11
El miedo de Oriente

Apoyado en la borda de la galera que les conduce de Acre a Laias, Marco recuerda con emoción a Michele, que lleva tres meses desaparecido. Las olas pasan, innumerables y múltiples, elevándose sobre la plenitud oceánica cargada de secretos hundidos. Navegan junto a la costa, cruzándose con muchos otros barcos. Un viento favorable les empuja a buena marcha hacia Laias.

Fray Guillermo de Trípoli y fray Nicolás de Vicenza observan con ansiedad las costas de la pequeña Armenia, que se acercan. Están orgullosos del honor de haber sido nombrados embajadores de la cristiandad ante el emperador mongol, y lo que más temen es no llegar a rendir cuentas ante su señor, pues han oído muchos relatos estremecedores sobre los peligros que acechan en los caminos tártaros. Para empezar, el capitán armenio de la galera les informa de que el sultán de Egipto, Baybars, que hostiga a su país, aliado y vasallo de los mongoles, se muestra especialmente agresivo desde 1265. Por si fuera poca su angustia, durante todo el viaje —que sin embarco sólo dura unos días— los desdichados frailes temen una tempestad a cada bandazo del barco.

En cuanto desembarca en Laias, Marco oye decir a unos marineros que el ilján de Persia, Abaga, acaba de lanzar un ejército de diez mil jinetes mongoles contra Alepo, en Siria, para detener el avance de Baybars. Los miembros de la expedición reciben la noticia con alivio, sobre todo los frailes. Pero Kunze, para divertirse, no deja de contarles historias a cuál más terrible sobre las bárbaras costumbres de los mongoles:

—¿Sabéis que los tártaros no hacen ninguna diferencia entre la carne de un perro y la de un hombre?

Fray Nicolás de Vicenza se estremece de horror.

—Pero vos, hijo mío, ¿cómo habéis podido atravesar varias veces su territorio y salir vivo?

—He comido en su mesa —dice el persa con una mirada diabólica que produce el efecto deseado en los dos frailes.

Santiguándose con energía, fray Nicolás y fray Guillermo intercambian miradas angustiadas.

—Nuestras cartas de embajada nos protegerán —dice Guillermo de Trípoli para tranquilizarse.

—Lo que debéis hacer es rezar para que nuestros presentes sean suficientes y puedan salvarnos la vida, también la vuestra. ¡Os advierto que si no os sentís capaces de llegar al final del viaje, os dejaré por el camino!

—¡No osaréis semejante cosa, hijo mío!

—¿Por qué no? —insiste Kunze, cada vez más divertido.

En el patio de la casa de los Polo, bañado por los rayos del tibio sol de otoño, se han reunido todos para hacer los preparativos del gran viaje. Los frailes embajadores, que no tienen nada que preparar, piden audiencia a los hermanos Polo. Niccolò empieza criticando su proceder.

—Hermanos, recordad que no soy el papa ni el Gran Kan, y no hace falta pedirme audiencia para que os reciba.

—De todos modos nunca tendréis la seguridad de que os escuchan… —añade Matteo para su coleto.

—¿Decías? —le pregunta Niccolò, que no está seguro de haber entendido.

Niente, niente, Nicco…

Los frailes se acercan a Niccolò.

—Hijo mío, vuestro guía nos ha puesto en guardia contra las costumbres de los mongoles —declara fray Guillermo.

Niccolò levanta una ceja burlona.

—Hermanos, no sois mamelucos para que los mongoles os ataquen…

Los dos frailes cruzan de nuevo una mirada extrañada y mascullan una breve oración.

—Hijo mío, os burláis de nosotros, porque sabéis que vais a volver vivo —replica fray Guillermo—. De modo que no estamos muy preocupados. Además, si seguís en este mundo es que estáis en combinación con esas hordas salvajes.

—¿Y por qué no con el Diablo? —dice Niccolò, riendo a carcajadas.

Los frailes se persignan y evocan al Señor, a la Virgen y a todos los santos. Sus jeremiadas empiezan a hartar a Niccolò, que trata de contenerse para no echar a perder su misión ante el Gran Kan.

—Señores, mañana es el gran día. Sé que sois capaces de llegar al final del camino, pero sabed que no toleraré ninguna flaqueza, porque el camino es implacable. Pero podéis estar tranquilos: viajáis en la caravana mejor preparada del mundo conocido, que yo he recorrido ya a lo largo y ancho. Agradezco a los que me acompañaron en mi primer viaje que me sigan de nuevo.

Matteo musita entre dientes:

—Como si tuviéramos elección…

Niccolò prosigue con énfasis, cautivando a los dos frailes con su tono dramático:

—Puede que no durmamos durante varios días. La falta de sueño será uno de vuestros enemigos. Si caéis de la montura podéis despeñaros por algún precipicio. Entonces tendréis que arreglároslas solos. Para evitar el calor mortal, a menudo viajaremos de noche, y nos enfrentaremos al frío y a las fieras, osos, lobos y otras igual de peligrosas y espantosas cuya existencia ni siquiera sospecháis. Pero por la noche las estrellas también son nuestras mejores aliadas. Nos guían y nos dan esperanza… excepto en noches sin luna. Entonces la oscuridad es total, las tinieblas son tan densas que os harán dudar de que tenéis los ojos abiertos. Esas noches, si es posible, conviene detenerse, en las dunas o los neveros. Pero si no es posible hacer un alto, tendréis que confiar ciegamente en mí. No olvidéis esto: en cualquier circunstancia debéis fiaros completamente de mí.

—Amén —dice Matteo.

Los religiosos, aterrados a pesar de las palabras tranquilizadoras de Matteo y el aplomo de Niccolò, planean regresar en la primera galera, aduciendo que la religión cristiana se defiende bien sola y no les necesita. Niccolò les sigue la corriente, les reclama los documentos y presentes que llevan y dice que Matteo conoce algo de teología y podrá arreglárselas ante el amo del imperio más grande del mundo. Los dos frailes, humillados, se tragan el miedo y aceptan seguir, no sin haber puesto más condiciones de comodidad que son un quebradero de cabeza para el equilibrio contable de Matteo.

Niccolò, cada vez más irritado con ellos, decide hacer como si no existieran.

—Kunze, ve a supervisar la carga de las carretas. Matteo, dime cómo estamos de mercancías.

Marco se acerca a su padre.

—Señor, me parece que habéis olvidado encargarme una tarea.

Niccolò mira perplejo a su hijo.

—Es que… esperaba que Michele se ocuparía de ti.

—Michele no está. Puede que le haya ocurrido algo… ¿no es extraña esta larga ausencia, señor? —insiste Marco.

Niccolò se decide a sostener su mirada.

—Y aunque así fuera, ¿creéis que lo comentaría con vos, micer Marco? —responde el mercader con desdén.

—No sería nada insólito, algunas veces se ha visto a un padre sincerarse con su hijo, señor.

El padre barre el argumento de su hijo con un gesto de la mano.

—La ausencia de Michele nos priva de una buena espada. Kunze, enséñale el manejo de las armas a este gracioso. Como has visto, ni siquiera sabe defendernos.

Después de dejar a Marco corrido, Niccolò va a ver a su hermano.

—Pienso lo mismo que vos, micer Marco —le confiesa Kunze—. Hace ya cuatro meses que desapareció Michele… Seguidme.

El persa conduce al joven hasta un patio con palmeras. Discretamente, volviéndose de espaldas, se saca de la camisa un frasco oscuro y echa un trago de su contenido. Cuando se da la vuelta tiene los ojos más brillantes que de costumbre. Desenvaina un largo sable curvo con un chirrido agudo.

—Es un arma originaria de Persia. Tiene un solo filo, pero es muy eficaz en combate de cerca. La mía se llama Zufagar, como la de Mahoma.

Marco desenvaina a su vez el arma que le ha dado Guillermo de Rubrouck.

—¿Me permitís, señor Marco? —le pide Kunze, curioso.

El veneciano le tiende el sable. Inmediatamente el persa se tira a fondo, amenazando al joven con las dos armas. Marco está paralizado por el susto. El guía retrocede, asumiendo una postura menos belicosa.

—Primera lección, primer error —dice con una sonrisa.

Marco suspira aliviado.

Kunze examina la cimitarra de Rubrouck, gira la empuñadura para acariciar el filo.

—Bonita arma. ¿Dónde la habéis conseguido, señor Marco?

—Es una herencia…

Kunze, intrigado, guiña los ojos en espera de la continuación, que no viene. Le devuelve la cimitarra. El veneciano aprieta la empuñadura.

—¡En guardia! —exclama el guía.

Cogiendo con ambas manos la empuñadura decorada con un hermoso damasco púrpura, Kunze ejecuta una serie de impresionantes molinetes, acompañados de silbidos amenazadores. Parece como si estuviera tejiendo un velo invisible que le protegiera.

—A veces basta con esto para hacer huir al enemigo.

Termina la danza y salta con agilidad hacia Marco. Éste le esquiva con hábiles fintas; intenta llevar la iniciativa, pero sus acometidas fracasan.

—No olvidéis, señor Marco, que es un arma de corte y no un estoque, aunque en ese estilo tengo mi especialidad —añade el persa, misterioso.

Los filos entrechocan. Marco logra parar el ataque de su adversario. Kunze retrocede. Las armas resbalan con un chirrido acerado. El persa acosa a Marco. Éste lo para con el brazo estirado. Kunze, ágil, se dobla, como si resbalara alrededor de la hoja de su adversario. Domina perfectamente la fuerza de su brazo y el espacio que les rodea, mientras que el veneciano da traspiés, calcula mal la distancia, se desequilibra, poco acostumbrado al peso de su arma. En un alarde de vigor, el joven se adelanta pero el persa, hábil, le esquiva y, levantando el brazo sobre su cabeza, coloca la punta del sable en la hoyuela del veneciano. El frío de la hoja le produce un estremecimiento que le recorre el espinazo. Los ojos profundos del guía tienen un brillo salvaje.

—Este movimiento es el secreto del estoque… Los condenados a muerte lo llaman el «Viento de la Noche».

Luego baja el arma y le dedica una amable sonrisa a Marco. Los dos hombres se saludan.

—Gracias, señor Kunze.

—Habría sido para mí un grave aprieto presentarle al padre un hijo decapitado. Dios, ¡todopoderoso y majestuoso!, os bendiga.

Kunze le cede el paso. Marco camina con el persa a la espalda y una sensación furtiva de intranquilidad.

Los hermanos Polo, sentados a una mesita octogonal, están en plena discusión. Matteo examina discretamente el contenido de sus dos bolsas, saca sus tablillas y recapitula:

—Lo primero que venderemos será la alfombra, que es lo más pesado, y también el amianto y el anís. He reservado la cristalería para cuando lleguemos a Soldaia. Luego compraremos almizcle, canela y ámbar, y los cambiaremos por vino y galletas, que tanto gustan a los nómadas tayik. Entonces podremos trocar todo lo que queramos, eso no me preocupa, pero me pregunto si no perderemos con el anís, porque he oído que su precio ha bajado mucho… Los frailes tienen unas exigencias que no había previsto, y…

Niccolò le da una palmada en la espalda.

—¡Son tercos, pero ya los domaré!

—Estoy preocupado, Nicco, y deseando llegar al kanato de la Horda de Oro. Porque aquí, entre Baybars y Abaga, me pregunto si…

—¡Déjales que sigan luchando! Así nos despejan la ruta del norte —exclama Niccolò con buen humor.

Matteo se santigua con expresión escéptica.

—Ojalá tengas razón, Nicco.

15 de octubre de 1271. En la hora prima la caravana sale por fin de Laias y se dirige al norte. Niccolò cabalga al lado de Matteo, y le hace reír a carcajadas. Detrás de ellos los dos frailes se agarran con fuerza a las riendas. Las manos de Guillermo de Trípoli están tan sudorosas que le resbalan por el cuero. De vez en cuando se las seca en el sayal. Detrás de ellos, Marco comparte dos sentimientos muy distintos: el regocijo por las frases ingeniosas de su padre y el asco que le produce fray Guillermo de Trípoli, que suda como un pollo a pesar del aire fresco de la aurora. Le sigue Noor-Zade, que cabalga, altiva, tan bien como un hombre —y disfrazada de hombre—, y cierra la marcha Shayabami, que con su mole hace que su caballo parezca mucho más menudo que los demás. Dirige la larga recua de acémilas, seis mulas que avanzan sacudiendo las orejas. Cargan con tres tiendas arrolladas sobre alfombras, mantas y pellizas, dos odres de agua por animal, cuatro de vino, herramientas y ropa. Dos mulos cargan con los presentes que servirán para pagar un derecho de paso a los jefes de clan o a los bandidos. Los regalos para Kublai están hábilmente mezclados con el resto de la carga, para no llamar la atención. Vestidos a la veneciana en unos territorios donde aún tiene sentido, todos llevan por lo menos una espada. Marco, además, se ha llevado su ballesta. Delante, Kunze al-Jair, armado con su largo sable al cinto y una daga, dirige la comitiva montado en un nervioso purasangre de pelaje reluciente, como el pelo plateado de su amo. Los caballos tienen sillas árabes, muy rígidas. Los estribos, cortos, rompen las piernas de tanto doblarlas y rozan los costados de las monturas. Marco tiene que mantenerse muy derecho, en equilibrio, pues de lo contrario la perilla se le clavaría en el pecho o, en la espalda, el alto borde de la silla le molería los riñones. Pero Kunze le ha elogiado este aparejo, muy apropiado para las largas cabalgadas que les esperan.

Un fuerte viento cargado de arena frena el avance de las monturas y los hombres, pero ni Kunze ni los hermanos Polo parecen preocupados. Marco, a pesar del polvo que se le mete en los ojos y la nariz, procura mantenerse impasible. Noor-Zade, en cambio, revive con estas borrascas. Los frailes, por su parte, se quejan de todo: de la arena que tragan, el aire que les aturde, los insectos que les trepan por las piernas y les pican. Marco se pregunta si el placer de reírse de ellos compensa el tener que soportarlos durante todo el viaje.

Las caravanas se suceden por el camino nevado que sube hacia la niebla de los páramos de Armenia. En cabeza Matteo, nervioso, acucia a Niccolò, repitiendo que las nevadas pueden inmovilizarles. Su hermano le contesta, resignado, que tienen que ir al paso de las caballerías. Matteo refunfuña, y sus palabras se pierden en el polvo blanco.

De repente, en la cresta, divisan a contraluz la silueta de un jinete que parece estar aguardándoles.

Kunze se detiene y echa mano al sable. Niccolò se le acerca de inmediato.

—¿Qué te parece, Kunze?

—Señor Niccolò, si es un ladrón sus compinches nos estarán acechando, y tendremos que presentar batalla. Si no lo es, se apartará del camino para dejarnos pasar.

—Adelante —ordena Niccolò espoleando su caballo.

La caravana sigue subiendo la cuesta. Los frailes se quedan muy atrás.

El jinete observa su avance. Sujeta su caballo, que piafa y relincha. Su silueta, que parece tallada en madera de cedro, oscila con las ráfagas de viento. Los rizos morenos de su barba se doran con el polvo espeso que retienen.

—¡Michele! —grita Marco.

Al oír el grito Michele se les acerca, montado en su magnífico caballo árabe que tiene el pecho lleno de espuma, va cargado como un mulo y resopla por los ollares.

Marco abraza con fuerza a su amigo.

—¡Michele! ¡Creí que no volvería a verte!

—Sabía dónde os podía encontrar. Dame de comer y de beber, estoy agotado.

El joven veneciano le da una botella de vino, y Michele la vacía hasta la última gota.

—¿Dónde te habías metido? —insiste Marco.

—Me adelanté —contesta Michele, evasivo.

Marco observa unas magulladuras recientes en la cara de su amigo, pero éste no quiere explicar su origen. Mientras Michele trota hacia Niccolò, Marco se acerca a Noor-Zade.

—Quiero que me enseñes el mongol, y también tu lengua.

Ella, intrigada, levanta su rostro de pómulos salientes y le mira. Marco le contesta con una hermosa sonrisa juvenil, que le forma dos hoyuelos.

Xongor es el color de vuestro caballo, señor Marco… Es decir, «bayo». Gengis es el color de vuestros ojos.

—¿Como Gengis Kan?

—Sí, «el Príncipe del Océano».

—¿Y Noor-Zade?

—Nada, no tiene sentido.

—¿Por qué? —insiste, el joven, curioso.

Noor-Zade es un nombre persa.

—Pero tú no eres persa, ¿verdad?

La joven adopta una actitud misteriosa y da por terminada la conversación. Marco fustiga su caballo y galopa hasta ponerse a la altura de su padre, que le hace reproches a Michele.

—¡Menos mal que no suelo cogerle cariño a mi gente! Así he evitado preocuparme por ti.

—Os agradezco ese desvelo, micer Niccolò.

—¡Calla, ingrato! Ni siquiera debería aceptarte en mi caravana. Lo hago porque tienes conocimientos de medicina. ¿Te das cuenta de que si te hubiéramos esperado, las tropas de Abaga se habrían abatido sobre nuestros pobres cuerpos?

Al oír estas palabras Michele se pone rígido, pero Niccolò, encolerizado, no lo advierte. Kunze, en cambio, observa al judío con atención.

—El ilján de Persia ha atacado Siria, en el sur, y nosotros viajamos hacia el norte —intenta replicar Michele en tono tranquilizador—. Sabremos más cuando lleguemos a Kayseri.

—¿Y después? Los jinetes mongoles son más rápidos que nosotros, y puede antojárseles invadir Armenia…

—Imposible, el rey Hethum es un fiel aliado suyo.

—Y vasallo —recuerda Kunze.

Vastas llanuras se extienden ante la caravana como profundos camafeos cuyos colores van del verde al azul. En el aire transparente las ovejas salpican de manchas blancas las colinas tapizadas con una hermosa vegetación invernal.

Marco siente que la transpiración forma un reguero en su espalda. Sin embargo el frío hace tiritar a los frailes, en equilibrio inestable sobre sus monturas. A medida que ascienden, el aire helado les va atenazando. Una brisa ligera sube por la cuesta.

En la cumbre aparece una aldea, encaramada a unas peñas talladas por el viento. Niccolò cabalga delante. De pronto una nube de niños harapientos y de grandes ojos se abalanza sobre él, tocando su caballo, su silla, sus botas. Niccolò escudriña la aldea aguzando la mirada. Un hombre con aspecto de ser el jefe avanza hacia el mercader. Es flaco y está acartonado por el frío. La pobreza de los aldeanos se lee en las paredes míseras de las casas, algunas de las cuales tienen el tejado de paja medio hundido. En su mirada Marco lee las ilusiones y esperanzas que suscita entre ellos la llegada de los ricos mercaderes de piel clara. El jefe les saluda con humildad. Intercambian largas frases de saludo, conforme a las usanzas. Niccolò hace una discreta seña a Kunze: harán un alto allí.

Recibidos como príncipes, los aldeanos se pelean por alojarles. El jefe de la aldea brinda su casa a Niccolò y Matteo. Les recibe a la puerta, descubierto, con sus mejores galas —aunque están raídas—. Por deferencia Marco se siente obligado a destocarse, a pesar de que el frío le hiela las orejas. El jefe lleva una túnica fina y gastada, pero parece insensible al invierno inminente. Mide cada gesto, y sólo lo ejecuta si es estrictamente necesario. Sacan una alfombra y la extienden para ellos. En una bandeja de cuero les sirven una especie de pan mal cocido. Pero no pueden rechazar la invitación, so pena de ofender a su anfitrión. Marco se interesa por su elaboración. Las mujeres aplastan la masa, la extienden cargando todo su peso sobre las palmas de las manos, hasta formar una torta fina. Después la ponen sobre una plancha de hierro caliente y la cuecen durante unos instantes nada más. Marco se queja de dolor de estómago, y Niccolò le regaña por su falta de diplomacia, mientras Matteo se parte de risa. Luego, en unas grandes escudillas, les sirven carne guisada acompañada de leche, nata agria, un huevo y miel, y comen hasta hartarse. Michele se chupa los dedos.

—Para que vuestro viaje sea dulce —explica el jefe de la aldea con una reverencia.

Los hermanos Polo, sin preocuparse más, se instalan como si estuvieran en su casa. Con la misma aplicación que pone Niccolò para estudiar el mapa, Matteo cuenta las monedas de sus bolsas, recostado bajo la manta, mordisqueando un mendrugo de pan. Kunze extiende una alfombrilla y se arrodilla para la oración vespertina. Al mayor de los Polo le han traído una pequeña criada a la que miraba con insistencia a la entrada de la aldea. Los frailes, que hace un momento se quejaban de que los alojaran en la casa del dignatario religioso, se felicitan ahora de no estar bajo el mismo techo en que se da semejante inmoralidad. Niccolò les contesta que pueden dormir en paz mientras él procura gozar de lo lindo. Marco se pregunta si van a estar así hasta Khanbaliq. Michele, divertido, le tranquiliza diciéndole que eso puede durar meses, para satisfacción de todos.

Una familia desaloja su casa para cedérsela a Marco y Michele, que duermen en un lecho de paja reciente, mientras que los criados y los esclavos lo hacen en el establo. Tan lejos del lujo de Venecia, Marco se dispone a disfrutar de las toscas comodidades de su alojamiento. Pero no es capaz de conciliar el sueño, atormentado por un terrible dolor de vientre. En realidad habría preferido el suave calor del cuerpo de Noor-Zade bajo la bóveda estrellada al hedor de los animales y los ronquidos de Michele. Por la noche se oye la llamada lúgubre de un ave nocturna. Está a punto de quedarse dormido cuando le sobresalta un ruido sospechoso. Se recuesta y aguza el oído. Se pregunta dónde se ha quedado a dormir Kunze. Intrigado, acaba levantándose. Coge el sable, se pone el calzado y le busca sin encontrarle. Luego vuelve a acostarse, chasqueado, justo cuando los pájaros empiezan a piar.

Pocas horas después Kunze despierta bruscamente a Marco. El persa, listo para partir, observa al joven con mirada tranquila y penetrante. Están cargando las acémilas, luego las cinchan y las desatan.

Después de largas horas cabalgando a paso de buey llegan a la entrada de una aldea cuyos vecinos han huido. Junto a un pozo un hombre, aterrorizado, se esconde al verles y no se asoma hasta que Niccolò le enseña la placa de oro del Gran Kan.

—¡Perdón, perdón, Dios os bendiga, Monseñor! —grita el hombre arrodillándose y tocando la tierra con la frente—. ¡Dejad que me vaya, os lo suplico!

—Puedes irte —dice Niccolò sin desmontar—. Pero antes dime: ¿dónde están los habitantes de tu aldea?

Kunze ha situado su purasangre detrás del aldeano y ha desenvainado el sable.

—¡Monseñor, sólo he venido a buscar agua! El sultán Baybars viene hacia aquí. ¡Dicen que los sarracenos llegarán mañana!

El desdichado tiembla con todo el cuerpo al pensar en el señor egipcio.

—Todo el pueblo ha huido y se ha refugiado en el monte con el ganado. ¡Tened cuidado, Monseñor, los soldados son tan feroces que no respetan ni siquiera a los embajadores o a los mensajeros mongoles!

Niccolò le hace una señal para que se vaya. El hombre corre olvidándose del odre por el que había arriesgado su vida. Kunze le dice a Shayabami que se lo lleve. Niccolò, impasible, ordena reanudar la marcha. Los frailes cruzan miradas cada vez más medrosas.

—¡Después de librarnos de los mongoles de Abaga, ahora corremos peligro de ser degollados por el sultán Baybars! —exagera Nicolás castañeteando los dientes.

Muchas carretas de bueyes y campesinos cargados con sus enseres entorpecen la marcha de la caravana, lo que exaspera a Niccolò y desespera a Matteo. Huyendo del avance de Baybars, familias enteras se dirigen a las colinas. Los burros, cargados con alforjas que rozan el suelo, parece que van al mercado. Detrás de ellos las mujeres, con velo, cargan con los niños o les llevan de la mano. Pero a pesar de la lentitud de la marcha Marco tiene dolores en todo el cuerpo. Sus muslos están escocidos desde los primeros días de viaje por el roce de la silla, y tiene la espalda molida por el traqueteo del camino. Pero resiste el dolor, aplacado cada noche por los ungüentos de Michele, y se va endureciendo poco a poco, con la piel curtida por el cuero. Noor-Zade, por su parte, está cada día más animada.

—¿Y tú, no temes caer en manos de Baybars?

—¿Y qué? —contesta con descaro la muchacha—. No puede ser peor que el trato que dan los mongoles a sus cautivos.

La ligera brisa anuncia una noche clemente. A la hora de vísperas Niccolò decide que dormirán al sereno para que las acémilas puedan descansar. Aunque sólo le gustan las ciudades, aborrece la promiscuidad de los caravasares. Elige una vaguada con cedros jóvenes y olorosos. Una zorra huye al verles. El sol poniente recorta unos riscos altos y estrechos contra el cielo arrebolado. Marco, Shayabami, Michele y los demás descargan las acémilas. Kunze enciende una hoguera donde Noor-Zade asa pedazos de cordero. Los frailes, apartados, mascullan entre dientes oraciones improbables.