5
La venta de esclavas

Los días de subasta Rialto se llena de comerciantes, vendedores o compradores, y curiosos, vagos y transeúntes. Por desgracia este día de primavera de 1271 llueve en Venecia. Las gotas caen en el agua del Gran Canal, formando amplios círculos continuamente renovados.

Mientras pone los grilletes en las muñecas de Noor-Zade, Marco se pregunta por qué de pronto está tan interesado por el pasado de la joven. La piel de la esclava está desollada donde las cadenas la han apretado. Ella le tiende el brazo, indiferente y dócil. Él percibe la distancia que les separa. Ella es un paisaje y un mundo desconocido.

El tablado está mojado cuando las esclavas suben para ser expuestas. Las que esperan su turno están detrás del escenario, sentadas en el suelo. Una de ellas, armenia, habla en voz baja, ilusionada con la idea de mejorar su suerte. La mayoría están calladas, nerviosas, y se cubren con el preciado velo que les han dado para la ocasión, pero que el vendedor recogerá más tarde en casa del comprador. Algunas mujeres, acurrucadas unas contra otras, tiemblan de los pies, descalzos o con sandalias, a la cabeza cubierta. La mayoría son eslavas que el propio Niccolò ha comprado a los cazadores de las llanuras del Cáucaso. Para esta venta algunos comerciantes se han asociado a Niccolò Polo, pues su reputación da valor a las esclavas. El mercader veneciano se separa de las últimas esclavas que ha traído de su viaje a Oriente. La certidumbre de su partida inminente precipita la venta. Noor-Zade no escucha a su vecina, que le habla en armenio sin parar. Procura adivinar lo que ocurre sobre el tablado, porque desde donde está no puede verlo. Le llega el turno a la armenia, que sube los peldaños de madera. Es bastante mayor, de unos veinticinco años, y tiene una expresión pizpireta apta para hacer las delicias de la concurrencia. Noor-Zade nota que la muchedumbre se anima cuando su compañera sube al escenario. La voz del vendedor le indica que ejecute unos pasos de danza, que muestre el trasero y los dientes. Los presentes, enardecidos, secundan sus evoluciones con exclamaciones de contento. Ella parece muy entregada a la exhibición, se diría que le gusta ser examinada de esa forma.

—¡Venga, Noor-Zade, sube! —ordena el vendedor.

Es la voz de Marco. Ella se levanta, con el corazón encogido. Ya en el tablado, se siente aturdida, anonadada por la barahúnda de la feria. Una muchedumbre con sombreros de colores y plumas grita con mil voces que ella no entiende. Incrédula, Noor-Zade vacila sobre sus piernas demasiado tiempo dobladas. Sola frente a la tempestad, busca a Marco, que no la mira. Pero cientos de otros ojos escudriñan el miedo en su cara, el pudor de su cuerpo. Ya pertenece a la marea tumultuosa del deseo inconfesable de la multitud. Sin embargo tiene la sensación de que todos se equivocan, que ella no debería estar allí.

Marco ve que su padre le está observando. Empuja a Noor-Zade con tanta fuerza que le hace perder el equilibrio.

Los negros nubarrones se abren de vez en cuando dejando pasar vivos rayos de sol. Del alero que está sobre la tarima caen largos chorros de agua del último chaparrón. Marco mira a Noor-Zade, la esclava tártara, que mantiene su mirada. La superficie de sus ojos tiembla, y su boca también. Es como si existiera un vínculo, vibrante, entre ambos. ¿Deseos de tocarse? La esclava, con una mueca retadora, dignifica su condición. Sus pestañas lisas se bajan cuando no mira a Marco. Sus velos de color oscuro descubren, impúdicos, sus tobillos y sus piececitos mojados en los charcos donde se refleja el tumulto del cielo. «No quiero conocerla —se dice Marco—, pero al mirarla me siento lejos de casa, y también lejos de mí».

Marco se vuelve hacia la muchedumbre. No ve ningún rostro, sólo un mar de sombreros de terciopelo o de fieltro, rosas o escarlatas. Hasta él llega un murmullo, un rumor, en violentas oleadas impacientes. Marco decide dejar de pensar en Noor-Zade. Sólo es una esclava. Dice:

Ecco! Educadas por el gran Niccolò Polo, éstas son sus esclavas privadas, que tiene el honor de poner a la venta después de haberlas usado durante dos años en su casa. Ya bautizadas, discretas, conocen nuestra lengua, nuestras costumbres y nuestras necesidades. Trabajadoras, limpias, fuertes y con buena salud, están listas para ponerse ahora a vuestro servicio. La casa Polo garantiza su origen, libre de toda enfermedad o vicio. Dóciles si son bien tratadas, no os decepcionarán.

Al pie de la tarima Niccolò no da crédito a lo que está oyendo.

—¿«Si son bien tratadas»? Pero ¿qué diablos ha hecho mi mujer durante estos ocho años? ¿No le ha enseñado nada?

Desesperado, se aleja de la tarima y se mezcla con la multitud. Quiere oír al comprador. Ve la escalera de una casa que da al canal, salta la barandilla y sube unos peldaños, dando la espalda al canal. Desde allí domina perfectamente la escena de la venta.

Marco ve a su padre lejos de la primera fila, rodeado de gente, poniéndose de puntillas para ver mejor sobre las cabezas erizadas.

En ese momento el sol atraviesa con sus rayos ardientes las espesas nubes grises. Marco, en las tablas, nota que un sudor tibio le corre por la espalda. Pero tiene que resistir. Su mirada busca a su padre, o a algún otro, para decirle lo que le ocurre. Las manos se levantan, en olas, impacientes. No lejos de allí están vendiendo pesados damascos de color añil. Marco sabe que debe salir airoso de esta venta. Su padre le ha hecho el inmenso honor de encargársela. Pero ahora le gustaría que ya hubiera terminado. Vuelve a mirar a Noor-Zade. ¿Cómo puede desear que alguien la compre? Las manos parecen querer tocarla. Instintivamente, él se interpone. Los ojos opacos de la muchacha, que brillan como espejos bajo la lluvia, ya han aceptado lo que él todavía rechaza. Ella le dirige la sombra de una sonrisa —una victoria—. Marco se vuelve hacia la multitud. Se diría que todas las miradas quieren confirmar la condición de Noor-Zade. Él las recibe como flechas hirientes, burlonas. La miran como a un objeto o un animal. Marco siente un malestar doloroso. Un calor clandestino le agobia bajo el terciopelo de su jubón. Da un paso a un lado para mostrar de nuevo a Noor-Zade. Suelta las manos atadas de la esclava. Levanta sus velos para que los hombres vean su cuerpo. Una violenta ondulación sacude a la multitud, que se agolpa aún más. Los ojos se clavan en la figura de la joven. Marco también siente un furioso deseo de tomar a Noor-Zade bajo su protección. Parece tan frágil…

—¡Eh, Marco! ¡Que es para hoy! —grita a lo lejos la voz de Niccolò, que percibe la impaciencia de los compradores.

Por fin Marco levanta el mentón, imitando el gesto altivo de Noor-Zade.

Signori, habéis venido con la bolsa bien repleta, y permitidme felicitaros de antemano porque vais a aliviaros de la pesada carga. Pues aunque os la vendiera por más de lo que vale, habríais hecho la mejor adquisición del mundo por las satisfacciones que obtendríais.

Un murmullo intrigado se eleva de la multitud. Marco dice el precio de partida, mucho más alto que para las anteriores.

Niccolò, inquieto, baja de su puesto de observación y, abriéndose camino a codazos, se reúne con Matteo detrás de la tarima.

—¡Se ha vuelto pazzo! ¡No la venderá nunca! Giammai!

Matteo intenta contenerle:

—¡Déjale! Está aprendiendo. Si no la vende ya le leerás la cartilla.

Para sorpresa de Niccolò las pujas se suceden muy deprisa. Marco deja que vayan subiendo y espera a que lleguen a cincuenta besantes para desplegar sus habilidades de mercader. Marco anima las pujas por instinto. Incluso empieza a divertirse. La venderá cara o no la venderá. Los compradores se enardecen. Pero llega un momento en que cesan las posturas. El corazón de Marco late con violencia. Se da cuenta de que no quiere cederla, pero entonces ¿qué hacer? Al mismo tiempo teme fracasar en su primera venta, ante los ojos de su padre. Se entabla un duelo entre dos hombres conocidos de Venecia. El primero, Duputti, que comercia con mujeres, sabe elegirlas para proporcionárselas al segundo, el signor Zeccone, esposo modélico y padre de Donatella. Mas ahora están enfrentados. Marco no presta atención a Duputti, lo cual estimula aún más su apetito. A Zeccone, en cambio, le hace creer que podrá conseguir la esclava a buen precio. Ve cómo su mano vuelve a jugar con el velo de Noor-Zade, descuidadamente.

Al pie del tablado Niccolò regaña a su hermano Matteo.

—¡Fue idea tuya encargarle de esta venta! —dice furioso.

—¡Vamos, Nicco, ten un poco de confianza! ¡Es tu hijo!

Niccolò desvía la mirada. «¡Precisamente!».

Marco no aparta la vista de su padre, pendiente de su aprobación o desaprobación. Entonces, de repente, se concentra en Duputti, quien cree tener ganada la partida y dobla la postura para asegurarse. Zeccone, furioso, ruge de rabia y la triplica en un arrebato de orgullo herido. Marco tiene la impresión de que puede elegir al ganador. Ya no piensa en el destino de Noor-Zade, que mira a lo lejos, más allá de la laguna y las nubes. Marco se vuelve un momento hacia su padre. Seguramente Niccolò querría que la esclava se la llevara Zeccone. Con Duputti acabaría en el Rialto, en algún oscuro patinillo, donde envejecería con rapidez, sin ganas de vivir, encandilando a los hombres —marineros, peones, remeros— con su fuerte perfume salvaje.

Las pujas de los dos hombres se suceden y retumban en la cabeza de Marco como una tormenta antes de estallar. La lluvia ha cesado y ha dejado en recuerdo la tierra llena de charcos temblorosos. Marco piensa, sin poder evitarlo, en la mala reputación de Zeccone, en el desprecio con que trataba a la joven cierta noche. Simula no haber oído la oferta de Duputti cuando se da cuenta de que Zeccone está a punto de darse por vencido. El joven se oye gritar, volviéndose hacia Noor-Zade:

—¡Vendida!

Durante un instante la joven le clava su mirada lacada. Él advierte en ella un sentimiento de pánico y de rabia. Es su último intercambio. El capataz de Zeccone se acerca; paga a Shayabami, agarra a la joven esclava y se aleja con ella. Marco experimenta por primera vez el suplicio del alivio. Querría volver atrás, retroceder en el tiempo, ¿hasta cuándo? Se siente manipulado por los suyos, por su familia, los Polo, los mercaderes de Venecia y su propio padre.

—¡Marco! —se oye la voz de Niccolò.

El joven abre repentinamente los ojos. El sol le deslumbra cuando reconoce a su padre subiendo la escalera de la tarima. Niccolò le abraza engañándose en lo tocante a la emoción que refleja la cara de Marco.

—¡Hijo mío tenías que ser, Marco! ¡Yo nunca habría conseguido un precio tan bueno! Lo sabía, ¿verdad, Matteo? —dice con una sincera mala fe que desconcierta a su hermano.

Matteo asiente con la cabeza.

E vero. Has estado impecable, la verdad.

Marco está orgulloso viendo a su padre tan contento con él.

—¡De todos modos, vergüenza te tenía que dar! ¡Vendérsela tan cara al signor Zeccone, nuestro socio!

—Es verdad, Marco. Tendríamos que habérsela regalado. Trataremos de compensarlo ofreciéndole una tela preciada a su hija…

Niccolò se lleva a su hijo hacia la riva del vin.

—Estoy orgulloso de ti, Marco. Casi me entran ganas de llevarte con nosotros.

Marco sale bruscamente de su estado melancólico.

—¿Adónde? ¿Cuándo?

—¡Eh, pace, Marco! —dice Niccolò riendo—. Sí, ahora puedo decírtelo, saldremos antes de que termine el Carnaval.

Marco está anonadado. Detiene a su padre con la mano.

—¿Pero… me lo pensabais decir? ¿No? —balbucea—. ¿No me…?

Marco no se atreve a terminar la frase. Niccolò cruza una mirada azorada con su hermano.

—Que te lo explique Matteo —dice, y sigue andando.

Pero Marco es más rápido que él. Agarra con fuerza el brazo de su padre.

—¡Ah, no, señor mío! ¡Sería demasiado ultrajante! Yo espero de vos algo más que unas palmadas en la espalda. Tenéis que llevarme con vos.

Por toda respuesta Niccolò le mira con tal severidad que el joven le suelta.

—Sí, nos vamos. Volvemos a la corte del Gran Kan. ¡Y no, tú no vienes con nosotros! ¿Está bastante clara la respuesta?

Sin más, Niccolò aparta a su hijo con la mano y se aleja por la orilla. Matteo mira a Marco con desolación. Pero éste no quiere su piedad. Con los ojos llenos de lágrimas corre hacia su padre, le agarra otra vez por el brazo y le obliga a volverse. Sin pensárselo dos veces le da un puñetazo, pillándole tan desprevenido que le tira al canal. Marco se frota los dedos doloridos. Matteo llama a su hermano, alarmado. Al estrépito de la zambullida le ha sucedido un burbujeo intenso de pesadas telas. Por fin asoma una forma que se debate entre las piezas de terciopelo. Sintiendo remordimientos, pese a todo, Marco aspira profundamente y se tira al agua para ayudar a su padre. Bajo el agua le resulta fácil liberar la cabeza de Niccolò y sacarlo a la superficie. Niccolò intenta golpear a su hijo al salir, pero sus ropas empapadas se lo impiden. Matteo le tiende la mano. Niccolò escupe agua fangosa. Matteo reprime una sonrisa, temiendo enfurecer a su hermano. Marco quiere subir a la orilla, pero su padre le rechaza con una patada. Niccolò espera a que su hijo reaparezca para inclinarse hacia él. Entonces retuerce su capa, que le chorrea encima.

—Marco Polo, nadie me ha humillado de esta manera —musita enfurecido entre dientes—. ¡No quiero volver a verte nunca! ¿Me oyes? ¡Nunca!

—Señor, sois vos quien me habéis…

—¡Calla, insolente! —grita Niccolò tratando de abofetear a su hijo, que retrocede en el agua—. Después de todo lo que he hecho por ti, te atreves… Vergogna!

Se pone en pie y se va con Matteo, dejando a Marco ante el grupo de curiosos que no saben si reír o no. Niccolò, al alejarse, sigue vociferando:

—Vergogna! Vergogna!

Marco sube a tierra firme preguntándose si algún día saldrá de ella.

De vuelta a su cuarto, ya seco, Marco envuelve esmeradamente las piezas del ajedrez que le ha entregado Bonnetti. Alguien llama con fuerza a la puerta.

—¡Adelante! —grita Marco demasiado alto.

Niccolò aparece en el umbral y se queda ahí. Marco se levanta y los dos permanecen inmóviles, frente a frente.

Con el vientre agarrotado de rabia, como si un tigre le destrozara las entrañas, Marco sigue con lo que estaba haciendo.

—¿Qué haces? —le pregunta Niccolò señalando el ajedrez.

—Envuelvo las piezas para protegerlas durante el viaje.

Niccolò se adelanta un paso, frunciendo el entrecejo.

—¿Qué viaje?

—¡El vuestro, naturalmente! —exclama Marco furibundo—. Esto me lo ha dado Bonnetti. Me ha encargado que lo venda en Tobrez.

—Tabriz —corrige Niccolò con frialdad—. Está en Persia.

—¡Como si está en Catay! Lo llevaréis vosotros.

—Está bien, Marco, demuestras tener buen criterio. En la venta, con Bonnetti…

Marco ríe con sarcasmo.

—Llegaré lejos. ¿Es eso lo que habéis venido a decirme?

—No, señor, creo que os equivocáis: no iréis a ninguna parte —replica Niccolò secamente.

El comerciante se acerca a su hijo.

—Oye, Marco, no he venido a pedirte perdón, ni a decirte adiós. Sólo a explicarte las cosas. Eres mi hijo y puedo confiar en ti, más que en el granuja de mi hermano, Il Vecchio. Sé que te ocuparás de mis negocios en Venecia.

Marco suspira profundamente.

—Además el viaje a Catay es peligroso. No quiero perderte —añade Niccolò con indiferencia.

Marco levanta los ojos llenos de lágrimas.

—Pero al partir, padre, al dejarme aquí, ¿no es así como me perdéis?

Niccolò endurece el gesto, aprieta las mandíbulas. Hace un gesto negligente.

—Puedes devolverle el ajedrez a Bonnetti. No vale la pena del viaje.

Sin añadir palabra da media vuelta y sale del cuarto. Marco le oye bajar los escalones con la fría regularidad de una máquina.