21
El oasis de Kashgar

Noor-Zade atraviesa con paso rápido las calles antes de que oscurezca. Mira varias veces a los lados y luego se adentra en un verdadero laberinto de callejas, tan estrechas que no pueden cruzarse dos personas. Se detiene ante una especie de tienda con una cortina de fieltro adornada con signos chamánicos. Llama a la puerta, muy nerviosa. Al cabo de un momento le abre una mujer. La vieja, arrugada como un higo seco, con el pelo liso cubierto por un gorro cuadrado con bordados calados, mira a Noor-Zade con desconfianza.

—¿Qué quieres? —pregunta.

—Es por mi hijo.

—¿Puedes pagar?

Noor-Zade se saca del bolsillo la daga de la reina de Saba, limpia ya de sangre seca. La vieja la examina y luego deja pasar a la joven uigur. El interior es una habitación única con el suelo cubierto de alfombras malolientes. En un rincón se ve una yacija. En el centro hay un pequeño fogón cuyo humo se cuela por una minúscula abertura del techo. Aquí reina la oscuridad de día y de noche. Noor-Zade toma asiento junto a la lumbre, meciendo a su hijo.

La mujer saca unos omóplatos de carnero de una bolsa de piel y los echa en el fuego. Espera a que estén carbonizados, recitando unos encantamientos. Arroja las cenizas sobre una baldosa y cavila intensamente. Luego levanta la cabeza, preocupada.

—Vete —dice con dureza.

Noor-Zade agarra el brazo delgado de la mujer con una fuerza desesperada que sorprende a la chamana.

—Tengo que saberlo.

La vieja suspira profundamente y luego se queda absorta de nuevo en la contemplación de las cenizas.

—No verás crecer a tu hijo… eso es todo. Ahora vete —le ordena.

A Noor-Zade se le parte el corazón, se le hiela la sangre. No es dueña de sí misma. Su espalda y sus manos se cubren de sudor.

—Aguarda.

Noor-Zade levanta el velo que le cubre el brazo y muestra el tatuaje de su clan, la figura de un animal fantástico.

—¡Quiero que le marques así!

—¿Ahora? —pregunta la vieja, incrédula—. Aún es un niño de pecho.

—¡Hazlo! —grita Noor-Zade con un tono que no admite réplica.

Por fin abre los ojos. Encima de él hay una bóveda enorme, pero no es la celeste. Siente un olor a sangre fresca y a descomposición, oye gemidos. Se recuesta. Tiene la pierna derecha envuelta hasta lo alto del muslo en una gasa empapada en su sangre. Por mucho que lo intenta, no consigue moverla. Recuerda la terrible pendiente, el vértigo, la caída. Por el tragaluz ve un jardín espléndido, como ya no recordaba que existieran. Grandes flores de todos los colores del arco iris alegran un patio donde trabajan unos monjes con sayal. Más allá del algodonal se divisa en la llanura una extensa viña de cepas retorcidas. A su alrededor varias docenas de cuerpos cubren el suelo de tierra y paja, gimiendo y retorciéndose, sanguinolentos y mutilados. Unos enfermos en mejor estado se han acercado, movidos por la curiosidad. La luz azul marina de sus ojos abiertos provoca un movimiento de retroceso. La mayoría de los hombres tiene ojos oblicuos y piel ocre.

—¿Dónde estoy? —pregunta Marco en persa.

No le entienden. Prueba con el uigur, y un muchacho joven con los dos brazos amputados le saluda alegremente con sus muñones.

—¡Kashgar! —dice.

El veneciano se deja caer en su yacija, más tranquilo.

—¿Y esto? —vuelve a preguntar.

El muchacho no le contesta y se aleja señalando a un hombre con una túnica ricamente decorada. Se mueve entre los cuerpos, lento y fantasmal, se inclina un momento sobre los heridos y a su paso, como por ensalmo, cesan los lamentos, como si aplacara el dolor con su sola presencia. Se detiene junto a un enfermo, le toma el pulso y luego, con resolución, se sube sobre su vientre y le pisotea a conciencia. A pesar suyo, Marco se estremece cuando se le acerca y se inclina sobre él. El hombre le pregunta algo en una lengua desconocida.

—No os entiendo —murmura Marco en uigur.

—¿Os sentís la pierna? —repite el hombre con voz aguda en latín.

Marco observa fascinado el rostro amarillo, la gran cruz que le cuelga del cuello y los extraños ojos oblicuos y blancos que le miran.

—No.

El religioso se agacha junto a Marco y, con movimientos pausados, le quita el vendaje.

—Por favor, padre, decidme dónde estoy —pregunta el veneciano al tiempo que ve su herida.

La rodilla está desmesuradamente hinchada, oscilando del rojo más vivo al violeta más intenso, hasta el tobillo.

—Estáis en un monasterio nestoriano donde acogemos a quienes tienen padecimiento del cuerpo o el alma.

El hombre palpa la pierna del joven, arrancándole un gemido de dolor. Marco sufre un vahído y cae en su lecho, al borde del desmayo. Le aplican un ungüento fresco que le alivia enseguida. Luego vuelven a vendarle. Una mano seca toca suavemente su frente sudorosa.

—Está bien —dice la voz aguda—. No os agitéis. ¿Sois Marco Polo?

—En efecto, soy yo.

—¿Dónde está el resto de vuestra caravana? ¿Dónde están vuestros enseres?

—No sé nada —contesta Marco, intrigado—. ¿Acaso conocéis a mi padre, Niccolò Polo?

—Servidor… —dice el religioso moviendo la cabeza.

Marco, demasiado débil, acaba cerrando los ojos. La larga túnica le roza antes de alejarse. Queda sumido en un entumecimiento febril.

Momentos —u horas— después Marco oye que alguien le llama en voz baja.

—¡Noor-Zade!

Marco quiere abrazarla, pero choca con su vientre.

Con un gesto discreto ella se levanta la túnica para enseñarle a su niño, que lleva sujeto a su cuerpo con una larga banda de tela de varias toesas. El crío duerme, junto al pecho de su madre.

—¡Silencio! Señor Marco, las mujeres no pueden entrar aquí —cuchichea ella tras el turbante que le oculta toda la cara.

—¡Cómo me alegro de verte!

—Os habéis roto la rodilla, pero el lama os ha cuidado y os ha traído con los cristianos antes de volver a sus montañas.

—¿Y… la caravana? ¿Y mi padre? —pregunta Marco, nervioso.

Ella sonríe.

—Os espera en una casa poco recomendable…

—… pero que él frecuenta a menudo —termina el joven, aliviado.

Se echa hacia atrás, sin fuerzas.

—Día y noche —confirma Noor-Zade—. Le gustan las mujeres de aquí.

—¿Cuánto tiempo llevo aquí?

—Un mes.

—No me acuerdo de nada —dice Marco, alarmado.

—Habéis delirado mucho.

Noor-Zade se acerca más.

—He venido para deciros adiós —dice.

—¿Te vas? —exclama Marco.

—Estamos en territorio uigur. Vuelvo con mi gente.

Marco niega con la cabeza, sintiendo un nudo en la garganta. Toma las manos de la joven en las suyas y las aprieta hasta tener los nudillos blancos. Luego, levantando delicadamente la túnica, acaricia el pelo del niño.

Noor-Zade se levanta y se aleja sin pronunciar palabra. Marco ni siquiera puede retenerla.

Es noche cerrada cuando Noor-Zade se levanta silenciosamente de su lecho. Su hijo duerme profundamente a su lado. El niño sonríe en sueños, con una expresión de felicidad misteriosa. Ella le contempla un momento, desnudo e indefenso, un niño que tendrá un gran futuro o tal vez no alcanzará siquiera la edad de recibir un nombre… Luego, delicadamente, con dulzura infinita, le coge por la nuca y le envuelve cuidadosamente en una piel de oso. El crío gimotea. Ella lo sujeta rápidamente a su vientre. Su tierno calor le tranquiliza. Con el corazón palpitante, sale de la casa llevando por único equipaje una manta, una tienda, una alfombra y una cantimplora de agua.

Desata un caballo y monta con precaución. Pone al animal al trote y, cuando se han alejado, lo lanza al galope a través de la estepa. Con las piernas pegadas al cuerpo del animal, Noor-Zade tiene la sensación de volar sobre el suelo, ensordecida por el golpeteo de los cascos en la tierra. El niño, bien sujeto, apenas se mueve. Ella cabalga tres días sin aflojar el paso.

Empieza a clarear cuando llega al pie de unos contrafuertes escarpados. Aquí reduce la marcha, esbozando una sonrisa a medida que se acerca a las peñas erosionadas por el tiempo, desde el alba de sus antepasados. Reconoce una que tiene forma de tigresa con corona. Cuando era niña su imaginación la había modelado día tras día. Detrás de su «oreja» aparecerán las primeras casas de la aldea, y entre ellas una, sencilla, del chamán, y otra, magnífica, de su padre. Ya le parece estar oliendo las viñas y el estiércol. El corazón quiere salírsele del pecho.

De repente divisa una sombra a lo lejos. Galopa hasta allí, y alcanza a un viejo aterrorizado.

—¿De qué tienes miedo? —exclama la joven en uigur.

El hombre levanta la cabeza al oír hablar en su lengua.

Sin pronunciar palabra ella le muestra su tatuaje. El hombre se arrodilla de inmediato. Noor-Zade ya no recordaba esa actitud respetuosa hacia su persona.

—¡Princesa Alva Sanga! —grita el viejo—. ¡Estáis viva!

Ella se echa a llorar, dando rienda suelta a una pena contenida durante mucho tiempo.

—¿Y tú… quién eres?

—Ay de mí, princesa… yo era el desdichado curtidor del pueblo.

Un grito infantil sale de la ropa de Noor-Zade. Ella desmonta y se sienta a la sombra de la tigresa para dar el pecho a su hijo. Levanta la cabeza y mira detenidamente al anciano.

—Sí, ahora te reconozco. ¿Por qué dices que eras el curtidor?

—Ay de mí, princesa —dice el hombre con infinita tristeza.

La joven, alarmada, se levanta con el crío en brazos.

Da la vuelta a la tigresa coronada.

Alrededor del pozo ya no queda nada. Todo ha ardido. De la sólida casa de su familia sólo se ven los machones de la puerta. Unas visiones furtivas —recuerdos fragmentarios, como los cascos de una vasija rota que quisiera reconstruir— le llegan a retazos. El puñal de plata de Yengisar que su padre le regaló a su hermano mayor cuando cumplió trece años. El día que su padre se fue a la corte de los kanes. Y luego, ese amanecer fatídico (no le habían dicho nada, se lo habían ocultado, había que proteger a la hija del jefe, ¿qué esperanza tenían los hombres que lo sabían? Sólo su orgullo…). Se había despertado bruscamente.

Todavía sumida en sus sueños, la oscuridad la ciega. A su lado, en el ancho jergón erizado de cuerpos, como un animal monstruoso, su sirvienta también se ha levantado. Fuera se oye una barahúnda espantosa. Galopes de caballos, amenazadores, y luego ese ruido, inconfundible entre miles, el silbido de los sables en el aire. Sin tiempo de encender la tea de resina, la muchacha sube corriendo al primer piso. El frío de las paredes le hace estremecerse, los ojos le escuecen. Envuelta en una espesa oscuridad, tropieza en los peldaños gastados por sus antepasados. Llama a sus hermanos, pero sólo le contestan unos gritos feroces.

En ese momento la puerta grande, abajo, cede a los embates de los vándalos. Un estrépito de corazas y botas resuena en toda la casa. Aterrorizada, apenas tiene tiempo de acurrucarse detrás de un cesto de mimbre. Por las paredes corren sombras, siluetas inmensas que se proyectan sobre ellas. De pronto irrumpe un guerrero alto, maloliente y rubicundo, con el casco de cuero hundido hasta las cejas. Ella reconoce sin dificultad al príncipe mongol Kaidu, acompañado de un persa de rostro hermoso y cruel. Sus ojos, bolas brillantes de ébano, escrutan la habitación con avidez. Ella contiene la respiración, cierra los ojos. El ruido de sus pasos la hace temblar. Siente un fuerte olor salvaje acercándose a ella. Por fin se decide a abrir los ojos. El aire se ha vuelto irrespirable. A escasos palmos la figura sudorosa de Kaidu la observa con apetito. Ella, paralizada, contiene un grito.

—Me parecía haber olido a la doncella Sanga… Ese perro se ha marchado a la corte de Kublai, pero ya verá lo que es bueno…

Da una palmada.

—Kunze, es para ti.

—Conozco a un mercader que me pagará un buen precio por ella.

Noor-Zade cae de rodillas y derrama por fin las lágrimas, secándolas a medida que van cayendo sobre el suave pelo de su hijo. ¿Cómo pudo pensar que iban a dejar el pueblo como estaba?

Unas osamentas de animales blanquean al sol. Entre ellas hay una calavera humana y varios huesos irreconocibles, mezclados, rotos.

Noor-Zade descubre el horror del espectáculo con un grito sordo, debatiéndose entre la pena y el alivio por no haberlo visto.

—¿Y tú, cómo has sobrevivido?

—Quiso el azar que estuviera en el mercado de Kashgar esa semana, vendiendo mis pieles. Cuando regresé, era el único superviviente. Creía que os habían matado, como a toda…

Se interrumpe, baja la vista, dándose cuenta de que ha hablado demasiado.

—Como a toda mi familia, ¿verdad?

El viejo asiente con la cabeza.

Noor-Zade se aparta. Su hijo le tira de la larga trenza negra, riendo por primera vez. Ella lo aprieta contra su pecho con todas sus fuerzas. Sacar de él el valor para sobreponerse a su pena.

Al cabo de unas semanas Marco ya es capaz de caminar con la ayuda de una muleta colocada bajo el brazo. El propio Kunze viene a buscarle. Marco se apoya en su brazo.

—Me alegro de encontraros tan recuperado, señor Marco. Temíamos por vuestra vida. Dios, grande y misericordioso, os ha salvado por esta vez.

—Gracias, Kunze. Eres muy atento.

Se reúne con Niccolò, Matteo, Shayabami y Darmala en el mercado de Kashgar, que está lleno a rebosar. Es uno de los mercados más ricos y variados de la región. En él se encuentran unos bloques enormes de hielo bajados de las alturas a lomos de yak. El mercado de ganado está muy bien provisto de camellos bactrianos, con sus grandes jorobas y su pelaje espeso, y yaks plácidos de pelo largo. Hombres llegados de lejanas estepas o mesetas montañosas venden y compran mercancías. Marco permanece un buen rato contemplando a un hombre que, a partir de una simple bola de pasta, forma un filamento y le da vueltas en el aire con una destreza increíble hasta obtener un hilo muy fino y larguísimo. Luego invita al veneciano a probarlo. Con dificultad, se sienta en el suelo de la minúscula tienda. Con unas fórmulas de cortesía dignas de Darmala, le sirven una sopa clara con pequeños trozos de pimientos rojos, pimientos verdes y jengibre, una mezcla de rojos y verdes en la que flota el gusanillo de pasta, parecido a una lombriz. Entre risas le dan unos palillos de madera que no sabe manejar. El cocinero le enseña a hacerlo, inclinado sobre el tazón, pescando los trozos de comida con los palillos y metiéndoselos en la boca. Después de varios intentos infructuosos que le hacen dudar de su mejoría, Marco se sirve directamente con los dedos, deseoso de probar ese alimento desconocido. Sus dientes cortan fácilmente la pasta, que tiene un sabor suave, pronto dominado por el pimentón que le arde en la boca. Poco después está sudoroso, pero muy satisfecho de su descubrimiento. El cocinero sólo está dispuesto a darle la receta a cambio del relato de sus viajes. Por la noche tarde, rodeado de una muchedumbre de curiosos que escuchan, fascinados y divertidos, Marco se entusiasma con sus recuerdos, más ricos en dos años de viaje por los caminos de Oriente que en quince años de vida en Venecia.

Esa misma noche, cuando intenta conciliar el sueño, le parece oír un ruido. Marco echa mano al sable que guarda debajo de la cama. Una sombra se desliza en la habitación. Marco se levanta de un salto, listo para atacar.

—¡Noor-Zade! ¿Qué haces aquí? ¡Has vuelto!

El veneciano suelta el arma y separa con suavidad los mechones negros que ocultan su cara. Sólo entonces la ve, desgreñada, con los pómulos enrojecidos y los ojos hinchados por las lágrimas. Con el pecho oprimido por una pena inmensa, su cuerpo es sacudido por espasmos violentos, sollozos dolorosos, pero de un dolor seco. Como si hubiera perdido el contacto con el mundo, la tierra se hunde bajo sus pies, las piernas le flaquean y ella se dobla como una planta con los embates de la tempestad. Marco extiende los brazos para estrecharla contra él. Ella se estremece de desesperación, y sus gemidos se ahogan en el pecho del joven. Su cuerpo se agita como las olas, balanceado por la pena. Su alma destrozada se rebela contra la injusta absurdidad de la vida. Marco la abraza con fuerza y le habla con dulzura, como si el tono de su voz importase más que el sentido de las palabras que pronuncia. Le besa delicadamente la frente bañada en lágrimas. Le acaricia la cara temblorosa de sollozos. Le coge la mano abierta y nerviosa, cuyos finos dedos están rígidos por el dolor.

Abrumada, agotada por tanto sufrimiento, Noor-Zade se abandona en los brazos de ese extranjero al que tanto se ha resistido y ahora se entrega en cuerpo y alma.

—¡Oh, llevadme con vos! ¡Llevadme con vos!

Unen sus labios, y a la tensión de los sollozos le suceden los vértigos de la voluptuosidad. Los suspiros del deseo relevan a los gemidos del desconsuelo. Ella le coge por la cintura y le aprieta contra su cuerpo con infinita dulzura. Caen al suelo y se toman el uno al otro con pasión. Noor-Zade, aturdida, paralizada por una mezcla de sufrimiento y deseo, deja que el joven le levante la ropa y se introduzca en ella con embates impacientes. Se sorprende de no sentir ningún dolor. Le abraza, cediendo por fin a la tiranía de su placer. Él se hunde profundamente para que su flujo se derrame, se vierta en chorros ardientes dentro de la cueva palpitante. Angustia o pesar, temor o anhelo, creen morir mil veces como el mundo se oculta a sus ojos, ¿o son ellos los que se ocultan al mundo? Sin pensar en que sus cuerpos tendrán que separarse, como por primera vez, el día de la Creación.

Aflicción.