16
La noche bárbara
En la hora nona la caravana, formada por quince animales, emprende la marcha. Sin la seguridad que les daba la gran caravana armenia, han decidido quitarse los trajes venecianos y ponerse ropa local, más discreta y adecuada al clima: túnica hasta las rodillas, calzones de tela, botas de cuero y turbante. Incluso Noor-Zade, aunque ahora no oculta su feminidad, sólo se distingue de las demás figuras claras por su larga trenza negra, que le llega a la cadera. Diseminados por la llanura cada vez más árida, todos guardan las distancias y no se hablan entre sí. Marco evita a Niccolò y cabalga detrás de Noor-Zade, que de vez en cuando se vuelve y le clava sus ojos de laca, a los que él contesta con una sonrisa. Otro hombre no les pierde de vista: Kunze. Los cascos de los caballos hacen rechinar los guijarros. A lo lejos se oye el arrullo de un torrente. El páramo está cubierto de piedras desnudas. En el suelo, arenoso, con reflejos rojizos en algunas zonas, crecen dispersos unos cardos o hierbas secas y raquíticas.
Ante ellos, en una vaguada, se divisa Saveh, donde se dice que están las tumbas de los reyes magos. Niccolò decide hacer un alto. Marco, lleno de curiosidad, le pide autorización a su padre para visitar la sepultura. Michele decide acompañarle, bajo la mirada recelosa de Kunze.
En cuanto se encuentran solos Michele acelera para cabalgar a la altura de su amigo.
—¡Marco, estás loco! ¡No deberías montar en el semental de Tabriz! —empieza, casi gritando.
—¿Ah, sí? Eres tú el que desatina, Michele. Me pertenece, ¿lo has olvidado?
El judío coge las riendas y dice, bajando el tono:
—Marco, este animal no es para ti. Es un regalo que tendremos que hacer más adelante, una prueba de amistad para Abaga, el ilján de Persia.
—¿Qué estás diciendo?
—El príncipe Eduardo de Inglaterra le ha pedido al ilján que ataque Siria.
—Y lo ha hecho, lo sé.
—El semental es una forma de darle las gracias y sellar el acuerdo entre ambos príncipes. Perdona, Marco, pero es que no sabes montar, y podrías lastimarlo.
El veneciano entorna los ojos, incrédulo.
—Pero ¿cómo podía saber Bonnetti…?
—Yo estaba cumpliendo una misión en Persia durante el verano que pasaste en Acre. Había que asegurarse de que si me ocurría algo, el mensaje llegaría a su destino. Una caravana de mercaderes es más discreta y corriente que la de un embajador.
La cólera enciende las mejillas de Marco.
—¡Me has utilizado, Michele! Creía que eras amigo mío.
Michele le contesta con una sonrisa:
—¿Acaso mi confesión no es una prueba de amistad?
Intercambian una mirada prolongada.
En Saveh los habitantes, en su mayoría musulmanes, apenas conocen la historia de los reyes magos y les interesa tan poco como el primer turbante del profeta. Los dos viajeros acaban descubriendo la tumba, conservada por un monje nestoriano que mastica frutos secos con expresión lastimera y culpable. En la tumba los cuerpos, exhumados, están a la vista de todos, aún enteros. Sus cabellos y barbas, conservados a través de los tiempos, les dan una expresión viva. Marco permanece un rato largo contemplando ese testimonio de una parte de su historia, ignorado y perdido en un lugar recóndito de Persia. El fraile le propone compartir su merienda y le dice con aire compungido que quizás haya otras tumbas de los reyes magos, pero que la suya es la única auténtica. La prueba, según él, es que ha sido respetada por los mongoles.
Cuando vuelven a la caravana Marco le propone a Noor-Zade que monte en el semental. El rostro de la joven se ilumina con una amplia sonrisa. No rechaza la mano que se posa sobre la suya cuando él le da las riendas del animal. Niccolò fulmina a su hijo con la mirada. Matteo se acerca a Marco con rapidez.
—Sobrino, mi hermano está furioso al ver que dejáis a la esclava montar el semental.
—Pues bien, tío, decidle a vuestro hermano que no sólo le dejo montar, sino que se lo ofrezco.
—¿Y por qué, si se puede saber?
—Podría no contestar, pero… me gusta ver cómo cabalga en este animal magnífico.
Kunze, apartado, rechina los dientes.
La caravana cabalga hasta una aldea donde un pastor flaco, cubierto de cicatrices recientes y de magulladuras, les dice que Abaga atravesó su territorio apenas un mes antes. El ilján reclamó que dieran de comer a sus caballos, pero apenas quedaba cebada, paja ni hierba para las monturas del ejército mongol. De modo que, pese a las protestas de los campesinos, Abaga ordenó que se segara el trigo aún verde para dárselo a los caballos. Sus tropas robaron y devastaron todo lo que pudieron tomar en la aldea y los contornos. El pastor, amargado, se disculpa por no poder atender como es debido a la caravana. Niccolò ordena que le dejen una bala de lana.
El pastor les sigue corriendo, sudando y jadeando. Les suplica que le lleven con ellos. Ha perdido todo su rebaño y a toda su familia, y dice que conoce todas las lenguas del imperio mongol y sus caminos. Niccolò se deja convencer y le ordena a Shayabami que comparta su montura con el pastor.
—¿Es posible, señor padre? —pregunta Marco asombrado, acercando su caballo al de Niccolò.
Éste no acaba de contestar a su hijo.
—¡Contesta! —le apremia Matteo con una autoridad insólita, que su hermano no se esperaba.
—Está alardeando para poder llenarse el estómago.
—Pero si descubrimos que nos ha mentido…
—Le echaremos. No podemos cargar con una boca más.
—¿Entonces qué saldrá ganando?
—Estos pobres diablos viven al día.
La noche siguiente la pasan en un campamento de turcomanos. Sus tiendas de piel de camello, bajas y oscuras, contrastan con las que lleva la caravana, amplias y claras.
—¡Mirad qué primitivas son sus tiendas! —exclama Marco.
—Desde luego, Marco —asiente Niccolò—. Pero viven en ellas todo el año, y quizá sean más resistentes que las nuestras.
Conforme van avanzando el calor infernal se abate sobre el paisaje llano y monótono. En esos parajes la primavera de 1272 parece verano. A pesar de los abusos de las tropas mongolas les reciben con mucha hospitalidad en todas las aldeas que encuentran a su paso. Estos pueblos pobres temen la placa de oro tanto como a los propios guerreros mongoles, y esperan que los mercaderes les dejen algo de sus riquezas. Las mujeres y los niños van descalzos. En cuanto llegan a una aldea extienden alfombras para ellos, a la sombra, y les ofrecen pan con leche agria. Luego les sirven una verdadera comida, con carne, sopas y arroz. Los hombres de todas las edades se sirven y luego arrojan las sobras a las mujeres y las niñas, que se las disputan. Noor-Zade, avergonzada y con náuseas, se aleja para escupir lo que acaba de comer.
Cuando reanudan la marcha Matteo despotrica contra la estación, por el calor inhumano y poco propicio para viajar.
—Era la época ideal para atravesar la Horda de Oro —se lamenta Niccolò.
—Pero tú estuviste de acuerdo.
—Lo propusiste tú, Matteo.
Y siguen discutiendo sobre unas circunstancias que no dependen de ellos, y maldiciendo su fatalidad y al Papa.
Marco sonríe, Michele hace una mueca.
—¿Qué te ocurre?
—Nada, un mal flujo de vientre.
Allá a lo lejos, en medio de la llanura, relucen las pequeñas piedras de la ciudad de Qazvin. El calor hace temblar la ciudad como si fuera a desaparecer de un momento a otro, igual que un espejismo. La ciudad, iluminada como una joya por la luz rasante del sol poniente, surge en el desierto ocre. Las casas se elevan, casi arrogantes, sin murallas, adosadas a los sólidos muros de piedra de un alcázar. A medida que avanzan, las decoraciones de las torres y los muros se distinguen a la luz del crepúsculo. Los arabescos de colores recorren los azulejos. A la entrada de la ciudad, Marco se encuentra con una caravana de diez mil camellos que desaparecen, uno a uno, detrás de las casas, como una interminable columna de hormigas.
Cubiertos con sus largas túnicas y turbantes, los jinetes entran en la ciudad, que exhala un fuerte olor a comino y sudor. Niccolò se alegra de encontrar un mercado en ese recóndito paraje. Pero sigue quejándose del calor, que al decir de los habitantes aún no ha llegado a su apogeo. Afirman que aquí el sol puede matar a quien no esté acostumbrado. Primero se siente un vértigo violento, seguido de una fiebre alta. Dicen que el que queda expuesto a los rayos de sol cambia de color y no recupera nunca su tez natural.
El mercado de Qazvin es muy próspero. En él se encuentran toda clase de telas, desde el algodón crudo hasta los tafetanes más finos. Matteo compra varias balas de seda ghella y chamaji, las más apreciadas, para venderlas al llegar a Catay. Las calles están atestadas de gente. Los viandantes caminan despacio, debido al fuerte calor, que afloja los cuerpos y enturbia las mentes. Marco va con el pastor al bazar, en busca de lana de carnero salvaje. Pasea entre los puestos, atraído por las especias que abundan aquí: clavo, nuez moscada y cinamomo. Se encuentra con Kunze, que le enseña unas perlas procedentes de Ormuz. Según el persa, se crían en unas grandes conchas escamosas que los pescadores recogen en el fondo del mar arriesgando la vida. Incluso le muestra a Marco una de esas ostras tan blancas, que habría contenido una perla.
Al caer la tarde se reúnen con Niccolò y Matteo en una tienda donde un músico toca una melodía obsesiva. Michele se ha quedado en cama, postrado por el calor y los flujos de vientre que le obligan a detenerse cada vez más a menudo.
Agachado junto a las pilas de pasteles, los frutos secos y la leche perfumada, Niccolò examina su mapa mientras come un higo.
—Señor Niccolò —le aborda Kunze mientras palpa una golosina—, hemos renunciado a la ruta del norte, que era la mejor, porque la conocíamos. Aún queda mucho camino y a vos no os gusta perder el tiempo. Bajemos a Ormuz, donde podremos embarcar y navegar hasta las costas de Catay. Es la ruta más rápida y segura.
Kunze espera la respuesta de Niccolò. Este reflexiona, frunciendo el entrecejo, con un gran pastel en la boca que le hincha las mejillas y le ha ensuciado los labios.
—Señor Kunze, me sorprende lo que decís —interviene Marco con una arrogancia inocente—. Como persa deberíais conocer vuestro mundo mejor que nadie, y saber que la temporada de los convoyes marítimos ya ha pasado.
—¿Y tú cómo lo sabes, si no eres del país? —le pregunta Niccolò con la boca llena.
—Me lo ha dicho el pastor que nos ha guiado hasta aquí, y que se ha encontrado en el bazar con dos primos suyos de Ormuz.
Niccolò mira a Marco con una mezcla de admiración y asombro. Kunze calla, apretando los dientes.
—El monzón impide la navegación hasta el año que viene —prosigue Marco al ver que todos le escuchan con atención.
—Recordad, señor Niccolò —interviene Kunze, que ha decidido hacer caso omiso de Marco—, que sois marinos, y estáis mejor preparados para surcar mares que para atravesar montañas, sobre todo las cordilleras de Pamir e Hindu Kush.
—Eso es verdad —admite Niccolò.
—Precisamente por ser marino, puedo darme cuenta de que sus naves son muy malas —prosigue Marco, seguro de sí mismo—. Señor padre, ni siquiera están clavadas con hierro, sino cosidas con hilo de cocotero.
—¿Cómo es eso? —pregunta Matteo con curiosidad.
—Machacan la corteza del árbol hasta dejarla como crin de caballo. Resiste el agua de mar, pero una tempestad no. ¡El casco de los navíos está sujeto con clavijas de hilo de cocotero!
—Pero estos mares del sur a lo mejor son tan apacibles, tan calmosos como los habitantes de estas regiones, aplatanados por el calor ardiente del sol —observa Matteo.
Marco mira a Kunze.
—Tío, no creo que la gente de por aquí sea como decís. ¡Al contrario! Creo que son sanguíneos. De algunos se dice que incluso son caníbales.
—También a los mongoles les acusan de serlo, y ya verás que no es cierto —dice Niccolò.
—Ormuz está a sesenta días de marcha —calcula Matteo.
—Escasos —precisa Kunze.
—Si es cierto lo que dice Marco, tendríamos que desandar lo andado —dice Matteo, preocupado—. ¡Hace un año que salimos de Venecia y ni siquiera hemos atravesado Persia!
—Hemos perdido demasiado tiempo —añade Marco.
Niccolò traga de un bocado el último pastel y ataja la discusión con un tono que no admite réplica:
—Seguiremos por tierra. ¡Mañana, al amanecer!
Al día siguiente, cuando apenas llevan dos horas de marcha, sin el pastor, al que han encontrado asesinado bajo sus ventanas, una nube de tábanos se abate sobre ellos y se ensaña con los caballos hasta hacerles sangre, que les enrojece el pecho. Los animales se desbocan y se lanzan a un galope alocado. Los días siguientes estos ataques se vuelven cada vez más frecuentes. Matteo, al borde de un ataque de apoplejía, le suplica a su hermano que haga algo. Niccolò pide consejo a Kunze. El persa dice que deben viajar de noche. Todos acogen la sugerencia con alivio.
La caravana reanuda la marcha al caer la noche. La llanura se extiende ante ellos, inmensa. Las montañas limitan el horizonte. Al alba Marco tiene la sensación de que apenas han avanzado. El paisaje que tiene ante sí es idéntico al del día anterior. Pasan las horas calurosas del día en una posta abandonada donde sólo queda un pedazo de techo capaz de dar sombra. Se apiñan todos debajo, incluidos los animales, para protegerlos de los insectos. Ahora Marco dedica especial atención al cuidado del semental. Aprovecha la proximidad forzosa para pegarse a Noor-Zade. Sin pronunciar palabra, agazapados uno contra otro, experimentan con deleite la dicha sencilla de ese contacto carnal. El calor acaba venciendo a los últimos que permanecen despiertos. Más tarde se ponen en camino, empapados en sudor, sin tener la sensación de haber descansado.
La última noche de la primavera llegan a Teherán. La ciudad no está más fortificada que Qazvin, y pueden entrar sin tener que esperar a que abran las puertas. En su palacio, situado en un huerto donde se dan las manzanas del paraíso, el señor de la ciudad les recibe con grandes honores, encantado de recibir a unos mercaderes que, según cree, traerán prosperidad a la ciudad. Se felicita de que Abaga no haya pasado por Teherán. Niccolò le pregunta sobre las intenciones y el destino final del ilján de Persia. Pero el señor guarda silencio, sin responder a la pregunta. El plato fuerte del banquete es un caballo con cabeza y todo. Como postre les sirve huevos de avestruz, muy apreciados en la región, aunque no consiguen exportarlos. Marco prueba una manzana del paraíso de piel rugosa, naranja como un sol poniente, jugosa y azucarada. El banquete acaba con dátiles y pistachos.
Durante su estancia en la ciudad Kunze va todos los días a la mezquita, donde puede hacer sus abluciones como es debido, con más comodidad que durante el viaje.
Por fin, a finales de mayo, deben reanudar el viaje si quieren llegar a los montes de Pamir antes del invierno. Al ver el estado en que se encuentran sus animales, agotados, llenos de picaduras de insectos y con las herraduras en pésimo estado, el señor les da unos caballos de refresco, quedándose con los suyos para revenderlos una vez restablecidos.
Al mediodía, después de comer unos trozos de esturión seco, duermen la siesta en una casa abandonada cerca de un río. Luego reanudan la marcha y justo antes del anochecer llegan a una gran ciudad cuyas murallas, en ruinas, se extienden formando un anillo inútil de piedras desmoronadas, semejantes a los cerros pelados de los alrededores. Permanecen varios días en la ciudad, por la que corren numerosos arroyos donde los habitantes toman el agua que necesitan. Marco sigue con la mirada las figuras claras de las mujeres con cántaros de agua en la cabeza. Los amplios ropajes que las cubren hasta los pies restallan al viento como velas en el océano. Caminan con paso firme y casi viril, sin verter una gota del preciado líquido.
En los primeros días del verano de 1272 se ponen en camino al atardecer, guiados por Kunze. El persa observa unas nubes que podrían ocultar las estrellas. El cielo se abre encima de sus cabezas, inmenso, infinito. Marco se pone a contar las estrellas para distraerse, pero acaba renunciando. Trota hasta Kunze.
—Señor Kunze, decidme cómo hacéis para guiarnos en una noche tan oscura.
Kunze le mira un momento antes de contestar.
—La noche no es oscura para quien tiene los ojos abiertos, señor Marco. Mirad encima de nosotros: mientras no haya nubes se puede leer en el cielo como en la tierra. Mirad esas dos constelaciones con una forma geométrica casi perfecta: son los becerros[3]. Permiten orientarse si la Polar no se ve, cuando se va más al sur. Si no, basta con medir la distancia que las separa o la altura de la Polar sobre el horizonte.
Kunze se pone los dedos ante los ojos, cerrando uno.
—Está a doce zubban. Pronto tendremos que dirigirnos al noreste.
Hacia el mediodía llegan a una aldea donde duermen toda la tarde. Al ponerse el sol se ponen en camino. Durante la noche atraviesan los escombros de una gran ciudad en la que aún se ven las ruinas de los alminares. Los jinetes cabalgan en silencio entre piedras erosionadas y casas olvidadas donde antes palpitaba la vida. Sólo el ruido de los cascos resuena en las calles desiertas. Marco busca un rastro de vida, una señal para él solo. Se imagina las calles llenas de gente, filas de obreros llevando piedras para reconstruir las casas. Unos vendedores de dátiles, en un rincón de la calle, pregonan su mercancía. Hay ropa tendida en las terrazas. Pero las ruinas pregonan con indiferencia el orgullo abatido de los hombres. Marco no puede evitar imaginarse Venecia, ciudad muerta, anegada en medio de la laguna, cubierta de algas como único adorno. El Palazzo Ducale invadido por los peces y los moluscos. Y en la arena del fondo, el anillo del dux.
La región que atraviesan ahora está completamente devastada. La mayoría de las aldeas están deshabitadas, los campesinos huyen ante la retirada de los mongoles, temen que con la furia de la derrota saqueen sus tierras. Los ejércitos del ilján Abaga lo arrasan todo a su paso.
Una semana después se detienen ante un castillo deshabitado. Un viejo que ha salvado la vida milagrosamente les dice que Abaga lo ha tomado hace menos de un mes, porque su señor no quería acatar la autoridad mongol. Todos sus ocupantes han perecido o han sido apresados.
Duermen parte del día al pie de las murallas abandonadas. Kunze reparte víveres racionados. A la hora de vísperas reanudan la marcha. Con la claridad de la luna Marco observa a Noor-Zade, que tiene la mirada fija en el horizonte. Entonces comprende el paisaje de su rostro, el terciopelo de su piel que armoniza a la perfección con las extensiones inmensas y austeras de esos parajes áridos. El viento, la arena y el polvo resbalan por sus mejillas lisas, rozan las pestañas que orlan sus párpados estrechos, más aptos para mirar que para ser mirados. Sus labios parecen hinchados de agua incluso cuando ésta escasea. Como una flor del desierto, conforme se va acercando a su país se vuelve más lozana. Marco da rienda suelta a su imaginación, pensando en la acogida que le dará esa gente a la que no conoce cuando les devuelva a su hija. Pero no sabe nada de ella. Dice que quiere volver con los suyos. Marco no concibe que una muchacha como ésta, surgida de ninguna parte, de un mundo del que sería la única superviviente, pueda tener un padre. Pero a medida que avanzan Marco se siente atrapado por esta otra tierra. Sabía que en ella había extranjeros, pero era incapaz de pensar en sus vidas, en sus caras. Ahora el extranjero es él, y los lugareños le miran con curiosidad. Bien acogido sólo a causa del oro abundante que supuestamente llevan, al ser mercaderes. Aquí la miseria supera con creces todo lo que Marco ha visto en Venecia. Sólo los privilegiados sacian el hambre, pero nadie parece quejarse, o imaginar siquiera que las cosas podrían ser de otra forma. Se pregunta qué concepto tendrá Noor-Zade de él, joven lechuguino de Venecia. Recuerda con sorda confusión las miradas que ella le lanzaba cuando la vendió.
Poco después del alba llegan a un pueblo abandonado por la mayoría de sus vecinos, que se han llevado el ganado por temor al ejército mongol, que ha pasado por allí tres semanas antes. Las tropas, furiosas por no encontrar ganado, han incendiado y saqueado las casas. Algunos campesinos que han vuelto permiten que la caravana se aloje en las casas vacías que han abandonado sus ocupantes a toda prisa: se ve claramente por el guiso de cordero carbonizado en un caldero, o la herrería donde todavía hay piezas de metal a medio forjar, cubiertas de polvo caliente. Todos los caballos han sido confiscados por el ejército mongol, y la caravana de los Polo debe esperar a que descansen los suyos antes de continuar el viaje.
Dos días más tarde reanudan la marcha. Por el camino encuentran muchos cadáveres de caballos descarnados.
—¿De dónde han salido estos animales? —pregunta Marco, asombrado.
—Los mongoles son más resistentes que sus caballos, a los que hacen correr día y noche hasta el agotamiento. Si ya no pueden llevarles los degüellan sin piedad, o los abandonan por el camino.
Ahora el paisaje ha cambiado, como si hubiera reventado la tierra. Los cascos de los caballos se hunden en el barro seco. Renuncian a hacer un alto en Damgan, demasiado devastada. Un hombre envejecido por las lágrimas que surcan sus mejillas les cuenta que las fuertes nevadas del invierno se han derretido tan deprisa que una avalancha se ha abatido sobre la ciudad, arrasando las casas y el alcázar, anegando los campos y ahogando al ganado. Niccolò le deja un saco de cebada, cuando otro año habría podido pedir ayuda y asistencia.
La caravana sigue avanzando sin aprovisionarse por la llanura desesperadamente lisa y árida. El calor les atenaza y cada movimiento, cada respiración es un dolor. En la mitad de la noche se levanta viento, pero en vez de aportar una sensación de frescor les abrasa los pulmones y les da la impresión de que caminan sobre brasas invisibles. El estado de Michele empeora. Se tambalea sobre el caballo, a punto de caer. Le hacen un soporte para que se sostenga en la silla sin hacer esfuerzo. Marco no le pierde de vista. No han podido proveerse de agua. Ya no tienen esperanzas de encontrar un oasis. Sólo se detienen para alimentar a los animales, que deben tener fuerzas para llevarles a un paraje más hospitalario. Los caballos mastican con lentitud fúnebre la cebada que les dan.
A mediados del verano de 1272 divisan Neyshabur. A una legua de la puerta de la ciudad encuentran un campamento de nómadas. Su jefe va a su encuentro y, después del intercambio de cortesías, que nunca les habían parecido tan reconfortantes, les invita a su tienda, como manda la costumbre. Mientras les brinda pan acompañado de nata y leche, así como unos grandes melones muy dulces, les advierte que van a encontrar Neyshabur completamente vacío. Los mongoles la han devastado diez días antes, matando a todos los que se les ponían por delante. A pesar de esta terrible noticia y su debilidad extrema, Michele es capaz de comer un poco de pan. Descansan todo el día y el siguiente en una gran tienda cedida por sus anfitriones. A pesar del cansancio general, Niccolò decide seguir la marcha hasta Meshed, donde espera encontrar rastros de civilización o por lo menos de vida. Uno de los nómadas accede a guiarles hasta las puertas de Meshed.
Dos días después los jinetes prosiguen su viaje nocturno. Aunque el astro solar haya desaparecido, la tierra sigue irradiando un calor salido del infierno. Una noche, mucho después de la puesta del sol, el viento arrastra una ancha faja de nubes que les deja sumidos en la oscuridad total. Los viajeros aminoran la marcha. Marco no ve a sus compañeros, ni siquiera ve a su caballo, sólo distingue las puntas de sus orejas delante de él. Con las piernas y los huesos entumecidos, le parece estar flotando. Su montura sigue al caballo de Noor-Zade, sin que el jinete la guíe. Sólo se oye el golpeteo sordo de los cascos de los caballos. Marco nunca había conocido una noche tan oscura. Abre unos ojos como platos en las tinieblas espesas. Agobiado por el calor, imagina que está en el baño moro de Tabriz, ciego, rodeado de mujeres a las que palpa con las manos. Olvida el color de piel de Noor-Zade, sus ojos oblicuos. Al descubrir con los dedos su rostro, su cuerpo torneado con púdicas curvas, la seda de su pelo que le acaricia los hombros, se siente hombre.
La columna sigue avanzando en un silencio inspirado por la oscuridad. Un olor impregna poco a poco el aire. De improviso se levanta un viento que barre las nubes y deja la luna al descubierto. Marco entorna los ojos, deslumbrado en plena noche. Por fin puede ver a sus compañeros, desperdigados. Sin darse cuenta, él mismo se ha alejado de ellos. La ancha llanura se extiende hasta el horizonte, donde la noche se junta con la noche. Los caballos se acercan entre sí. Ante ellos, a varios tiros de ballesta, se alzan dos torres inmensas en medio de la llanura. Son irregulares, como si estuvieran formadas por piedras amontonadas. Un extraño hedor llega hasta ellos. A medida que se acerca, Marco siente un escalofrío a pesar del calor sofocante. Su caballo da muestras de nerviosismo. Poco a poco las piedras van cobrando una forma conocida, y sin embargo insólita. Con la mirada clavada en una de las torres el joven comprende por qué no le resulta extraño el espectáculo; un alarido rompe el silencio. El caballo de Marco se encabrita. El joven veneciano busca, pero al no ver nada no sabe qué hacer con su montura alocada. Retiene el caballo con todas sus fuerzas, sintiendo cómo se endurecen los músculos del animal bajo sus muslos.
—¡Noor-Zade! —llama.
De una de las torres rueda una piedra hasta el suelo. Marco tira de las riendas para esquivarla. Baja la mirada y se queda petrificado de horror. Al pie de los cascos de su caballo hay una cabeza humana en descomposición. Marco levanta la vista y observa los dos edificios. Están formados por cabezas cortadas, unidas entre sí con barro. El olor es insoportable. El guía nómada, con una indiferencia muy reveladora de todo lo que ha visto y padecido, les explica que los miembros de esa tribu han tenido la osadía de rebelarse contra el invasor. Algunas noches se han visto luces en lo alto de las torres. Marco desmonta y hace desmontar a Noor-Zade. Ella tiembla de la cabeza a los pies. Es incapaz de apartar la vista del espectáculo macabro. El joven la aparta a la fuerza, casi ahogándola. Kunze se adelanta para sujetar a los caballos, que ya empezaban a espantarse. Marco siente en su pecho cómo se calma la respiración de Noor-Zade.
—No tengas miedo, yo te protegeré —murmura Marco, no demasiado convencido de lo que dice.
Noor-Zade levanta los ojos bañados en lágrimas hacia él y, aunque tampoco le cree, las palabras de Marco la tranquilizan. Vuelven a montar.
—No os quedéis ahí. ¡Vámonos! —grita Niccolò.
En desorden, todos se alejan de allí al trote o al galope durante unos minutos. Niccolò y Matteo, que encabezan la huida, reducen la marcha y se miran, alarmados. Cuchichean entre ellos. Marco se les acerca.
—¡… no tenemos elección, debemos continuar! —le contesta Niccolò a su hermano—. Estamos a unas pocas jornadas de Meshed.
—¿Y si no podemos pasar?
—Acuérdate de nuestro primer viaje. En Bolgara no podíamos seguir, y sin embargo…
—¿Y si tomáramos una escolta? —sugiere Marco, con un deje de pánico en la voz.
Michele y Kunze les alcanzan, seguidos de Noor-Zade. Shayabami se queda más apartado, junto a las mulas.
—¿Para protegernos de un ejército de mongoles? Bromeas, Marco.
—Además, ¿dónde íbamos a encontrarla, señor Marco? —observa Kunze.
—¿Y si hacemos un alto aquí? No creo que vuelvan —propone Michele, con una mueca de dolor.
—Podríamos regresar al campamento de los nómadas y esperar… —replica Matteo.
—¿Esperar a qué? —pregunta Niccolò con cansancio—. No, señores, lo único que podemos hacer es seguir.
—¿Y si Meshed…? —murmura Matteo sin terminar la frase.
—¡Matteo Polo! —dice su hermano zarandeándole—. ¿Has olvidado quiénes somos, Matteo? ¡Todavía no estamos muertos!
Los dos hermanos se dan un fuerte abrazo, como si fuera el último. Pero a Marco le da la impresión de que ese abrazo fraternal es el primero en mucho tiempo…