4
El secreto

—La seda de China no es tan bonita ni tan preciada como la de Persia —explica Matteo, desplegando un gran damasco escarlata—. Pero sobre todo es más barata y…

El frufrú de la tela no deja oír sus últimas palabras. Durante todo el invierno las telas más fastuosas han estado guardadas en balas de donde sólo se sacaban por encargo. Con la vuelta del buen tiempo, los Polo empiezan a exponer sus mejores piezas. Ayudado por Marco, Matteo cuelga el gran damasco en el machón del puente, bajo el Rialto. Desde el regreso de los hermanos Polo a Venecia, Marco ha tenido más trato con su tío Matteo que con su padre. El viento hace ondear la tela como si fuera un estandarte colorado sobre el Gran Canal adonde, a esa hora temprana, van llegando los primeros vendedores. Los puestos extienden sus mosaicos de colores. La brisa primaveral de ese mes de marzo de 1271 disipa poco a poco la niebla que cubre la noche con su manto nocturno. Las primeras barcas se alquilan para todo el día, cargándose de especias y gomas. Los vendedores, como pájaros cantores, pregonan su mercancía.

—Mira este raso adamascado —dice Matteo acariciando la tela—, es magnífico. ¿No lo encuentras… cómo diría yo…?

Marco palpa el tejido, dulce como la caricia de un sol invernal. Su mano se resiste a separarse.

A perfectione —completa Marco, impresionado.

El canal devuelve el reflejo de las pieles y los paños de lana enarbolados en el Rialto como trofeos venecianos.

Matteo saca un estuche cincelado de un oro ocre. En la tapa está pintada una mujer de rasgos orientales frente a su tocador. Lo abre. Un perfume penetrante se desprende de las gomas que contiene.

—¿Qué es eso? —pregunta Marco con vivo interés.

Matteo acaricia la cajita con cariño.

—Es un regalo del Gran Kan. Precioso, ¿verdad? Fíjate qué miniatura, qué…

—No —le interrumpe Marco—, me refiero al perfume.

—Ah, ¿esto? Es almizcle —dice Matteo—. Es una fragancia muy preciada, Marco, procede de…

—Tío Matteo, pronto hará dos años que regresasteis, y mi padre no hace más que esquivarme. Ha preñado dos veces a Fiordalisa, pero apenas me dirige la palabra, a mí, que soy su hijo.

Matteo parece confundido.

Detrás de ellos los empleados terminan de colocar las telas más bastas.

—Shayabami, mejor pon los damascos detrás —le ordena a su esclavo sirio.

Le tiende una tela de raso rizado a su sobrino.

—Ayúdame, vamos a tenderla sobre el canal.

El joven se acerca a su tío.

—No, no, Marco, quédate donde estás, no vayas a doblarlo. Sería una lástima…

Marco retrocede. Matteo alisa cuidadosamente con la mano la pieza de tela.

—¿Sabes lo que creo, Marco? Que Niccolò no quiere contagiarte el deseo de viajar. Es un deseo…

—¡Da igual porque ya lo siento! —dice Marco, exasperado.

Esta vez es Matteo quien se acerca a Marco. Éste retrocede para que la tela no se arrugue.

—¡Tío Matteo, la tela!

—Deja, es seda bruta, no se arruga.

Marco observa la tela, asombrado.

—Mira, son unos viajes muy duros, muy duros —insiste Matteo—. Hay que tener mucho aguante y…

Marco no puede reprimir una sonrisa. Le saca dos cabezas a su tío y es tan cuadrado como él. Con una mano se acaricia la barba, lo bastante crecida como para rasurársela.

—No digo que te falte talento, pero es que…

En esas palabras que su tío no pronuncia, Marco adivina un mundo de países sin explorar y pueblos por descubrir. Matteo pertenece a la casta de los viajeros. Hasta su tío Il Vecchio ha vivido en Constantinopla. Pero a él, según parece, le han condenado a vivir en esa ciudad-río, en la misma incertidumbre que la gente de la laguna que no ha sabido elegir entre la tierra y el mar. Los muchachos de su edad viajan con frecuencia a Constantinopla o Candía, a las factorías de su familia, para aprender el oficio. Pero la ausencia de su padre, las reticencias de su madre y el egoísmo de su tío se han confabulado para impedir que Marco siga sus pasos. Es un simple chico callejero que de vez en cuando se mete en líos para dar rienda suelta a su rabia, para soportar el dolor de estar ahí.

Mira a Matteo con sus ojos azul marino.

—Tú quizá no lo sepas, Matteo, y Niccolò tampoco, pero yo me iré de aquí.

Suelta la pesada tela que se extiende sobre el canal con la delicadeza de un vuelo de gaviota, y se pone el sombrero de ala ancha.

—¡Espera, Marco! —dice su tío, sorprendido por la determinación que advierte en el tono del joven—. ¡Tu padre me ha pedido que te encomiende una tarea importante!

Marco se vuelve y mira a su tío con desconfianza. Se acerca a él.

—Pensamos hacer una subasta en Rialto. Nicco quiere que te encargues tú —suelta Matteo rápidamente, sin mirarle a la cara.

Marco avanza hacia Matteo, le arranca la tela de las manos, tira lentamente de la parte que flota sobre el agua para recogerla y con un movimiento brusco envuelve a Matteo con ella, riendo.

—¡Tío, eso es estupendo!

Matteo se debate como puede, dando gritos que se confunden con las carcajadas de Marco. Cuando su sobrino le desenvuelve está rojo de furia.

—¡Marco, eres tan sinvergüenza como tu padre!

El joven hace un gesto interrogativo.

—¡Os tomo la palabra! ¿De qué mercancía me voy a encargar? —pregunta Marco con delectación.

Las manos tatuadas hacen una trenza con la larga cabellera negra. Marco observa, fascinado, la danza de esos dedos que se arremolinan con precisión y habilidad para formar una larga cinta negra. Unos rayos de polvo de sol bailan sobre las cuerdas de ébano. Las líneas del dibujo y las joyas sobre la piel tienen un poder hipnótico. Por fin la masa espesa ha quedado sujeta. En el aire, denso, flota el pesado velo de un perfume salvaje que embriaga a Marco, a pesar suyo. El rostro de la joven parece mucho más menudo sin el adorno de la cabellera. Sus pómulos altos se elevan con orgullo hacia las sienes. El joven veneciano busca en ellos el enigma de sus orígenes. Incapaz de adivinar su edad, le parece mayor que él, pero no mucho. La sonrisa dorada de la joven esclava le aparta de sus pensamientos.

La observa con atención.

«Por mucho que se esfuerce, no conseguirá estar guapa», dice para sus adentros.

Ella sostiene su mirada con la tranquilidad misteriosa que tanto intrigó a Marco cuando la vio desembarcar.

De pronto ella coge la mano del joven y la extiende. Él intenta retirarla, pero la firmeza y la suavidad de la esclava le sorprenden. Ella pasa los dedos por las rayas, recorriéndolas. Luego coloca su mano encima de la de Marco, sin tocarla. Es él quien crea el contacto. Una quemazón. Marco retira el brazo apresuradamente. Con una sonrisa, ella apunta con el índice al pecho de Marco y con ambas manos imita el vuelo de un ave.

«¿Cómo lo sabrá?», se pregunta Marco frunciendo el entrecejo.

Ella se pone el puño sobre el pecho y dice:

Noor-Zade.

Marco se sorprende al oír su voz cristalina, como si no la creyera capaz de articular palabra. En los dos años de presencia casi inadvertida entre los criados de los Polo apenas había sido una sombra en las profundidades del almacén, dedicada a ordenar y apilar las telas.

—¿Nor-Zadi?

Ella le corrige y él repite:

—¡Noor-Zade!

Esta vez asiente con la cabeza, satisfecha.

Él sonríe como para sí mismo y, poniéndose la mano en el pecho, dice:

—Marco.

Ella junta las manos y se inclina con un saludo muy elegante que Marco desconoce. El joven sigue con la mano en el pecho. Con delicadeza, pero también con la sencilla audacia de los que no sienten temor, ella le coge la mano entre las suyas con un gesto sagrado.

Noor-Zade, Marco Polo —repite.

El joven permanece un momento desconcertado. Los rayos de sol que entran por la ventana empiezan a calentarle la cara. Nota que sus mejillas se encienden.

Se oyen pisadas tras él. El joven veneciano se vuelve con rapidez.

—Marco, ¿está ya lista? —pregunta Niccolò mientras avanza hacia él.

El joven retrocede unos pasos, quebrando la intimidad que hace un momento le unía a la joven cautiva.

—Sí, señor.

Niccolò se acerca a la esclava. Le habla en una lengua que Marco desconoce. Ella le contesta. Después de intercambiar unas frases Niccolò se aparta de ella.

—¿Qué ha dicho? ¿Entendéis su lengua, señor?

Niccolò mira a su hijo con curiosidad.

—Naturalmente, es una mongola, así que habla tártaro, lo mismo que yo —dice, como si fuera evidente.

—¿Me enseñaréis esa lengua? —pregunta Marco con ingenuidad.

Niccolò se echa a reír.

—¿Para qué? Aunque comprases una mujer mongola, sería ella la que acabaría entendiéndote —añade, señalándole el látigo colgado en la pared—. Estas esclavas son como animales, hay que saber domarlas.

Marco le mira, pensativo. Por alguna razón que desconoce, no está de acuerdo con su padre. Luego se vuelve hacia Noor-Zade. Ella no sonríe ya, y mira a Niccolò con una rabia contenida tan honda como el desprecio de él. Enseguida desvía la mirada. «¿Qué se traerán entre manos?» se pregunta Marco, intrigado.

—Dale un baño, huele mal. Esta tarde recibo al señor Zeccone y quiero que esté presentable.

—¿Va a venir el padre de Donatella, señor? —murmura Marco con el corazón en un puño.

Niccolò no se da cuenta de la turbación de su hijo. Saca un frasquito de porcelana verdeceledón.

—Toma, Matteo me ha dado esta agua de olor para ella —añade antes de salir.

Sin dejar de pensar en la visita de Zeccone, Marco manda que llenen una tina con agua del pozo. Dos años después de su regreso, por fin su padre consiente en hablar con el Señor de la pimienta. El año pasado, después del concurso de los ballesteros y varias semanas de indiferencia, Donatella se había apiadado de él, aceptando sus muestras de cariño.

Enfrascado en sus pensamientos, pero impaciente, Marco se levanta y le ordena a la esclava que se desnude, pero ella no parece entenderle. Él se le acerca y, algo indeciso, pretende quitarle la camisa de cáñamo. Un destello de furia ilumina la mirada de laca. El joven, sin contemplaciones, la coge en brazos y la tira al agua vestida. Ella se debate y golpea a Marco con unos puñetazos que él apenas siente. No tarda en estar tan mojado como ella. La muchacha quiere salir del agua, pero Marco se lo impide, manteniéndola dentro de la tina. Empieza a excitarse con el juego. En la pared, el látigo, serpiente tentadora. Marco, instintivamente, alarga el brazo para cogerlo. Noor-Zade aprovecha para zafarse y salir de la tina. En ese momento ve que la mano de Marco se ha apoderado del arma. Movida por el mismo instinto que él, la joven agarra el brazo del veneciano. Sus miradas se cruzan, retadoras. Con un nudo en la garganta, Marco sabe que no debe vacilar. Con un movimiento amplio hace restallar el látigo, cuya correa se arrolla alrededor del cuerpo de la esclava, de la cintura a los muslos. Ella da un grito ronco, animal, enderezándose como una llama que se prende. Marco suelta el látigo como si le quemara. El cuerpo delgado de la esclava se dibuja debajo del tosco tejido, y la piel oscura se adivina. Los pezones levantados, los huesos de las caderas, el hueco del vientre bajo el vestido. A través de la tela transparente Marco observa fascinado las líneas rojas del látigo que se confunden con sus tatuajes oscuros. Un fuerte sentimiento de orgullo le embarga por haberla «marcado» así. Se acerca a la joven cautiva. Con una violencia de la que se creía incapaz, Marco se arroja sobre ella y le arranca la ropa con brutalidad. Ella le lanza una mirada seca, tan cargada de odio que el veneciano se queda paralizado. Con un gesto ella se suelta el pelo, que le llega más abajo de la cintura, envolviéndola en un púdico velo. Luego, con gesto altanero y paso firme, se dirige a la tina. Su espalda brilla con sombras musculosas, a través de los mechones negros que ocultan, púdicos, unas nalgas que Marco apenas adivina. Se introduce despacio en el agua protectora, echa la cabeza hacia atrás y cierra los ojos. Marco imagina que la está lavando, acaricia su piel de anís estrellado y sus pechos, suaves bajo sus dedos. Noor-Zade se retuerce el pelo sobre la tina y luego los echa sobre sus hombros, salpicando al joven veneciano. Marco amaga un movimiento.

—Señor Marco, ha venido el señor Michele —dice una voz detrás de él.

Marco se vuelve y ve a Fiordalisa que lleva al pequeño Stefano sobre su cadera.

Se pregunta cuánto tiempo llevará ahí mirándoles. Fiordalisa, movida por la curiosidad, adelantando su gran barriga, observa sin vergüenza el cuerpo oscuro de la esclava.

—Fiordalisa, ayúdala a arreglarse para la fiesta de esta noche. Tú conoces mejor que yo los gustos de mi padre.

La sirvienta hace una breve reverencia mientras Marco baja los escalones de cuatro en cuatro para ir al encuentro de Michele.

En el embarcadero que hay junto a Ca’ Polo, Michele está esperándole junto a una magnífica góndola cubierta.

—Hay que saber mantener el rango —presume Michele acariciándose la barba.

—O saber hacerse ilusiones —corrige Marco poniendo cara de lástima.

—Veo que no estás de muy buen humor. Menos mal que traigo buenas noticias.

—¿Cuáles son, si se puede saber? —pregunta Marco sonriendo.

—Sube, te lo explico por el camino.

Marco salta rápidamente a la embarcación, que cabecea peligrosamente.

Michele también se embarca y le hace una seña al gondolero.

—A casa del signor Bonnetti —ordena.

Marco se arrellana sobre los grandes almohadones de seda en el habitáculo lacado en negro y ricamente decorado. Un intenso perfume de ámbar carga la atmósfera.

—Ni que fuéramos el séquito de una cortesana. ¿Quién es ese Bonnetti?

—Un hombre al que tendrás que seducir, querido Marco… —responde Michele con una sonrisa misteriosa.

Apenas ha caído la noche sobre Venecia y en Ca’ Polo ya hay un ambiente festivo. La fachada de tres pisos decorada con molduras está iluminada para la ocasión con grandes velas, causando admiración entre los venecianos, que pasan en góndola por el canal para ver el bonito espectáculo.

Dentro, las paredes están adornadas con guirnaldas y telas a rayas, cubiertas de oro, terciopelo y tintes preciosos. Unas copas de cobre rebosan de frutas y flores, y unas jarras de vidrio exhalan perfumes exóticos. Se han extendido las grandes y hermosas alfombras de Persia, y se han colocado en las mesas centros dorados y de plata traídos de Constantinopla. Sobre las cortinas se ven patas de jabalí y cuernos de ciervo, trofeos de caza muy raros en Venecia. El menú con que Niccolò agasaja al signor Zeccone empieza con corzo y jabalí, seguidos de varios platos de pescado: esturiones, truchas y rodaballos, tencas y lucios secos, salmonetes, anguilas y lenguados. El patricio, sentado en un amplio sillón con la indolencia y la majestad del dux en su palacio, aprecia mucho estos platos fuertemente especiados con cinamomo, azafrán y, sobre todo, pimienta. Barrigudo, con los dedos regordetes llenos de anillos, a la moda florentina, la mirada biliosa y el aliento apestoso por el exceso de vino, Zeccone observa con cierta envidia la figura ágil de Niccolò Polo.

Están enfrascados en una larga disquisición sobre las distintas pimientas que se encuentran en la ruta de Oriente. Zeccone aprecia sobre todo la manteca de pimienta silvestre.

Niccolò ha mandado que las esclavas se vistan como a él le gusta, al estilo oriental, con velo dorado y azul claro. Su criado Shayabami lleva turbante y un calzado abultado. En los incensarios colgados humea el olíbano. A Niccolò le habría gustado servir el banquete en el suelo, pero Matteo le ha disuadido, temiendo por las coyunturas de su invitado.

Para estar tranquilo Matteo ha conseguido que su hermano mayor, Il Vecchio, se recluya para repasar todas sus cuentas desde su partida de Venecia diez años antes.

Niccolò le brinda vino de arroz y esclavas a su invitado. Cuando se da cuenta de que Zeccone disfruta de todo ello, Niccolò habla por fin del motivo de esta invitación tan suntuosa.

—Ya no podemos esperar más. Nuestra partida es inminente…

—¿Cuáles serán vuestras mercancías y vuestro itinerario? —pregunta Zeccone, que vuelve a tener el aire reflexivo de un comerciante.

Niccolò se saca de la manga de la túnica un mapa en árabe y lo despliega sobre la mesa después de despejarla con un amplio gesto.

—Durante nuestro primer viaje, en 1260 —explica dejándose llevar por los recuerdos—, seguimos la ruta del norte. Desde Constantinopla llegamos a las factorías de Soldaia. Más allá, en Bolgara, el kan de la Horda de Oro nos recibió con grandes honores y fuimos sus huéspedes durante un año… Seguimos hasta Bujará, una ciudad espléndida, aunque a cada cierto tiempo la saquean los invasores bárbaros…

—Allí se encuentran unos eucaliptos espléndidos —observa Matteo.

—Después de una larga estancia…

—Tres años —precisa Matteo.

—¡Tres años! ¿Qué hicisteis allí? —dice Zeccone, asombrado.

—Nada que merezca que os lo contemos —contesta Niccolò con una sonrisa.

—Allí perfeccionamos nuestro persa y aprendimos la lengua tartaresca —añade Matteo.

Su hermano le interrumpe con brusquedad.

—Pues bien… conocimos a un emisario de Hulagu, el ilján de Persia, que iba en misión a ver al Gran Kan Kublai. Imaginaos, éramos los únicos latinos de la región.

—Al bueno del mongol por poco le da un pasmo cuando nos vio —recuerda Matteo con nostalgia.

—Cuando logró salir de su asombro se propuso brindar el espectáculo a Kublai, que tampoco había visto nunca a un latino y tenía muchas ganas de conocerlos.

Zeccone se echa a reír.

—¡Estabais hechos unas verdaderas curiosidades de feria!

—En cierto modo —admite Matteo.

—Salvo que nosotros éramos el animal y el amo a la vez —puntualiza Niccolò con aire misterioso.

—Es decir, que así nos hacíamos con una escolta. Son unas tierras muy peligrosas, como no podéis imaginaros —dice Matteo, esta vez con un estremecimiento de terror—. Acompañados de soldados armados hasta los dientes nos sentíamos capaces de llegar al fin del mundo.

Zeccone se inclina hacia ellos.

—¿No había también un designio político?

Niccolò disimula su embarazo.

—No éramos embajadores, signor Zeccone, sólo modestos mercaderes.

—Modestos mercaderes… —repite Zeccone, que no cree una palabra.

—Seguimos nuestro viaje por Samarcanda hasta Karakorum, capital del imperio mongol —continúa Niccolò con énfasis.

Zeccone está pendiente de los labios del mercader veneciano.

—¿Y…? —se impacienta el Señor de la pimienta.

—Pensábamos hacer un viaje de ocho meses, y regresamos ocho años después —dice Matteo con orgullo.

Zeccone mastica pausadamente un higo.

—Eso no parece muy tranquilizador —replica.

Niccolò lanza una mirada asesina a su hermano.

—Era nuestro primer viaje a Catay. Signor Zeccone, nosotros éramos los primeros, ¡y los únicos!, puedo asegurarlo, en llegar tan lejos hacia el Oriente y regresar.

Bravissimo! —dice Zeccone con semblante serio—. Ahora supongo que pensaréis enriqueceros en Venecia.

Niccolò hace una mueca de disgusto.

—¡Quedarte encerrado entre cuatro paredes con una esposa exigente y un criado ladrón, por no hablar de los hijos que hay que casar y dotar! Me las compongo mejor con los camellos y los árabes.

Zeccone sonríe, divertido por ese veneciano singular.

—Vamos a recorrer la ruta que ya conocemos —explica Niccolò inclinándose sobre el mapa—. Mirad, primero Acre, luego Armenia hasta Soldaia, y cruzaremos el Volga en Àstrakàn hasta llegar a Khanbaliq[2], la nueva capital del imperio, fundada por Kublai.

Zeccone sigue el trayecto con interés y cierta admiración.

—Visto así parece tan sencillo… —observa con una sonrisa.

—Tranquilizaos, para vos seguirá siéndolo. Nosotros abrimos las rutas de Catay. Mirad la seda que visten nuestros esclavos.

—Es magnífica —admite Zeccone.

—Sin embargo es seda muy corriente. Procede de Catay, donde se fabrica a un precio muy barato. Cuesta diez veces menos que la de Guela, traída de Persia por nuestros competidores a precio de oro. Os ofrezco la posibilidad de venderla incluso en Lucca.

Zeccone reflexiona.

—Me estáis hablando de…

—Sí, del mercado de seda más próspero del mundo cristiano. ¡Al cabo de unos años vuestras sederías abastecerán a las cortes más nobles! —dice Niccolò, exaltado.

El Señor de la pimienta parece enfrascado en grandes cavilaciones.

—¿Qué esperáis de mí? —acaba preguntando.

—Cinco mil besantes…

—¡Es una fortuna! —exclama el patricio.

—Nada comparado con lo que os rentará —asegura Niccolò con aplomo—. Organizaremos el tráfico de caravanas hasta Àstrakàn, donde abriréis una factoría para importar la seda a Constantinopla y Venecia. La pimienta es buena moneda de cambio en Oriente, como sabéis. De modo que no tendréis que desembolsar ni un besante. Os limitaréis a llenar las cajas.

—¿Qué garantía tengo de lo que me decís?

—Mi palabra de caballero —asegura Niccolò con una reverencia.

Zeccone no puede disimular una mueca escéptica.

—Vos mismo me habéis dicho que las rutas no son seguras. Tendréis que pagar una fuerte escolta.

Niccolò cruza una mirada con Matteo, que aprueba con un movimiento de barbilla.

—¡Ésta es nuestra escolta! —exclama abriendo su túnica.

En su ancho torso peludo brilla una placa de oro macizo de dos palmos de largo y cuatro pulgadas de ancho. Zeccone se acerca para leer las inscripciones que lleva grabadas. Una cabeza de león de mirada tranquila y serena domina una serie de signos verticales incomprensibles, que parecen de la familia del persa, pero sin sus arabescos.

—Aquí dice: el que lleva esta tablilla de mando debe ser obedecido y tratado como si fuera yo mismo. Y está firmada…

Niccolò hace una pausa para causar más efecto.

—El Gran Kan Kublai, non è vero? —termina Zeccone.

—Este salvoconducto nos permitió regresar indemnes a Venecia —dice Matteo con orgullo.

—Vos me ocultáis algo, signor Polo —insiste Zeccone, desconfiado.

Niccolò vacía su vaso de un trago y se sienta en la silla más cercana al Señor de la pimienta.

—Os confiaré una cosa, signor Zeccone, porque sé que sois hombre de palabra. —«Y de intrigas», piensa Niccolò.

Matteo, alarmado, deja de rebañar su plato y contiene el aliento.

—El Gran Kan nos espera. Nos hemos enterado de que está muy enfermo —añade su hermano bajando la voz—. Matteo y yo hemos tomado la decisión de partir sin más dilación, no podemos faltar a la palabra que le dimos al emperador. Tenemos que verle antes de que la enfermedad…

Niccolò no termina la frase, dejando que se cierna una sombra sobre sus últimas palabras, pronunciadas con tono de misterio.

Matteo suspira aliviado, y explica:

—Hace dos años trajimos sobre todo especias: jengibre, incienso, goma laca, galanga, macis, «sangre de dragón»…, pero también plantas orientales como dos cerezos, tres naranjos, espinacas, chalotes, y esclavos. Tenemos un conocimiento perfecto de los países del imperio mongol y las mercancías que se pueden vender allí con provecho. Como el viaje es muy largo no podemos llevar miles de besantes u otras monedas, sería demasiado peligroso. Tendremos que ir cargados de mercancías para vender o cambiar, y los beneficios nos permitirán proseguir el viaje. De manera que saldremos de Venecia con algodón hilado y lienzos de Florencia y Venecia, paños de Milán, cristalería de lujo y terciopelos y brocados de oro, sin olvidar las armas damasquinadas que tanto les gustan a los bárbaros.

—Qué ironía: y pensar que les vendemos su seda bruta convertida en la más preciada del mundo por nuestros expertos talleres… —observa Niccolò.

—Empezaremos negociando la cristalería, que es la más frágil —continúa Matteo, calculando mentalmente—. Con esa venta compraremos miel, dulces, vinos de postre y perfumes, sobre todo agua de rosas, que es muy solicitada en Oriente.

—Como veis, signor Zeccone —le interrumpe su hermano—, os brindo la oportunidad de participar en la gran aventura de Oriente. Os despejo el camino. Podréis conocer las invenciones del imperio del Gran Kan, sobre todo en materia financiera…

Zeccone se lo está pensando. Matteo le hace señas angustiadas a su hermano, que por su parte parece muy seguro de sí mismo.

—¿Cuánto tiempo necesitaréis para llegar a Catay? —pregunta Zeccone, que graba cada información en su memoria con gran precisión.

—Menos de un año, più o meno. Tenemos al mejor guía de todo el Oriente.

—¿Puedo conocerle? —pregunta Zeccone.

—Estaba aquejado de un flujo de vientre y le dejamos en Acre —explica Matteo.

—Yo mismo hablo árabe, persa y tártaro —alardea Niccolò—. Conocemos el comercio y la diplomacia, las costumbres de los pueblos bárbaros y nómadas…

—Ya sé que sois el mejor, signor Polo —confirma Zeccone con una sonrisa.

Mientras la góndola se acerca, Marco admira la magnificencia del edificio, teñido de visos rosados, con torrecillas a la antigua como ya apenas se construyen y la puerta de madera noble tallada. La embarcación que ya es esperada, atraca. Marco y Michele siguen al criado que ilumina con una vela las escaleras y los pasillos, hasta dejarles en una antecámara iluminada con dos grandes palmatorias y lujosamente decorada con tapices en los que predominan los rojos.

—Tengan la amabilidad de esperar los señores —dice el paje antes de dejarlos solos—. El signor Bonnetti les recibirá enseguida.

La pequeña estancia, de techo bajo, está adornada con una rica galería de miniaturas persas. Marco admira las magníficas combinaciones de colores.

—¿Admiráis la decoración, señor?

El joven se sobresalta al oír esta voz grave. Un viejo renqueante ha entrado sin que se dé cuenta. Su pelo blanco brilla con reflejos azulados, combinando con la claridad de sus ojos desteñidos. La luz del sol poniente que entra por la ventana cae sobre la fina tela de Milán de su vestido que cubre una figura menuda y unos brazos flacos apoyados en un grueso bastón retorcido.

—Yo mismo las he traído de mis viajes —explica el viejo refiriéndose a las miniaturas—. Tengo debilidad por Persia. Venid, señores, pasemos a mis aposentos.

Les precede con paso lento y vacilante hasta una habitación lujosamente decorada a la moda oriental con una cortina de seda ghella de Persia, una estatua de jade, una cabeza de bronce, varias piezas de cristal de colores y un ajedrez minúsculo. Una vez allí, toma asiento con dificultad en un sillón de madera tallada.

Michele le hace una seña a Marco para que entable conversación.

—Señor, nos han dado a entender que tenéis cierta mercancía para transportar —empieza Marco con un nudo en la garganta, mirando la decoración—. Sus habitaciones son espléndidas.

—En efecto, señor. Pero dejémonos de cuestiones artísticas —le corta el viejo con un gesto elegante de su dedo huesudo—. Hablemos de negocios.

Se inclina hacia delante, invitándoles a sentarse enfrente de él.

—Michele me ha hablado de vos. Un joven con vuestra ambición no debe pudrirse en Venecia.

Hace una pausa para estudiar la reacción de Marco, que le responde con una sonrisa franca. El viejo prosigue:

—Para Venecia es vital que el reino de Ultramar no esté desconectado de nosotros. El año pasado hemos conseguido firmar la paz con Génova. La ruta marítima ha quedado despejada. Jerusalén ya está en manos de los musulmanes. Tenemos que conservar Acre. Vuestro padre, Niccolò Polo, a quien conocí en sus años mozos en las factorías de Constantinopla y Soldaia, está preparando una caravana que partirá de Venecia, ¿no es así?

Marco se vuelve hacia Michele, dejando que responda él.

—Eso se dice —contesta Michele, evasivo.

—De ser así, necesitaría recursos para proveer a sus necesidades. ¡Ah! Un equilibrio difícil de conseguir, sobre todo cuando los demás pretenden prosperar a costa de uno —añade con tono de saber de lo que está hablando.

—Y… de ser así —encarece Marco—, ¿qué podríais ofrecerle?

El viejo sonríe y Michele le da una patadita a Marco, que se da cuenta de su torpeza. Bonnetti señala el pequeño ajedrez.

—Joven, os voy a encargar el transporte de este ajedrez de cristal y jaspe con piezas de la plata más fina. Está valorado en quinientos besantes de oro.

Marco reprime una exclamación al oír el precio.

—Mirad la posición de juego. ¿Seríais capaz de recordarla perfectamente?

Inclinándose hacia delante, Marco observa las piezas con profunda concentración. Las figuras, adornadas con seda, perlas y piedras preciosas, están tan bien hechas que parecen nobles venecianos con vestidos suntuosos. Sólo les falta un soplo de vida a esos peones que llevan el uniforme con disciplina perfecta. Después de un prolongado examen, cierra los ojos e indica la posición exacta.

—Me parece estupendo —aprueba Bonnetti, muy satisfecho.

Marco abre los párpados, muy ufano.

—Cuando lleguéis a Tabriz, Persia —prosigue el anciano—, tenéis que entregárselo personalmente a mis corresponsales. Si no los halláis os autorizo a vender al mejor precio posible esta pieza con la ayuda de Michele e invertir la ganancia en mercancías. ¿Estáis dispuesto a aceptar los términos de esta operación, joven?

—Pero signor Bonnetti, no tenemos pensado pasar por Persia.

El viejo esboza una sonrisa enigmática.

—Entonces será en Soldaia, en Crimea. Ya veréis. Marco se queda atónito.

—Vuestra confianza nos honra, signor Bonnetti —dice Michele haciendo una profunda reverencia.

—Ya sabéis, Michele, que siento cierto afecto por uno de los vuestros —explica el viejo sonriendo con sus ojos transparentes.

Marco, que no entiende su conversación, toma la palabra:

—¿Qué provecho sacaremos con esto? Habéis hablado de recursos; hasta ahora sólo veo vuestras necesidades, señor.

El viejo se hunde más en el sillón con una expresión insatisfecha en sus finos labios.

—Vuestra impertinencia me agrada, joven. Incluso merece un consejo: si los mamelucos os dejan pasar, continuad hasta Herat, al este, sin bajar al estrecho de Ormuz.

—Le repito, signor Bonnetti, que seguiremos la ruta conocida por mi padre, por Crimea.

—¿Entonces pretendéis atravesar el kanato de la Horda de Oro?

—En efecto —confirma Marco.

Bonnetti le mira con una extraña sonrisa que surca su rostro apergaminado.

—En respuesta a vuestra pregunta os dejo un tercio de las ganancias.

Se levanta y con paso vacilante coge una daga dorada y se la tiende a Marco.

—Decidme cuánto me daríais por ella.

Marco examina cuidadosamente el arma, deslustrada en varias partes, y se la devuelve enseguida a su dueño.

—Digamos que se la compraría por cuatro sueldos a un saltimbanqui la noche de Carnaval.

—Bravo. Yo era poco mayor que vos cuando me vendieron esta daga diciéndome que había pertenecido a la reina de Saba. Supongo que quise creerlo. Me salió tan cara que nunca he tenido valor para deshacerme de ella. Tomadla, en recuerdo de mi historia, y que os invite a la prudencia que a mí me faltó…

Es noche cerrada cuando Marco salta al desembarcadero de su casa. La fachada, ya apagada, está cubierta de estalactitas de cera. Aún se ve a través de las ventanas la luz de los grandes candelabros. Marco, lleno de orgullo, entra en la casa apretando contra sí el valioso ajedrez.

Entra en el vestíbulo, atraído por unas carcajadas. La visión le corta el aliento. En los brazos de su padre hay una mujer con un vestido de oro y plata apenas escotado y ceñido bajo el pecho, que Marco reconoce como uno de los de su madre. Por un momento el joven ha creído ver una pareja de la que ya no se acuerda: su padre abrazando a su madre. Pero la risa vulgar de Fiordalisa le devuelve a la realidad. La criada, deformada por el embarazo, lleva un vestido de su ama que seguramente le ha dado Niccolò. Marco ya no tiene ganas de contar su misión. Fiordalisa está bastante achispada, y su criatura llora desconsoladamente en la cuna, a sus pies, sin que ella se dé cuenta. Los músicos tocan aires orientales y una bailarina se contonea jaleada por los presentes. El signor Zeccone juega con el collar de una esclava. Trastornado sin saber por qué, Marco reconoce a Noor-Zade, ataviada con velos y perlas pegadas a su piel morena. No parece la misma así vestida para hacer las delicias de un amo. Sumisa, entregada, está a los pies de Zeccone, que no la mira. Marco siente una rabia indescriptible que le atenaza el vientre.

Zeccone le dirige una amplia sonrisa al verle.

—¡Marco! Ven con nosotros, si te deja tu padre…

Éste invita a su hijo con un guiño. Fiordalisa ya se ha levantado para poner un vaso lleno en la mano de Marco, que lo vacía de un trago.

—Niccolò, estoy encantado con nuestro acuerdo…

—Ya, como que os quedáis con tres cuartas partes de los beneficios además de reembolsaros vuestra aportación…

—Debo confesaros —prosigue Zeccone, riendo— que cuando me invitasteis creí que era para pedirme la mano de mi hija en nombre de vuestro hijo. Me siento aliviado.

Niccolò baja los ojos ante la mirada furiosa de su hijo, mientras Matteo se apresura a llenar el vaso de Zeccone, aunque no hace falta, y desvía la conversación con un tono mundano.

—Marco ha hecho maravillas con esta esclava, es una mongola. Creen que el agua es pura y que si se lavan la profanan…

Zeccone suelta el velo de Noor-Zade.

—Pero Marco la ha lavado él mismo de la cabeza a los pies, no os preocupéis, signor…

—En efecto, creo que huele más a almizcle que un macho cabrío —dice Zeccone con risa un poco forzada.

Marco no quiere oír más y se aleja sin mirar a su padre ni a Noor-Zade, guardándose para sí la magnificencia del pequeño ajedrez y apretando en el puño la daga de la reina de Saba.