9
El tesoro de Jerusalén

El sol empieza a calentar cuando Marco emprende el camino de Jerusalén ese mes de junio de 1271. Grandes nubes de bordes redondeados flotan en el cielo azul pálido como grandes copos irregulares de algodón. Pasan con sutileza del blanco más transparente al gris más plateado. Marco hunde la mirada en la bóveda azulada para lavarla de las aguas salobres de Venecia. Deja que le embargue la sensación de pureza que le transmite el cielo. El camino que recorre es ancho y está pavimentado en algunos trechos: tal vez sea una antigua calzada romana. Un poco más allá las ruinas de un acueducto refuerzan esta idea.

Al cabo de varias horas de camino el joven veneciano debe admitir que la mula que le ha proporcionado Jacopo por orden de Michele es demasiado lenta para llegar a Jerusalén y volver antes de que su padre haya obtenido el sello del legado. Pero el mal recuerdo del viaje por mar de Venecia a Acre le disuade de tentar la suerte otra vez. Además le parece mucho más discreto viajar por tierra.

Marco y Noor-Zade se han unido a unos peregrinos que viajan a Jerusalén. Se ponen en camino al amanecer, para no tener que soportar los fuertes calores del mediodía. La comitiva avanza despacio. Marco lleva a Noor-Zade en la grupa de su mula. Ella se abraza al joven para no caer hacia atrás. Él siente su aliento en el cuello, cargado de suspiros de libertad. Cuando siente que se aflojan los brazos de la muchacha, que le rodean la cintura, espolea a la mula. El abrazo se estrecha, los pequeños senos se aprietan contra su espalda y Marco, cerrando los ojos, se abandona con delicia a la violencia de su deseo insatisfecho.

—Hijo mío, veo que os incomoda el contacto con vuestro esclavo —dice una voz en su dialecto.

El joven abre los ojos, ruborizado, preguntándose quién será ese «padre» que le habla. Un fraile franciscano, ya anciano pero muy ágil, sentado en un carromato tirado por bueyes, le mira con ojos vivarachos hundidos en los pétalos de sus arrugas. La comitiva adelanta a la mula de Marco.

—Me resigno, hermano —balbucea el veneciano.

—¿Forma parte de vuestra penitencia, joven?

—No exactamente, no voy de peregrinación —dice mientras se aleja el carromato—. ¡Un momento!

El franciscano se vuelve, atento a sus palabras. Marco inspira profundamente.

—Si me hicierais el honor de compartir conmigo el carromato, podría ceder mi mula a esa familia de peregrinos que se destrozan los pies con los guijarros del camino.

El fraile sonríe, divertido.

—Venid —contesta, sin más.

El joven veneciano cede su mula a la familia miserable que consigue montar a la abuela y los tres niños en equilibrio, agarrados unos a otros. Marco toma asiento junto al fraile que conduce el carromato, y Noor-Zade se acomoda detrás, entre los enseres del religioso.

—Aquí detrás, mirad, ahí, traigo un vino de Auxerre que os recordará la civilización. ¡Y un trozo de pan del convento, muy sabroso, a fe mía!

Marco encuentra una verdadera provisión de botellas. Descorcha una y se la brinda al fraile.

—Sois de Venecia, ¿verdad?

El joven asiente con la cabeza.

—¡Me di cuenta enseguida! —exclama el fraile, muy ufano.

Marco frunce el ceño, intrigado.

—Esa manía de no llevar nunca el vestido adecuado —observa el franciscano señalando el terciopelo de Marco, con cercos de sudor—. Pero si no sois peregrino, ¿qué os trae por aquí?

—¿Hace mucho, hermano, que estáis en el reino de Ultramar?

El fraile le mira con aire malicioso.

—¡Vaya una manera de no contestar a las preguntas! Vivo en Acre desde hace quince años. Echo de menos los viajes, por eso voy de vez en cuando a Jerusalén.

—¿Habéis viajado, hermano? —pregunta Marco, muy interesado.

—¡Ah! Más lejos de lo que podrías imaginar —dice el fraile con tono misterioso.

Marco hace una mueca de incredulidad.

—Mi imaginación no tiene límites.

—He llegado a la corte del Gran Kan —prosigue el fraile, orgulloso, recalcando sus palabras.

—¿Kublai? —pregunta Marco, atónito.

—No, ése es un impostor. Me refiero a su hermano, cuando aún vivía, Dios lo tenga en su gloria, Mongka.

—¿Por qué decís que Kublai es un impostor?

—El yasaq, la ley mongola, es estricta desde que la dictara Gengis Kan. Kublai no debería haber subido al trono, se ha hecho con el poder por la fuerza.

—La fuerza no es una impostura, hermano.

El fraile mira a Marco, sorprendido.

—¡Vaya, vaya, muchacho! Desconfía de semejantes pensamientos. Pueden llevarte por el camino equivocado.

—¿Por qué? La fuerza es una forma de poder.

—Sí, pero ese poder no es necesariamente legítimo. Gengis Kan levantó el imperio mongol con el sable. Los tártaros son un pueblo singular. Les parece justo que el más fuerte mate; se someten a este derecho o lo ejercen con la misma indiferencia. Apenas se preocupan de la libertad o de la propiedad, y las destruyen a ambas con el mismo gozo animal…

Se interrumpe, perdido en sus recuerdos, antes de añadir como para sus adentros:

—Cuando conocí a los primeros mongoles creí que había entrado en otro mundo.

Marco medita profundamente sobre las palabras del franciscano.

—Sin embargo he oído decir que organizan disputas teológicas…

—Es verdad. Yo mismo he participado en una de esas controversias. Por orden de Mongka juntaron a un cristiano nestoriano, a un sarraceno, a un idólatra y a mí. En verdad, todos nos aliamos provisionalmente contra el idólatra.

—¿Cuál fue la conclusión?

—Yo fui el vencedor —responde el fraile con modestia.

—¿Y Mongka no se convirtió? —observa Marco casi ingenuamente.

El franciscano termina la botella.

—Lo peor, allí, es el frío y el hambre. Hace un frío como no te puedes imaginar, abrasador como el fuego. Una vez, en las estepas, tuve que renunciar a caminar descalzo porque tenía los dedos congelados. Dios me perdonó, pues de lo contrario no habría podido cumplir mi misión.

El carromato tropieza en un pedrusco.

—¿Qué misión, hermano?

El fraile se inclina hacia Marco con los ojos brillantes, encantado de haber encontrado a alguien digno de escuchar sus relatos.

—Llevaba una embajada secreta de nuestro buen rey Luis IX. Por eso viajaba en condiciones muy duras, y no con las comodidades de un diplomático. En ocasiones así tienes que ser fiel a ti mismo, a tus convicciones más profundas. Allí todo se confabula para hacer que renuncies. Allí no puedes dar crédito a lo que ves. Aunque te esperes lo peor, siempre te quedarás corto… No olvides lo que te digo. ¡Y no te fíes de los guías, el mío era una verdadera calamidad! Prolongaba nuestras etapas porque cobraba una parte de todos nuestros gastos, y me arrancaba toda clase de regalos y dineros con la amenaza de entregarme a los bandidos, con los que estaba conchabado. ¡Una calamidad, ya lo creo!

Marco sonríe con el relato del franciscano.

—Cuando llegamos a la corte de Mongka —prosigue el fraile—, estábamos como me ves ahora, descalzos y descubiertos. Al vernos así se quedaron tan atónitos que nos preguntaron si no necesitábamos los pies, pues creían que no tardaríamos en perderlos, con ese frío que calaba los huesos.

Esta vez Marco se rió con ganas.

—¡Son vanidosos, sucios, borrachos, mentirosos y ladrones, un pueblo despreciable! ¡Los mongoles son tan engreídos que piensan que todos los otros pueblos deben someterse a ellos! ¡Creedme, si pudiera predicaría la guerra contra ellos!

El fraile le mira intensamente. De repente le estrecha entre sus brazos con tanta fuerza que al veneciano le falta el aire. Después de un largo abrazo le suelta.

—¡Perdonadme, joven! —se disculpa con lágrimas en los ojos—. Ni siquiera sé cómo os llamáis…

—Marco Polo. ¿Y vos, hermano?

—Marco, al veros tan joven y lleno de vida —prosigue el franciscano sin contestar— me entran ganas de volver a tener quince años…

—¡Diecisiete! —rectifica Marco.

El fraile sonríe sin vergüenza mostrando las encías desdentadas.

—¡Aparentas veinte! ¡Decididamente me gustas, Marco! Si pudiera recuperar la vista, la fuerza… te llevaría conmigo.

«O al contrario», corrige Marco para sus adentros.

—Perdonad mi franqueza, hermano, pero me cuesta imaginaros en esos viajes que contáis.

Impresionado por el tono sincero del joven, el fraile, que está mirando a Noor-Zade en su rincón, dice:

—¿Y a tu esclavo, tan delicado como parece, te lo imaginas atravesando la estepa, los desiertos y las montañas hasta llegar a Venecia?

—Tenéis razón —admite Marco.

Con el corazón palpitante, decide sincerarse con el fraile.

—Hermano, quizá podáis ayudarme: voy a Jerusalén a por unas gotas del aceite de la lámpara del Santo Sepulcro.

—¿Piensas llegar y tomarlo, así sin más?

—Sí.

—No conoces a esa gente. Lo que te parecerá una cortesía en realidad no es más que una extorsión. Ya es un milagro que hayas podido salir de Acre sin escolta. A todos los extranjeros les imponen una, cobrándola muy cara, por supuesto. Para entrar en Jerusalén te harán pagar unos derechos de entrada tan cuantiosos como elegantes son tus vestidos. Una vez en la ciudad, la entrada al Santo Sepulcro está a merced de un mameluco que te pedirá una barbaridad en nombre de Alá para adorar a Cristo. Lo primero que tienes que hacer es vestirte de peregrino y pasar por penitente.

—Pero si hay que pagar tanto, yo no tengo oro suficiente.

El franciscano reflexiona un momento.

—Tendrás tu aceite —dice con aplomo.

—¿A qué distancia de Acre está Jerusalén?

—Oh, dentro de tres días, cinco como mucho, estaremos allí.

—¡Es demasiado tiempo! —exclama Marco.

—Si quieres correr necesitas un caballo. Con estos dichosos bueyes, ¡Dios me perdone!, es como si fueras a pie.

Marco le mira, incrédulo.

—Hermano, es asombroso, os conozco desde hace poco y ya me parece que tenéis respuesta para todo. Sois un ángel.

—No, un hombre que ha vivido, nada más. Ten en cuenta, muchacho, que es lo desconocido lo que más sorprende, para bien y para mal.

La noche cae con una rapidez sorprendente. En poco tiempo el cielo se cubre con su manto estrellado, rutilante de extremo a extremo del horizonte. El fraile franciscano, comprensivo, le propone a Marco que sigan viajando, ya que hay luna llena. Conoce bien el camino, lo bastante como para no extraviarse con la luz del astro nocturno. Siguen el lecho seco de un río. Los jabalíes gruñen a su alrededor y lanzan chillidos salvajes. Los viajeros se turnan para dormir en el carromato. Los fuertes construidos por los cruzados jalonan el camino formando un largo rosario. Junto a ellos a veces se ven las tiendas bajas de los beduinos. A pesar de su edad, el fraile aguanta muy bien el traqueteo que, a cada bache y piedra del camino, le sube el estómago a la garganta y le hace dar con la cabeza en la lona de la carreta. Se le ve muy contento con lo que él llama «esta aventurilla». Noor-Zade tampoco se queja de las condiciones del transporte. Marco busca en sus ojos cerrados el recuerdo de sus viajes.

El fraile se despierta con una sacudida del carromato. Al ver a Marco mareado, le mira con expresión divertida:

—Si quieres llegar lejos, Marco Polo, tendrás que endurecerte —dice después de dar un buen trago de vino—. Porque el camino es largo y penoso. Piensa en el futuro, eso te ayudará. Cada día trae su afán.

Teobaldo Visconti, legado del Papa en ultramar, ocupa su sede honorífica con la prestancia acostumbrada, que le compensa de su juventud. Los hermanos Polo visten sus mejores brocados de Venecia. Niccolò ha adornado el suyo, de color añil, con perlas de jade y nácar traídas de sus viajes. Hacen una profunda reverencia.

—Me alegro mucho de veros, hijos míos. Dadme noticias de vuestra ciudad.

Niccolò se adelanta con el aplomo que le caracteriza y empieza a hablar, azotando el aire con sus anchas mangas.

—Monseñor, mi mujer había muerto cuando llegué a Venecia. ¡Una gran pérdida, en verdad!

Matteo suspira al ver la expresión del legado. Niccolò ni siquiera le mira, y prosigue:

—Pero muy pronto hallé otra y le he hecho dos niños, para que no se aburra en mi ausencia, evidentemente. De todos modos mi primera esposa me ha dejado un hijo. ¡Un verdadero diablo, el muy granuja! ¡Le destino a llevar mis negocios en Venecia, y él se empeña en viajar! ¡Qué osadía! De momento le he dejado con mi hermano mayor, para que le enseñe el oficio.

Niccolò toma aliento y el legado aprovecha para decir:

—Hijo mío, vuestra vida familiar me parece del máximo interés. Pero lo que me gustaría oír son noticias de la vida pública.

Niccolò, chasqueado, le hace una seña a su hermano.

—Monseñor —comienza Matteo con voz pausada—, el acontecimiento de nuestra ciudad es la paz firmada con Génova, nuestra rival… Esta paz es una bendición para nuestro oficio, no habríamos podido llegar a Acre sin…

Niccolò ha dejado de escuchar a su hermano. Se dedica a observar la sala de los embajadores, donde el legado recibe a sus visitas. Siempre le ha llamado la atención lo lejos que está la sala del espíritu del desierto. Aunque es verano se diría que se encuentran en Roma. Ninguna maravilla oriental altera la decoración.

—Monseñor —interrumpe Niccolò con su potente voz—, teníamos que llevar a cabo una misión ante el Papa.

—Ya me lo comunicasteis en la última audiencia. No puedo hacer nada por vos. Debéis esperar a su elección —dice el legado con frialdad.

—No podemos seguir esperando años y años a que sea elegido —replica Niccolò, exasperado—. Por eso os pedimos hoy mismo autorización para viajar a Jerusalén y llevarnos tan sólo unas gotas del aceite sagrado del Santo Sepulcro para el Gran Kan, que ya posee una preciosa colección de reliquias.

—Hijo mío, vuestro hermano me estaba contando vuestro viaje hasta Acre… —protesta el legado, irritado.

Niccolò se echa a reír.

—Monseñor, un día me encontré con un viajero para quien el viaje era el peor de los desenfrenos. Vuestros santos oídos no pueden escuchar relatos de esa clase, ¿verdad?

Matteo y el legado se ofenden con la salida de Niccolò. Éste, satisfecho con el efecto logrado, prosigue:

—Podemos viajar muy deprisa los próximos días y volver también deprisa. Nuestra suerte está en vuestras manos, Monseñor.

—Hijo mío, seguramente habréis notado que nuestras calles se han animado desde la llegada de Su Alteza Eduardo de Inglaterra a la colonia.

—Es cierto, esos ingleses no saben comportarse.

Al legado le encanta la impertinencia de Niccolò.

—El príncipe de Inglaterra pretende continuar la obra de Luis IX, fulminado por la enfermedad. ¡Qué desgracia, después de haber ganado tantas batallas!

—Como dice el sabio, no hay enemigo tan pequeño que no pueda vencer al hombre más grande —dice Matteo con un suspiro.

Niccolò, que no quiere oír hablar de muertos, se irrita.

—Ya hemos hablado de eso, Monseñor.

—Desde luego, pero habéis reservado vuestro acuerdo y Su Alteza es del mismo temperamento que vos, sanguíneo, lo que hace penosa la espera. Eduardo de Inglaterra quiere derrotar a los infieles que se han apoderado de Jerusalén, el sultán Baybars quiere marchar sobre nosotros, y nosotros no tenemos más remedio que apoyar a Eduardo en su santa y ambiciosa empresa. El sultán Baybars amenaza Acre una vez más y el príncipe quiere detenerle aliándose con vuestros amigos los mongoles. ¡Si caemos en manos de Baybars, imaginaos lo que sucederá con las factorías venecianas!

—¡Estaríamos bloqueados! —exclama Matteo, alarmado.

—¡Estaríamos lejos! —replica Niccolò con aplomo, volviéndose hacia su hermano.

—Su Alteza desea que negociemos la alianza con los mongoles contra los musulmanes —concluye Matteo.

El legado aprueba con un gesto.

—Estaríamos encantados de cumplir esa misión, pasando por Jerusalén —replica Matteo, que no ha perdido el hilo de la audiencia, con una gentil reverencia.

Mientras el carromato del franciscano se acerca a Jerusalén, el viento empieza a soplar de repente, con su cortejo de remolinos de arena ardiente. En un momento se levanta una polvareda tan espesa que las montañas desaparecen en el horizonte. Al atardecer cesa el viento y cae una lluvia tibia. Al este el cielo negro se tiñe de ocre, mientras que por el oeste asciende una gran claridad. Ante ellos la sierra se ilumina con una llama rasante. Antes de que el sol desaparezca, la luna se eleva sobre Jerusalén, tan grande que se distinguen con nitidez las manchas oscuras y claras. Los viajeros avanzan impacientes por una llanura árida con manchas oscuras que son higueras centenarias. Recorren este paisaje hasta llegar a una meseta donde unos musgos se aferran a piedras de todos los colores. De repente, al final de la carretera, Marco ve unas murallas en ruinas flanqueadas de torres cuadradas, detrás de las cuales asoman las cimas de algunos edificios. Al pie de estas murallas acampa una soldadesca mameluca.

—¡La Santa! —grita el franciscano, emocionado.

Marco observa con detenimiento la ciudad de Jerusalén, mide la altura de sus muros, recoge todos los recuerdos de la historia y la fe de los hombres. Lo primero que ve es un templo, luego unas tumbas doradas por la luz del crepúsculo. Los rayos rozan los edificios dorados con la caricia de lo divino.

Suben por la ladera del monte de los Olivos. Un sendero que trepa por el monte de Sión les lleva hasta la puerta de los Peregrinos, rodeando la ciudad.

El fraile paga la tasa de entrada a la ciudad santa. Les registran y confiscan sus armas. Al ver la daga de Bonnetti el fraile hace una mueca desdeñosa.

—Es insuficiente, joven —le dice.

Marco se encoge de hombros y, muy emocionado, cruza el umbral de la puerta. Entra en Jerusalén como en el santuario de la memoria de los hombres.

Unos pordioseros harapientos se les acercan a toda prisa, suplicando con la mano tendida y espantándose con la otra los insectos que les devoran.

—No les des nada, o no te los quitarás de encima —dice el fraile.

Se adentran en el bazar, donde la miseria está presente por doquier. Detrás de los escaparates de las tiendas se ve la habitación única donde el comerciante y su familia comen y duermen en el suelo.

El franciscano mira a Marco de arriba abajo. El joven suda la gota gorda bajo su grueso vestido de terciopelo.

—¡Vaya una ropa que llevas! ¡Parece que acabas de salir de tu laguna! Así no irás muy lejos, te vas a sofocar…

—Es que… no me queda dinero.

—¿Lo has tenido alguna vez? —suspira el fraile.

Marco se sorprende de que la ciudad no esté fortificada, y se pregunta si es que todos la consideran tan santa que no tienen ningún afán de apoderarse de ella; sin embargo, una virgen es mucho más atractiva para un guerrero que una dama.

—Tu observación es juiciosa, Marco. El propio sultán ha ordenado derribar las murallas para que así, en el caso de que Jerusalén sea tomada, resulte más fácil reconquistarla.

Marco, a medida que va descubriendo la ciudad, siente que le embarga un sentimiento de eternidad. Como si las piedras pudieran contar su historia. La ciudad parece tallada en la roca, con muchos laberintos minúsculos. Marco pensaba que sólo Venecia era tan estrecha. Pero aquí la luz llega hasta los rincones más oscuros. Por ahora, las rocas han tomado cuerpo y voz en la santa persona del franciscano.

Han llegado demasiado tarde para poder entrar en la iglesia del Santo Sepulcro. Para entretener a Marco el fraile le lleva al bazar, donde se cruzan con mujeres vestidas con mantones negros que les cubren de la cabeza a los pies. Bajo los soportales del zoco rebosantes de paños, alfombras y cacharros de cerámica, Marco cambia su vestido veneciano y el de Noor-Zade por unos sayos de pelo de cabra, claros y ligeros, más apropiados para esos calores. El joven respira al fin con su túnica, y compra a regañadientes un caftán bien forrado. El franciscano, seguro de que se lo agradecerá cuando tenga que enfrentarse a los grandes fríos, ha insistido mucho en la compra. Marco ve en los ojos del anciano una gran preocupación por su suerte, como si fuera su padre.

Cenan dátiles, granadas y uvas. Para no gastar pasan la noche en el carromato, a escasa distancia de la tumba de Cristo, junto a una fuente que arrulla su sueño con su canto cristalino.

Al alba Marco se ha despertado con el canto del almuédano, suave y profundo como el calor de la aurora. El fraile cede por fin a la impaciencia de Marco y le guía hasta la iglesia del Santo Sepulcro, construida en tiempo del emperador Constantino sobre el lugar donde se encuentra la tumba de Cristo. Mientras el veneciano examina el edificio de tres cúpulas, se sorprende al ver que el monje conversa con Noor-Zade. Al acercarse a ellos la muchacha calla de inmediato.

—Hermano, ¿conocéis el mongol?

—Un poco, pero no es la lengua que acabas de oír… Esta joven es uigur. Estaba tratando de averiguar el nombre de su clan. Estoy sorprendido, porque a los uigures nunca les han esclavizado. Por lo general viven en buena armonía con los mongoles, e incluso forman la minoría culta de sus conquistadores. ¿Sabías que el mongol se escribe con el alfabeto uigur? Ella me ha hablado de volver con los suyos. Acaba de decirme que tú le has prometido llevarla a su país. Ya sospechaba yo que estabas tramando alguna locura. Nunca llegarías hasta allí solo. ¿Por qué no le explicas que su suerte aquí tampoco es tan mala? Pareces un buen amo… Y si sigues en tu propósito de partir, puedo quedarme con ella. Si es trabajadora no le faltará un lecho y una escudilla. En nuestro monasterio de Acre siempre hacen falta brazos.

El veneciano le promete que se lo pensará. De momento las revelaciones sobre el origen de Noor-Zade le importan menos que el aceite sagrado. El franciscano camina con paso firme por las losas de la iglesia, saludando a diestro y siniestro. Se niega a pagarle a un fraile avaro que comercia con reliquias, el aceite sagrado entre ellas. Su fe y su honor religioso se lo impiden. Marco se inclina y, acompañado del franciscano, entra en la iglesia. Noor-Zade se queda a la entrada, negándose a entrar en un lugar que para ella es profano.

Al entrar les llega una tufarada de incienso y ven una gran piedra verdosa, plana y muy ancha, iluminada con lámparas.

—Es la piedra de la unción —explica el franciscano—. Fue aquí donde untaron con mirra y áloe el cuerpo de Nuestro Señor antes de meterlo en el sepulcro.

—Está rota por los lados.

—¡Mira! Los peregrinos arrancan trozos y se los llevan.

El Santo Sepulcro está a treinta pasos de la piedra de la unción, bajo la cúpula más grande. Es una pequeña cámara excavada a cincel en la roca.

—Adelante, yo vigilo —cuchichea el monje, muy divertido—. ¿Dónde vas a echar las gotas de aceite?

Marco sacude la cabeza, sin saber qué contestar.

Sin mediar palabra el franciscano se saca del sayal un frasco cincelado de plata. Le hace inhalar el contenido a Marco. Un perfume fresco, ligeramente ácido, acaricia su nariz.

—Es agua de jazmín —explica el fraile con ojos brillantes—. Un recuerdo muy antiguo.

Vacía el frasco en la pila de agua bendita, persignándose rápidamente.

—Vamos —le dice a Marco—. Voy a hablar con el cura para que te deje rezar solo en la tumba.

Mientras el fraile habla con el sacerdote, el joven veneciano camina bajo la cúpula. El espacio, iluminado por docenas de lámparas, se proyecta hacia el cielo. Contempla el centro de la cúpula, sostenida por largos cabrios de cedro. Unas columnas corintias soportan el edificio. El franciscano charla animadamente con el vigilante, que parece acceder a su petición. El sacerdote pasa por delante de Marco saludándole con expresión compungida llena de compasión, y expulsa a los otros peregrinos que rezan en el sepulcro. El joven se lo agradece con un ademán respetuoso y grave. La puerta que lleva al sepulcro es tan baja que le obliga a agacharse para bajar los peldaños. Espera a que se hayan ido los últimos peregrinos. La cámara tiene planta cuadrada, con columnas que forman una rotonda. En la galería superior hay unas recámaras con mosaicos que representan a los doce apóstoles. Bajo la cúpula se ve una tumba de mármol muy sencilla.

La risa del franciscano le saca de su enfrascamiento. Avanza a lo largo de la fría pared, sin perder de vista la tumba, hasta la codiciada lámpara que está detrás de la piedra de la tumba. En ella reluce el aceite con mil transparencias, quemándose con una llama antigua que los vivos mantienen con respeto y devoción. Marco, con mucho cuidado para que no caiga gota en las losas de piedra, levanta el precioso receptáculo y vierte una porción mínima en su frasco de plata que aún exhala un dulce perfume. Ya se dispone a poner la lámpara en su sitio cuando, juzgando escasa la cantidad, la levanta otra vez. En ese momento oye unos pasos que se acercan. Marco vence el pánico y vierte otro chorro de aceite, con manos temblorosas, en el frasco. Justo cuando acaba de ocultar el frasco aparece el sacerdote, seguido de cerca por el compañero de viaje de Marco. El veneciano se arrodilla, juntando las manos en ferviente actitud de plegaria. El franciscano se le acerca y le bendice.

—Ahora la confesión. Seguidme —dice el sacerdote señalando a un sencillo rincón aislado por un biombo medio roto.

Sin dejarle tiempo para reaccionar, el franciscano arrastra a Marco detrás del biombo, con el sacerdote pisándoles los talones. El joven veneciano se arrodilla ante el fraile.

—Yo te bendigo, hijo mío. ¿Has cumplido con tu deber?

—Sí, hermano —contesta Marco enseñándole el frasco.

—Hijo mío, da gracias al Señor por haber guiado tu mano.

Marco se persigna, se levanta y se aleja hacia el coro con paso un poco apresurado para un penitente.

De nuevo en la calle, el fraile coge al veneciano por el hombro a la manera oriental y le aleja de la iglesia.

—Vámonos lo antes posible de aquí, hermano —le ruega el joven, al ver la pachorra de su acompañante—. ¡Quiero llegar a Acre antes de que mi padre se ponga en camino hacia Jerusalén!

Al franciscano le habría gustado enseñarle la ciudad, pero el veneciano, con la impaciencia propia de su edad, no quiere entretenerse ni un minuto más, arguyendo que tiene toda la vida por delante para volver a Jerusalén. Los consejos del monje, fruto de su experiencia, no sirven de nada, y los dos emprenden el camino de regreso a Acre después de recuperar la daga veneciana.

A la vuelta los viajeros avanzan más deprisa, parcos en palabras.

—Padre, quiero daros las gracias y deciros cuánto…

—No digas nada. ¿Sabes que tengo una memoria portentosa, envidiada por todo el convento? Hasta mi último suspiro recordaré cada momento que hemos pasado juntos… Mientras que tú, tarde o temprano, te olvidarás de mí…

Llegados a Acre, Marco acompaña al fraile hasta su monasterio, donde la despedida, por deseo del religioso, es breve. Le dice a Marco que aguarde un momento y vuelve con una magnífica cimitarra bajo el sayal. La empuñadura está adornada con un simple damasco de seda añil. Rechaza la protesta de Marco con un ademán imperioso.

—Era un recuerdo. Deja que te transmita mi memoria.

Al separarse, Marco le dice por última vez:

—Hermano, ahora que lo pienso, no me habéis dicho cómo os llamáis.

—¡Es verdad! Suelo omitirlo, porque no es un nombre fácil de recordar… aquí la gente es un poco… —añade con un gesto evocador—: ¡Hermano Guillermo de Rubrouck!

Marco regresa al barrio veneciano montado en el caballo que le ha dado el fraile, con Noor-Zade en la grupa. El laberinto de callejas que lleva a la casa de su padre se le hace interminable. Al acercarse, el joven veneciano advierte los preparativos de un viaje, dirigidos por Shayabami, que da órdenes rápidas y precisas.

—Señor Marco, ¿no debíais estar ya en Venecia?

—Supongo que Venecia no quiere saber nada de mí, Shayabami.

—Llegáis un poco tarde, señor Marco, nos disponemos a viajar a Jerusalén…

—¡Precisamente! —exclama Marco desmontando y confiando el caballo a Noor-Zade.

El joven entra corriendo en la casa de su padre. Shayabami quiere cortarle el paso, pero Marco le sortea con agilidad y entra en el patio.

Niccolò está discutiendo con un comerciante griego.

—¡Señor, en Venecia la bala de pimienta se paga a diecisiete besantes!

—Aquí son doce, lo siento, señor Polo, no puedo ofrecerte más. Tendrás los mejores camellos para ir hasta Catay.

—¡Sabes que no es verdad, granuja! ¡Los pies de tus animales se congelarán con los primeros fríos de la estepa!

El comerciante hace una reverencia ostentosa.

—Señor Polo, eres dueño de vender o no tu mercancía…

Marco cree llegado el momento de anunciar su presencia.

—Micer Niccolò…

—Luego, estoy ocupado. —Niccolò hace ademán de apartarle con un gesto distraído.

El mercader mira a Marco, y una sonrisa surca su cara arrugada por la sequedad del desierto.

—Señor Polo, ¿es tu hijo?

Niccolò se vuelve a su vez y mira a Marco frunciendo el ceño.

—Algo así… —masculla.

El griego nota que la atmósfera se ha cargado bruscamente y prefiere retirarse para dejar solos a padre e hijo. Niccolò se acerca a Marco.

—¿Qué haces aquí? ¿Dónde está Michele? ¿No te había ordenado que te embarcaras? Nos vamos a Jerusalén. Así que adiós.

Niccolò se dirige en dos zancadas al umbral del patio. Marco se le planta delante, cortándole el paso.

—¡Escuchadme, padre! ¡Me parece que puedo ahorraros el viaje a Jerusalén! —exclama mostrando el frasco.

Niccolò se cruza de brazos, escéptico.

—¿Qué llevas ahí, Marco?

—¡El aceite del Santo Sepulcro para el señor Kublai!

—Habla más bajo, hijo, que podrían oírnos. Ven aquí.

Niccolò lleva a Marco detrás de una celosía.

—¿Cómo sé que es el aceite sagrado?

—¡Padre! —replica Marco, ofendido—. ¿Os divierte afrentarme así?

—Más bajo, pequeño Marco, la desconfianza es una vieja costumbre de los mercaderes.

—Y la practicáis incluso con vuestro hijo, mi señor padre —observa Marco con sarcasmo.

Niccolò mira con admiración a ese hijo que ha tenido la audacia de desobedecerle para hacerle ganar un tiempo precioso.

—Dame el aceite —le exige Niccolò con su voz de buffo basso.

Marco vacila. Su padre trata de adivinar hasta dónde estaría dispuesto a negar lo que él mismo no se atreve a exigir. Sus miradas se cruzan, retadoras. Una gota de sudor que se escurre por su frente hace parpadear al joven.

—Le diré a Matteo que te dé una túnica de seda. Es mejor que ese paño tan tosco. ¡Parece un sayal! Lástima que no podamos llevarnos el calor en un frasquito como el que tienes en la mano, porque allí adonde vamos nuestro principal enemigo será el frío, así que disponte para lo peor.

Marco no osa pronunciar palabra.

—Vamos, dame el aceite, lo guardaré yo.

Marco saca pecho y le da el precioso aceite a su padre.

—¡Tomad, señor!

Niccolò se lo guarda con rapidez bajo la túnica.

Bate palmas con gesto señorial.

—¡Shayabami! ¿Dónde te metes, animal, cuando te necesito?

El sirio acude presuroso, balanceando su cuerpo obeso, y hace una profunda reverencia.

—Llama, que yo acudiré, señor Polo, Dios te bendiga —dice con voz queda.

—Shayabami, ya no vamos a ir a Jerusalén. Marco viajará con nosotros a Khanbaliq. Se quedará aquí hasta que nos marchemos.