7
Las montañas de espuma

Noor-Zade se ha recogido el pelo en una larga cola que se derrama por su espalda. Su piel cobriza confirma la patraña de Marco, que la hace pasar por su esclavo personal ante la tripulación. Como es hijo de mercader nadie se hace preguntas sobre el origen exótico de su criado. Noor-Zade se ha vendado fuertemente el pecho. Y los marineros están tan poco acostumbrados a tratar con los pueblos de Levante que no encuentran sus rasgos particularmente femeninos. Para Marco, sin embargo, la ropa masculina acentúa su feminidad. Ella está radiante. A menudo se sitúa en la proa del barco, sentada al modo oriental con las manos en las rodillas, disfrutando con las salpicaduras de las olas que le acarician la cara. A veces cierra los ojos, pero Marco juraría que sigue viendo a través de los párpados. Como nómada que es, revive al aire libre después de haber pasado años encerrada entre cuatro paredes. Ahora es cuando Marco se da cuenta de cómo languidecía en Venecia. Lleva una pulsera con bolas redondas, perlas de madera con series de signos grabados que parecen extrañas cifras. La desgrana como si fuera un rosario, lo que tal vez forme parte de sus creencias. Marco se ha dejado convencer y piensa llevarla a su casa, al otro lado de las mesetas del techo del mundo, junto a unas cumbres adonde ni siquiera llegan las aves.

Rumbo a su tierra natal, Noor-Zade recuerda el viaje que la llevó hasta Venecia. Arrebatada a los suyos, hambrienta y encadenada, reducida a esclavitud, entre restallidos de látigos para doblegarla. Recuerda su larga agonía en el viaje al mundo de los latinos. Con ese loco deseo que la mantenía viva: ¡ver el mar! Noor-Zade lo divisó por primera vez en Constantinopla. ¡Qué maravilla! La extensión inmensa brillaba con minúsculas manchas de nieve, como una estepa movediza. El balanceo incesante de las olas acompasaba los cánticos del puerto, el silencio de los peces, los graznidos perentorios de las gaviotas. Noor-Zade había permanecido mucho tiempo observando estas aves, tan blancas que parecían hechas con la nieve de su tierra. Seguía con la vista sus evoluciones sobre las cabezas de la gente. Con ellas enviaba mentalmente una llamada de socorro a los suyos. Planeando sobre las olas, se posaban suavemente en la superficie y alzaban el vuelo batiendo las alas, con un pez agitándose en su pico. Noor-Zade se preguntaba si el pez había tenido tiempo de ver a su cazador, o se había visto de pronto en un elemento distinto, con otra visión del mundo, la última. Los gritos de las aves resonaban en sus oídos con estridencia. Noor-Zade sabe que Marco quiere reunirse con su padre y viajar con él a Oriente. ¿Cómo convencerá al mercader nómada para que les lleve a los dos consigo? ¿Por qué iba a llevar de vuelta a una esclava, después de haber cargado con ella hasta Venecia?

Mientras Noor-Zade piensa en el regreso, sola en la proa, Marco, desde su puesto de ballestero en el castillo de popa, observa las lentas maniobras del convoy. Ebrio de libertad, se llena los pulmones de ese aire nuevo, con los cabellos ondeando al viento, las mejillas rociadas por las salpicaduras y un sabor salado en la boca. Las pequeñas galeras, largas, rápidas y manejables, cruzan por delante del pesado navío que corta las olas con la hoja de su proa. Marco advierte que las galeras no maniobran así por diversión, sino para protegerse del viento que bordonea detrás de los altos cascos de los grandes barcos redondos, cargados de mercancías con destino a Alejandría o Constantinopla. El capitán del Nalia dice que es capaz de llegar a Constantinopla en un mes. Viendo la velocidad con que navega, Marco empieza a creerlo.

Tres semanas después de levar anclas aparece la costa chipriota, majestuosa y dorada, orlada de una franja ancha de color azul turquesa que resalta, casi con indecencia, el brillo de su roca coralina. Marco decide desembarcar. Se lleva consigo a Noor-Zade. Los dos saltan a la chalupa, junto con los oficiales de permiso y varios peregrinos. Uno tras otro bajan a tierra en el embarcadero.

Se adentran en el laberinto de callejas. Las paredes encaladas reflejan una luz cegadora. La sensación de pisar tierra firme después de tantos días en el mar es nueva para Marco. Divertido, trastabilla varias veces, como si tuviera vértigo, apoyándose en las paredes de piedra blanca. Poco a poco sus pasos van siendo más firmes. Marco pasa junto a unas enormes pirámides de color naranja y ocre, cuyos puestos, por modestos que puedan parecerle a un ojo poco experto, esconden la fortuna de su dueño. Marco conoce bien estos procedimientos de disimulo, empleados profusamente por su tío Il Vecchio. El asiento del comerciante es de rica factura, para que el dueño esté cómodo durante las largas horas que pasa vendiendo, aunque dedica la mayor parte de su tiempo visitando a los otros comerciantes y a los proveedores. De repente un hombre se vuelve y tropieza con Noor-Zade. La joven se queda quieta. Un largo sable curvo, con la hoja tan reluciente y afilada como gastada está la empuñadura, pende al costado del desconocido. Alto y erguido, lleva una túnica sujeta con un cinto. Levanta el brazo, dispuesto a golpear a Noor-Zade, cuando advierte la presencia de Marco. Enseguida cambia la expresión de su rostro moreno, alargado por una barba puntiaguda, y su mandíbula se abre en una sonrisa inofensiva que revela una dentadura en buen estado para su edad. Entre su pelo negro relucen hilos de plata. Su piel, oscurecida por años al sol, aparece tersa como un pergamino sobre los huesos prominentes de su cara. Su mirada parece capaz de fulminar a cualquiera. Unos ojos enormes, pintados con kohl, negros y penetrantes como los de un felino; se diría que han contemplado todos los secretos del mundo. Deja caer el brazo junto al sable. La muchacha corre a refugiarse detrás de Marco. El desconocido, aprovechando su perplejidad, se adelanta con una gran sonrisa.

—¿Así que este esclavo es vuestro? —pregunta en perfecto veneciano—. ¿De dónde os lo han traído, señor…?

—Marco Polo, ciudadano de Venecia —se presenta Marco al extranjero.

El otro se inclina con un saludo oriental, frente, boca, corazón.

—Kunze al-Jair es mi nombre. Vengo de Persia.

Esta vez Marco reconoce un ligero acento.

—¿Volvéis allá?

Inshallah… —dice el persa señalando el cielo—. Pronto me embarcaré en el convoy rumbo a Acre. Pero no habéis contestado a mi pregunta.

—Viene conmigo desde Venecia. ¡Un buen muchacho!

—Es extraño, se parece a un esclavo que tuve hace tiempo.

Marco está turbado.

—Bueno, ya sabéis, todos los turcomanos se parecen.

—No, señor Polo, os equivocáis, no es un turcomano. Los conozco bien. Creo que ella procede de mucho más lejos.

Kunze al-Jair ha reconocido el sexo de Noor-Zade. La muchacha mira obstinadamente al suelo. El joven veneciano siente que el sudor le cubre la frente y le resbala por las sienes. Hace como si no hubiera oído. El persa se echa a reír.

—A lo mejor me equivoco.

Marco también ríe.

—Señor, quizá nos veamos en el convoy, porque yo también viajo a Acre.

Inshallah… —se limita a repetir el persa.

Marco se despierta bruscamente. ¿Quién está dando portazos? No. Sólo es la puerta del camarote que golpea el marco, pero con tal violencia que parece que va a desquiciarse. A sus pies, Noor-Zade vela desde hace tiempo, como delata su cara descompuesta, su respiración anhelante, sus ojos clavados en la cubierta del barco. Marco decide subir. Sale del camarote a duras penas. El barco se tambalea como un hombre borracho. El viento silba en las velas impotentes. Los dos mástiles crujen peligrosamente. El pabellón da violentos latigazos. La lluvia cae como una nube de flechas sobre la tripulación. La noche se ilumina con los reflejos negros de la tormenta. Las olas se alzan por todas partes, retorciéndose en una danza alocada, tan altas que parecen montañas en movimiento. El barco se monta en una arista blanca, se empina como si quisiera alzar el vuelo. Se mantiene en equilibrio en la cima, vacilando al borde de la sima. Luego cae con gran estruendo al inmenso precipicio abierto en el mar. La sacudida es tan violenta que parece que el barco va a zozobrar en la espuma.

Marco baja rápidamente en busca de Noor-Zade.

Ella sube detrás de él hasta la escotilla, y en ese preciso momento una ola que rompe en cubierta la deja calada hasta los huesos. Con un movimiento instintivo, Noor-Zade se arroja en brazos de Marco, gritando. El joven, sorprendido, busca también el calor del abrazo. Una violenta sensación se apodera de él. El sacerdote observa con recelo esa pareja de un ballestero y su sirviente. Marco se da cuenta y aparta delicadamente a Noor-Zade.

—Ven —cuchichea.

La arrastra al castillo de popa, la cubierta más resguardada del barco, sorteando las jarcias que se tensan por todas partes, manejadas por los marineros. Tropiezan con las pesadas anclas que resbalan por cubierta, como simples peones en un tablero de ajedrez. Desconcertado por la mirada angustiada de Noor-Zade, Marco lamenta haberla traído consigo. En la popa, en el establo, las ovejas, las vacas y los cerdos se alborotan lanzando gruñidos estridentes. El olor del pánico se ha extendido por el navío. Los marineros arrían las grandes velas latinas e izan el papaficho.

—¡Virad de bordo! ¡Virad de bordo! —grita el capitán—. ¡A la capa!

Ocho hombres se apoyan en el gobernalle, mientras que dos grumetes imberbes hacen girar la verga alrededor del palo para mantener el punto de driza al viento. Uno de ellos suelta el cabo y las olas le arrojan contra el casco del barco. Marco ni siquiera ha visto su cara. Le oye gritar cuando se estrella contra la madera claveteada. Su grito se repite mil veces en la cabeza de Marco, hasta la náusea. Ha corrido en su ayuda, inútilmente, porque el hombre ya está destrozado por el hierro de las anclas, y las olas lavan la sangre que ha brotado al instante. El joven veneciano se separa de Noor-Zade y echa una mano al otro grumetillo, que ha quedado en mala posición. Entre los dos consiguen resistir la fuerza del viento para fijar el punto de driza.

—¡Las velas van a soltarse! —se desgañita el grumete para hacerse oír sobre el estruendo de la tempestad.

Marco mira el palo trinquete. La vela se estira, chorreando agua como una llaga sanguinolenta, en una tensión dolorosa, vacilante. Una ola tan alta como un campanario derriba a la tripulación al desplomarse sobre cubierta. Durante un instante el cielo ilumina con sus rayos el mar embravecido. La noche se vuelve tan blanca que adquiere el aspecto fantasmagórico de una alucinación. Un estruendo horroroso arranca un lamento desgarrador a la tripulación. No es más que un trueno, pero basta para que todos abandonen sus puestos y corran, asustados, al centro de la cubierta, donde el sacerdote recita jaculatorias desesperadas. Los marineros, olvidándose de las maniobras, rezan con él, dejando el barco a merced de la tempestad. El capitán, furioso y desesperado, intenta que su tripulación reanude la batalla. Para sorpresa de Marco, Noor-Zade, aterrorizada, se une a los marineros y reza con ellos en su lengua, desgranando su rosario de madera.

—¡Capitán, micer Polo debe impedir que su esclavo invoque al diablo! ¡Esta tempestad es culpa suya!

Todos se vuelven hacia Marco, aprobando las palabras del cura. El eclesiástico, enardecido, ha agarrado a Noor-Zade, que protesta en su lengua y se debate asestando fuertes patadas, esquivadas con dificultad por su agresor. Los marineros se aprestan a ayudarle. Marco entra en la refriega, demasiado tarde. Un hombre palpa el pecho de Noor-Zade, que le rechaza con violencia; el hombre cae con todo su peso sobre el veneciano y ambos ruedan por la cubierta mojada.

—¡Es una mujer! ¡Una diabla! —exclama el marinero caído.

El capitán, ocupado con la maniobra, aunque los elementos apenas le dejan hacer nada, se asoma al oír el escándalo.

—¡Eh, señor Farenna! ¿A qué viene tanto griterío?

Marco se levanta antes que Farenna, al que no había reconocido.

—¡Niente, mi capitán, una simple broma… de vuestro segundo! —grita Marco.

Éste, enfurecido al ver que se pone en duda su palabra, arremete contra Noor-Zade.

—¡Per Bacco, no, mi capitán, y lo demostraré!

Con un ataque tan brutal que toda resistencia de Noor-Zade es vana, Farenna desgarra su vestido masculino de arriba abajo, descubriendo el triángulo impúdico que oscurece sus muslos cobrizos. Todos, incluido Marco, retroceden como si hubieran visto al diablo en persona. El sacerdote esgrime la cruz con manos temblorosas contra la muchacha, que procura cubrirse con el paño, mucho más asustada y desamparada que la tripulación.

El capitán, manteniendo la sangre fría, pone orden en la tripulación y para calmar los ánimos manda arrestar a Marco y Noor-Zade, después de apoderarse de la ballesta del joven.

En la cala los crujidos del barco parecen gritos. Medio sumergidos en el agua, encerrados en una oscuridad casi total, ahogados por un olor insoportable, los dos jóvenes se zarandean con las sacudidas violentas del barco, chocando entre sí. Los grilletes les muerden los tobillos y las muñecas, dejándoselos en carne viva. La sal en las llagas agrava el tormento. Noor-Zade, arrecida, tirita de frío con los labios azules. Su estómago rebelde no aguanta más el maltrato y vomita hasta los hígados. Marco, más entero, tampoco se encuentra en un estado mucho mejor. El mar arremete con ensañamiento contra el casco, con ecos de fin del mundo. El joven impide que Noor-Zade resbale y se sumerja en el agua, donde se ahogaría en un santiamén. Le entran ganas de llorar cuando piensa en esta muerte absurda tan cerca de la costa de Venecia, en el anonimato más completo.

Pero aún no les ha llegado el momento de rendir el alma a Dios. Hambrientos, sedientos, con el estómago revuelto, cuando les van a buscar yacen en un estado lamentable. Les arrastran brutalmente hacia la escala. Salen a la luz del día y les arrojan sin miramientos sobre cubierta. Marco se levanta, luchando contra la fatiga. La superficie brutal del agua le ciega con el resplandor de su espejo. Tarda un poco en darse cuenta de que el mar, por el momento, se ha calmado. La inmensa extensión brilla como un jardín de joyas que tapiza el horizonte. El cielo azul está surcado, aquí y allá, por cintas de color gris plateado.

Mientras Marco se recupera, el capitán le habla en tono formal:

—Micer Polo, ¿acaso os vendieron la esclava haciéndola pasar por un macho? ¡En ese caso, valiente comerciante sois, señor! Pero inocente del crimen de introducir clandestinamente una hembra en mi navío.

Varios marineros se ríen, pero la mayoría están consternados por la presencia de Noor-Zade. La muchacha se aprieta el vientre con las manos cobrizas, con tanta fuerza que tiene blancos los nudillos. Convencida de que ha llegado su última hora, aguarda con inquietud la respuesta de Marco Polo. El joven ve las caras de odio de los presentes, dispuestos a descargar su rabia en cuanto abra la boca. Noor-Zade le lanza una mirada feroz, mezcla de furia y miedo. Sus labios hinchados se aprietan a medida que su pecho se eleva con espasmos, como una ahogada.

Marco se dirige al capitán, con ademán altivo. La sal, secada al sol, blanquea sus mejillas macilentas.

—En efecto, capitán, mi esclavo es una mujer. Y supongo que nadie tendrá nada que objetar —añade Marco con un candor que provoca las sonrisas cómplices de los hombres privados de las tiernas caricias femeninas desde que embarcaron.

Parece que ha ganado la partida, pero no cuenta con el cura, fanático, que levanta los brazos al cielo.

—¡Es una criatura de Satanás, hay que prenderla y arrojarla al agua! ¡Es nuestra única posibilidad de salvación!

Como si quisiera confirmar sus palabras, un trueno espantoso retumba en el cielo y les ensordece.

Le amarran en lo alto de una verga. La náusea se apodera de él y anula su voluntad. En el otro extremo cuelgan a Noor-Zade, que no reacciona. Parece que se ha dado por vencida. La han azotado para expulsar el espíritu del Maligno de su cuerpo, que está surcado de verdugones. Sus miradas se han cruzado hasta que Noor-Zade ha perdido el conocimiento. La violencia de la tempestad ha enfurecido a Farenna, convertido en verdugo. Marco nunca pudo imaginar que el juego del Rialto pudiera llevarle tan lejos. Los gritos desgarradores de Noor-Zade se confundían con los estampidos siniestros del trueno, cuyo eco retumbaba sobre la espuma de las olas encrespadas. Nada parecía detener la mano de Farenna. El joven levanta la mirada hacia las masas de negros nubarrones. El rayo se abate violentamente sobre el mar. Cegado, cierra los ojos. Las ráfagas surcan la sombra de sus párpados. Poco a poco sus sentidos le abandonan…

… El águila real vuela sobre el mar, escrutándolo desde su arrogante altura. Por puro placer desciende hasta el agua, planea rozando la espuma blanca y vuelve a elevarse con un aletazo imperceptible. Podrían lanzarle flechas desde el barco, pero a ella le trae sin cuidado, y se aleja despreciando a los hombres cuyos pies dependen de la tierra. De repente, aunque está lejos de la costa, recibe varios proyectiles de distintos tamaños que resuenan en su cabeza, débilmente pero con constancia… Marco Polo… Marco Polo…

Débilmente, pero con constancia, el veneciano oye su nombre repetido.

A duras penas abre los párpados, que le pesan, y cree reconocer en cubierta una figura familiar, con un turbante del que salen unos hilos plateados. Kunze al-Jair gesticula delante del capitán y el sacerdote. Marco capta retazos de la discusión:

—Marco Polo… no os lo permitiré… ¡asesinato!… autoridad dependiente… calma después de la tempestad…

La discusión se acalora tanto que llegan a las manos. Kunze empuja violentamente al capitán. Marco se asombra del vigor de ese hombre, que parece tan seguro de sí mismo. Una ola barre de nuevo la cubierta. De pronto Marco nota que bajan la cuerda de la que está colgado. Cuando toca la cubierta se desmorona como un pelele de Carnaval. El propio Kunze le ayuda a levantarse, mientras desatan a Noor-Zade.

Marco apenas puede caminar. Tiene todo el cuerpo debilitado por el suplicio, azotado por la tempestad. Incapaz de pronunciar palabra, Marco hace una seña en dirección a Noor-Zade.

—No tengáis cuidado, yo mismo me ocuparé de ella… —añade Kunze, encantado.

En el camarote, Marco se tiende en el estrecho catre y se repone con las provisiones de los otros miembros de la tripulación, considerando que donde hay necesidad no puede haber recato.

—¿Cómo lo habéis conseguido, señor Kunze? —consigue murmurar después de sorber cinco o seis huevos.

—Fuerza de persuasión —le responde Kunze con aplomo.

—Os debo la vida.

—¿Por qué no dijisteis que desconocíais la impostura de vuestra esclava? Entonces sólo la habrían castigado a ella.

—Porque no era verdad.

Kunze mira con admiración al joven. Furtivamente, unos recuerdos demasiado lejanos le vienen a las mientes: matar y morir por su fe. Pero la Ley del Camino se le acabó imponiendo en los desiertos y las estepas, en los glaciares y las montañas más altas, batallando contra el hambre, el frío y el miedo. Ningún hombre se resiste a ella. «Tampoco él», se dice Kunze.

Han bajado también a Noor-Zade, martirizada, y la dejan al lado de Marco. A pesar de su debilidad, el veneciano consigue arrastrarse hasta ella.

Per Bacco!, Noor-Zade, por mi culpa, ¿qué le han hecho?

—Lo que se merecía. Estuvo a punto de hacer que os mataran.

Kunze saca una cajita del bolsillo de su capa, coge un pellizco del polvo negro que contiene y se lo hace aspirar a la muchacha, que reacciona de inmediato.

—Es pimienta de Alejandría —le explica el persa a Marco.

El veneciano se pregunta por qué ese hombre gasta la más cara de las especias para reanimar a una esclava poco después de haberle aconsejado que la arrojara al mar. Noor-Zade abre los ojos y mira atónita a Kunze. Su mirada se dulcifica cuando ve al veneciano.

Con una voz cortante y en una lengua desconocida, Kunze le ordena algo a Noor-Zade, que se apresura a obedecer, tumbándose de bruces. Marco adivina el hueco de sus pechos en la tosca arpillera que cubre el catre del camarote. Un ligero estremecimiento recorre la espalda magullada.

Kunze saca un ungüento de una caja cincelada y lo calienta entre las palmas de las manos. Luego aplica una fina capa sobre las llagas de la muchacha, que soporta el contacto con la repulsión del agua por el fuego. Cierra los ojos, mordiéndose los labios de oro oscuro. En la comisura de sus párpados brilla una gota de sudor, ¿o es una lágrima? Sin embargo el persa le trata con la delicadeza de un padre que cura a su hijo.

—Habláis su lengua —se asombra el veneciano.

Kunze fija su mirada penetrante en Marco.

—También hablo la vuestra, señor Polo.

Por fin Kunze se levanta. Noor-Zade deja escapar un profundo suspiro de alivio y se hace un ovillo.

—Os dejo descansar —dice Kunze antes de añadir—: cuidado con ella, estas mujeres conocen sortilegios cuyos poderes ignoráis.

Marco mira a Noor-Zade. Parece tan inofensiva y vulnerable… Por ahora la tempestad ha cesado, ya no piensan tirarles al agua sino desembarcarles en el primer puerto, Acre.

—¿Noor-Zade…?

Ella no contesta, pero Marco sabe, por el temblor de sus hombros morenos, que le ha oído. Su pelo, recogido en guedejas negras, le cubre la cara, dejando entrever el brillo del sudor y las lágrimas.