8
La misión
El persa se despide de Marco y se pierde entre la multitud. En un abrir y cerrar de ojos ha desaparecido detrás de las telas tendidas a través de las calles, como en un truco de magia.
Desembarcado en Acre esa mañana, después de acabar su travesía encerrado en el camarote, sin poder gozar del paisaje de las costas, Marco descubre con júbilo el reino de ultramar. Todo le parece resplandeciente al sol. Lejos de la palidez de Venecia, Acre se brinda transparente, luminoso, con su atmósfera cargada de un polvo seco. Hasta la ropa de los habitantes, aunque no tiene el relumbrón de los jubones venecianos, exhibe una amplia gama de tonos inspirados en el color de la tierra. El puerto de Acre está bañado por las olas de un mar centelleante. Acoge barcos de menos tonelaje que Tiro, su vecino.
Desde que ha salido del barco, parece que el verano ha sucedido a la primavera de un día para otro. A pesar de los torpores venecianos, Marco no está acostumbrado a un calor tan agobiante. Abrumado por el peso de la ballesta que el capitán le ha devuelto al desembarcar, se quita los guantes y el jubón de terciopelo y se los pasa a Noor-Zade para que los lleve. Tiene los pies hinchados en sus botas de cuero grueso. El aire está muy seco, y la piel de las manos se le agrieta. Entre la muchedumbre apenas se ven figuras femeninas, que se deslizan como sombras, vestidas con un largo velo negro que las cubre de la cabeza a los pies, dejando sólo los ojos al descubierto. Nunca caminan solas, siempre van seguidas de uno o varios hombres. Llevan la compra en bolsas o cubos, bajo la atenta mirada de sus acompañantes —¿o vigilantes?—, con la mano crispada en la empuñadura del sable. Esas mujeres quizá sean hermosas: pero sólo bajo la desnudez del velo, para la exclusiva mirada de su marido. Marco se sorprende de que esos hombres no alardeen de la belleza de sus compañeras, como hacen los cristianos. Pero hay otras mujeres que se tapan menos, saben provocar mostrando unos ojos pintados con kohl y los tobillos de sus pies calzados con sandalias. Éstas llevan velos de colores vivos, a veces adornados con perlas o piedras, pero al igual que las demás nunca van solas, aunque parecen acompañadas por carabinas, más que por vigilantes.
Noor-Zade ha vuelto a ponerse ropa de hombre: camisa atada a la cintura, pantalones hasta las rodillas, pelo recogido bajo un sombrero de ala redonda y mirada baja. Camina delante, a pasitos. En Acre las plazas y las calles están tan concurridas que cuesta trabajo abrirse paso. Marco observa a hurtadillas la figura de la muchacha, adivinándola bajo los gruesos ropajes que disimulan su sexo. Sus caderas estrechas se contonean bajo la tela ocre. Marco observa a su alrededor la muchedumbre abigarrada que puebla la colonia veneciana. Comerciantes y banqueros, caballeros y soldados. Desde luego ése no es lugar para Donatella y sus refinamientos, aunque la cultura veneciana está bien presente. El calor, el abigarramiento y las obligaciones mercantiles sustituyen a la elegancia de la metrópoli. Aquí los compradores disimulan su fortuna con atuendos modestos, y los vendedores huronean por toda la ciudad, cubiertos de polvo y cargados de los más variados objetos, un muestrario de sus mercancías. El olor de las tenerías, tan familiar para el joven, nunca le ha resultado tan nauseabundo. Toda la ciudad está sucia y huele mal, llena de inmundicias y excrementos. En las callejas se amontonan el estiércol y los restos enmohecidos de comida. Marco no tiene más remedio que pisarlos, procurando que al menos no le arrojen desperdicios encima.
Caminan hasta el barrio veneciano de la ciudad, situado a la orilla del mar, hacia el sur. Las calles son más anchas que en algunos barrios de Venecia. ¿O es la claridad de la piedra lo que da esa impresión de amplitud? Marco camina con prudencia, orgulloso y nervioso a la vez. Le tranquiliza oír hablar en su lengua, pero hubiera preferido estar ya en lugares donde ni siquiera se conociera la existencia de Venecia.
De repente Noor-Zade inicia un movimiento para alejarse, pero esta vez Marco es más rápido y le agarra la muñeca con fuerza. Ella le lanza una mirada furiosa.
—Lasciatemi! ¡Niccolò Polo me matará, señor Marco!
Marco siente un nudo en la garganta. También él ha incumplido la orden de su padre. Teme su reacción, pero está dispuesto a enfrentarse a ella. Noor-Zade quiere soltarse. Marco se sorprende al encontrar tanta resistencia en un cuerpo tan menudo. Su cuello grácil se tensa, poniendo en evidencia los violentos latidos de su corazón. Se la ve muy hermosa para ser una mujer de piel oscura. De no ser por el calor sofocante, Marco no habría resistido al atractivo de una mujer cuya condición le permite abusar de ella.
—Voy a protegerte —le asegura.
—¡Vos! —exclama ella, dirigiéndole una mirada en la que se mezclan la duda y la sorpresa.
—Te llevaré con los tuyos —promete Marco—. Tienes mi palabra.
Noor-Zade, incrédula, fija en él sus ojos negros y esboza una sonrisa infantil. A pesar de todos los sinsabores, de las duras pruebas por las que ha tenido que pasar, conserva la ingenuidad de su pueblo, o de su sexo. Marco, extrañamente, se reprocha haberse ganado una confianza que no está seguro de merecer.
—¡Ven! —dice arrastrándola bruscamente hasta la puerta de entrada al barrio veneciano.
Un vendedor de baratijas le indica el palacio del bailo, representante de Venecia en Acre. Marco lleva a Noor-Zade hasta la playa, una magnífica franja de arena junto al mar. Al acercarse comprueba con disgusto que la suciedad del puerto ha llegado hasta allí: la arena está llena de basura. Caminando entre cascos de ánforas, trapos asquerosos y restos de comida, se acerca a la orilla, donde las olas arrastran algas y telas desteñidas. Quiere mostrarse a su padre con su mejor aspecto, sin ocultársele que también es un pretexto para aplazar el temido momento. Marco se complace imaginando que su padre le abrazará, contento de volver a verle, igual que en la Piazzetta de Venecia. Se agacha en la orilla, suelta la ballesta y se moja la mano en las olitas que le cosquillean los dedos. Procura sacudirse la arena que lleva en la cara y la ropa. Levanta la cabeza y admira la fortaleza de los templarios que se alza, imponente, junto al mar. Unos meses antes han conseguido rechazar otra vez los ataques de Baybars, sultán de Egipto, que se había propuesto tomar la ciudad después de apoderarse del krak fortificado de los Caballeros Hospitalarios. El ambiente es bélico, y por las calles circulan grupos de monjes soldados cuya presencia tranquiliza a la población sobre todo comerciante de Acre. Los colonos ya están acostumbrados a las rencillas públicas entre caballeros de la orden templaria y de la hospitalaria, y lo toman como un precio a pagar por su seguridad. Cegado por el reflejo del sol en el mar, Marco deja flotar la mano a merced de la corriente. Le sorprende la tibieza del agua. Siente un deseo irresistible de zambullirse. Detrás de él, Noor-Zade se mantiene a una distancia respetuosa. Marco se echa agua en la cara. Un lodo oscuro le mancha las manos, y se las aclara en el agua. Se levanta demasiado deprisa: unas mariposas revolotean ante sus ojos. El hambre le atenaza cuando pasa por delante del palacio del bailo, colindante con el que ha alquilado Niccolò Polo.
—Niccolò, ya sé que no te gusta que hable de eso, pero…
—Entonces, ¿por qué insistes, Matteo? —le interrumpe Niccolò, inclinado sobre su mapa de viaje.
Irritado por la audacia de su hermano, da un cachete, como por descuido, en la piel de lukum de rosa de una hetaira a la que hace un momento acariciaba.
Matteo suspira. Siempre la misma guerra, en la que sólo ganará algunas batallas. Vuelve a contar los montones de monedas que tiene delante y los introduce con cuidado en su bolsa de cuero.
—Pero sabes —prosigue Matteo en voz baja— que tendremos que pagar diez besantes sarracenos de tasas por cada pieza de madera que hemos traído. Y todo porque le declaraste al bailo que no estaban en tránsito.
Otra cortesana coge aceitunas de una copa de pórfido y se las ofrece después a Niccolò. Éste levanta la cabeza del mapa.
—Mi pequeño Matteo, no sabes nada de diplomacia. Necesito explicarle al bailo el motivo de nuestra estancia en Acre. Yo sé algo que tú, al parecer, ignoras: hay que ganarse los sentimientos de unos para ablandar los de otros.
—Tú dirás lo que quieras —refunfuña su hermano—, pero tu diplomacia nos va a costar diez besantes.
—Te equivocas, Matteo, la diplomacia nunca proporciona beneficios.
Matteo, irritado al ver que Niccolò finge no entenderle, quiere replicar, pero su hermano no le deja:
—Mira, ya me tienes aburrido con tu cuenta de la vieja. Yo quiero ver más allá, y para eso tengo que concentrarme en el horizonte. Toma, coge aceitunas, coge. Están riquísimas.
Aunque detesta esa situación, Matteo come la última aceituna que su hermano le brinda de buen talante, mientras las dos prójimas se levantan para ir a por más. Mientras Niccolò contempla el contoneo exagerado de las mujeres, Matteo vuelve a mirar su bolsa y, entre dos suspiros, echa un trago de vino malo para diluir el sabor salado.
—Nos habría bastado con pedírselo a Michele… Además, pagamos una fortuna por el alquiler de este palacio de Acre, sólo para «mantener el rango». Pero ¿qué rango es ése, Niccolò?
—El que nos permitirá viajar a Jerusalén a cumplir nuestra misión sin tener que esperar.
—¡Lo sé!
—¡Pues entonces! —dice Niccolò agitando las manos—. Según las informaciones de Michele, Kublai no anda muy bien de salud. Mira que si llegamos a Khanbaliq y nos lo encontramos en el lecho de muerte…
—Nos decapitarían antes de que pudiéramos presentarnos ante él —termina Matteo con tono sombrío.
Niccolò se persigna al oír esta predicción.
«Aquí es», se dice Marco. El palacio rivaliza en adornos con el del bailo. El joven cruza una mirada con Noor-Zade, que no está menos nerviosa que él. Se pone el jubón y los guantes, a pesar de tener la camisa empapada de sudor, y se decide a llamar a la puerta. Pero la hoja se abre antes de que la haya tocado.
—¡Michele! ¡Me alegro de volver a verte!
Michele sonríe, como si esperase encontrarse con Marco detrás de la puerta en ese preciso momento. Va vestido a la veneciana, muy elegante, con una capa ligera y corta de paño de Florencia y un calzón de tela fina de Milán.
—¡Yo también! ¡Estaba seguro de que te vería en Acre!
Michele examina intrigado al esclavo mongol de Marco, preguntándose de qué le suena esa cara. El joven veneciano se da cuenta y se adelanta un paso para ocultar a Noor-Zade tras él.
—¡Leo la impaciencia en tus ojos! No te entretengo más, ¡date prisa!
Sin decir más, se aparta para que pase Marco. El joven veneciano cruza el umbral, seguido de Noor-Zade.
Un criado, al que Marco reconoce como el gran Shayabami, se adelanta y se inclina ante la joven pareja.
—Ve a anunciarle mi presencia a tu amo —dice Marco, en un tono demasiado alto que delata su inseguridad.
El sirio hace una profunda reverencia y da media vuelta para ir a avisar a Niccolò. Marco siente que se le acelera el pulso. Aprovecha para observar la decoración de los Polo. Como de costumbre, Niccolò se lo ha tomado a pecho. Marco reconoce un jarrón, una alfombra, la pieza de seda aljofarada que había en el salón de Niccolò. Los Polo quieren sentirse como en su casa, aunque sólo permanezcan bajo ese techo unas semanas o meses. Sobre un mueble de olivo tallado se ve una gran bandeja de cobre con orla de celosía. Un manantial de luz hace flotar en un rayo de luz una nube de polvo en suspensión. La sala central está rodeada de cuatro habitaciones más pequeñas.
Niccolò aparece vestido con una toga de inspiración oriental y un turbante en la cabeza, seguido de dos odaliscas gordezuelas con mala dentadura pero una piel muy apetecible. Marco apenas le reconoce, de no ser por el mapa que lleva en la mano antes de guardárselo en la túnica.
—¡Marco! Per Bacco! ¿Qué haces aquí?
El joven intenta infundirse valor cruzando una mirada con Noor-Zade, pero ella mantiene la vista obstinadamente baja; Marco puede ver el temblor de sus labios bajo el velo.
—Padre, he venido a reunirme con vosotros en el largo viaje a Catay —explica Marco, con un nudo en la garganta.
La sonrisa de Niccolò se borra de su cara.
—¡Vas a volver inmediatamente a Venecia! ¡Te ordené que te quedaras allí a cuidar de nuestros bienes, junto con mi hermano!
Las dos mozas cesan sus risas de pájaro ante la furia de su amo y se retiran prudentemente a un rincón, esperando a que pase la tormenta.
—¡Pero, padre, yo puedo seros útil!
—¡No me digas! ¿En qué, si se puede saber?
Marco duda un momento.
—¡Sé tirar con ballesta!
Niccolò se echa a reír, abriendo los brazos:
—¿Y cuál es tu blanco, hijo mío?
Marco siente que el hambre le atenaza el estómago. La mirada de Matteo, que acaba de aparecer, le da ánimos para insistir.
—Padre, sabéis muy bien que corréis enormes riesgos y peligros por los caminos. Necesitáis protección…
La cara de Niccolò le congela las palabras en la garganta.
Avanza con paso lento hacia su hijo. Noor-Zade retrocede, pero Niccolò ni siquiera ha advertido su presencia, hombre o mujer, libre o esclava.
—Micer Marco Polo, lleváis mi apellido, pero es lo único que tenéis de mí. ¿De verdad pensáis que, en todos estos años que he pasado recorriendo el mundo conocido a lo largo y a lo ancho, no he tomado todas las precauciones necesarias? ¡Estúpido! —grita Niccolò—. ¡Fuera de mi vista!
Hasta las chicas se abrazan, asustadas, sin comprender por qué se enfurece tanto su amo.
—Hermano, recordad que a su edad erais igual que él —aboga Matteo sin demasiado entusiasmo.
—¡Jamás! —grita Niccolò, fuera de sí.
—Por lo menos permitidle que se quede con nosotros hasta que encuentre un pasaje de vuelta a la metrópoli —suplica Matteo.
—¡Mira quién fue a hablar, el que contaba hasta el último soldo que gastábamos!
Matteo levanta los brazos.
—¡Nicco! Ma! ¡Es la familia!
Niccolò maldice entre dientes.
En ese momento Michele aparece en el umbral de la habitación.
—¡Ah! ¡Michele! Llegas a tiempo. ¡Quiero que acompañes a Marco hasta el puerto y lo embarques en el primer navío que zarpe rumbo a Venecia!
Tan furioso como su padre, Marco coge a Noor-Zade por el brazo.
—Padre, nunca seré una carga para vos. Como bien sabéis, no lo he sido nunca, y hoy no será el primer día. Como hasta hace poco ni siquiera existía para vos, no perdéis nada si desaparezco de vuestra vista.
Y Marco se dirige hacia la puerta sin volverse, con la esperanza secreta de que su padre corra tras él para retenerlo.
En la calleja Michele intenta tranquilizar al joven.
—Sólo he oído el final de la discusión, pero supongo que no te esperaban y te has presentado así, de sopetón.
Marco suspira.
—No quiere saber nada de mí. Pero yo sé que podría resultarle útil.
—La decisión es suya, Marco. Su voluntad es soberana después de la de Dios —afirma su amigo pasándose los dedos por los párpados y llevándolos a los labios.
—Pero puede equivocarse, Michele.
El judío no quiere seguir discutiendo, visiblemente apurado.
—Creo que tengo una idea. Ven, te llevaré con los míos a la ciudad vieja.
—¿Y el barco rumbo a Venecia?
—Que espere… —responde Michele con sonrisa cómplice.
Michele guía a Marco y Noor-Zade por lugares oscuros y estrechos, atajos que el joven no conoce y cuya existencia ni siquiera sospechaba. Entran en barrios donde la gente va vestida a la usanza oriental, con amplias túnicas claras.
Michele se orienta a la perfección en el laberinto de las calles. Algunos transeúntes le saludan con una señal que Marco desconoce. A la entrada de una taberna Noor-Zade se detiene.
—Tu sirviente puede quedarse fuera, si lo prefieres —observa Michele.
Pero a Noor-Zade no parece seducirle la idea de quedarse sola en la estrecha callejuela.
En cuanto cruzan la puerta el aire se vuelve asombrosamente fresco. Deslumbrado por el resplandor de la calle, Marco avanza casi a tientas en la brusca penumbra, percibiendo un perfume anisado. Sus ojos se acostumbran poco a poco a la oscuridad. El contraste con el calor de fuera le hace estremecerse. El local es minúsculo. Las mesitas de madera están muy juntas y los clientes a veces se confunden de bebida, lo que a veces ocasiona aparatosos escupitajos seguidos de carcajadas. El ambiente es cordial e íntimo. Marco y Michele son acogidos como hermanos. En cuanto a Noor-Zade, los clientes hacen como si no existiera, aunque todos han advertido su presencia. Michele dirige varias palabras amistosas al dueño en su lengua y luego invita a Marco a tomar asiento. Noor-Zade permanece de pie junto a la puerta con la mirada puesta en el veneciano. De un vistazo se ha percatado de que es la única mujer, aunque su ropa no lo delate. El mesonero se acerca con un plato de galletas con canela y una pieza de tela bajo el brazo.
—Jacopo, te presento a Marco Polo, un ciudadano de Venecia que llegará lejos a pesar de su juventud —declara Michele en la lengua de Venecia.
Jacopo saluda a Marco con una amplia sonrisa que seguramente no dedica nunca a sus compatriotas. Michele le hace unas preguntas en su lengua. Jacopo se acerca al oído de Michele, le susurra unas palabras rápidas y le da la tela, que el judío se pone sobre las rodillas.
—Una pieza de paño y otra de samit —explica Michele—. Es para tu padre; bueno, para Matteo, que le ha prestado trece besantes a Jacopo.
Michele señala a Noor-Zade.
—Dásela a tu esclavo.
Marco le hace una seña a Noor-Zade, que se acerca.
—¡Guárdanos estas telas, vai! —ordena.
Noor-Zade vuelve a colocarse junto a la puerta, observada por Michele.
—¿Dónde lo has comprado? —pregunta éste.
Marco traga precipitadamente un trozo de galleta que se le desmenuza en la boca y le atraganta.
—Me estás mimando, Michele —murmura entre toses.
El judío no insiste.
—Toma, añade esto… hecho por mí, a base de pimienta —le anima Michele sacando una cajita del bolsillo.
—Veo que no te separas de tu media carica de pimienta. Dime una cosa, Michele —cuchichea Marco acercándose a su amigo—, ¿cuánto tiempo os quedaréis en Acre?
Michele mira a Marco con asombro.
—¿Tu padre? Viajará a Jerusalén en cuanto tenga el sello del legado.
—¿Del legado del Papa? ¿Por qué motivo? —continúa Marco.
—La misión para el Gran Kan. El aceite del Santo Sepulcro. Con cien frailes eruditos, para convencerle de que abrace tu fe.
Marco se echa hacia atrás en la silla, inspirando profundamente.
—¿Cuándo partís hacia Jerusalén? —pregunta con impaciencia.
—Aún falta. El legado quiere encargarle cierta embajada en nombre de Eduardo de Inglaterra, heredero del trono.
—¿Qué quieres decir con «cierta embajada»?
—De confianza —contesta Michele, evasivo.
—¿Y tú cómo sabes todo eso?
Michele se limita a esbozar una sonrisa enigmática.
Marco suspira.
—Quiero ir con mi padre y…
El joven hace un gesto de impotencia.
—Él quería que te ocuparas de sus negocios en Venecia, después de tu tío.
Al oír esto Marco se altera, se yergue sobre su taburete llamando la atención de los presentes.
—¡Ya no soy un niño para que decidan en mi nombre! ¡Michele, creo en mi destino y sé que no está en Venecia!
Michele sonríe, lo cual irrita aún más a Marco.
—¡Hablo en serio, Michele!
—Lo sé. Pero Niccolò es comerciante, ante todo. No puede permitirse cargar con una boca inútil…, ¡disculpa!, en su caravana.
—De acuerdo… Pero seguro que necesita un guía. ¡Yo conozco todas las rutas!
Michele no puede contener la risa.
—¡Perdona, Marco, pero es que resultas tan ingenuo! Tu padre tiene al mejor guía de todo Oriente hasta Khanbaliq. Lo sé porque he viajado mucho con él. Un jefe de caravana de los que ya no quedan —se lamenta con un suspiro.
—Atiende, Michele: iré a Jerusalén, le traeré su aceite y me uniré a su caravana. Lo juro por nuestro san Marcos.
Michele se siente impresionado y conmovido por la determinación de ese muchacho de diecisiete años.
En ese momento se les acerca Jacopo, con cara de circunstancias, y le habla en hebreo a Michele, que se levanta y mira con curiosidad hacia la trastienda. Luego se vuelve a sentar, con una sonrisa para Marco.
—Marco, hermano, amigo, ahora te dejo… tengo que ver a alguien… Jacopo te dará todo lo que necesites. Puedes confiar en él. ¡Hasta pronto!
Marco se queda con ganas de hacerle preguntas, por no llevar la curiosidad hasta la indiscreción. También él se levanta, hace un ademán de pagar que Michele detiene, y sigue a Jacopo en compañía de Noor-Zade.
En cuanto el joven veneciano sale a la calle, Michele se dirige al fondo de la taberna y, levantando la cortina de abalorios con un roce sibilante, pasa a la trastienda. Un soldado con cota de malla y talabarte se le acerca y le cachea todo el cuerpo. Terminado el examen le indica que puede seguir y se retira a su puesto de vigilancia, un rincón oscuro desde donde ve sin ser visto.
Michele baja tres peldaños y camina por un cuarto pequeño mal iluminado por una claraboya. Varios caballeros con armadura y escudo de armas del reino de Inglaterra echan mano a la empuñadura de sus grandes espadas en cuanto ven a Michele. «¡Hay que ser desconfiados!», piensa éste, asombrado, viéndose tan poca cosa al lado de esos guerreros de mirada sanguinaria.
—Acercaos —ordena en francés una voz que sale del fondo de la habitación.
Los soldados se apartan, rompiendo la muralla que formaban. Hay un hombre sentado a la mesa ante un plato de almendras y uvas con azúcar de Candía sin empezar. Aunque las gruesas paredes moderan el calor, se nota que no está acostumbrado a él, a pesar de que intenta mantener un aire impasible. Lleva un vestido de caballero con una gran cruz y una cota de malla que le cubre el pecho hasta la nuca. El sudor le resbala por el cuello.
Michele se inclina respetuosamente ante el que ha reconocido como Eduardo de Inglaterra, heredero del trono.
—Señor, ya sabéis quién soy —continúa el príncipe inglés invitando a Michele a tomar asiento en un taburete—, pero yo no sé quién sois vos.
La conversación prosigue en francés, la única lengua que ambos conocen. Michele se saca de la manga una moneda y se la tiende en la palma de la mano. El príncipe la toma. Tiene forma de estrella de seis brazos y lleva grabada una cruz y una inscripción en árabe: «En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, un solo Dios».
El príncipe no puede evitar una mueca de disgusto.
—Los mongoles no tienen ninguna fe.
—Pero las toleran todas en sus cortes.
—Desde luego, es una moneda acuñada por vuestro señor, el ilján de Persia —aprueba Eduardo.
—Monseñor, Abaga, el ilján de Persia, no es mi señor —aclara Michele—. Sólo estoy a su servicio para la misión que me ha encomendado.
El príncipe guiña los ojos.
—Decididamente nunca acabaré de entender a los judíos.
—Basta con tener paciencia y escucharnos —responde Michele humildemente.
—Por el momento, habéis venido a escucharme a mí.
—Soy todo oídos, Alteza.
—Ya conocéis la situación intolerable en que se halla Tierra Santa. Sigue en poder de los infieles. Su Majestad el difunto Luis IX ha sucumbido ante Túnez sin haber podido liberar Jerusalén. He venido a recoger el estandarte y a entrar con mis tropas en la ciudad hasta la tumba de Cristo, en el Santo Sepulcro. Pero el perro de Baybars tiene los colmillos bien acerados, y las espadas de mis caballeros quizá no sean el hierro que se precisa para romperlos. Andamos sobrados de valor y fuerza, pero esos mamelucos son auténticas fieras dirigidas por un jefe diabólico e implacable.
—Baybars fue esclavo, Monseñor. El que ha roto las cadenas es capaz de mover montañas.
El príncipe frunce el ceño, preocupado.
—El respaldo de vuestro… de Abaga me sería de gran utilidad. Un ataque desde Siria por el este me permitiría lanzar a mis soldados por el otro lado. ¿Cómo es el ejército del ilján?
Michele saca pecho con orgullo.
—¡Es un ejército mongol, Monseñor!
—¡También era mongol el ejército al que venció Baybars en Ain Yalut en 1260! —le recuerda el príncipe.
—¿Cuándo pensáis atacar, Alteza? —pregunta Michele, pasando por alto la alusión del príncipe a la primera derrota de los mongoles desde la época gloriosa de Gengis Kan.
El príncipe mastica una almendra con expresión escéptica. El azúcar se le pega a los dedos.
—Antes de que termine el año. Pero vos, señor, ¿cuándo podréis darme la respuesta de Abaga? —pregunta Eduardo mirando a Michele.
—Nuestra caravana no partirá hasta dentro de varias semanas, por lo menos —reflexiona Michele en voz alta.
—De sobra lo sé. Ese bribón, ese mercader veneciano, tiene la osadía de someter a su decisión la orden que le he dado.
—Por desgracia, y con todo el respeto debido a su Alteza, está en su derecho. No es vuestro súbdito.
—¿También está en su derecho de pactar con nuestros enemigos? —exclama Eduardo con ira.
—Monseñor, su estado es el de comerciante. Su enemigo es el que no le paga.
—Es repugnante, señor, que su fe se incline ante su estado.
El príncipe tritura otra almendra con los dientes. Hace una mueca, tocándose la mandíbula.
—A marchas forzadas podría llegar a Tabriz en poco más de un mes… En cuanto a la respuesta, el ilján Abaga os la dará personalmente a la cabeza de sus caballeros.
—¿Cuánto tiempo tengo que esperar? —pregunta Eduardo, impaciente.
—Si su ejército no ha entrado en Siria antes de terminar el año 1271, es que no vendrá.
Eduardo se acomoda en su asiento, juntando los dedos pringosos de sus manos.
—Si pudiera prescindir de ellos… —ruge el príncipe como para su coleto.
—Si detestáis a los mongoles tanto como a los musulmanes, Monseñor, ¿por qué recurrís a ellos?
—He elegido entre el perro rabioso y el lobo salvaje. No olvido su promesa de cedernos Jerusalén si vence nuestra alianza.
Eduardo de Inglaterra saca una bolsa, que tintinea al caer sobre la mesa.
—Aquí tenéis cincuenta besantes para el viaje.
—Es demasiado, Monseñor.
—Es el precio que quiero poner a vuestra embajada secreta, señor.
Eduardo desvía la mirada, la audiencia ha terminado. Michele hace una reverencia, toma la bolsa y vuelve a cruzar la cortina de abalorios, que suena como una lluvia de verano.