15
Los adoradores del fuego
—¡Al ladrón! ¡Al ladrón!
Apenas ha empezado a clarear cuando la voz de Niccolò resuena en las viejas paredes de piedra del caravasar.
Marco, aún soñoliento, corre a la barandilla. Su padre está despeinado, medio desnudo a pesar de la temperatura fresca de la madrugada, con ojos desorbitados.
—¡El frasco de aceite sagrado ha desaparecido!
En ese momento aparece Matteo, ajustándose con torpeza el bonete en la calva.
—¿Estás seguro? ¿Dónde estaba?
—¡Allí, allí estaba! ¡Ven! ¡Venid! ¡Todos, a mi cuarto!
Matteo y Marco le siguen hasta su celda. La chica de esa noche se confunde aún con las sábanas, en desorden.
—Siempre lo llevo encima, colgado del cuello, con la placa del Gran Kan, y ¡mirad! —exclama Niccolò mostrando su pecho velludo apenas cubierto con una toga de paño grueso—. ¡Ya no está!
En efecto, sólo queda la placa, que brilla sobre unos arañazos recientes.
—¿Qué vamos a hacer, Niccolò? —dice Matteo, preocupado—. Antes los monjes, ahora el aceite… no podemos presentarnos así ante Kublai.
Niccolò recorre a zancadas su cuarto de esquina a esquina, enfurecido.
—Con las manos vacías, ya lo sé, Matteo. Sería una gran afrenta. Pero ya hemos perdido un tiempo precioso en ultramar. Tenemos que darnos prisa en llegar a Khanbaliq, por lo que tú sabes —añade en tono cómplice.
—Señor Niccolò, no olvidéis que la nieve nos detendrá más adelante —observa con voz zalamera Kunze, que ha entrado discretamente en el cuarto.
—Estamos en primavera, señor Kunze —interviene Marco.
El guía se gira sobre los talones.
—Se ve que no conocéis las nieves perpetuas, señor Marco. Si ésa es la voluntad del Dios, ¡grande y misericordioso!, tendremos que volver a Jerusalén.
—¿La voluntad de Dios, señor Kunze? Por ahora sólo veo la intervención de un ser de carne y hueso —replica Marco.
El persa abre los ojos de par en par, asombrado. Pero es Niccolò quien pregunta:
—¿Qué quieres decir, Marco?
—Ese aceite no tiene valor mercantil. ¿Por qué han robado el frasco y no los rubíes que le habéis entregado a esa muchacha y que veo en su cuello? ¿Y por qué no la placa de mando del Gran Kan?
—¿Es posible que el kan de la Horda de Oro, enemigo de Kublai, quiera impedir el éxito de nuestra embajada?
—¿Por qué no enviamos a un solo mensajero a Jerusalén, mientras la caravana le espera aquí? Iría mucho más deprisa —sugiere Marco—. Me ofrezco voluntario.
Niccolò frunce el ceño, irritado por la sagacidad de su hijo.
—Nicco, si me permites mi opinión, creo que el chico tiene razón.
—Parece que después de todo no ha sido tan mala idea traerte.
Marco contiene a duras penas su coraje.
—Señor Niccolò, ¿no será éste? —pregunta la voz suave y tranquila de Kunze.
El persa levanta la sábana y muestra un cordón esmeradamente trenzado de cuyo extremo cuelga una bolsita de cuero.
—¡Ohimè, Kunze!
Niccolò, incrédulo, examina el interior de la bolsa y saca un frasquito plateado.
—¡Me has salvado! —exclama abrazando al guía—. ¡Sí, es éste! Mille grazie, mille!
Niccolò se enjuga las lágrimas de alegría y luego mira a su alrededor como si volviera súbitamente en sí.
—¡Salid todos, dejad que me vista!
Todos obedecen, acostumbrados a las intemperancias de Niccolò Polo. Kunze dirige una mirada extraña a Marco. De reojo, mientras su padre lo registraba todo, el joven ha entrevisto la figura de Kunze entrando en la habitación. Y juraría que ya tenía en el puño la bolsa de cuero.
Al salir a la galería del caravasar, Marco se cruza con un sirviente que lleva una bandeja con nata y pan. El joven se la quita de las manos y regresa al cuarto de Niccolò, que se hace vestir por la esclava de la noche.
—¡Marco! ¿Qué quieres? He dicho que salgáis todos.
—¿Y ella? —pregunta Marco, decidido a quedarse.
—Ella no cuenta —contesta Niccolò con un gesto negligente.
El joven deja de hablar en persa y se dirige a su padre en su dialecto véneto.
—Señor padre, tengo que comunicaros una impresión, o algo más que eso.
—¿De qué me hablas? —pregunta Niccolò indolentemente, mirando a la chica que se viste con todas las mañas que requiere su oficio.
—Creo que Kunze ha traído el frasco y lo ha escondido en la sábana.
Niccolò frunce su oscuro entrecejo.
—Tus acusaciones son insultantes para mi guía y para mí, que lo he elegido.
—Dejadme por lo menos que me asegure.
—¿Y cómo vas a hacerlo, si se puede saber?
—Eso es asunto mío —replica Marco con expresión decidida—. Recordad que fui yo quien lo traje de Jerusalén.
Niccolò no hace caso de la observación de su hijo.
—Está bien, toma —dice desatando el cordón del que cuelga el frasco.
Sin dudarlo, el joven abre el pequeño recipiente y se lo lleva a la nariz. Hace una mueca de asco.
—Padre, creo que la impresión que tenía se ha transformado en sospecha. Kunze…
Niccolò le interrumpe con un gesto.
—¿Jurarías que le has visto hacerlo, Marco? ¿Le mandarías a la horca por una «impresión»?
—Claro que no, señor.
—Entonces, si no va a acabar en la horca, no tienes ninguna necesidad de confirmar tus acusaciones, non è vero?
—Certo —debe admitir Marco, aunque quiere saber a qué atenerse—. No obstante, padre, el frasco desprende un olor fuerte y nauseabundo, mientras que el que yo traje olía a jazmín.
Intrigado, Niccolò huele el frasco y lo aparta al sentir el hedor.
—Tienes razón, apesta. Pero ¿cómo puedes estar tan seguro de que había un perfume de jazmín? Yo no lo he olido nunca. Además, ¿cómo conoces esa fragancia si nunca has estado en los países de Levante?
Una tosecilla a su espalda les sobresalta.
Kunze aparece de repente en el cuarto bañado por el polvo del sol. Saluda al mercader veneciano con la mano en el corazón, sin mirar a Marco.
—Señor Niccolò, yo conozco ese hedor. Es un aceite que usan los zoroastristas.
—Los zo… ¿qué? —exclama Marco.
—Los adoradores del fuego —le explica Niccolò.
—Han debido de cambiarlo —sugiere el persa—. Precisamente tengo que informaros de que Samud ha desaparecido.
—¡Chacal! —exclama Niccolò.
—¿Pero por qué habría de robarlo? Es absurdo —se pregunta el joven veneciano.
—Hagamos un escarmiento, señor Niccolò.
—No, padre, primero tenemos que averiguar si siguen teniendo el aceite sagrado y tratar de recuperarlo.
—¿Creéis que el señor Kublai se dará cuenta de que este aceite ya no es el de la tumba de Cristo?
Niccolò mira al persa con desprecio.
—¡Señor Kunze al-Jair, me asombra y desagrada sobremanera que pretendáis engañar a vuestro señor en este mundo y desacreditarme ante él!
—No quería decir eso…
—Pues eso es lo que he oído.
—Seguramente aún no domino bien vuestra lengua, señor Niccolò, perdonadme.
—Yo domino lo suficiente la tuya como para decirte que, si conoces diecisiete dialectos, también debes saber contener tu lengua cuando es preciso.
Niccolò da la espalda al persa, que propone en tono humilde:
—Si Vuestra Señoría me lo permite, guiaré a vuestro hijo para recuperar el aceite que se han llevado los zoroastristas. Persia es mi país.
Niccolò se vuelve y le dice a Marco, levantando las cejas:
—Ya ves, Marco, que estabas equivocado al acusarle. Se hará como dice Kunze. Vai!
Marco, cabizbajo, baja rápidamente a los establos del caravasar y ensilla su nuevo semental. Luego salta sobre el caballo, hecho una furia. Michele, que se ha acercado corriendo, quiere detenerle y le ofrece las riendas de su propia montura. Marco las rechaza aunque le agradece el gesto a su amigo con una mirada de reconocimiento. El animal golpea el suelo con sus cascos blancos, piafando como su jinete, mientras Kunze monta a horcajadas en el suyo. Marco fustiga su caballo cuando Kunze llega a su altura para guiarle. Se alejan galopando hacia el norte. Al cabo de varias leguas dejan atrás los últimos poblados. La llanura árida discurre bajo los cascos de los caballos. Cabalgan a rienda suelta hasta divisar las llamas de un templo zoroastrista. Reduciendo bruscamente la marcha, Marco frena su caballo apretándole entre sus muslos de acero y Kunze tira con fuerza del bocado del suyo. Los caballos resoplan, sudando bajo la silla. Mientras se acercan al paso Marco se decide a preguntarle al persa:
—Señor Kunze, ¿quiénes son los zoroastristas?
—Señor Marco, me sorprende que no lo sepáis, siendo cristiano —le suelta Kunze, mordaz.
—¡Y a mí me sorprende que conocierais el olor del aceite que había en el frasco antes de haberlo percibido!
El guía dirige una mirada penetrante al veneciano.
—Siguen los preceptos de su señor Zaratustra. Dicen que cuando los reyes magos regresaron de su visita al hijo de vuestro Dios…
—Creía que teníamos el mismo.
—Entre vuestro Padre, vuestro Hijo y vuestro Espíritu Santo, siempre podremos hallar un Dios, ¡alabado sea!, para adorarle juntos —admite Kunze, pérfido—. A los reyes magos les regalaron una caja que no debían abrir hasta que estuvieran de vuelta. Pero se impacientaron, abrieron la cerradura y encontraron dentro un trozo de piedra. Se quedaron tan contrariados, pues esperaban un regalo magnífico, que arrojaron la piedra, pero entonces de ella brotó una gran llamarada. De ahí la creencia de los zoroastristas de que el fuego tiene origen divino. Ahora veréis, señor Marco, una peculiaridad de sus prácticas. Poseen un aceite que arde pero no se consume. Es tal la cantidad de este aceite que almacenan, que cien navíos no serían suficientes para transportarlo. Puede ser nefasto para los que abusan de él.
—¿De dónde procede este aceite?
—De un manantial próximo al mar Caspio, al norte de aquí.
Llegan acalorados al templo de la secta, con los caballos cubiertos de sudor. Un espeso humo negro se eleva exhalando un olor desagradable, el mismo que el del frasco. La fachada del templo se alza, recta y austera, con una cúpula en el centro y unas llamas que arden en las cuatro esquinas. Una gran puerta con arco confirma la austeridad del conjunto, desprovisto de adornos. Detrás del templo, a un tiro de ballesta, está la fuente de la que mana el aceite, negruzco y viscoso. El olor es tan sofocante que Marco siente náuseas.
Al llegar a la entrada Kunze cruza con decisión la puerta abierta de par en par.
Un mozo grandullón les saluda con un brazo sin mano. En el centro del templo, a cielo abierto, hay un pozo ancho con un altar donde arde una llama desprendiendo un fuerte olor nauseabundo.
Kunze, sin desmontar, le hace unas preguntas al manco. Éste se adentra en el templo y vuelve con un frasco plateado, gemelo del que recogió Marco. El persa alarga la mano para cogerlo, pero Marco se le adelanta. Abre el frasco y reconoce la fresca fragancia del jazmín.
—Es éste —confirma aliviado.
—El manco ha dicho que un hombre con un solo ojo les pidió que hicieran el cambio —dice Kunze.
—Un hombre con un solo ojo, como…
En ese preciso momento Marco descubre sorprendido a su guía Samud detrás del manco.
—Explícanos esto —le pide con voz calma.
Samud abre la boca para hablar, pero Kunze restalla su látigo. La correa se enrolla alrededor del cuello del muchacho. El persa salta del caballo y tira de Samud con fuerza.
—¡Traidor! Vas a pagar tu crimen con la muerte.
Samud mira atónito a Kunze. Sin mediar palabra, éste desenvaina el sable y con su hoja curva degüella al muchacho.
—¡Kunze, os habéis vuelto loco!
El desdichado intenta articular palabra, pero la sangre sale a borbotones de su garganta. Sufre unos espasmos violentos antes de caer de bruces. Después de una última convulsión su cuerpo se inmoviliza, empapando la tierra con su sangre.
Sin prestar atención a Marco, que le mira con horror, Kunze limpia el sable con el turbante de su víctima, lo envaina y luego recoge con parsimonia el látigo y se lo cuelga a la cintura. Antes de volver a montar les ordena a los zoroastristas que se ocupen del cadáver según su costumbre, dejando que se pudra sobre una estela para no mancillar el fuego con la muerte.
Los dos hombres galopan toda la noche sin pronunciar palabra, iluminados por la luna menguante. Llegan al caravasar con los primeros resplandores del alba. En el patio encuentran a los hermanos Polo discutiendo, seguramente a causa de la odalisca que Niccolò sujeta firmemente por la muñeca. Al oír los caballos los Polo vuelven la cabeza, y Marco ve la cara enrojecida de su padre que le mira.
—¡Marco! ¿Qué significa esto? —exclama Niccolò tirando del brazo de la hetaira—. ¡La he encontrado en vuestro cuarto!
La muchacha que cae al suelo no es otra que Noor-Zade vestida con una gasa de seda blanca con visos de amatista. La espesa cabellera que deja entrever el velo le cae por la espalda hasta los muslos. Salvaje y frágil, está espléndida.
—Es mi esclava —contesta Marco.
—Me alegro de que «le» reconozcáis. Por lo que me dice Matteo, es la muchacha que el señor Zeccone compró en Venecia. ¿Es así, signor Marco Polo?
—Sí, señor, así es —replica Marco con altivez.
—¿Significa eso que le habéis arrebatado a mi proveedor de fondos algo que era suyo?
—Ya le habéis devuelto su dinero, ¿no es verdad? Y le habéis pagado por esta muchacha, ¿no? Entonces, ¿de qué os quejáis? ¡Sabed, señor padre, que como ni él ni vos me habéis cedido a su hija, Donatella me ha hecho el honor de darme a su esclava!
Niccolò se acuerda muy bien de su entrevista con el señor Zeccone.
—Sí que has cambiado, mi pequeño Marco…
—¡No! Sois vos quien nunca me habéis visto, señor. Jamás he sido vuestro pequeño Marco. ¿Cómo osáis siquiera, un año después de salir de Venecia, decirme lo que debo comer o beber, o elegir a las hetairas en el barrio reservado al que me arrastráis con vuestras chanzas groseras? ¡Durante los quince primeros años de mi vida jamás os habéis ocupado de vuestro hijo ni de vuestra mujer! La verdad es que sólo nos faltaba una cosa: vos, Niccolò Polo. Ahora que os conozco, me doy cuenta de que estaba equivocado. Lo que me faltaba era un padre… Y eso me sigue faltando.
Niccolò, conmovido a pesar suyo, permanece inmóvil, sin saber qué decir, mirando a Noor-Zade pero con la mirada perdida.
Marco saca de su túnica el frasco que le quema el pecho y se lo lanza a su padre, que lo coge al vuelo con su guante de cuero.
—Es vuestra, Marco Polo —admite Niccolò después de un momento.
Suelta a Noor-Zade, que se arroja en brazos de Marco.
El joven la coge en vilo y se la lleva dentro del caravasar, dejando plantados a los hermanos Polo, que no se atreven a cruzar sus miradas.
—Nos vamos —decide Kunze, con voz aún más suave y tranquila que de costumbre.