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El sol en el destierro

—¡Marco Polo!

Marco se vuelve, buscando entre la muchedumbre de descargadores que van y vienen entre los barcos y los almacenes de sal. Hacia él avanza a grandes zancadas un hombre de barba poblada y rizada. Tiene la cara curtida como las personas que viven al aire libre, y sus anchos hombros se le marcan en la camisa, demasiado estrecha.

—¿Michele Saad? —pregunta Marco, sin estar seguro—. ¿Eres tú?

El otro, con sonrisa ancha y ojos chispeantes, estrecha a Marco entre sus brazos sin mediar palabra y luego retrocede para verle mejor.

—¡Cómo has cambiado! ¡Estás hecho un mocetón, con barba y todo!

Marco se acaricia la naciente barba con orgullo.

—¡Y tú, Michele! No te había reconocido.

—Sí, pero en mi caso es normal, porque he viajado. ¡Constantinopla! ¡Kayseri! ¡He ido hasta Persia! —exclama con jactancia—. Pero ¿y tú? Pareces preocupado.

Marco levanta la cabeza y mira a su amigo.

—Tienes razón, Michele. Tengo que ejercitarme en el tiro con ballesta, y aún no la tengo. Mi tío no quiere darme una porque el tiro no le parece utile ymo necessarium, en contra del parecer del dux. Considera que un mercader no necesita aprender el manejo de las armas, sobre todo si no va a salir de Venecia, y ése es el destino que me tiene reservado. Tendré que pagar una multa de cuarenta sueldos, y como comprenderás no los tengo —suspira el joven—. Pero te estoy aburriendo.

—¡Nada de eso, Marco! —responde Michele con énfasis—. Pero todavía estás a tiempo, ¿no?

Marco niega con la cabeza, abatido.

—¡Michele! El concurso es en Navidad, dentro de pocos meses. Para entonces no tendré ni una cosa ni la otra.

—Entonces, ¿qué es lo que te espera?

—Los Plomos, supongo.

—No parece que te impresione mucho esa posibilidad, Marco —se asombra Michele.

—Es que ya estoy en los Plomos, Michele.

Un marinero, sudoroso y lleno de cicatrices, cargado con un pesado fardo, se acerca a Michele y le dice unas palabras en árabe. Michele le contesta en la misma lengua y luego se dirige a Marco:

—Disculpa, Marco. Tengo que ocuparme del negocio —añade Michele señalando hacia la Aduana— antes de que llegue Niccolò Polo. Quiere hacer pasar a la mitad de sus esclavos por criados libres, para no pagar impuestos, ya sabes. Cada vez hay que hacer más documentos, y como soy judío me pedirán tres veces más que a cualquier otro veneciano.

Marco no está seguro de haber oído bien.

—¿Qué has dicho, Michele?

Michele le sonríe, haciéndose el tonto.

—Pues que como soy judío…

Marco le detiene bruscamente.

—Ya lo sé, Michele, pero acabas de decir que Niccolò Polo…

—Sí, Niccolò Polo regresa —confirma Michele.

Olvidándose de su melancolía Marco se arroja en brazos de Michele.

—¿Dónde está? ¿Está contigo? ¿Tú crees que se acordará? ¿Te ha hablado de mí? ¿Te ha contado su viaje?

Michele le aparta con suavidad.

Pace, pace! ¡Marco! ¡La respuesta es no! ¡No, no y no! Está acabando de arreglar unos asuntos en Constantinopla. Se supone que llegará a Venecia dentro de unos días. Su barco zarpó antes que el mío, pero su casco redondo lo hace muy lento.

—¡Michele! Por lo menos dime: ¿cómo es? ¿Cómo podré reconocerle?

Michele se echa a reír.

—¡Mírate en un espejo!

Marco sigue con la mirada a Michele, que se aleja hacia la Dogana. Incapaz de quedarse quieto, deja su inventario y se lanza a la carrera por el muelle, saltando sobre los montones de fardos, cada vez más alto, como si quisiera llegar al cielo. Alguien grita tras él. Pero Marco sólo oye la música del viento en la infinidad de palos que se elevan hacia los cielos. Se detiene, jadeando, junto al último pontón de la laguna. Allá a lo lejos, en el horizonte salpicado de espuma, el agua y el cielo se confunden en un mismo resplandor. Sin aliento, mirando con ojos desorbitados el mar que va a devolverle a su padre, Marco se llena los pulmones de ese aire nuevo que le parece respirar por primera vez: el de la libertad.

—Tío —comienza Marco con un nudo en la garganta—, el jefe de sestiere de Dorsoduro me ha vuelto a pedir mi ballesta para el concurso que se celebrará en el Lido en Navidad.

El sol poniente aún desliza unos rayos dorados, tensos como flechas, sobre la mesa que está en el centro de la sala. Separado de Il Vecchio por esta pantalla de luz, Marco sólo distingue la figura corpulenta, negra como el ónice, de su tío.

—Y tú has vuelto a contestarle que yo pagaré la multa de cuarenta sueldos —afirma la voz de la sombra.

Marco no replica, esperando a que Fiordalisa termine de servirles. La criada va al mercado varias veces al día, para disgusto de Il Vecchio, que la acusa de dilapidar su tiempo y su dinero. En realidad está buscando un marido para poder marcharse de la casa. Esa misma tarde el joven se la ha encontrado vendiendo cebollas por unos dineros en el Campo San Stefano, arriesgándose a una severa regañina de Il Vecchio, si llega a enterarse.

Fiordalisa, con aire preocupado, sigue sirviéndole sopa, aunque ya tiene el plato lleno. Marco retiene con la mano la muñeca de la mujer; ella se sobresalta y se va a la cocina, arrastrando los pies por el suelo embaldosado con basura fosilizada, como en muchas casas de Venecia.

—Todos los caballeros de mi edad estarán allí, tío —dice Marco, con un deje de enfado en la voz.

—No te pido que destaques en el tiro, sino en el arte del comercio —refunfuña Il Vecchio, alzando la voz—. También me han contado que pasas demasiado tiempo en el canal, conversando con los marineros. No me obligues a meterte en la tienda.

Marco está cada vez más furioso.

—¡Tío, no entendéis nada! Pronto podré prescindir de vuestros «favores».

Las cejas de Il Vecchio se fruncen sobre sus ojillos, hundidos entre los pliegues de su piel arrugada. Marco calla, intimidado, con la cabeza agachada sobre el plato. Se hace el silencio en la mesa. De la calle, a través del patio, llegan pregones de los últimos vendedores de pescado seco que quieren deshacerse de sus restos. El tío coloca sus anchas manos a ambos lados de la escudilla.

—Os escucho, señor sobrino. Según parece tenéis algo que decirme.

Marco se yergue sobre su taburete, más decidido.

—Supongo, tío, que conocéis la noticia igual que yo. Vuestro hermano Niccolò vuelve a Venecia.

Il Vecchio se echa a reír. Las paredes tiemblan, como el corazón de Marco.

—¿Y qué más? No es la primera ni la última vez que se anuncia su regreso. ¡Mientras tanto soy yo quien te viste y da de comer! Y tú me vas a obedecer, quieras o no…

Se acerca a Marco, le agarra por el brazo y le levanta del taburete, que cae con un golpe sordo. Le arrastra a la habitación donde se amontonan los artículos sin vender y cierra la puerta.

—¡Te quedarás aquí hasta nueva orden! ¡Así aprenderás a husmear por el canal!

La voz áspera de Il Vecchio se confunde con el ruido de la llave girando en la cerradura.

Buffone! —musita Marco.

El joven espera con impaciencia a que oscurezca para abrir el estrecho tragaluz y deslizarse por él. Los telares del patio ya están cerrados a esas horas. Marco salta sin vacilar, se queda quieto, agazapado, aguzando el oído. De la cocina llega, a rachas, la voz de Il Vecchio. Se endereza con sigilo y se encamina a la escalera exterior que da al canal. Baja rápidamente hasta el agua y, agarrándose con agilidad a las argollas de la pared donde se amarran las góndolas, alcanza la callejuela. Aunque la noche es muy oscura Marco no vacila ni un instante. Conoce su ciudad natal como la palma de su mano. El olor a fango le indica que va paralelo al rio dei Mendicanti después, por el modo en que resuenan sus pasos, sabe que está en la Ruga Giuffa; más adelante una mancha del añil usado por los tintoreros delata que no está lejos de la Draperia. Un ruido apagado de pasos le hace reducir la marcha. Se arrima al pórtico de San Giacomo, fundiéndose con los frescos. Ve pasar una familia con cinco niños, cargados con cerrojos y camas desmontadas. Seguramente han tenido que desalojar su vivienda al no poder pagarla, llevándose esos pocos enseres para venderlos. Marco espera a que desaparezcan en la oscuridad de las callejuelas, y reanuda la marcha hacia el Gran Canal. Se oyen ecos lejanos de reyertas mientras la noche se va aclarando con antorchas tardías. En poco tiempo llega al Rialto sin cruzarse con nadie.

Mientras Venecia duerme, allí, en el Rialto, las miasmas del infierno mantienen despiertos a los noctámbulos. Unas mujeres hacen la calle delante de la casa pública. Sus cuerpos provocadores se insinúan con obscenidad bajo sus galas que, más que vestirlos, los adornan. Sus piernas asesinas rasgan la tela de sus vestidos escarlata. Su pelo teñido de rojo cae en abundantes rizos sobre los hombros desnudos. Tan repintadas como la góndola del dux, con colorete en las mejillas sobre una máscara de albayalde, brindan unas bocas a veces desdentadas y gastadas, de labios marchitos. Marco no puede apartar la mirada de una extranjera de piel trigueña y cuerpo de bejuco. Oye sus risas, sus burlas, quizá. En el espejo del Gran Canal las casas se mandan de orilla a orilla su reflejo, rivalizando en seducción de paramentos de mármol. Unos jugadores discuten entre blasfemias en las escaleras del puente. En las tabernas de donde sale un fuerte olor a vino se hablan todas las lenguas, sobre todo las que Marco desconoce. Sólo entiende el italiano y el latín. Su madre, que tanto había sufrido con la ausencia de su marido, quería evitar que su hijo único viajara, y su tío pretende tenerle bajo su férula, de modo que ninguno de los dos le animó a estudiar una lengua de horizontes lejanos como el árabe o el persa. ¿De dónde proceden esos hombres que hacen escala de una noche o un año entre la gente de las lagunas?

De repente, incrédulo, el joven reconoce la figura de Michele Saad que sale tambaleándose de una taberna, rodeado de un grupo de pícaros. Marco se le acerca y le agarra del hombro. Michele está a punto de perder el equilibrio.

—¡Eh, Marco, estás aquí! ¡Ven a mis brazos!

Michele estrecha a Marco contra sus anchos hombros.

—Gracias por la Dogana —le dice Michele al oído.

El joven se limita a responder con una cariñosa palmada en la espalda. Como conoce a todos los funcionarios que pasan por la oficina de su tío, le ha resultado fácil convencerles de que dejaran de ponerle trabas al judío. En el fondo lo ha hecho con la esperanza de que su padre le agradezca su gestión.

—¿Has venido en busca de malas compañías? —le pregunta su amigo, jovial.

—¡Pues las has encontrado! —exclama riendo uno de los compinches de Michele cuyo rostro aparece surcado por venas azules.

Con voz vacilante Michele hace las presentaciones:

—¡Marco, delante de ti tienes a un futuro teniente de navío! —grita como si él mismo le diera el nombramiento—. Pero de momento sólo es un marinero.

Todos se echan a reír por lo que debe de ser la continuación de una broma que Marco no entiende.

—Sí, Marco —confirma el futuro segundo con una tosca reverencia—, pronto habrá que llamarme señor Farenna, per favor, signor.

—Por esta noche, os daré el tratamiento sin más dilación, señor Farenna —replica Marco siguiendo el juego.

—Servidor —responde el otro, repitiendo su ridícula zalema.

Michele se interpone.

—¡No! ¡Tiene que ganarse el título! ¡Venid aquí todos!

Se lanza a la carrera hacia el puente de Rialto, por el camino coge dos remos de gondolero y le da uno a Farenna.

—Elige a tu adversario, marino. ¡Si le tiras al agua, sólo entonces tendrás derecho a que te llamen señor!

Farenna, con los ojos chispeantes de vino, se vuelve titubeando y observa a sus acompañantes. Al final apunta decididamente con el remo hacia el pecho de Marco. Éste mira con preocupación la mole de Farenna, que le saca una cabeza. Agarra el remo y avanza con calma hacia él, que, con las rodillas dobladas, se apoya alternativamente en cada pie. El griterío de los presentes anima a los contendientes. El marinero se acerca a Marco y le golpea con fuerza en el pecho, sorprendiéndole. Los vapores del vino le dan seguridad y energía. Marco ha asistido muchas veces a peleas de éstas, llamadas «la guerra de los puentes», pero nunca ha participado en un puente tan difícil como Rialto. Sus arcos de madera tienen el pretil alto, por lo que la caída accidental es improbable. Hay que empujar al adversario para que caiga, o levantarlo a fuerza de brazos. La resistencia de Marco espolea la agresividad de Farenna. El muchacho se defiende con una fogosidad desordenada que agota al marinero. De repente, mientras Farenna le mira de arriba abajo con desdén, seguro de su victoria, Marco salta por encima del pretil. Todos creen que se ha tirado al agua. Los gritos de los presentes cesan bruscamente. El marinero, sorprendido, se acerca de un salto y se asoma al vacío. El joven, agazapado en la cornisa, agarra a su adversario por el cuello y le arroja al agua con un gran chapuzón. El público aplaude, celebrando la astuta jugada. Marco trepa hasta el puente. Farenna sube por la otra orilla, empapado, corrido y furioso, vociferando promesas de venganza y juramentos de corsario.

—¡Ah, si tu padre hubiese visto esto! —exclama Michele, creyendo halagar al joven.

Pero la alegría de Marco se disipa enseguida para dar paso a la duda. Más allá de la curva del Gran Canal se adivina el mar. A su alrededor las risas parecen más apagadas.

No recuerda a su padre, que partió de Venecia cuando él tenía siete años. Sólo es capaz de evocar su mirada —que nunca se posaba en él—. Le vienen a la memoria las palabras de Michele: «¡Mírate en un espejo!», y se inclina sobre el Gran Canal para ver su reflejo, aumentado. Hombros anchos, mandíbula cuadrada, cejas largas y negras sobre unos ojos azul marino, barba rala, pelo castaño ondulado. Saliendo del gorro los rizos oscilan, casi temblorosos. Una figura que va consolidándose de día en día. Un cuerpo extraño se inclina gritando sobre el reflejo de Marco, turbando su contemplación. Unos marineros prosiguen la guerra de los puentes a bastonazos, imitando su duelo con Farenna.

Michele y sus acompañantes arrastran a Marco a una taberna de donde, más tarde, salen borrachos, pero aún en pie. Desamarran unas góndolas de particulares dejándolas a la deriva, riéndose de su gamberrada, imaginándose la desagradable sorpresa que se llevarán sus dueños a la mañana siguiente. Luego, esquivando a los señores de la noche, patricios que vigilan las calles al caer la oscuridad, se adentran en las callejuelas dirigidos por Marco. El joven, a pesar de la oscuridad y la bruma que entorpece su mente, aún distingue su camino. Luego, súbitamente inspirado, envía a Michele, que no le conoce, a despertar con gran urgencia al cura de San Trovaso para que le lleve los últimos sacramentos a su tío Il Vecchio, supuestamente moribundo. Marco, escondido tras unas columnas con los demás, se muerde el puño para que la risa no le delate. Cuando Michele vuelve, la alegre comitiva, cansada de hacer el gamberro, decide pasar el resto de la noche en algún lugar de mala nota. Marco, repentinamente lúcido, vacila. Muy a su pesar le asaltan sombríos pensamientos. ¿Y si su tío tiene razón? ¿Y si Niccolò no regresa nunca? Marco no quiere hacer como su madre, vivir esperándole hasta la muerte.

—¡Eh, Marco! ¿Se te ha ido el santo al cielo? ¡Venga, vamos a los baños! —dice Michele con aire lascivo—. ¡Ya verás, te elegiré una como si fuera para mí!

Marco da vueltas al anillo del dux en su dedo. Cerrando el puño decide caer en esta tentación, en venganza.

Poco antes del amanecer Marco se despide de sus acompañantes. Con el corazón henchido de viril orgullo y de forma casi instintiva se abre paso por las calles de Venecia hasta el palacio Zeccone, con su fachada adornada con molduras y sagome talladas en la piedra. Dos angelotes sostienen alegremente los escudos de armas del Señor de la pimienta. Marco coge unos guijarros y los lanza con buena puntería a la alta ventana de la habitación de Donatella, situada en el piso noble, el primero. Al cabo de un rato, que a Marco se le hace interminable, la ventana se abre y aparece Donatella. Marco la encuentra muy hermosa, con su gesto de enfado y el pelo alborotado. Detrás de ella se entrevé la cúpula de su cama adornada como un cielo estrellado.

—¡Marco! ¿Por qué me despiertas? —exclama la muchacha.

—¡Porque te quiero! —contesta Marco, tratando de disimular el efecto del vino en su voz.

Donatella suspira.

—¡Certo, eso ya lo sé! ¿Hay algún otro motivo para venir a despertarme a estas horas?

Marco vacila, buscando el modo de sincerarse sin confesar.

—Nada más —dice al fin con un tono agudo, casi infantil en la voz.

—Muy bien, ¡ahora que lo habéis dicho, que paséis buena noche, micer Polo!

Y Donatella cierra la ventana sin más ceremonias. El joven, desengañado, se pregunta si una amante de Génova, que haga honor a su fama de cariñosa, no será mejor que una esposa con el carácter de Donatella. Se complace en pensar que ya logrará amansarla. «Pero los que pretendían ablandar el hierro calentándolo sólo consiguieron endurecerlo más aún», recuerda, perplejo. La campana de la Rialtina da el toque de queda. «Ya es la tercera hora de la noche…».

Marco camina arrastrando los pies. Se estremece de frío, recordando los brazos de la cortesana y sintiendo una súbita añoranza de su madre. Encuentra una barca libre y se acurruca dentro, demasiado cansado para desafiar el toque de queda. El chapoteo del agua en las góndolas, como un rumor de besos, le acuna suavemente.

Por la mañana Marco se despierta con las voces de una discusión entre carniceros y queseros del mercado. Como de costumbre se quejan de los malos olores que desprende cada oficio, un pretexto para conseguir el mayor número posible de puestos en el mercado.

Marco, a quien la cabeza le recuerda la nochecita anterior, no está de humor para intervenir en sus disputas. Quizá lo más prudente sería pedirle perdón a su tío. Pero su orgullo se lo impide. Deambula hasta el Palazzo Ducale, cuyo encaje de mármol forma un decorado bizantino para los vendedores ambulantes que cubren sus bancos con toda clase de hierbas, melones, sandías y calabazas. Es la hora en que los primeros barcos de casco redondo empiezan a descargar. Mientras camina por el muelle el joven observa las maniobras de un convoy que se dispone a atracar. Los marineros están anclando el barco, los remeros elevan hacia el cielo sus largos remos de madera. El barco va escoltado por galeras armadas de fondo plano, rápidas en caso de ataque de piratas, reservadas a los navíos ricos y cargados con mercancías valiosas.

En el puente, a lo lejos, el mercader conversa en su lengua cálida y grave, con voz rápida y sonora. Su alta figura les saca una cabeza por lo menos a los demás y gesticula mientras se dirige al capitán y al contramaestre, fornido como un sirio, sin darles tiempo a responderle. Imparte órdenes sin cesar, con el aplomo de quien sabe mandar. Junto a él corretea un hombrecillo que intenta decirle algo sin conseguirlo.

El joven se fija entonces en una fila de esclavos que baja por la pasarela hasta el muelle. La fatiga es una cadena más pesada que los hierros que soportan. La mayoría son mujeres de distintos orígenes, búlgaras, griegas, circasianas, abjasias o tártaras. Marco reconoce algunas figuras eslavas de mejillas rojas y altas, y otras de tez más oscura. El contramaestre las guía con gestos secos y severos. Todas tienen la mirada fija en sus pies con grilletes, pero de repente una de ellas la eleva y la dirige a los ojos de Marco, isla lejana. El muchacho vacila. Los ojos de la mujer, negros como tizones, sin pestañear, se clavan en los suyos. Nunca ha visto unos ojos así, brillantes como la laca, relucientes como el azogue. Los párpados finos, alargados, parecen tallados en la carne. En su mirada hay miedo, ira quizá. Los pómulos salientes bajo los ojos almendrados acentúan la forma triangular de su cara. Su naricilla minúscula del color de la arcilla afea sus facciones. El pelo largo y negro, recogido en la nuca, brilla al sol de la mañana. Su ropa, demasiado abrigada para el calor de Venecia, se le pega a la piel dorada. En las manos lleva un largo tatuaje de un animal fantástico, mitad tigre mitad dragón, y unas joyas entrelazadas en los dedos que le suben hasta las muñecas. Le mira fijamente, con una tranquilidad que parece venir de unos parajes que él no conoce. Marco nunca ha sostenido una mirada así, que parece durar una eternidad, en una extraña y violenta intimidad.

—¡Chico! ¿Qué pasa, estás sordo? —le apremia una voz detrás de él.

Marco vuelve la cabeza hacia el hombre que le ha hablado. Acaba de desembarcar del mismo buque que la fila de esclavos. El joven reconoce entonces la figura del mercader al que hace un momento ha visto a bordo. Sus facciones parecen cortadas por violentas ráfagas de viento. Su piel seca tiene aún restos de sal en las altas cejas. Su boca esboza una sonrisa alegre, acentuada por dos profundas arrugas. Sobre la larga cabellera aún oscura sujeta por detrás, lleva un sombrero de piel, demasiado abrigado, del que no parece querer desprenderse. Su larga figura destaca entre las mujeres encorvadas.

—Bueno, eso de chico es una forma de hablar, tampoco quería ofenderte —dice con un ademán de disculpa.

Marco tiene la impresión de que conoce a este hombre. A veces reconoce a los mercaderes que hacen la ruta de Constantinopla cada seis meses, pero éste es distinto. Tiene un acento completamente nuevo para él. Sus modales perentorios resultan desconcertantes.

—Tengo un recado para Ca’ Polo.

Al oír estas palabras Marco comprende que ese hombre que está ante él y le ha tomado por un chico de la calle en busca de propinas es Niccolò Polo, su padre.

Niccolò se dirige a otro mercader que también acaba de desembarcar, cuya presencia no ha advertido Marco hasta ahora. Es el hombrecillo que, de lejos, parecía la sombra de Niccolò en el puente del barco. A diferencia de éste, es menudo y pálido, se diría que enfermizo, con los hombros encogidos y las manos cruzadas sobre la bolsa. Niccolò le apremia:

—Matteo, dale unos soldi al ragazzo, vamos.

Matteo mira a Marco y por un momento se queda desconcertado. Mira a Niccolò, y luego otra vez a Marco.

—Bueno, Matteo, ¿a qué esperas? ¡Dale algo! —se impacienta Niccolò.

Marco sonríe, tan divertido como emocionado. Por fin Niccolò, que hasta ahora no se ha fijado en él, le mira con atención. Se acerca al joven y sigue mirándole, incrédulo.

—Qué raro —murmura con tono muy serio—. ¿Cómo te llamas?

Marco no puede contener la risa.

—Marco.

Niccolò le coge en brazos y le levanta.

—¡Hijo mío! ¡Eres tú, hijo mío! ¡Mi pequeño!

Niccolò deja a Marco en el suelo, jadeante y sorprendido de encontrarse con un hijo tan mayor. Marco ríe, ríe tanto que no es capaz de articular palabra. Matteo se echa a llorar y les abraza él también. Sobre el hombro de Niccolò, Marco sorprende la mirada asombrada de la joven esclava. Como si quisiera respetar esa curiosa familiaridad, ella baja los ojos. Marco lamenta no seguir viendo su extraña mirada de luz negra.

—Ven, vamos a ver a tu madre —dice Niccolò, cogiendo a su hijo por los hombros.

—Ha muerto, señor —dice el chico gravemente.

Niccolò, contrariado un instante por la noticia, se limita a decir con voz apagada:

—Echaré de menos su cocina. ¿Sabes? Prepara las mejores cebollas del mundo conocido. Mi madre le enseñó.

Desconcertado, Marco busca en los ojos negros de su padre unas lágrimas que no encuentra.

—¿Eso es todo lo que tiene que decirme… señor? —dice Marco, y en su voz el asombro se mezcla con la cólera.

—¡Tú estás aquí! Eso es lo que importa, ¿no? —exclama Niccolò zarandeando a su hijo—. ¿Te acuerdas de tu tío Matteo? No, seguro que no, eras muy pequeño.

Niccolò se echa a reír palmeando la espalda de su hermano.

—¡De todos modos, nadie se acuerda nunca de Matteo!

Éste sonríe tímidamente. Marco se da cuenta de que aún no ha oído su voz. Sin separarse de Niccolò, parece siempre dispuesto a cumplir todas las órdenes de su hermano, con discreción y eficacia.

—¡Yo me acuerdo bien de vos, señor padre! —proclama Marco con orgullo, aunque sea mentira.

De modo que ése es el hombre por el que su madre se ha consumido esperándole. Su unión le parece ahora insólita al joven.

—Estoy agotado —suspira Matteo—. Marco, sobrino, llévanos a Ca’ Polo, por favor.

Niccolò ha visto a una linda vendedora de cebollas y se acerca a ella. Les dice a Marco y Matteo:

—Id por delante, luego os alcanzo.

Matteo le grita:

—Niccolò, dijiste que te ocuparías personalmente de la descarga y de…

Sus palabras se apagan en un susurro. Se vuelve hacia Marco, derrotado, con una sonrisa cansada:

—Bueno, ve para allá. Yo también te alcanzo luego.

Marco le ve alejarse hacia el barco, donde el contramaestre le hace gestos interrogativos señalando a su hermano Niccolò. Matteo se limita a encogerse de hombros. Cuando no está al lado de Niccolò, Matteo no parece tan poca cosa. Se acomoda el gorro, descubriendo una calvicie cuya existencia nadie sospecharía viendo la abundante cabellera que enmarca su rostro demacrado. Sus andares son vacilantes, mantiene la mirada baja como si estudiara cada paso que da. Con muchas explicaciones le pide al contramaestre que lleve a los esclavos. La fila pasa delante de Marco. La muchacha que ha llamado su atención sacude la cabeza. Vista de cerca parece apenas mayor que él. Su larga cabellera negra se agita como un batir de alas, emanando a su paso un intenso perfume de animal salvaje. La violencia embriagadora de este efluvio aturde por un momento al muchacho.

Una carcajada femenina llama la atención del joven veneciano, que reconoce, sorprendido, a Fiordalisa. La criada hace carantoñas. Niccolò sonríe con afectación y gesticula aparatosamente, como si no tuviera otra manera de explicarse. Marco se lo imagina tratando de comunicarse con los pueblos de gente de ojos rasgados. Niccolò se inclina sobre la moza como si fuera a besarla; ella no retrocede, y lo que el hombre le susurra al oído provoca su hilaridad. Con una mezcla de admiración y enfado, Marco se pregunta qué clase de padre es ése, que prefiere lisonjear a una joven por la calle antes que ocuparse de su hijo. Fiordalisa está tan entretenida con Niccolò que ni siquiera se ha percatado de la presencia de Marco. El enfado prevalece, y Marco decide seguir su camino. Además, ¿no es eso lo que le ha pedido Niccolò?

—¡Eh, Marco! ¡Podías esperarme! —exclama Niccolò detrás de él.

Lleva un puñado de cebollas asadas y le tiende una.

—Toma, las he comprado para ti —dice con un aplomo extraordinario.

Sin esperar la respuesta Niccolò enfila hacia el rio del palazzo comiendo las cebollas, seguido de Marco.

—¡Ya no me acordaba del hedor de los canales! ¿Seguro que no quieres? —insiste Niccolò—. Venga, coge una, hijo, coge una.

Le mete una en la boca riendo, mientras Marco balbucea un agradecimiento sincero a pesar de las náuseas que siente. Niccolò se detiene y mira a Marco con semblante serio.

—¿Tú crees que ella está mejor que sus cebollas?

—¿Quién?

—La moza de antes. Yo no podría. A causa del olor —añade con un mohín de disgusto.

Marco se asombra de este «remilgo», cuando es el propio Niccolò quien apesta como buen marinero recién desembarcado.

—La verdad, señor padre mío, yo creía que erais vos, en cambio, quien… después de una ausencia tan larga, creía que tendríais más ganas de saber de… mí.

Niccolò hace un gesto.

—No, la mocita de antes, es por sus cebollas, me las ha dado. No quería ofenderla.

Marco parece incrédulo. Niccolò prosigue con un guiño:

—En eso consiste el comercio, en conseguir gratis lo que no comprarías por nada del mundo.

Marco esboza una sonrisa.

—A eso yo lo llamaría más bien diplomacia.

Niccolò mira a su hijo con interés.

—¡Ya veo que no me has esperado para instruirte! —exclama alegremente—. La verdad es que ya eres casi un hombre. ¿Y las mujeres?

—Habría podido acompañaros, padre.

—Estabas casi en pañales. Además, no podía dejar sola a tu madre. Necesitaba un poco de compañía.

—Un pájaro en una jaula habría servido lo mismo, padre —replica Marco, mordaz.

—Quizá tengas razón —admite Niccolò con seriedad.

Aminora la marcha, mirando a su hijo con compasión.

—¿Sabes, Marco? A veces pienso que nos pasamos la vida buscando momentos de felicidad que hemos conocido cuando éramos jóvenes. ¡Las cebollas asadas de mi infancia tenían un sabor extraordinario, no como éstas!

—Mi señor padre, hábleme de su viaje, per favor

Niccolò hace un gesto de pesar.

—Ah, qué ricas eran las que preparaba mi madre todos los domingos. Era un verdadero rito, qué digo, una religión. Recuerdo cuando volvíamos de la iglesia y ella metía las cebollas en el horno, que exhalaba un delicioso olor azucarado. Con su sonrisa nos brindaba todo su amor.

Niccolò pone sus manos grasientas sobre los hombros de Marco.

—Te lo juro, è vero, todo su amor. Pero no he vuelto a encontrar ese olor ni ese sabor. Por muy lejos que haya ido, hasta el mismísimo Catay[1]. Es como si lo hubiera soñado, como si nunca hubiera existido. Bueno, qué, ¿y las mujeres? —insiste Niccolò cambiando bruscamente de tema.

Marco suspira.

—¿Os acordáis de la hija del signor Zeccone? —empieza a decir, vacilante.

Niccolò ya no le escucha. Ha reanudado la marcha.

—Tengo muchos recuerdos de ese tipo. Son como guijarros que la memoria va tallando año tras año y, a medida que pierden su forma original, se convierten en auténticas piedras preciosas.

Pasa la mano por el pelo de Marco con un gesto cariñoso que éste añoraba desde hacía mucho tiempo.

—Saborea esos guijarros. Apagarán tu sed en el desierto de la vida. Quieres partir, quieres salir de Venecia, pero mira bien este sol sobre la laguna. Es el tuyo. Nadie puede arrebatártelo, sólo tú. Si te vas, debes saber que te llevarás contigo la parte más dolorosa. Eres joven y aún no sabes nada. Eres joven y no me crees. Estás seguro de que eres diferente. Pero voy a decirte una verdad, Marco. Te lo digo yo, que he viajado mucho: todos los hombres son iguales, y tú también.

Marco no tiene ganas de oír unos razonamientos que apenas comprende. Se para delante de Niccolò, cortándole el paso.

—Señor, os lo digo antes de que os enteréis por otros —dice muy deprisa sin dar tiempo a que su padre le corte—. Estoy enamorado de Donatella Zeccone…

Niccolò hace un gesto incrédulo.

—¿Te refieres a Zeccone, el Señor de la pimienta?

—El mismo, padre, y estoy seguro de que nuestro amor.

Niccolò le interrumpe, poniendo una mano afectuosa sobre el hombro de su hijo.

—¡Pero Marco, si eres demasiado joven para casarte, aún eres un niño!

Marco se yergue, furioso:

—¿Qué clase de mundo es éste en el que me consideran demasiado joven para ser feliz con la mujer que amo pero lo bastante crecido como para trabajar como un condenado?

Niccolò se echa a reír ante semejante arrebato de su hijo.

—Eres impetuoso, eso es propio de tu edad, Marco. Refrénate y sufrirás menos. Pero bueno, de acuerdo, hablaré con tu Zeccone. Veremos qué dote nos ofrece…