todos los que han muerto en el desierto y penan en las arenas.
Marco se adentra en el Gobi con determinación, obedeciendo a un afán de venganza que raya en la furia. Aunque la caravana de su padre le lleva más de dos semanas de ventaja, el joven espera alcanzarla pronto. Piensa marchar de día y de noche, guiándose por las estrellas, con paradas cortas. El camino está marcado por las osamentas de animales y hombres medio enterradas en la arena. Extraño paisaje en el que los muertos señalan el camino a los vivos. Al término del primer día ya siente la opresión del terrible desierto. Después de los calores agobiantes del Taklamakan, el mundo helador del Gobi le parece la otra cara del infierno. El aire es tan seco que sus manos y su cara se llenan de pequeñas arrugas sanguíneas. Por la noche la temperatura baja tanto que el agua se hiela en los odres. Tiene que esperar al débil calentamiento del día para beber. Poco a poco se apodera de él una sorda angustia. A su alrededor no hay nada que distraiga la vista. La estepa desértica extiende su superficie pelada y blanca hasta los confines de todos los horizontes. Le parece que ha llegado al límite del mundo. Desde hace días no ha visto el menor rastro de vida a su alrededor. Abandonado, aislado, podría estar también perdido. Nadie le encontraría nunca. El mundo podría desaparecer al otro lado del desierto sin que él se enterase. Pero Marco se siente capaz de vencer a los demonios. Durante el día sigue con la vista el lento avance del sol, que se levanta hasta el cénit y luego baja inexorablemente hasta hundirse bajo la línea del horizonte, detrás de él. El crepúsculo es el momento de los arreboles diarios, abrazo tórrido de la tierra y el cielo que mezclan sus colores infernales. Cuando el astro ha desaparecido bajo tierra, tragado, el frío atenaza a Marco, que ya tiene el corazón helado de antemano. Durante todo el día espera el momento en que el sol le entregará a las fauces crueles de la noche. Varias horas después las estrellas reinan en la noche sin rival, consuelo en la soledad de unas noches que se asemejan todas. El joven nunca había visto tantas. Cubren el firmamento de levante a poniente, salpicando la oscuridad de la noche de una miríada de luces minúsculas. Marco descubre nuevas estrellas cada noche. Gracias a Kunze —extraña ironía— es capaz de seguir su camino guiándose por ellas. Con dificultad consigue localizar la Polar entre sus hermanas. Les pone los nombres de sus recuerdos que se desvanecen, para sentirlos más cercanos: Noor-Zade, Michele, Darmala, Donatella… y se pregunta si las estrellas también mueren. Con este juego se obliga a permanecer despierto, y sólo se permite unos momentos de sueño durante el día. Con obstinación, sigue su camino en el desierto, guiándose por la orientación de su sombra. En el espacio inmenso del Gobi se siente más encerrado que en el calabozo adonde fue arrojado por el robo de los rubíes. Los montes y valles de arena se suceden con una monotonía desesperante. Ya no avanza a toda prisa, como al principio, sino con una lentitud dictada por el cansancio y la duda. Si no ha calculado mal, hace veinte días y veinte noches que salió de Lop. Se pregunta si va en la buena dirección, o si no serán ellos los extraviados. Su reserva de agua se agota. Empieza a racionarla, para él y para los caballos. De repente, a lo lejos, temblando sobre el horizonte, divisa una minúscula fila de hombres y animales. Marco refrena su impaciencia. Le han hablado de los espejismos y sus ilusiones. Está demasiado lejos para que le vean o le oigan. Se limita a hacer que el caballo apriete un poco el paso. Cae la noche antes de que alcance a la pequeña caravana. Decide seguir avanzando en la oscuridad, iluminada por miríadas de estrellas en el cielo. Al día siguiente, al amanecer, cuando el sol asoma por fin sus finos rayos por encima del horizonte, como si se levantara con ellos, Marco otea el desierto, pero no ve nada. Teme que los rayos del sol le hayan deslumbrado por mirarlos demasiado tiempo, pero al cabo de un rato tiene que rendirse a la evidencia: el desierto está desesperadamente vacío. Un terrible abatimiento le invade. Por mucho que le hayan avisado, el espejismo se la ha jugado. Suelta las riendas de su caballo, deja los brazos colgando. El animal reduce poco a poco la marcha hasta detenerse. El caballo de carga, atado al otro, también se para. Marco se desliza en la silla y cae al suelo, abatido por la sed, el hambre y la desesperación. Sigue maquinalmente el avance del sol por encima de él. Pasan las horas. El joven se ciega poco a poco. Cierra los ojos. La muerte ya no le asusta. La espera con tranquila impaciencia. Insidiosamente, como una marea que sube, los recuerdos afluyen a su memoria: Venecia, Donatella, el regreso de su padre, el entusiasmo de la partida, el ilján, el abandono de Michele, el nacimiento de su hijo, la lucha por el aceite sagrado, la traición de Kunze, la muerte de Noor-Zade. El nacimiento de su hijo… Se ve a sí mismo de niño, abandonado por un padre al que creía heroico, un nuevo Alejandro, y que sólo era irresponsable. Vuelve a oír el ruego de Noor-Zade de que salve a su hijo.
Entonces la sangre fluye hasta su corazón a la velocidad del rayo. La angustia de un peligro mucho más grave que su muerte le reanima. Su cuerpo, anquilosado, moribundo hace un momento, vuelve a la vida. Se apoya en los brazos, se levanta. La garganta seca le arranca gemidos de dolor. Con mano temblorosa toma su odre y lo vacía de un trago, procurando que no caiga ni una gota a la arena maldita y enemiga. Se atraganta, tose y escupe una saliva que se evapora antes de llegar al suelo. Acaricia a su caballo cariñosamente y reanuda la marcha caminando a su lado. El animal avanza con paso regular, agotado. Marco sabe que no deben detenerse si quieren sobrevivir. Cae la noche, en el silencio y la soledad de los primeros días de la Creación. Luego viene el alba, cruel por la sequedad que anuncia. Marco intenta animar a su caballo, que da señales de debilidad. Si el animal cede, Marco está perdido. Ya ha perdido la cuenta de los días transcurridos desde que salió de Lop. El caballo sube con dificultad una enorme duna, verdadera colina blanca. Por fin llegan a la cima con un suspiro compartido por el jinete y su montura. De repente, cuando se dispone a bajar por la otra vertiente, Marco retiene al caballo. Allá abajo, a unos pocos tiros de flecha, la misma caravana que había visto días antes serpentea entre las dunas.
«¡Padre!», quiere gritar Marco.
Pero el joven, que no ha pronunciado palabra desde que salió de Lop, está mudo.
Movido por una fuerza desesperada, fustiga a su caballo, que se lanza a un galope sofocado y desordenado. Cuando el animal no quiere avanzar más, Marco desmonta y tira de él con una energía dictada por una voluntad implacable.
Antes del mediodía el veneciano ha alcanzado la caravana, que ha montado una pequeña tienda. Los mercaderes, agachados a la sombra, se vuelven al ver a ese jinete del desierto surgido de la nada que corre hacia ellos.
—¡Marco! —exclama la voz de Niccolò.
Su hijo se arroja en sus brazos. Matteo se les une. Shayabami vierte una lágrima.
—¡Marco, mi pequeño! —gime Niccolò.
El joven intenta hablar otra vez, pero no lo consigue. Shayabami le alcanza un odre. Marco se lo lleva a la boca y bebe con grandes sorbos. Pero escupe de inmediato el brebaje.
—¡Está salada! —grita con voz ronca.
—¿Qué dices? —exclama Niccolò, horrorizado.
—¿Dónde está el traidor Kunze? —pregunta Marco.
Niccolò desvía la mirada, dejando que conteste su hermano.
—Una mañana, cuando nos despertamos, había desaparecido.
Marco clava en Niccolò una mirada furiosa y cansada.
—Nos engañó. Nos dijo que apenas teníamos que recorrer doce leguas. Perdóname, Marco.
—Qué importa ya, padre. Ese perro ha salado vuestra agua. A mí ya no me queda.
—Nos ha condenado a morir —dice Matteo con un nudo en la garganta.
Niccolò está aturdido por la evidencia.
—No… no me lo puedo creer. Después de todos estos años… Me lo debe todo. ¿Por qué? ¿Por qué lo ha hecho?
Matteo se encoge de hombros, resignado.
—Ahora, Nicco, tenemos que pensar en atravesar el desierto sin agua.
—Eso es imposible.
—¡No, no podemos concederle esa victoria! —se rebela Marco—. Tenemos que llegar. ¡Venimos de tan lejos! No podemos renunciar tan cerca de la meta.
—Me ha traicionado.
—¡Mirad, padre! ¡Tengo el frasco! —exclama el joven mostrando el objeto, más precioso que una vida.
—No es momento de lamentaciones, Nicco —concluye Matteo.
Niccolò le mira, asombrado por su determinación. Nunca le había visto así. Su mirada vacía va de su hermano a su hijo.
La caravana levanta el campamento. Sólo la componen sus cuatro caballos y el caballo de carga de Marco. Cabalgan diez días en un ambiente tétrico, racionando el último odre de agua dulce. Marco, con la mirada perdida, parece insensible. Una noche incluso se pierde, creyendo oír las voces de los que ha dejado por el camino: Michele, Darmala, Noor-Zade… Ya no hacen altos para dormir, se limitan a descansar sin desmontar, tanto para ahorrar provisiones como para librarse de los espíritus y los tambores que suenan en el desierto para extraviar a los viajeros. Día tras día sus caballos se cansan tanto como ellos, hasta que no pueden llevarles encima. Echan pie a tierra, luchando contra el tormento de la sed que les atenaza, apoyándose unos en otros. Marco, que ha recobrado los sentidos, se ofrece a ir en busca de un pozo. Cansado de protestar, Niccolò accede, sin despedirse siquiera.
Al día siguiente Marco descubre una pequeña charca y se arroja sobre ella. De momento se limita a mojarse los labios hasta ver lo que hace su caballo, que bebe hasta saciar la sed. Luego él también se llena la panza hasta que le duele. Con los dos odres llenos de agua y bríos renovados, esa misma tarde se reúne con sus compañeros. Los Polo, moribundos, reciben con deleite los chorros de agua que Marco vierte por turno en sus bocas. Shayabami, de rodillas, bendice al joven y le expresa su eterno agradecimiento. Haciendo acopio de fuerzas, vuelven a montar a caballo y avanzan al trote corto. Llegan a un pequeño manantial, donde vuelven a llenar a medias los odres, descansan una noche y prosiguen su viaje a oriente.
Al cabo de diez días de marcha monótona el desierto empieza a suavizarse, cediendo algunas parcelas de pedregal a las matas. El paisaje se vuelve más accidentado, en el horizonte se recortan unas lomas erosionadas. Al rodear un enorme peñasco blanco divisan unas tiendas redondas a un tiro de ballesta. Un suspiro de alivio les brota del pecho.
—¡Estamos salvados! ¡Ahí están los soldados de Kublai! —exclama Niccolò con voz cascada.
Los centinelas del campamento les han visto. Diez de ellos galopan hacia la lastimosa caravana. Marco se tranquiliza al reconocer el uniforme. Pero entonces le asalta una duda: ¿acaso conoce él los colores de los hombres de Kublai? Esas corazas le parecen extrañamente familiares.
—¡Somos embajadores de vuestro señor! —declara Niccolò, mostrando la placa de oro de Kublai.
—¡No! —grita Marco alargando el brazo, pero es demasiado tarde.