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La edad de la aventura

Aspirando los aromas penetrantes del anochecer, Michele tuerce a la izquierda y avanza hacia la gran tarta dorada, indigesta y suntuosa: la basílica de San Marcos. Cuando desembarcó en Venecia nueve meses antes, en primavera, esperaba zarpar de nuevo en otoño; luego tuvo que resignarse a pasar el invierno en Venecia en vez de disfrutar de la suave tibieza oriental. Levanta la cabeza para observar la basílica. La austeridad de las estepas mongolas le parece muy lejana. Aquí hay una ostentación de adornos. Entra en el vestíbulo iluminado por su alto techo dorado, de donde irradia con fuerza una luz ácida. Los creyentes ven en ella una representación divina. Un viejo repulsivo, de pelaje hirsuto, mira hacia arriba con cara de disgusto. Michele se siente aliviado al comprobar que no es el único al que repelen esos sublimes mosaicos. A él lo que le gusta es la sencillez del silencio, del desierto… Se aparta del hombre absorto en su grimosa contemplación y se adentra en la basílica. Una muchedumbre se agolpa procurando guardar silencio. Michele no se detiene, camina en línea recta y a buen paso hasta llegar debajo del coro. Allí encuentra a Marco contemplando los oros bizantinos. Michele le saca de su ensimismamiento con una palmada en el hombro.

—¡Michele! Come vai? —exclama Marco al ver a su amigo.

El sonido grave de su voz llama la atención de varios fieles, que se vuelven con un dedo sobre los labios para imponer silencio. Marco hace un gesto de desdén. Michele lleva al joven delante de la cruz.

—¡Qué ocurrencia, Michele, tú, un judío, citarme en una iglesia! Creía que lo tenías prohibido.

—Yo también —dice Michele con un gesto de incomprensión—. Hasta un día, cuando era niño, en que me refugié en una huyendo de una banda que me perseguía a causa de mis orígenes. Me quedé allí, protegido por un fiel, hasta que mis perseguidores se marcharon. Marco, ese día sentí no pertenecer a tu religión.

Michele coge un enorme cirio, le da un besante al pertiguero, que lo recibe encantado, y enciende él mismo el pabilo.

—¿Y por qué no te conviertes? —le pregunta Marco.

Michele hace un gesto de desaprobación.

—¿Hacerme cristiano? ¡Imposible, mi madre se moriría del disgusto! No, pero he prometido encender un cirio cada vez que vuelva a Venecia.

—¡Pero Michele, si tu madre ya está muerta! —dice Marco, asombrado.

—Precisamente —murmura Michele, azorado—. Por eso puedo encender el cirio. Ella nunca me habría dejado.

Eleva las manos al cielo como implorando perdón.

El invierno se ha presentado antes de tiempo, desde hace varias semanas. La humedad de los canales aún hace temblar las piernas de Marco.

—¡Qué frío hace fuera! Aquí se respira mejor.

—Debe de ser por la proximidad de Dios —declara Michele señalando la bóveda.

Marco busca en esta observación una ironía improbable.

—Bueno, Michele, déjate de misterios y explícame por qué me has citado aquí —le pregunta Marco, que empieza a impacientarse.

Asegurándose de que nadie les mira, como no sea por descuido, Michele se refugia en la penumbra de una capilla donde una Virgen sensual estrecha a un niño travieso entre sus brazos torneados. Marco le sigue, resoplando con exasperación ante esas precauciones incomprensibles. Entonces Michele abre su pelliza y le muestra a Marco con orgullo una ballesta preciosa, con cuerda y nuez, como exige el jefe del sestiere de Dorsoduro. Marco no puede contener un grito de sorpresa y admiración.

—¡Michele! ¿Cómo la has conseguido?

Michele, intranquilo, vuelve a cerrar su amplio abrigo. Pero los fieles rezan o deambulan con cirios en la mano sin prestar atención.

Se vuelve rápidamente hacia la antecámara de la basílica, donde relumbran los dorados. Se sienta en los escalones y coloca suavemente la ballesta fuera del alcance de miradas curiosas.

—Tómala y haz buen uso de ella.

Marco, con discreción, esconde el arma bajo su manto.

Michele, enigmático, se aleja para recogerse como un buen cristiano —o casi— ante el gran cirio que ha encendido.

Desde que ha visto la Ca’ Polo amueblada por Il Vecchio, Niccolò ha decidido dedicar gran parte de sus ganancias a decorarla a su gusto. Para empezar ha mandado encalar el escudo de los antiguos propietarios. Sólo queda el ángel que ya no sostiene nada, con los brazos levantados hacia el cielo, como si implorase. Unas preciosas alfombras traídas de Persia cubren los suelos fosilizados. Las cortinas cubren las viejas paredes de terciopelo y damasco, dándoles calor con su espesa materia. Ostensiblemente, ha mandado que pongan las de verano para darse el capricho de mostrarlas. Unos visillos de seda y lino se agitan como grandes alas de pájaro con las corrientes de aire.

Niccolò y Matteo ocupan la habitación de Il Vecchio, que se ha instalado en la de Marco. En el desván el joven ha encontrado un refugio que se alza sobre los tejados de Venecia, en el antiguo cuarto de Fiordalisa, qué ahora comparte la cama de Niccolò. Agazapado bajo la única claraboya cubierta de una fina capa de nieve, inspecciona el cuadrillo de su ballesta, con una punta tan acerada como el pico de un ave rapaz, y después examina la resistencia de la cuerda. Ya está lista para el concurso, que será esa misma tarde. Baja corriendo las escaleras hasta el muelle.

Michele, que le está esperando impaciente junto al embarcadero, le recibe con una amplia sonrisa.

—No lo olvides: planta bien los pies en el suelo —recomienda echando bocanadas de vaho—. No te duermas, bájala despacio hasta el blanco y dispara antes de sobrepasarlo, cerrando la mano como exprimiendo un limón, ahí está el secreto. Si dudas, si vuelves a levantarla… te tiembla el pulso y estás perdido.

Marco, concentrado, asiente con la cabeza y sube a la barca que les lleva a la riva de San Marcos. En el canal los témpanos de hielo vagan movidos por una corriente que no existe. En la superficie lisa del agua cortinas de niebla pálida cubren Venecia con una máscara de espejismo.

Aún no han atracado cuando el jefe del sestiere, impaciente, coge a Marco por la manga del manto y le lleva al banco de un remo, junto a sus compañeros. El joven saluda con un gesto a Donatella, que acepta la mano de un galante caballero para embarcar. Ella, con afectación, finge que no le ha visto. Marco no se mueve de su sitio. Cada uno hunde su remo en el agua y la barca se mueve, surcando la laguna, hacia el Lido. El viento frío del mar se clava en las pupilas. El rumor de las olas se va acercando.

Llegados a la isla, donde el frío es aún más cortante que en la ciudad, los adolescentes se preparan. Los mejores serán elegidos para ser ballesteros de una galera veneciana. En la playa colocan los blancos frente al mar. Marco pisa la ballesta. La cuerda está tan dura que debe tensarla con las dos manos. Se le clava en la carne de las palmas. Sopesa el instrumento, mucho más pesado de lo que imaginaba. Cuando le llega el turno retrocede hasta la orilla. El arma, en el extremo del brazo, le pesa y tira de él hacia delante. Apunta con todo cuidado, pero la mira baila alrededor del blanco. Acciona el disparador, que se resiste, coriáceo. Aprieta con rabia y el arma se dispara bruscamente. Sorprendido por el retroceso, Marco da un respingo. La espuma lame sus botas. La flecha desaparece detrás de un pino. Procura no prestar atención a las bromas del público, y sobre todo a Donatella, que se acerca a su galante caballero. Desvía la mirada. Michele, entre la multitud, le indica la posición de las piernas. Marco vuelve a armar y a disparar, demasiado deprisa. Sus dedos, entumecidos, no han tenido la precisión necesaria y el cuadrillo se clava en un tronco, un palmo por debajo del blanco. Michele no puede más y se acerca a Marco, cuchicheándole muy deprisa:

—Marco, afianza tus piernas, no tu vanidad.

Luego se aleja sin darle tiempo a replicar.

Siguiendo el consejo de su amigo, el joven veneciano procura serenarse. Vuelve a levantar la ballesta, se inclina un poco hacia atrás para contrarrestar su peso, apoya firmemente el codo en el pecho y baja despacio la mira sobre el blanco. Se inmoviliza y, con un movimiento seco, aprieta el disparador. Pero aunque ya se le han calentado los dedos, sólo consigue que sus cuadrillos se pierdan entre los árboles. Giovanni, sonriente, se apresura a recoger las pocas flechas que están enteras. Ya sólo le quedan tres por tirar. Marco mira a sus contrincantes. Su rival ante Donatella le devuelve la mirada con altanería. Marco, furioso, se coloca en posición. Le tiemblan las manos. Siente como un enjambre de insectos zumbadores en el estómago. Ante él, el blanco está borroso. Se enjuga las lágrimas —hace frío—. Deja caer la ballesta, inspira profundamente.

Cierra los párpados, se pone las manos en el vientre. Luego coge el arma, apunta al blanco con mirada clara y segura, y aprieta el disparador despacio, con firmeza. El cuadrillo sale disparado, sorprendiéndole. El blanco vibra, alcanzado a pocas pulgadas del centro. Se oyen gritos. El jefe del sestiere, impresionado, felicita al joven.

—¡Ah, por fin te has enterado de que había un blanco!

Marco no contesta, coge otro cuadrillo y lo coloca en la ballesta. Apunta bien y dispara con precisión. La flecha se clava a escasas pulgadas de la anterior, abajo a la derecha. El joven resopla. Imagina que la línea de mira está desviada, de modo que apunta más arriba, a la izquierda. Esta vez el cuadrillo se clava justo en el centro. Marco baja el arma con un profundo suspiro de alivio.

Se ha formado un corrillo de admiradores a su alrededor. Marco le dirige una sonrisa cómplice a Michele.

Por fin se le acerca Donatella, que le felicita con la boca chica y ademán altivo, mientras le dirige una mirada pícara a su nuevo pretendiente, quien mira a Marco de reojo.

Al final del concurso, aunque no le han dado ningún premio, un hombre se le acerca. Marco reconoce enseguida esa cara surcada de venas azules.

—¡Farenna! Come vai! ¿Por fin eres teniente de navío?

—Sí, y no precisamente gracias a ti —contesta Farenna con un rencor que sorprende a Marco.

Éste le sonríe, sin saber qué decir.

—Te has ensanchado —continúa Farenna observando los hombros de su antiguo adversario.

Detrás del teniente de navío, Giovanni le dedica una amplia sonrisa con su boca muda.

—Se embarca con nosotros como grumete —prosigue Farenna—. No he venido por mí, sino por encargo de mi capitán, que está buscando ballesteros para el Nalia. Pronto zarparemos hacia Constantinopla. ¡Te he visto tirar, aprendes rápido!

Marco saca pecho, mirando con orgullo a Donatella. Ella reacciona.

—Señor Farinna…

—Farenna —corrige Farenna, algo molesto.

—Discúlpeme —dice ella con un mohín encantador—, pero Marco aún no tiene veinte años…

Marco traga saliva con dificultad.

—Sólo tengo dieciséis… —confirma el joven, confundido y furioso.

Farenna parece sorprendido.

—¡Aparentas muchos más! —murmura inclinándose hacia Marco—. Lástima que no tengas aún edad para correr aventuras…