18
La estepa

Los ardientes rayos de sol se filtran a través de los finos fieltros de la tienda. Unos pájaros imposibles comienzan sus trinos. Todas las mañanas, desde Tabriz, Noor-Zade se despierta antes del alba. Por la noche, en sus pesadillas, revive su violación. Entonces recuerda con emoción el antes, cuando había imaginado que era Marco quien la seguía. Aprieta los dientes, luchando contra una náusea amarga. Han abusado de ella, la han humillado como a una esclava cualquiera. A veces se olvida de su condición, sobre todo desde que hace el camino de regreso. Marco se mueve en sueños. Ella suspira. Nunca se atreverá a decírselo.

De repente Noor-Zade se levanta, rígida, tropezando con el techo de la tienda. Se aprieta el vientre con las manos. Apenas tiene tiempo de salir, y vomita con unas arcadas dolorosas y violentas.

—¿Qué pasa? —pregunta Marco, adormilado.

Noor-Zade se enjuaga la boca con kumis. Con un sabor agrio en el paladar, contesta:

—No es nada, dormid, señor Marco.

Se tumba en el suelo a la sombra de la tienda. Le gusta haber recuperado la austeridad de la vida al aire libre. La sencillez de los poblados nómadas. Allá en su tierra, bajo las parras, bailarán todo el verano. Deja que su mirada vague por los pliegues del horizonte, del color de las uvas negras. Detrás de ella Marco se levanta y se pone la túnica. Noor-Zade mira hacia la oscuridad del guer. La claridad del alba perfila en transparencia los músculos jóvenes del veneciano, casi tan fornido como un mongol. Desde que partieron, hace más de un año, el joven noble veneciano que ella conoció, vanidoso e ingenuo, va dando paso al aventurero fornido y valiente. La muchacha vuelve la cabeza, sintiendo mareos.

Marco se arrodilla a su lado. Pone la mano en la frente tibia de Noor-Zade.

—¿Quieres que llame a Michele?

Ella le rechaza.

—No, no, estoy bien.

—Pero desde hace varias semanas te despiertas con malestar.

Noor-Zade levanta la cabeza. La aurora ilumina sus pestañas negras y lisas.

El joven le coge la mano. Con el contacto ella siente un calor que reconforta su cuerpo aterido a pesar del torpor del aire ya seco. Titubea, suspira profundamente. Levanta la vista hacia los ojos claros de Marco.

Él la coge por los hombros.

—Confía en mí.

—Creo que estoy embarazada —dice Noor-Zade.

Los ojos del veneciano empiezan a brillar como un diamante azul. En sus mejillas, adelgazadas desde su partida de Venecia, se forman dos hoyuelos de felicidad. Marco hace rodar a Noor-Zade por el suelo, estrechándola en sus fuertes brazos.

—¡Llevas un hijo mío! —exclama en el colmo de la felicidad—. ¡Ven, vamos a decírselo a mi padre!

—¡No! ¡Os lo suplico, señor Marco! Nadie debe enterarse.

—¿Y eso por qué?

Los dos se han levantado y se han sentado sobre los talones. Ella titubea.

—Antes, cuando estaba en mi país… iba a casarme —dice con un suspiro.

Marco, impresionado por la noticia, calla y observa el rostro pálido de la muchacha.

—Ahora, con un niño, no sé si podría…

—¿Crees que podrías de todos modos? No olvides tu condición —le suelta él con crueldad.

Noor-Zade le clava una mirada anegada en lágrimas. Sus labios tiemblan de furia. Se levanta y corre, desapareciendo entre el laberinto de las tiendas.

En cuanto ha dejado atrás la última tienda del campamento una mano la agarra del pelo y la arrastra violentamente detrás de una carreta de cofres, fuera del alcance de las miradas indiscretas. Una palma ancha le tapa la boca, le aplasta los dientes. Ella se debate y arranca un jirón del vestido del hombre. Él la inmoviliza, pero Noor-Zade ha tenido tiempo de ver la vieja cicatriz al lado del hombro, huella de una arma blanca. Su corazón se desboca, late tan fuerte que piensa que él podría oírlo. Unas gotas de sudor le mojan el pelo de la frente. Vacilante, levanta los ojos horrorizados para mirarle. Quiere gritar. Lucha con todas sus fuerzas para seguir de pie. Su corazón contraído le bombea en el pecho con espantosa violencia, como si quisiera salírsele. Los golpes se abaten sobre sus sienes, ensordecedores. Su cabeza está a punto de estallar. Empieza a ver chiribitas.

—¡El niño que llevas dentro me pertenece! —dice Kunze con voz ronca—. Si vive te lo quitaré y no volverás a verle nunca.

—Él no… —dice ella con un hilo de voz.

Una mañana, a la hora prima, Marco se despierta con un gran estrépito. Fuera, mientras el cielo clarea apenas en ese comienzo de otoño, los mongoles están muy atareados. Las mujeres enrollan con rapidez los fieltros y los hombres se apresuran a desmontar las armaduras de madera. Las tiendas, plegadas, se guardan en las carretas en un orden preciso. Cubren cuidadosamente los rescoldos de las fogatas con tierra. Algunas yurtas son colocadas, sin desmontar, en grandes carretas. El joven admira esta habilidad que les da a los mongoles una movilidad envidiada por los ejércitos cristianos.

A lo lejos un grupo de jinetes persigue una manada de caballos lanzados al galope.

Argún, montado en un castrado blanco, con una vara larga terminada en un lazo, se para en seco al lado de Marco.

—¡Marco Polo! ¿Vienes conmigo? —le propone.

El veneciano le sigue sin saber adonde se dirigen. En medio del llano hay un caballo con las manos trabadas. El animal tiene patas cortas y figura rechoncha. A pesar de todo se le marcan los huesos en el cuero raído. Patalea, listo para saltar, como si no estuviera domado. La silla estrecha se adapta perfectamente a su lomo anguloso.

El mongol desmonta ágilmente.

—Sujeta la brida —le dice a Marco.

Mientras tanto Argún, con un gesto rápido y seguro, desata al animal, que inmediatamente intenta encabritarse. Marco le retiene con firmeza, ante la atenta mirada de Argún.

—Móntalo con suavidad —le recomienda el mongol.

El joven salta sobre el caballo, que da un salto hacia delante y luego se queda quieto, con las patas separadas. Marco tira de las riendas. El animal está como paralizado, no se mueve. El veneciano siente la tensión bajo los músculos contenidos. Le clava los talones en los costados. Bruscamente el caballo se agacha, tocando el suelo con el vientre y, como un tigre, salta por el aire retorciendo la grupa y coceando como un loco. Su jinete cae al suelo como un ídolo de fieltro.

—¡Con suavidad! —repite Argún riendo.

Marco, sin aliento, se levanta penosamente, palpándose las costillas para ver si tiene algo roto. Argún ha atrapado el caballo y le invita a montarlo otra vez. El veneciano suspira y acaricia delicadamente al animal, que relincha. Con mucho cuidado, como le ha visto hacer a Noor-Zade y a Argún, Marco se sube a la silla. Aprieta delicadamente los muslos contra los flancos del caballo. El animal avanza con un paso nervioso, atento a las reacciones de su jinete.

Con el solo impulso de su voluntad, Argún lanza su montura a un galope rápido que arrastra al caballo de Marco tras de sí. Imitando al mongol, el joven se acuesta prácticamente sobre el cuello del bruto. Parece que su caballo va a echar a volar. Marco aprieta las riendas con tal fuerza que tiene los dedos resbaladizos por el sudor. El viento le zumba en los oídos, el pelo le azota el cráneo. Sólo oye el estruendo de los cascos. La llanura queda atrás a velocidad vertiginosa. Apretado contra su montura, luchando por mantenerse en los estribos, Marco siente que le falta el aliento. Ante él Argún y su animal forman uno solo, verdadera criatura de las estepas. Su gallardía de jinete contrasta con su tosquedad de a pie, con unos muslos gruesos como troncos que sostienen su torso de coloso. Enseguida llegan a la manada de caballos, en la que se adentra Argún sin temor. El mongol enarbola el lazo, elige una presa y abalanza a su caballo contra ella, casi con ferocidad. El animal intenta huir con bruscos regates, pero Argún, implacable, le sigue sin apartarse de él. De pronto se pone de pie sobre los estribos y echa hábilmente el lazo, que rodea el cuello del caballo. Argún obliga a su montura a salir de la manada. El otro animal se resiste, se encabrita, cocea y relincha. El mongol se pone la vara debajo del brazo. Su montura se ha detenido, dócil. El otro caballo sigue debatiéndose, escupiendo por los ollares. Argún desmonta con cuidado y se le acerca despacio pero sin vacilar. El caballo permanece inmóvil, listo para saltar. El príncipe mongol le acaricia con seguridad la cabeza, el cuello.

Unos sirvientes a caballo, avezados en estas lides, en cuanto han visto que el animal estaba atado le han puesto una silla.

Argún le enseña a Marco cómo ensillan los mongoles a sus caballos. Aprieta las dos cinchas con una energía feroz. Los brutos llevan sus marcas en los costados.

Regresan al campamento al trote corto, cruzando unas miradas de complicidad que no habrían imaginado horas antes. Más adelante Argún ve a Noor-Zade que, con otras mujeres, está fabricando cordones a partir de nervios.

Unos hombres están ordeñando unas yeguas, mientras otros agitan un palo largo y hueco dentro de un gran odre para hacer kumis con la leche. Baten con energía hasta que empieza a subir, para sacar la mantequilla.

—Te compro tu esclava —propone el príncipe mongol—. Te doy una pequeña húngara a cambio.

—No, Argún, es mía —contesta Marco sonriendo.

—¡Me parece que esa potranca es la que te ha domado a ti!

Argún pone unos trozos de carne cruda bajo su silla.

Antes de partir los chamanes vierten kumis sobre los estribos de cada caballo y sobre sus crines.

Hombres y mujeres enganchan a las tiendas bueyes y camellos, guiados por un solo hombre de pie en el eje, grueso como el mástil de una galera. Algunos tiros tienen hasta veintidós bueyes. Las carretas están amarradas entre sí formando un enorme convoy que hasta las mujeres son capaces de maniobrar hábilmente. Se oyen gritos, restallan látigos, los camellos van desapareciendo bajo los grandes bultos que cuelgan a los lados de sus jorobas.

Marco se reúne con los suyos, que están ya listos para partir. Los caballos están cargados con la pequeña tienda y los cacharros de cocina.

Se da la orden de partida. El inmenso convoy de varias leguas de largo avanza lentamente. Cuando la carretera se estrecha separan las carretas para hácerlas pasar una tras otra, y luego vuelven a amarrarlas entre sí. Las carretas, que avanzan con las tiendas mongolas a cuestas, haciendo temblar la tierra bajo las pezuñas, dan la impresión de una extraña ciudad en movimiento.

—Con estas armas no tememos a nuestros enemigos —dice Argún.

Dos semanas después de levantar el campamento la horda de mongoles hace paradas breves de uno o dos días, que aprovechan para dedicarse a sus ejercicios preferidos: tiro con arco, lucha y carreras de caballos.

El joven príncipe exhibe con orgullo un arco mongol de vara encorvada. La cuerda, hecha con tendones y nervios, es tan dura que el veneciano no puede tensarla. Michele observa con interés los intentos de su amigo. Argún le coge el arma.

—¿Quiénes son vuestros enemigos? —pregunta Marco.

Argún se pone un anillo de plata en el pulgar derecho para que no se le clave la cuerda.

—Todos los que se niegan a someterse.

Se ha fijado en unas pacas de heno que están a quinientos pasos de distancia, cerca de donde se encuentran el ilján Abaga, Niccolò y Kunze, ante una multitud de guerreros que observan con atención. Argún tensa todos los músculos de sus brazos fornidos. Se concentra hasta alcanzar una inmovilidad perfecta, que parece impropia de él, levanta el arco y dispara la flecha sin detenerse a apuntar. El proyectil describe una curva, elevándose hacia el cielo para caer luego en picado y clavarse en el blanco, que cae con el impacto.

Uuqai![6] —grita la multitud.

Argún sonríe con satisfacción.

—Sometemos a todos los pueblos de la tierra, incluso a los que creen estar mejor armados que nosotros. Mi abuelo Hulagu derrotó a los asesinos, que se creían capaces de resistir. ¡Te toca! —dice, retador.

Con menos aplomo que su contrincante, Marco arma su ballesta con movimientos precisos, ante la atenta mirada del mongol. Con los pies bien plantados en el suelo de la estepa, apoya el codo en las costillas. Levanta la mira por encima del blanco, tan alejado que basta un suspiro para desviar el tiro. Aspira profundamente, baja la ballesta despacio hacia el corazón de la paca que, allá a lo lejos, justo sobre el horizonte, parece palpitar al compás del suyo. El cuadrillo sale disparado.

Uuqai! —vuelve a gritar la multitud.

Marco se relaja, sudoroso y jadeante.

En ese momento un mensajero mongol atraviesa a galope tendido las tiendas con una destreza extraordinaria. A dos tiros de piedra de Abaga aminora la marcha, sudando tanto como su montura. El jinete salta del caballo y cae desplomado, por respeto y seguramente por agotamiento, a los pies del ilján. Éste se distrae del espectáculo. Su gente, a una señal suya, ha dejado que el mensajero se acerque hasta él. Abaga le indica que puede hablar. El correo, sin levantarse, le transmite el mensaje.

—Señor Abaga, noticias de Acre.

—Ven —ordena el ilján, y se aparta con él, observado por la tropa que, prudentemente, no se aleja demasiado.

Marco y Argún, en una galopada, se han unido al séquito. Después de una corta conversación Abaga despide al mensajero y luego se acerca a Argún, con aire satisfecho.

—Hijo mío, se ha firmado la paz con Baybars hace pocos meses, el 15 de mayo de 1272.

—¡De modo que ese perro sarraceno todavía está vivo! —ruge Argún apretando el puño.

—¡Ahora podremos dedicar todos nuestros esfuerzos a acabar con esa serpiente de Kaidu! —concluye Abaga con ojos brillantes—. Ya que además Eduardo de Inglaterra se ha vuelto a su país con sus ideas de cruzada.

Le hace una seña a Michele para que se acerque. Su aliento revuelve el estómago frágil del judío.

—Un asesino ha asestado una puñalada emponzoñada a Eduardo de Inglaterra.

Michele se queda sin aliento.

—¿El príncipe… ha…?

—No, pero habrá pensado que la región es demasiado peligrosa. Puedes estar orgulloso de ti, Michele. La paz, en parte, es obra tuya.

Argún, dejando el arco, le dice a Marco:

—Mira a mi hermano, dispara casi tan bien como yo.

—¡Con éste, ya deben de ser treinta los hermanos que me has presentado!

Argún saca pecho.

—Todos somos hijos de Gengis Kan. ¡Mi glorioso abuelo tenía quinientas esposas! —dice el mongol—. Él solo habría podido fecundar a toda nuestra raza. Mi padre sólo tiene cincuenta.

—¿Y tú, todavía no te has casado?

—Pronto lo haré, y te invitaré a la boda —contesta Argún con mirada maliciosa.

Se acerca a Marco y le quita a la fuerza la ballesta. El joven veneciano va a protestar cuando Argún le alarga su propio arco. Marco lo coge, emocionado. Observa que la madera está tallada con figuras de plumas y un pico de águila. Quizá sea la primera vez que el mongol da algo a cambio de lo que toma.

Mientras Argún se reúne con su padre, Niccolò se acerca a su hijo y le tira de la manga.

—Marco, no deberías tomarte tantas confianzas con estos bárbaros. No son de nuestro mundo.

—Aquí los que no somos de su mundo somos nosotros, padre.

Cuando todavía están a un mes de camino de Herat, Argún le anuncia a Marco que va a tomar a su primera esposa. La ha comprado por cinco caballos. Invita a Marco a la «ceremonia». La joven está escondida en casa de sus padres, y el novio tiene que encontrarla y raptarla para llevársela a la suya. Argún, vestido de guerrero, con su casco puntiagudo, cabalga en un magnífico corcel con la hermosa silla de la cabeza de águila. Una hilera de honor lleva a la tienda de sus suegros. La atraviesa entre las aclamaciones de la multitud, que espera con impaciencia el momento de abrir los odres de kumis, una vez consumada la boda. Argún, bizarro, detiene el caballo, rodeado de lugartenientes, entre los que hay un sitio reservado para Marco. El príncipe mongol desmonta y entra en la tienda. Aparentemente está vacía. Argún explora la penumbra con sus ojos de gato. Dentro sólo se ven cojines. Saca el látigo y empieza a golpear los cojines. Se oye un grito y una forma empieza a moverse. El joven se acerca al escondite de su prometida. La muchacha le mira, asustada. Argún, con una carcajada triunfal, deja que se escape corriendo. Un momento después el mongol sale en su persecución, muy divertido. Cuando se cansa acelera la carrera y se abalanza sobre ella. La muchacha se defiende con puñetazos, que para él son caricias. La levanta sin contemplaciones y se la echa a hombros, entre vítores de los suyos. Casi sin esfuerzo la sube en la silla. Con su presa, el raptor sale al galope. La joven sólo ha tenido tiempo de agarrarse a las crines, y se aprieta contra el animal para no caer al suelo de la estepa. Pero la carrera es tan violenta que los dedos se le escurren por los gruesos pelos. Por suerte el mongol la aprieta con ardor contra su cuerpo. Toda su tropa le sigue a caballo con grandes voces. Argún se detiene delante de su tienda, desmonta, coge a su novia en brazos y la lleva dentro, donde la viola con una brutalidad experta, entre los comentarios entusiasmados de sus compañeros. Argún siente ese cuerpo ondular entre sus brazos, que le excita con su resistencia vana pero necesaria. Marco, apartado, ve cómo la novia, honrada por un príncipe heredero, se debate a pesar de todo. Bebe con los demás y se divierte con ese juego brutal del amor. Los compañeros de Argún gritan como animales acompasando los movimientos de su señor. La novia, derrotada, le deja hacer, con la cara crispada, esperando a que termine. De repente el joven veneciano ve a Noor-Zade detrás de las cortinas. Con el ceño fruncido y las mejillas enrojecidas, sus labios tiemblan lo mismo que sus manos, sobre su vientre redondo. Como si hubiera notado la mirada de Marco, clava sus ojos brillantes en los de él. El eco de las incitaciones bárbaras resuena en la cabeza del veneciano, ahora ya como algo lejano. Desvía la mirada del espectáculo con un nudo de vergüenza brutal en la garganta.