50

Charlie había llevado ya a Osano al St. Vincent Hospital, así que quedé en ir allí. Cuando llegué, Osano estaba en una habitación particular, y Charlie le acompañaba sentada en la cama, de modo que Osano pudiese apoyarle la mano en el regazo. Charlie apoyaba su mano en el estómago de Osano, quien no estaba cubierto ni por las sábanas ni por la chaqueta del pijama. En realidad, el pijama del hospital de Osano estaba roto en pedazos en el suelo. Esa hazaña debía haberle puesto de buen humor porque estaba sentado en la cama y parecía muy contento. Y, desde luego, a mí no me dio tan mala impresión. En realidad, parecía algo más delgado y todo.

Eché un vistazo a la habitación. No había aparatos para transfusiones, ni enfermeras especiales de servicio permanente, y había visto en el pasillo que no se trataba, ni mucho menos, de una unidad de cuidados intensivos. Me sorprendió el gran alivio que sentí, pensé que Charlie había cometido un error y que Osano no estaba, en realidad, muriéndose.

—Hola, Merlyn —dijo Osano fríamente—. Debes ser un verdadero mago. ¿Cómo supiste que estaba aquí? Era un secreto.

No quise andar fingiendo, ni contarle cuentos, así que dije inmediatamente:

—Me lo dijo Charlie Brown.

Quizás ella hubiese quedado en no decirlo, pero yo no tenía ganas de mentir.

Charlie se limitó a sonreír al ver el ceño de Osano.

—Ya te dije que era una cosa sólo entre tú y yo. O sólo mía —le dijo Osano—. Según tú quisieses. Pero nadie más.

—Sé que querías que viniese Merlyn —dijo Charlie con aire ausente.

—De acuerdo —dijo él con un suspiro—. Has estado todo el día aquí, Charlie, ¿por qué no te vas al cine, o a echar un polvo, o a tomar un helado, o diez platos chinos? En fin, tómate la noche libre y ya nos veremos por la mañana.

—Bien, como quieras —dijo Charlie.

Se levantó de la cama. Se quedó de pie muy cerca de Osano y éste, con un movimiento que no era en realidad lascivo, como si estuviese recordándose a sí mismo cómo era aquello, le metió la mano por debajo del vestido y le acarició la parte interior de los muslos. Luego, ella inclinó la cabeza sobre la cama para besarlo.

En la cara de Osano, cuando su mano acarició aquella cálida piel bajo el vestido, asomó una expresión de paz y de satisfacción como si aquello le reafirmase en alguna creencia sagrada.

Cuando Charlie salió de la habitación, Osano suspiró y dijo:

—Merlyn, créeme. Escribí muchas chorradas en mis libros, mis artículos y mis conferencias. Te diré la única verdad auténtica: el coño es donde empieza todo y donde todo termina. El coño es lo único por lo que merece la pena vivir. Todo lo demás es una falsedad, un fraude y pura mierda.

Me senté junto a la cama.

—¿Qué me dices del poder? —le dije—. Tú siempre fuiste muy partidario del poder y el dinero.

—Olvidas el arte —dijo Osano.

—De acuerdo —le dije—. Incluyamos el arte. ¿Qué me dices del dinero, el poder y el arte?

—Me parece muy bien —dijo Osano—. No voy a rechazarlo. Puede servir. Pero, en realidad, no son necesarios. Son sólo el adorno del pastel.

Entonces me sentí transportado de pronto a la primera vez que había visto a Osano, y había creído que captaba lo que verdaderamente era y que no veía él. Ahora él estaba diciéndomelo y yo me preguntaba si sería verdad, porque Osano había amado todas aquellas cosas. Y lo que en realidad estaba diciendo era que no eran ni el arte ni el dinero ni la fama ni el poder lo que lamentaba dejar.

—Tienes mejor aspecto que la última vez que te vi —le dije—. ¿Cómo es que estás en el hospital? Según dice Charlie Brown, la cosa es grave. Pero no parece que tengas nada grave.

—¿En serio? —dijo; le complacía—. Me alegra oírlo. Pero has de saber que me dieron la mala noticia allá en la clínica de adelgazamiento, cuando me hicieron todos aquellos análisis. Te lo explicaré brevemente. La cagué tomándome todas aquellas dosis de penicilina cada vez que jodía, porque agarré la sífilis y las píldoras lo enmascararon, pero la dosis no era lo bastante fuerte para eliminarla. O puede que aquellas jodidas espiroquetas encontrasen el medio de superar los efectos del medicamento. Debió ser hace unos quince años. En ese tiempo las muy malditas se dedicaron a devorarme el cerebro, los huesos y el corazón. Ahora me dicen que en un plazo de seis meses a un año me quedaré paralítico, si no me falla antes el corazón.

Me quedé atónito. No podía creerlo. Osano parecía tan alegre. Chispeaban tanto aquellos ojos de verdor malicioso.

—¿No puedo hacer nada? —le pregunté.

—Nada —dijo Osano—. Pero no es tan terrible. Descansaré aquí un par de semanas, me pincharán todos los días y luego me quedarán por lo menos un par de meses en la ciudad. Ahí es donde intervienes tú.

No sabía lo que quería decir. En realidad, no sabía si creerle. Hacía mucho que no le veía con tan buen aspecto.

—Cuenta conmigo —dije.

—Mi idea es ésta, verás —dijo Osano—. Tú me visitarás en el hospital de vez en cuando, y luego ayudarás a llevarme a casa. No quiero correr el riesgo de quedar aquí alelado, así que cuando considere que ha llegado el momento, me largo. Él día que decida hacer eso, quiero que vengas a mi apartamento y me hagas compañía. Tú y Charlie Brown. Y luego podéis cuidaros del follón que se organice después.

Osano me miraba fijamente.

—No tienes por qué hacerlo —añadió.

Entonces le creí.

—Lo haré, puedes contar conmigo —dije—. Te debo un favor. ¿Tendrás el material necesario?

—Lo conseguiré —dijo Osano—. Por eso no te preocupes.

Hablé con los médicos de Osano y me explicaron que tendría que quedarse mucho tiempo en el hospital. Quizás no pudiese volver a salir de él. Tuve una sensación de alivio.

A Valerie no le dije nada de lo ocurrido, ni siquiera le dije que Osano estaba muriéndose. Dos días después, fui a visitarle al hospital. Me había dicho si podría llevarle una cena china la próxima vez que fuese, así que llevaba bolsas de papel marrón llenas de comida. Bajaba por el pasillo cuando oí chillar y gritar en la habitación de Osano. No me sorprendió. Posé las bolsas en el suelo, junto a la puerta de la habitación particular de otro paciente, y corrí pasillo adelante.

En la habitación había un médico, dos enfermeras y una enfermera jefe. Todos le gritaban a Osano. Charlie, de pie en un rincón del cuarto, observaba. Las pecas de su hermoso rostro contrastaban vigorosamente con la palidez de su piel. Estaba llorando. Osano, sentado al borde de la cama, completamente desnudo, le gritaba por su parte al médico:

—¡Denme mi ropa! ¡Quiero largarme de aquí!

Y el médico chillaba también:

—Yo no me hago responsable si deja usted el hospital. Yo no tendré ninguna responsabilidad.

—Oye, imbécil de mierda —le dijo Osano, riéndose—, tú nunca fuiste responsable de nada. Dame mi ropa y cállate.

La enfermera jefe, una mujer de aspecto impresionante, dijo furiosa:

—¡Me importa un carajo que sea usted famoso, no va a utilizar nuestro hospital como si fuese una casa de putas!

Osano la miró fuera de sí:

—Vete a la mierda —dijo—. Lárgate de esta habitación.

Y, completamente desnudo como estaba, salió de la cama. Entonces me di cuenta de que tenía algo muy grave. Dio un paso vacilante y su cuerpo cayó de costado. La enfermera acudió inmediatamente a ayudarle, tranquila ya, compadecida, pero Osano consiguió incorporarse. Al fin me vio en la puerta y dijo muy quedo:

—Sácame de aquí, Merlyn.

Me sorprendía la indignación de las enfermeras y del médico. Sin duda habrían cazado antes a otros pacientes jodiendo. Luego, miré a Charlie Brown. Llevaba una falda corta y ceñida y evidentemente nada más debajo. Parecía una puta infantil. Y el fofo y podrido cuerpo de Osano. La furia de aquella gente era, inconscientemente, estética, no moral.

Los otros me vieron también.

—Yo le sacaré, me hago responsable —le dije al médico.

El doctor empezó a protestar, casi suplicante, y luego se volvió a la enfermera jefe y dijo:

—Tráigale su ropa —le puso una inyección a Osano y le dijo—: Eso le hará sentirse más cómodo en el viaje.

Y fue así de simple. Pagué la factura y saqué de allí a Osano. Llamé a un servicio de coches de alquiler y lo trasladamos a casa. Charly y yo le metimos en la cama. Durmió un rato, luego me llamó al dormitorio y me explicó lo ocurrido en el hospital. Había hecho desvestirse a Charly y meterse en la cama con él porque se había sentido tan mal que pensó que iba a morir.

Después de contar esto, apartó la vista un poco y añadió:

—Sabes, lo más terrible de la vida moderna es que todos morimos solos en la cama. En el hospital, con toda la familia alrededor, nadie se ofrece a meterse en la cama con el que agoniza. Si estuvieses en casa, tu mujer no se ofrecería a meterse en la cama si estuvieses muriéndote.

Osano volvió de nuevo la vista hacia mí con aquella dulce sonrisa que a veces tenía.

—Así que ése es mi sueño. Quiero a Charlie en la cama conmigo cuando muera, en el mismo momento, y entonces tendré la sensación de haber conseguido algo, de que no fue una mala vida y, desde luego, no un mal fin. Y es algo muy simbólico, además, ¿no? Adecuado para un novelista y para sus críticos.

—¿Cómo puedes saber que ha llegado el momento? —dije.

—Creo que ya es la hora —dijo Osano—. Que ya no debo esperar más.

Entonces me sentí realmente conmovido y horrorizado.

—¿Por qué no esperas un día? —dije—. Mañana te sentirás mejor. Aún te queda tiempo. Seis meses no están mal.

—¿Tienes escrúpulos por lo que voy a hacer? ¿Tienes los prejuicios morales habituales?

Negué con un gesto.

—¿Por qué tanta prisa?

Osano me miró pensativo.

—Bueno —dijo—, aquella caída cuando intenté levantarme de la cama fue el mensaje. Escucha, te he nombrado mi albacea literario, tus decisiones serán inapelables. No queda nada de dinero, sólo derechos, y ésos se los llevan mis ex esposas, supongo, y mis hijos. Mis libros siguen vendiéndose muy bien, así que no tengo que preocuparme por ellos. Intenté hacer algo por Charlie Brown, pero ella no quiere y puede que tenga razón.

Entonces dije algo que no habría dicho en condiciones normales.

—La puta de corazón de oro —dije—. Igual que en la literatura.

Osano cerró los ojos.

—Sabes, Merlyn, una de las cosas que más me gustaban de ti es que nunca decías la palabra «puta». Quizás yo la haya dicho, pero nunca lo sentí.

—De acuerdo —dije—. ¿Quieres hacer alguna llamada telefónica o ver a alguien? ¿Quieres beber algo?

—No —dijo Osano—. Ya estoy harto de pijadas. Tengo siete mujeres y nueve hijos, dos mil amigos y millones de admiradores. Ninguno de ellos puede ayudarme y no quiero ver a nadie.

Hizo una pausa, sonrió y luego continuó:

—Y no creas, he tenido una vida bastante feliz —inclinó la cabeza—. La gente a la que más quieres es la que te mata.

Me senté junto a la cama y hablamos varias horas sobre diversos libros que habíamos leído. Me habló de todas las mujeres con las que había hecho el amor, y durante unos minutos intentó recordar a aquella chica que le había contagiado quince años atrás. Pero no lo consiguió.

—Hay que dejar sentada una cosa —dijo—: todas eran auténticas beldades. Todas merecían la pena. Demonios, ¿qué más da? Es todo un accidente.

Extendió una mano, se la estreché y dijo:

—Dile a Charlie que venga y espera tú fuera.

Antes de que me fuese, añadió:

—Eh, oye. La vida de un artista no es una vida gratificante. Que pongan eso en mi lápida.

Esperé largo rato en el salón. A veces oía ruido y en una ocasión creí oír llantos y luego no se oía nada. Entré en la cocina, preparé café y puse dos tazas en la mesa, allí mismo. Luego volví al salón y esperé un poco más. Ni un grito. Ni una llamada pidiendo ayuda, ni una exclamación de dolor: sólo llegó a mí la voz de Charlie, muy dulce y clara, llamándome.

Entré en el dormitorio. En la mesita de noche estaba el pastillero de oro de Tiffany’s que él utilizaba para las pastillas de penicilina. Abierto y vacío. Las luces estaban encendidas y Osano estaba tumbado boca arriba con los ojos fijos en el techo. Sus ojos verdes parecían chispear, a pesar de la muerte. Acurrucada bajo su brazo, apretada contra su pecho, estaba la cabeza dorada de Charlie. Había subido la ropa de la cama para tapar la desnudez de ambos.

—Tendrás que vestirte —le dije.

Se incorporó apoyada en un codo y se inclinó para besar a Osano en la boca. Luego se quedó de pie junto a la cama, mirándole largo rato.

—Tendrás que vestirte y desaparecer —dije—. Va a haber mucho barullo y creo que es una de las cosas que Osano quería que yo hiciese. Ahorrarte todo este lío.

Enseguida pasé al salón. Esperé. Oí la ducha y luego, quince minutos después, salió Charlie de la habitación.

—No te preocupes de nada —le dije—. Yo me encargaré de todo.

Se acercó y se me echó en los brazos. Era la primera vez que sentía su cuerpo y pude entender en parte por qué Osano la había amado tanto. Tenía un olor maravillosamente fresco y limpio.

—Tú fuiste el único al que quiso ver —dijo Charlie—. A ti y a mí. ¿Me llamarás después del funeral?

Dije que sí, que lo haría. Entonces se fue y me dejó solo con Osano.

Esperé hasta la mañana, en que llamé a la policía y les dije que me había encontrado a Osano muerto. Y que, evidentemente, se había suicidado. Pensé unos minutos en ocultar el suicidio, ocultar el pastillero. Pero, aunque yo hubiese podido conseguir que la prensa y las autoridades cooperasen, a Osano le hubiese dado igual. Les dije lo importante que era Osano para que enviasen una ambulancia de inmediato. Luego llamé a los abogados de Osano y les asigné la responsabilidad de informar a todas las esposas y a todos los hijos. Llamé a sus editores porque sabía que querrían hacer una declaración de prensa y publicar una esquela en el Times de Nueva York. Por alguna razón, yo deseaba que Osano recibiese esa clase de honores.

La policía y el fiscal del distrito me hicieron un montón de preguntas como si fuese sospechoso de asesinato. Pero todo esto se esfumó enseguida. Al parecer, Osano le había enviado una nota a su editor diciéndole que no podría terminar su novela porque pensaba suicidarse.

Hubo un gran funeral en los Hamptons. Se enterró a Osano en presencia de sus siete viudas, sus nueve hijos, los críticos literarios del Times de Nueva York, de New York Review of Books, de Commentary, de la revista Harpers y de New Yorker. De Elaine, Nueva York, llegó un autobús lleno de gente. Amigos de Osano que, sabiendo que él lo habría aprobado, llevaban en el autobús un bar portátil y un barril de cerveza. Llegaron borrachos al funeral. A Osano aquello le habría encantado, no hay duda.

En las semanas siguientes se escribieron cientos de miles de palabras sobre Osano como primera gran figura literaria italiana de nuestra historia cultural. Eso le habría fastidiado mucho a Osano. Nunca se consideró italonorteamericano. Pero una cosa le habría complacido. Todos los críticos dijeron que si hubiese vivido lo suficiente para publicar la novela que estaba escribiendo, habría obtenido sin duda el premio Nobel.

Días después del funeral de Osano recibí una llamada telefónica de su editor, que me pidió que comiese con él la semana siguiente. Acepté.

La editorial Arcania se consideraba una editorial de clase, una de las editoriales de mayor prestigio literario del país. En su fondo editorial figuraban media docena de premios Nobel, docenas de Pulitzers y premios nacionales de literatura. Tenían fama de apreciar más la literatura que los éxitos de ventas. Y el director jefe, Henry Stiles, podría haber pasado por un caballero de Oxford. Pero fue al grano con la misma rapidez que un hombre de negocios cualquiera.

—Señor Merlyn —dijo—, admiro muchísimo sus novelas. Espero poder incluirle algún día en nuestro catálogo.

—Quiero hablarle de las cosas de Osano —dije—. Soy su albacea.

—Bueno —dijo el señor Stiles—. No sé si sabrá usted, dado que éste es el final financiero de la vida del señor Osano, que le adelantamos cien mil dólares por la novela que estaba haciendo. Así que tenemos preferencia en lo que respecta al libro. Sólo quiero asegurarme de que sabe esto.

—Lo sé —dije—. Y sé que fue deseo de Osano que ustedes lo publicasen. Editaron muy bien sus libros.

El señor Stiles esbozó una sonrisa agradecida. Se echó atrás en su asiento.

—Entonces no hay problema —dijo—. Supongo que habrá revisado sus papeles y notas y habrá encontrado el manuscrito.

—Bueno, ése es el problema —dije—. No hay ningún manuscrito; no hay ninguna novela, sólo quinientas páginas de notas.

En la cara de Stiles se pintó una expresión de horror y de asombro y tras aquella apariencia exterior supe que pensaba: ¡Malditos escritores, cien mil dólares de adelanto, tantos años y no tiene más que notas! Pero se repuso y dijo:

—¿Quiere decir usted que no hay ni una página de manuscrito?

—Eso —dije.

Mentía, pero nunca lo sabría él. Había seis páginas.

—Bueno —dijo el señor Stiles—, no solemos hacerlo, pero otras editoriales lo han hecho. Sabemos que usted ayudó al señor Osano en algunos de sus artículos, siguiendo sus directrices. Que usted imitaba muy bien su estilo. Habría de ser secreto, pero ¿por qué no nos escribe en seis meses el libro del señor Osano y lo publicamos con su nombre? Podríamos ganar mucho dinero. Comprenderá que no sería razonable que firmásemos un contrato, pero podríamos ofrecerle condiciones muy generosas por sus futuros libros.

Ahora me había sorprendido él a mí. La editorial más respetable de Norteamérica estaba haciendo algo que sólo haría Hollywood o un hotel de Las Vegas. ¿Pero por qué coño me sorprendía yo en realidad?

—No —le dije al señor Stiles—. Como albacea literario suyo tengo el poder y la autoridad necesarios para que no se publique un libro con su nombre sacado de esas notas. Si ustedes quieren publicar las notas, les daré permiso.

—Bueno, pensémoslo —dijo el señor Stiles—. Volveremos a hablar. Pero, en fin, ha sido un placer conocerle.

Luego movió la cabeza con tristeza.

—Osano era un genio. Qué lástima.

Nunca le dije al señor Stiles que en las seis primeras páginas del manuscrito que había dejado Osano, había esta nota dirigida a mí.

MERLYN:

Estas son las seis páginas de mi libro. Te las doy a ti. A ver lo que haces con ellas. Olvida las notas, son una mierda.

OSANO

Yo había leído las páginas y decidido guardarlas para mí. Cuando llegué a casa, las leí otra vez muy despacio, palabra por palabra.

—Escúchame. Te diré la verdad sobre la vida de un hombre. Te diré la verdad sobre su amor por las mujeres. Que nunca las odia. Crees ya que voy por mal camino. Ten fe en mí. Soy un maestro de magia, en serio.

»¿Crees que un hombre puede amar de veras a una mujer y traicionarla constantemente? No me refiero a la traición material, sino a traicionarla con el pensamiento, en la misma “poesía de su alma”. En fin, no es fácil, pero los hombres lo hacen sin cesar.

»¿Quieres saber cómo pueden amarte las mujeres, prodigarte deliberadamente ese amor para envenenar tu cuerpo y tu mente con el solo objeto de destruirte? ¿Y cómo, por su amor apasionado, deciden no amarte más? ¿Y cómo, al mismo tiempo, te deslumbran con un éxtasis de idiota? ¿Imposible? Ésa es la parte fácil.

»Pero no te vayas. Esto no es una historia de amor.

»Te haré sentir la dolorosa belleza de un niño, la lujuria animal del varón adolescente, la anhelante melancolía suicida de la mujer joven, y luego (ésta es la parte difícil), te mostraré cómo hace girar el tiempo al hombre y a la mujer en círculo completo, cómo los cambia en cuerpo y alma.

»Y luego está, por supuesto, el VERDADERO AMOR. ¡No te vayas! Existe o yo lo haré existir. No en vano soy un maestro de magia. ¿Vale lo que cuesta? ¿Y qué decir de la fidelidad sexual? ¿Funciona? ¿Es amor? ¿Es incluso algo humano, esa pasión perversa de estar con sólo una persona? Y, si no resulta, ¿obtienes aun así un beneficio adicional por intentarlo? ¿Puede funcionar en ambos sentidos? Claro que no, eso es evidente. Y sin embargo…

»La vida es cosa de risa, y nada hay más gracioso que el amor viajando a través del tiempo. Pero un verdadero maestro de magia es capaz de hacer que su público ría y llore al mismo tiempo. La muerte es otra historia. Jamás haré un chiste sobre la muerte. Queda más allá de mi poder.

»Siempre ando alerta con la muerte. No me engaña. La localizo de inmediato. Le gusta colarse disfrazada; es una ridícula verruga que de pronto se pone a crecer; el grano negro y peludo que envía sus raíces hasta el hueso mismo; o se oculta tras un lindo y leve rubor febril. Luego, de pronto, aparece la sonriente calavera para coger por sorpresa a su víctima. Pero no a mí. Nunca. Yo estoy esperándola. Tomo mis precauciones.

»Frente a la muerte, el amor es un asunto infantil y aburrido, aunque los hombres crean más en el amor que en la muerte. Las mujeres son otra historia. Tienen un secreto poderoso. No se toman en serio el amor. Nunca lo han hecho.

»Pero te lo repito, no te vayas. Lo repito, ésta no es una historia de amor. Olvida el amor. Te mostraré todas las dimensiones del poder. Primero la vida de un pobre y esforzado escritor. Un escritor sensible. De talento. Quizás, incluso, una especie de genio. Te mostraré cómo zurran al artista por gracia de su arte. Y porque se lo merece de sobra. Luego lo mostraré como astuto delincuente, disfrutando de la vida. Ay, qué alegría siente el verdadero artista cuando por fin se convierte en un estafador. Sale entonces a la luz su auténtico carácter. Se acabaron las bromas sobre su honor. El tipo ése es un delincuente. Un maleante. Un enemigo de la sociedad claro y abierto en vez de oculto tras el coño de puta del arte. Qué alivio. Qué placer. Qué gozo taimado. Luego, contaré cómo se convierte de nuevo en un hombre honrado. Ser un delincuente entraña una tensión tremenda.

»Pero te ayuda a aceptar a la sociedad y a perdonar a tu prójimo. Después de haber probado, ningún individuo desea ser delincuente a menos que de veras necesite el dinero.

»Luego seguiremos con uno de los éxitos literarios más asombrosos de la historia. Las vidas íntimas de los gigantes de nuestra cultura. En especial la de un cabrón chiflado. El mundo distinguido. Así pues, tenemos el mundo del pobre y esforzado genio, el mundo de la delincuencia y el mundo literario distinguido. Todo esto aderezado con abundante sexo, algunas ideas complicadas que no te machacarán el cráneo y que quizás encuentres incluso interesantes. Y por último, un final espectacular en Hollywood con nuestro héroe amasando todos sus premios: dinero, fama, mujeres hermosas. Y… no te vayas, no te vayas… veremos cómo todo ello se convierte en cenizas.

»¿No es suficiente? ¿Has oído todo esto antes? Bien, recuerda entonces que soy un maestro de la magia. Puedo dar vida auténtica a todas esas personas. Puedo contarte lo que realmente piensan y sienten. Llorarás por ellas, por todas ellas, te lo prometo. O quizá sólo rías. De cualquier modo, nos divertiremos muchísimo. Y aprenderemos algo de la vida. Cosa que, en realidad, de nada sirve.

»Ah, ya sé lo que estás pensando. Este astuto cabrón intenta conseguir que pasemos la página. Pero espera, lo que quiero contar no es más que un cuento. ¿Qué daño puede hacer? Aunque yo me lo tomase en serio, tú no te lo tomes. Diviértete un poco y nada más.

»Sólo quiero contarte una historia, no pretendo más. No deseo éxito ni fama ni dinero. Lo cual es normal; la mayoría de los hombres y la mayoría de las mujeres en realidad no lo pretenden. Más aún, yo no deseo amor. Cuando era joven, algunas mujeres me dijeron que me amaban por mis largas pestañas. Lo acepté. Más tarde fue por mi ingenio. Luego por mi poder y mi dinero. Después por mi talento. Después, mi inteligencia… profunda. Vale, puedo aceptarlo todo. La única mujer que me asusta es la que me ama sólo por mí mismo. No tengo planes para ella. Tengo venenos y dagas y tumbas oscuras en cuevas para esconder su cabeza. No tiene derecho a la vida. Sobre todo si es fiel sexualmente, nunca miente y me pone siempre por delante de todo y de todos.

»Se hablará mucho del amor en este libro, pero no es un libro de amor. Es un libro de guerra. La vieja guerra entre hombres que son verdaderos amigos. La gran “nueva” guerra entre hombres y mujeres. Es, sin duda alguna, una historia vieja, pero está ahora en el candelero. Las combatientes del movimiento de liberación femenina creen que tiene algo nuevo, pero es sólo que sus ejércitos salen de la guerrilla. Las dulces mujeres siempre han tendido emboscadas a los hombres: en sus cunas, en la cocina, en el dormitorio. En las tumbas de sus hijos, el mejor sitio para desoír una petición de clemencia.

»En fin, crees que estoy resentido contra las mujeres. Nunca las odié, te lo aseguro. Y al final resultarán mejores que los hombres, ya verás. Lo cierto es, sin embargo, que sólo las mujeres han sido capaces de hacerme desgraciado, y lo han hecho desde la cuna. Pero eso pueden decirlo la mayoría de los hombres. Y es algo que no tiene solución.

»¡Qué objetivo he expuesto! Lo sé… lo sé muy bien… sé perfectamente lo fascinante que parece. Pero cuidado. Soy un astuto narrador, no soy simplemente uno de vuestros sensibles y vulnerables artistas. He tomado mis precauciones. Aún me he reservado unas cuantas sorpresas. Pero basta. Déjame trabajar. Déjame que empiece y que termine.

Y ésa era la gran novela de Osano, el libro que conquistaría el premio Nobel, que restauraría su grandeza. Ojalá lo hubiese escrito.

El que fuese un gran farsante, como muestran estas páginas, no tenía importancia. Quizás fuese parte de su genio. Quería compartir sus mundos interiores con el mundo exterior. Eso era todo. Y ahora, como triste final, me había dado sus últimas páginas. Era como una broma por lo distintos que éramos como escritores. Él tan generoso y yo, ahora lo comprendía, tan poco.

Nunca me había entusiasmado su obra. Y no sé si realmente le quería como hombre. Pero le quería como escritor. Y por eso decidí, quizás para que me diera buena suerte, quizás para que me diese fuerza, quizás sólo por burla, utilizar sus páginas como mías. Debería haber cambiado una cosa. La muerte siempre me ha sorprendido.