11
El padre de Valerie arregló las cosas para que yo no perdiese mi trabajo. El tiempo que había pasado fuera se justificó como vacaciones y enfermedad, así que incluso me pagaron el mes que estuve holgazaneando en Las Vegas. Pero cuando volví, el comandante del ejército, mi jefe, estaba un poco enfadado. Yo no me preocupaba por eso. Si estás en el Servicio Civil Federal de Estados Unidos de Norteamérica y no eres ambicioso, y no te importa que te humillen un poco, tu jefe no tiene ningún poder.
Yo trabajaba de ayudante administrativo en las unidades de la reserva del ejército. Dado que las unidades se reunían sólo una vez por semana para instrucción, yo era responsable de todo el trabajo administrativo de las tres unidades que tenía asignadas. Era un trabajo muy pesado. Tenía a mi cuidado un total de seiscientos hombres, debía hacer sus nóminas, mimeografiar sus manuales de instrucciones, toda esa mierda. Tenía que comprobar el trabajo administrativo de las unidades realizado por el personal de la reserva. Preparaban informes para sus reuniones, tramitaban las órdenes de ascenso. En realidad, todo esto no era tanto trabajo como parecía salvo cuando las unidades se iban al campamento de instrucción de verano para una estancia de dos semanas. Entonces yo estaba muy ocupado.
En nuestra oficina el ambiente era muy cordial. Había otro civil llamado Frank Alcore que era mayor que yo y pertenecía a una unidad de la reserva para la que trabajaba como administrativo. Frank, con lógica impecable, me convenció de que debía venderme. Trabajé con él dos años sin enterarme de que estaba haciendo chanchullos. Sólo lo descubriría al volver de Las Vegas.
Las unidades de reserva de Estados Unidos eran lugar de cabildeo político. Por sólo asistir a una reunión dos horas semanales recibías paga de día completo. Un oficial podía llevarse sobre los veinte billetes. Un suboficial, con el plus de antigüedad, diez. Más derechos de pensión. Y durante las dos horas simplemente ibas a reuniones de instrucción o te dormías viendo una película.
La mayoría de los administrativos civiles se incorporaban a la reserva del ejército. Salvo yo. Mi sombrero mágico adivinó un posible riesgo. Si había otra guerra, las unidades de la reserva serían las primeras que pasarían al ejército regular.
Todos pensaban que yo estaba loco. Frank Alcore me suplicó que me incorporase. Yo había sido soldado tres años en la Segunda Guerra Mundial, pero él me dijo que podía conseguir que me nombrasen sargento por mi experiencia civil como administrativo de una unidad del ejército. Era un chollo, hacías tu deber patriótico y ganabas paga doble. Pero me resultaba odiosa la idea de recibir órdenes otra vez, aunque sólo fuese dos horas por semana y dos semanas en el verano. Como subalterno, tenía que seguir las órdenes de mis superiores. Pero hay una gran diferencia entre órdenes e instrucciones.
Cada vez que leía en la prensa informes sobre la fuerza de reserva magníficamente entrenada de nuestro país, meneaba la cabeza. Un millón de hombres tocándose los huevos. Me preguntaba por qué no abolirían todo aquello. Pero un montón de ciudades pequeñas dependían de nóminas de la reserva del ejército para sustentar sus economías. Muchos políticos de las legislaturas estatales y del Congreso eran oficiales de la reserva de muy elevado rango y ejercían notable presión.
Y entonces pasó algo que cambió toda mi vida. La cambió sólo por un breve período de tiempo pero la cambió para mejor, tanto económica como psicológicamente. Me convertí en estafador. Cortesía de la estructura militar de Estados Unidos.
Poco después de volver de Las Vegas, los jóvenes de Norteamérica se dieron cuenta de que si se alistaban en el programa de servicio activo de seis meses recién aprobado obtendrían un beneficio neto de dieciocho meses de libertad. El joven reclutable no tenía más que alistarse en el programa de la reserva y hacer un período en el ejército regular de seis meses en Estados Unidos. Tras esto, hacía cinco años y medio en el ejército de la reserva. Lo cual significaba ir a una reunión de dos horas por semana y a un campo de verano de dos semanas en servicio activo. Si esperaba y le reclutaban, tendría que hacer dos años completos, y quizás en Corea.
Pero había muy pocas plazas en el ejército de reserva. Por cada vacante había cien solicitudes, y Washington estableció un sistema de cuotas. Las unidades que yo manejaba recibieron una cuota de treinta plazas por mes. El primero que llegaba se llevaba el puesto.
Finalmente, tuve una lista de casi mil nombres. Yo controlaba administrativamente la lista y jugaba limpiamente. Mis jefes, el comandante asesor del ejército regular y un teniente coronel de la reserva al mando de las unidades, tenían la autoridad oficial. A veces situaban furtivamente a un favorito en cabeza. Cuando me decían que lo hiciese, yo nunca protestaba. ¿Qué coño me importaba? Yo estaba trabajando en mi libro. El tiempo que dedicaba al trabajo era sólo para conseguir el cheque.
Las cosas empezaron a ponerse más difíciles. Cada vez se reclutaban más jóvenes. Cuba y Vietnam acechaban en el horizonte. Por entonces, me di cuenta de que pasaba algo raro. Y tenía que ser muy raro para que yo me diese cuenta, porque no tenía el menor interés por mi trabajo ni por sus detalles e incidentes.
Frank Alcore era mayor que yo, estaba casado y tenía un par de hijos. Teníamos la misma graduación como funcionarios, operábamos con independencia, él tenía sus unidades y yo tenía las mías. Los dos ganábamos la misma cantidad de dinero, unos cien billetes por semana. Pero él pertenecía a su unidad de la reserva como sargento y ganaba otro grande extra al año. Sin embargo, venía al trabajo en un Buick nuevo y lo aparcaba en un garaje próximo que le costaba tres billetes diarios. Apostaba a todos los juegos de pelota, fútbol americano, baloncesto y béisbol, y yo sabía lo que costaba eso. Y me preguntaba de dónde demonios sacaría la pasta. Le tanteé y me guiñó un ojo y me dijo que tenía un sistema. Le iba muy bien con las apuestas. En fin, aquél era mi rollo, era mi terreno… y sabía que lo que me decía era cuento. Luego, un día me llevó a comer a un buen restaurante italiano de la Novena Avenida y me enseñó todas sus cartas.
Cuando tomábamos café me preguntó:
—¿Cuántos tipos alistas por mes en tus unidades, Merlyn? ¿Qué cuota recibes de Washington?
—Treinta el mes pasado —dije—. La cosa varía entre veinticinco y cuarenta, según cuántos tipos perdamos.
—Esos puestos de alistamiento valen dinero —dijo Frank—. Puedes ganar mucha pasta.
No contesté. Luego siguió:
—Basta con que me dejes utilizar cinco de tus plazas por mes —dijo—. Yo te daré cien billetes por cada una.
No me tentó. Quinientos billetes al mes significaban para mí una subida en mis ingresos del cien por cien. Pero moví la cabeza y le dije que lo olvidara. Era muy orgulloso. Nunca había hecho nada deshonesto en mi vida adulta. Era rebajarme, convertirme en un vulgar recogedor de propinas. Después de todo, era un artista. Un gran novelista esperando ser famoso. Ser deshonesto era ser un villano. Habría ensuciado la imagen narcisista que tenía de mí mismo. No importaba que mi mujer y mis hijos estuviesen al borde de la pobreza. No importaba que yo tuviese que tomar un trabajo extra de noche para poder llegar a fin de mes. Yo era un héroe nato. Aun así, la idea de que los chicos pagasen por entrar en el ejército me divertía.
Frank insistió.
—No corres ningún riesgo —dijo—. Esas listas pueden falsificarse. No hay ninguna matriz. No tendrás que coger el dinero de los chicos ni hacer tratos. Todo eso lo haré yo. Sólo tienes que alistarlos cuando yo te lo diga. Entonces, el dinero pasará de mi mano a la tuya.
En fin, si él me daba a mí cien, tenía que conseguir doscientos. Y tenía unos quince puestos propios de alistamiento, y al precio de doscientos cada uno, eran tres grandes por mes. De lo que yo no me daba cuenta era de que él no podía usar los quince puestos. Los oficiales al mando de sus unidades tenían gente que se cuidaba de eso. Jefes políticos, congresistas, senadores de Estados Unidos, mandaban a sus hijos para eludir el reclutamiento. Le quitaban a Frank el pan de la boca y, claro, Frank estaba enfadado. Sólo podía vender cinco puestos al mes. Aun así, eran mil dólares al mes libres de impuestos… De cualquier modo, seguí diciendo que no.
Hay toda clase de excusas que puedes montarte antes de acabar estafando. Yo tenía una imagen determinada de mí mismo. De que era honrado y nunca diría una mentira ni engañaría al prójimo. Que jamás haría nada sucio por dinero. Pensaba que era como mi hermano Artie. Artie era honrado hasta la médula. No había posibilidad de que él estafase nunca. Solía contarme historias sobre las presiones que ejercían sobre él en el trabajo. Como ingeniero químico encargado de examinar fármacos y drogas nuevos para la Food & Drug Administration, se encontraba en una posición de poder. Ganaba bastante, pero cuando realizaba sus comprobaciones descalificaba muchos de los productos que los otros químicos federales aprobaban. Entonces, le abordaron las grandes empresas productoras y le hicieron entender que tenían trabajos que daban mucho más dinero del que él pudiese ganar en su vida. Si era un poco más sensible, podría progresar en el mundo. Artie lo rechazó. Luego, por fin, uno de los productos que vetó, fue aprobado por un superior. Al cabo de un año, el producto tuvo que ser prohibido por los efectos tóxicos sobre los pacientes, algunos de los cuales murieron. Todo el asunto saltó a la prensa y Artie fue un héroe durante un tiempo. Y le ascendieron incluso al grado más alto del servicio civil. Pero le hicieron entender que nunca subiría más. Que nunca llegaría a ser jefe de la agencia por su falta de comprensión de los imperativos políticos del trabajo. A él le daba igual y yo estaba orgulloso de él.
Yo quería vivir una vida honrada, ésta era mi gran obsesión. Me ufanaba de ser un hombre realista, así que no pretendía ser perfecto. Pero cuando hacía alguna cochinada, no la aprobaba ni me engañaba a mí mismo, y normalmente no volvía a hacerla. No obstante, con frecuencia me sentía decepcionado en el fondo, dada la cantidad de cochinadas que puede hacer una persona, y me veía así cogido siempre por sorpresa.
En fin, tenía que convencerme a mí mismo de que debía convertirme en un tramposo. Quería ser honrado porque me sentía más cómodo diciendo la verdad que mintiendo. Me sentía más a gusto inocente que culpable. Me lo había pensado bien. Era un deseo pragmático, no romántico. Si me hubiese sentido más cómodo siendo mentiroso y ladrón, lo habría sido. Y en consecuencia, era tolerante con los que actuaban así. Era, pensaba yo, su rollo, no necesariamente una elección moral. Yo afirmaba que la moral no tenía nada que ver con aquello, pero en realidad no me lo creía. En el fondo creía en el bien y el mal como valores.
Y además, si hemos de ser sinceros, yo estaba siempre en competencia con otros hombres y, así, quería ser mejor, como hombre y como persona. Me daba una gran satisfacción el no ser codicioso con el dinero cuando los otros hombres se rebajaban por él. Desdeñar la gloria, ser honrado con las mujeres, ser inocente por elección. Me proporcionaba placer no recelar de las motivaciones de otros y confiar en ellos sistemáticamente. La verdad era que nunca confiaba en mí. Una cosa es ser honrado y otra temerario.
En suma, prefería que me engañasen a engañar a alguien, prefería que me estafasen a ser un estafador; y entendía perfectamente que esto era una armadura en la que me encerraba, y que en realidad no tenía nada de admirable. El mundo no me haría daño si no podía conseguir que me sintiera culpable. Si yo pensaba bien de mí mismo, ¿qué importaba que los demás pensaran mal de mí? El asunto no siempre funcionaba, claro. La armadura tenía rendijas y aberturas. Y tuve algunos deslices a lo largo de los años.
Y sin embargo… sin embargo, yo creía que incluso esto, que parecía remilgada honradez, era, de un modo extraño, el género más ruin de fraude. Que mi moral se apoyaba en un cimiento de fría piedra. Que sencillamente nada había en la vida que yo desease tanto como para que me pudiese corromper. Lo único que quería hacer era crear una gran obra de arte. Pero no deseaba fama ni poder ni dinero, o eso creía yo. Sencillamente quería beneficiar a la humanidad. Ay. Siendo adolescente, asediado por sentimientos de culpa y de indignidad, sintiéndome perdido en el mundo, leí la novela de Dostoievsky Los hermanos Karamazov. Ese libro cambió mi vida. Me dio fuerzas. Me hizo ver la belleza vulnerable de todas las personas por muy despreciables que puedan parecer. Y siempre recordaré el día en que por fin dejé el libro, lo devolví a la biblioteca del orfanato y luego salí a la claridad alimonada de un día de otoño. Tenía la sensación de hallarme en estado de gracia.
Y así, lo único que deseaba era escribir un libro que hiciese a la gente sentir lo que yo sentí aquel día. Para mí era el ejercicio máximo de poder. Y el más puro. Y así, cuando se publicó mi primera novela, en la que trabajé cinco años, que me había costado gran trabajo publicar sin ceder a las presiones, sin compromisos artísticos, la primera crítica que leí la calificaba de sucia, degenerada, decía que era un libro que jamás debería haberse escrito y una vez escrito jamás debería haberse publicado.
El libro dio muy poco dinero. Tuvo algunas críticas muy elogiosas. Se aceptaba que yo había creado una verdadera obra de arte, y realmente había colmado en cierta medida mi ambición. Algunas personas me escribieron cartas diciéndome que escribía como Dostoievsky. Encontré que el consuelo de esas cartas no compensaba la sensación de rechazo que me producía el fracaso comercial.
Tenía otra idea para una novela verdaderamente grande, mi Crimen y castigo. Mi editor no estaba dispuesto a darme un adelanto. Ningún editor lo haría. Dejé de escribir. Las deudas se amontonaban. Mi familia vivía en la pobreza. Mis hijos no tenían nada de lo que tenían los otros niños. Mi mujer, que era responsabilidad mía, estaba privada de todas las alegrías materiales de la sociedad, etc. etc. Yo me había ido a Las Vegas. Y así no podía escribir. Y entonces lo entendía claramente. Para convertirme en el artista y en el hombre honrado que anhelaba ser, tenía que coger propinas y aceptar sobornos durante un breve período. Uno puede convencerse a sí mismo de cualquier cosa.
Aun así, Frank Alcore tardó seis meses en convencerme, y entonces tuvo que tener suerte. Me intrigaba Frank porque era el perfecto jugador. Cuando le compraba un regalo a su mujer, siempre era algo que pudiese llevar a empeñar si andaba escaso de pasta. Y lo que me encantaba era cómo utilizaba su cuenta corriente.
Los sábados, Frank salía a hacer la compra de la familia. Todos los comerciantes del barrio le conocían y aceptaban sus cheques. En la carnicería compraba la mejor carne de ternera y de buey y se gastaba sus buenos cuarenta dólares. Le daba al carnicero un talón de cien y se embolsaba los sesenta del cambio. La misma historia en la tienda de ultramarinos y en la verdulería. Hasta en la bodega. El sábado por la tarde tenía unos doscientos pavos del cambio de sus compras, y lo usaba para hacer sus apuestas en los partidos de béisbol. No tenía ni un céntimo en la cuenta corriente. Si perdía aquel dinero el sábado, conseguía crédito de su corredor de apuestas para apostar en los partidos del domingo, doblando la apuesta. Si ganaba, corría al banco el lunes por la mañana para cubrir los cheques. Si perdía, dejaba que los devolvieran. Luego, durante la semana, conseguía dinero por reclutar a jóvenes que querían eludir el ejército en el programa de seis meses para cubrir los cheques cuando llegasen por segunda vez.
Frank solía llevarme a los partidos nocturnos de béisbol y lo pagaba todo, hasta los bocadillos. Era un tipo generoso por naturaleza, y cuando yo intentaba pagar, me apartaba la mano y decía algo así como: «Los hombres honrados no pueden permitirse esas cosas». Yo siempre lo pasaba bien con él, hasta en el trabajo. Durante la hora de comer jugábamos al gin y yo normalmente le ganaba algunos dólares, no porque jugase mejor a las cartas sino porque su pensamiento estaba en otra parte.
Todo el mundo tiene una excusa para dejar de ser honrado. La verdad es que dejas de serlo cuando estás preparado para dejar de serlo.
Una mañana, llegué a trabajar y el vestíbulo exterior de mi oficina estaba lleno de jóvenes que querían alistarse en el programa de seis meses del ejército. En realidad, estaba lleno todo el edificio. Todas las unidades alistaban afanosamente en las ocho plantas. Y era uno de esos viejos edificios construidos para albergar batallones enteros que podían entrar desfilando en él. Sólo que ahora, la mitad de cada planta estaba dividida en almacenes, aulas y nuestras oficinas administrativas.
Mi primer cliente era un viejecito que había traído a un joven de unos veintiuno a alistarse. Figuraba casi último en mi lista.
—Lo siento, no se le llamará por lo menos hasta dentro de seis meses —dije.
El viejo tenía unos asombrosos ojos azules que irradiaban energía y confianza.
—Sería mejor que comprobase usted con su superior —dijo.
En aquel momento, vi a mi jefe, el comandante del ejército regular, que me hacía señas frenéticamente a través del cristal de partición. Me levanté y entré en su despacho. El comandante había luchado en la guerra de Corea y en la Segunda Guerra Mundial y tenía condecoraciones por todo el pecho, pero estaba nervioso y sudaba.
—Escuche —dije—, ese viejo me ha explicado que debo hablar con usted. Quiere que ponga a su chico el primero de la lista. Ya le dije que no podía hacerlo.
—Haz lo que te pida —dijo furioso el comandante—. Ese viejo es congresista.
—¿Y la lista? —dije yo.
—A la mierda la lista —dijo el comandante.
Volví a mi mesa, donde estaban sentados el congresista y su joven protegido. Empecé a rellenar los impresos de alistamiento. Reconocí entonces el apellido del chico. Tendría unos cien millones de billetes algún día. Su familia era una de las historias de triunfo y éxito de la mitología norteamericana. Y allí estaba, en mi oficina alistándose en el programa de seis meses para evitar tener que hacer dos años completos de servicio activo.
El congresista se comportaba perfectamente. No se me impuso, no machacó el hecho de que su poder me obligase a alterar las reglas. Habló tranquila y amistosamente, aplicando justo la nota correcta. Era admirable, sin duda, cómo manejaba el asunto. Intentaba hacerme creer que yo estaba haciéndole un favor y mencionó que llamase a su oficina si alguna vez necesitaba algo de él. El chico mantuvo la boca cerrada, salvo para contestar a las preguntas que le hice cuando rellené a máquina el impreso de alistamiento.
Pero yo estaba furioso. No sabía por qué. No tenía ninguna objeción moral al uso del poder y a su injusticia. Era sólo que me habían pisoteado y yo no podía hacer nada. O quizás fuese porque el chico era tan jodidamente rico. ¿Por qué no podía él cumplir sus dos años en el ejército por un país que tanto había hecho por su familia?
En consecuencia, hice una pequeña trampa en la que ellos, no podían caer. Le di al muchacho una recomendación crítica de EOM. EOM significa especialidad ocupacional militar, la tarea concreta del ejército en que se le instruiría. Le recomendé para una de las pocas especialidades electrónicas de nuestras unidades.
Con esto, me aseguraba de que el chico sería uno de los primeros soldados que pasarían al servicio activo en caso de emergencia nacional. Era un tiro largo, pero qué demonios.
El comandante vino y tomó el juramento al chico, haciéndole repetir el texto que incluía el hecho de que no pertenecía al partido comunista ni a ninguna de sus organizaciones subsidiarias. Luego, todos nos dimos la mano. El chico se controló hasta que él y su congresista salieron de mi oficina. Entonces, el chico dirigió una sonrisita al congresista.
Aquella sonrisa era la sonrisa del niño cuando se impone a sus padres o a otros adultos. Es desagradable ver esa expresión en las caras de los niños. Y lo era aún más en aquel caso. Comprendí que en realidad la sonrisa no le hacía un mal muchacho, pero al menos me absolvía de cualquier culpa que pudiese caberme por prepararle la trampa de la EOM.
Frank Alcore había estado observándolo todo desde su mesa. No perdió el tiempo:
—¿Hasta cuándo vas a seguir siendo un imbécil? —me dijo—. Ese congresista se sacó del bolsillo cien billetes. Y Dios sabe lo que recibiría él. Miles. Si ese chico hubiese venido a nosotros, le habría sacado por lo menos quinientos.
Estaba claramente indignado, lo cual me hizo reír.
—Y tú no te tomas las cosas en serio —dijo Frank—. Podrías conseguir mucho dinero, podrías resolver muchos de tus problemas si me hicieses caso.
—Eso no va conmigo —dije.
—De acuerdo, como quieras —dijo Frank—. Pero tienes que hacerme un favor. Necesito muchísimo una plaza. ¿Te fijaste en aquel chico pelirrojo de mi mesa? Me dará quinientos dólares. Está esperando que le recluten cualquier día. En cuanto reciba el comunicado, no podrá alistarse en el programa de seis meses. Lo prohíben las ordenanzas. Así que tengo que alistarle hoy. Y no tengo un sitio libre en mis unidades. Quiero que le metas en las tuyas y repartiré la pasta contigo. Sólo esta vez.
Su tono era desesperado, así que le dije:
—Vale, mándame al chico. Pero quédate tú el dinero, yo no lo quiero.
Frank asintió con un gesto.
—Gracias. Te guardaré tu parte por si cambias de opinión.
Aquella noche, cuando fui a casa, Vallie me sirvió la cena y jugué con los niños antes de que se fueran a la cama. Luego Vallie dijo que necesitaba cien dólares para la ropa y los zapatos de Pascua de los niños. No dijo nada de ropa para ella, aunque, como todos los católicos, consideraba casi una obligación religiosa comprar ropa nueva para Pascua.
A la mañana siguiente, entré en la oficina y le dije a Frank:
—Mira, cambié de opinión, dame mi parte.
Frank me dio una palmada en el hombro.
—Muy bien, muchacho —dijo.
Me llevó a la intimidad del servicio de caballeros y contó cinco billetes de cincuenta dólares y me los entregó.
—Antes del fin de semana tendré otro cliente —me dijo. No le contesté.
Era la única vez en toda mi vida que había hecho algo realmente deshonroso. Y no me sentía mal. Para mi sorpresa, me sentía magníficamente. Estaba muy alegre y camino de casa compré regalos para Vallie y los niños. Cuando llegué allí y le di a Vallie cien dólares para la ropa de los niños, vi que se sentía muy aliviada al no tener que pedirle a su padre el dinero. Aquella noche dormí como hacía años que no dormía.
E inicié el negocio por mi cuenta, sin Frank. Toda mi personalidad empezó a cambiar. Era fascinante ser estafador. Despertaba lo mejor de mí. Dejé el juego e incluso dejé de escribir; de hecho, perdí todo interés por la nueva novela en la que estaba trabajando. Por primera vez en mi vida, me concentré en mi trabajo de funcionario.
Empecé a estudiar los gruesos volúmenes de ordenanzas del ejército, buscando todos los subterfugios legales que pudiesen servir a las víctimas del reclutamiento para escapar de éste. Una de las primeras cosas que aprendí fue que las regulaciones médicas podían interpretarse de modo bastante arbitrario. Un chico que no podía pasar el examen físico un mes y al que se rechazaba como recluta, podía muy fácilmente ser aceptado seis meses más tarde. Todo dependía de las cuotas de alistamiento que se marcasen en Washington. Podía depender incluso de cuestiones presupuestarias. Había cláusulas que especificaban que nadie que hubiera sido tratado con electroshock por trastornos mentales podía pasar el examen físico y ser reclutado. Tampoco los homosexuales. Tampoco quien tuviese algún tipo de trabajo técnico en la industria privada que le hiciese demasiado valioso para ser utilizado como un simple soldado.
Luego estudié a mis clientes. Su edad variaba de los dieciocho a los veinticinco, y los mejores solían ser los de veintidós y veintitrés, que acababan de salir de la universidad y les aterraba perder dos años en el ejército de Estados Unidos. Deseaban desesperadamente alistarse en la reserva y cumplir sólo seis meses de servicio activo.
Todos estos muchachos tenían dinero o procedían de familias con dinero. Tenían todos la formación necesaria para ejercer una profesión. Algún día pertenecerían a la clase media alta, los ricos, al grupo que dirigiría las actividades del país. En época de guerra habrían procurado por todos los medios ingresar en la Escuela de Cadetes para hacerse oficiales. Ahora deseaban ser panaderos y especialistas en reparación de uniformes o mecánicos. Uno de ellos, de veinticinco años, ocupaba un puesto en la bolsa de Nueva York; otro, era especialista en valores. Por entonces, Wall Street rebosaba nuevos valores que subían diez puntos en cuanto los emitían, y aquellos muchachos estaban haciéndose ricos. Llovía el dinero. Me pagaron y yo pagué a mi hermano Artie el dinero que le debía. Artie se sorprendió un poco y sintió cierta curiosidad. Le dije que había tenido suerte en el juego. Me daba vergüenza contarle la verdad, y fue una de las pocas veces que le mentí.
Frank se convirtió en mi asesor.
—Cuidado con esos chicos —decía—. Son de temer. Mantenles a raya y te respetarán más.
Me encogí de hombros. No entendía sus delicadas instrucciones morales.
—Son todos una pandilla de niños llorones —decía Frank—. ¿Por qué demonios no pueden ir y hacer dos años de servicio al país en vez de este cuento de los seis meses? Tú y yo luchamos en la guerra, combatimos por nuestro país y no tenemos un dólar. Somos pobres. En cambio a esos tipos el país les ha tratado magníficamente. Sus familias son todas ricas. Tienen buenos trabajos, grandes futuros. Y los muy cabrones ni siquiera hacen el servicio. Me sorprendía su furia, normalmente era un tipo muy tranquilo, no hablaba mal de nadie. Y me di cuenta de que su patriotismo era auténtico. Como sargento de la reserva, era terriblemente honrado, sólo como funcionario civil era un sinvergüenza.
En los meses siguientes, no tuve problema para crearme una clientela. Hice dos listas: una era la lista de espera oficial; la otra era mi lista particular. Procuraba no ser codicioso. Utilizaba diez plazas para los clientes de pago y otras diez para la lista oficial. Y me ganaba tranquilamente mi billete de mil al mes. De hecho, mis clientes empezaron a pujar y pronto el precio pasó a ser de trescientos dólares. Me sentía culpable cuando llegaba un pobre chico que yo sabía que jamás se abriría paso en la lista oficial antes de que le reclutaran. Tanto me fastidiaba esto, que al final deseché por completo la lista oficial. Incluía diez de pago y diez afortunados que no pagaban nada. En suma, ejercitaba el poder, algo que siempre había pensado que nunca haría. Y no era malo aquello, no.
Yo no lo sabía, pero estaba creando un cuerpo de amigos en mis unidades que más tarde me ayudarían a salvar el pellejo. Establecí además otra regla. Todo el que fuese artista, escritor, actor, o director teatral, pasaba gratis. Era una especie de compensación porque yo ya no escribía, no sentía deseos de escribir y también por ello me sentía culpable. En realidad, estaba amontonando culpa al mismo ritmo que amontonaba dinero. E intentaba expiar mi culpa al modo norteamericano típico: haciendo buenas obras.
Frank me reñía por mi falta de instinto comercial. Era demasiado buen chico, tenía que ser más duro porque si no todos se aprovecharían de mí. Pero se equivocaba. No era tan buen chico como él y los demás creían.
Porque yo miraba al futuro. Bastaba utilizar un mínimo de inteligencia para saber que aquel asunto acabaría descubriéndose algún día. Había demasiada gente implicada. Cientos de civiles con trabajos como el mío estaban recibiendo sobornos. Miles de reservistas quedaban alistados en el programa de seis meses tras pagar una cuota sustancial. Esto era algo que aún me divertía, todo el mundo pagando para entrar en el ejército.
Un día, vino un hombre de unos cincuenta años con su hijo. Era un próspero hombre de negocios y su hijo un abogado que empezaba entonces a ejercer como tal. El padre tenía un montón de cartas de políticos. Habló con el comandante y luego vino otra vez la noche de la reunión de la unidad y se entrevistó con el coronel de la reserva. Todos fueron muy correctos con él, pero me lo enviaron a mí con la mierda habitual de la cuota. Así que el padre vino con su hijo a mi despacho a poner el nombre del chico al final de la lista de espera oficial. Se llamaba Hiller y su hijo Jeremy.
El señor Hiller estaba en el negocio del automóvil, tenía una agencia de distribución de Cadillacs. Hice que su hijo rellenara el cuestionario habitual y charlamos. El chico no decía nada, parecía embarazado.
—¿Cuánto tiene que esperar en esa lista? —preguntó el señor Hiller.
Me retrepé en mi silla y le di la respuesta habitual:
—Seis meses —dije.
—Le alistarán antes —dijo el señor Hiller—. Le agradecería que hiciese usted lo posible por ayudarme.
Le di la respuesta habitual:
—Soy sólo un empleado —dije—. Las únicas personas que pueden ayudarle son los oficiales con quienes ya habló usted. O podría usted probar con un congresista.
Me dirigió una larga y astuta mirada y luego sacó su tarjeta:
—Si necesita usted comprar un coche, vaya a verme, se lo daré a precio de coste.
Miré su tarjeta y me eché a reír.
—El día que pueda comprarme un Cadillac —dije— ya no tendré que trabajar aquí.
El señor Hiller esbozó una sonrisa amable y cordial.
—Supongo que tiene razón —dijo—, pero si pudiese usted ayudarme, de veras que se lo agradecería.
Al día siguiente, recibí una llamada del señor Hiller. Tenía la falsa cordialidad de esos vendedores que son verdaderos artistas del engaño. Me preguntó por mi salud, cómo me iba, y comentó el buen tiempo que hacía. Y luego dijo que le había impresionado mucho mi cortesía, tan insólita en un empleado del gobierno que trata con el público. Tanto le había impresionado y tan lleno de gratitud se sentía que cuando se enteró de que estaba a la venta un Dodge de un año, lo había comprado y quería vendérmelo a precio de coste. ¿Aceptaría comer con él para hablar del asunto?
Le dije que no podía comer con él, pero que me pasaría por su negocio cuando saliera del trabajo. Su negocio estaba en Roslyn, Long Island, a no más de media hora de mi urbanización del Bronx. Y cuando llegué allí aún era de día. Aparqué mi coche y recorrí aquello mirando los Cadillacs acosado por codicia burguesa. Los Cadillacs eran hermosos, largos, gráciles y potentes; unos de oro bruñido, otros de blanco crema, azul oscuro, rojo bomba de incendios. Miré los interiores y contemplé el lujoso tapizado, los magníficos asientos. Nunca me había ocupado gran cosa de los coches, pero en aquel momento deseaba un Cadillac con todas mis fuerzas.
Me dirigí al largo edificio de ladrillo y pasé ante un Dodge azul huevo de petirrojo. Era un coche muy bonito que me habría encantado si no hubiese visto todos aquellos Cadillacs. Miré el interior. El tapizado daba una sensación cómoda, una sensación de confort, pero no de opulencia. Mierda.
En resumen, yo estaba reaccionando a la manera del clásico ladrón nuevo rico. Me había pasado algo muy extraño en los últimos meses. Me sentí mal cuando acepté el primer soborno. Creía que pensaría menos en mí mismo. Me había sentido siempre muy orgulloso de no mentir nunca. Entonces, ¿por qué disfrutaba tanto de mi papel como estafador de baja estofa?
La verdad era que me había convertido en un hombre feliz porque me había convertido en un traidor a la sociedad. Me encantaba recibir dinero por traicionar la confianza depositada en mí como funcionario del gobierno. Me encantaba estafar a los muchachos que venían a verme. Engañaba y disimulaba con auténtica fruición. Algunas noches, en la cama, despierto, trazando nuevos planes, me preguntaba sobre el significado de aquel cambio que se había producido en mi persona. Y consideraba que estaba tomando venganza por haber sido rechazado como artista, que estaba compensando mi triste herencia como huérfano. Mi completa falta de éxito mundano. Y mi inutilidad general en el esquema global de las cosas. Por fin había encontrado algo que era capaz de hacer bien; por fin podía mantener con éxito a mi mujer y a mis hijos. Y, curiosamente, pasé a ser mejor marido y mejor padre. Ayudaba a los críos a hacer los deberes. Ahora que había dejado de escribir, tenía más tiempo para Vallie. Íbamos al cine, podía pagar a alguien que cuidase a los niños y el precio de la entrada. Le compraba regalos. Conseguí incluso un par de encargos para una revista y los hice con la mayor facilidad. A Vallie le expliqué que todo aquel dinero procedía de mis colaboraciones en la revista.
Era pues un felicísimo ladrón, aunque en el fondo sabía que llegaría el día de rendir cuentas. En consecuencia, rechacé toda idea de comprarme un Cadillac y decidí conformarme con el Dodge azul huevo de petirrojo.
El señor Hiller tenía una oficina grande con fotografías de su mujer y de sus hijos en la mesa escritorio. No había ninguna secretaria y supuse que era porque el tal señor Hiller había sido lo bastante listo para librarse de ella y que no me viera. Me gustaba tratar con gente lista. Los tontos me daban miedo.
El señor Hiller me hizo sentarme y me dio un puro. Volvió a preguntarme por mi salud. Luego, pasó a cosas más concretas.
—¿Vio usted el Dodge azul? Bonito coche. Está en perfectas condiciones. Puedo dárselo a muy buen precio. ¿Qué coche tiene usted ahora?
—Un Ford del cincuenta —dije.
—Puede usted darlo como entrada —dijo el señor Hiller—. El Dodge le costaría quinientos dólares al contado y su coche.
No hice ningún gesto. Saqué los quinientos billetes de la cartera y dije:
—Trato hecho.
El señor Hiller pareció algo sorprendido.
—Supongo que podrá ayudar a mi hijo —le preocupaba realmente un poco la posibilidad de que yo no hubiese entendido.
Y a mí me asombró de nuevo lo mucho que disfrutaba con estas pequeñas transacciones. Sabía que le tenía atrapado. Que podía sacarle el Dodge sólo con darle mi Ford. En realidad estaba ganando unos mil dólares en el trato, aunque le pagase los quinientos. Pero no quería ser simplemente un ladrón. Aún tenía mi pizca de Robin Hood. Aún me consideraba un tipo que cogía el dinero de los ricos sólo a cambio de darles un equivalente de su valor. Pero lo que más me satisfacía era la preocupación que se dibujaba en su rostro al pensar que yo no me había dado cuenta de que se trataba de un soborno. Así que dije, muy pausadamente, sonriendo, con la mayor naturalidad:
—Su hijo estará incluido en el programa de seis meses en el plazo de una semana.
La cara del señor Hiller reflejó alivio y un nuevo respeto.
—Firmaremos todos los documentos esta noche —dijo—, me cuidaré de todo. No habrá ningún problema.
Se inclinó para darme la mano.
—He oído hablar de usted —añadió—. Todo el mundo le tiene en gran estima.
Me sentí complacido. Por supuesto, sabía lo que quería decir. Que tenía buena reputación como estafador honrado. Después de todo, era algo. Era un triunfo.
Mientras los empleados preparaban la documentación, el señor Hiller se puso a hablar conmigo, intentando enterarse de cosas. Quería saber si actuaba solo o si en el asunto participaban también el comandante y el coronel; era listo; su experiencia como comerciante, supongo. Primero me felicitaba por lo listo que era, lo deprisa que lo captaba todo. Luego, empezó a hacerme preguntas. Le preocupaba que los dos oficiales recordasen a su hijo. ¿No tenían ellos que tomar juramento a su hijo para que se incorporase al programa de seis meses? Sí, era cierto, dije.
—¿No le recordarán? —dijo el señor Hiller—. ¿No le preguntarán por qué subió tan de prisa en la lista?
Tenía cierta razón pero no del todo.
—¿Le he hecho yo preguntas sobre el Dodge? —pregunté.
El señor Hiller sonrió cordialmente.
—Claro, claro —dijo—. Usted conoce su negocio. Pero es mi hijo, sabe. No quiero que se vea metido en líos por culpa mía.
Mi pensamiento empezó a vagar. Pensaba en lo contenta que se pondría Vallie cuando viese el Dodge azul: el azul era su color favorito y estaba harta del viejo Ford destartalado.
Me obligué a mí mismo a pensar en lo que me planteaba el señor Hiller. Recordé que su Jeremy llevaba el pelo largo y un traje de buen corte, con chaleco, camisa y corbata.
—Dígale a Jeremy que se corte el pelo y lleve ropa deportiva cuando yo le llame a la oficina. No le recordarán.
El señor Hiller pareció vacilar.
—A Jeremy le fastidiará mucho —dijo.
—Pues entonces que no lo haga —dije—. No me gusta decir a la gente que haga lo que no le gusta hacer. Yo me cuidaré de todo.
Me sentía algo impaciente.
—De acuerdo —dijo el señor Hiller—. Lo dejo en sus manos.
Cuando volví a casa con el coche nuevo, Vallie se puso contentísima y la llevé a dar una vuelta con los críos. El Dodge andaba como la seda y pusimos la radio. Mi viejo Ford no tenía radio. Paramos a tomar pizza y soda, lo cual se había convertido en costumbre, aunque pocas veces lo habíamos hecho antes desde que estábamos casados, porque teníamos que controlar los gastos al céntimo. Luego paramos en una confitería y tomamos helado y compré una muñeca para mi hija y juguetes de guerra para los dos chicos. A Vallie le compré una caja de bombones. Me sentía muy bien así, gastando dinero como un príncipe. Fui cantando en el coche a la vuelta, y cuando los críos se acostaron, Vallie hizo el amor conmigo como si yo fuese el Aga Khan y acabase de regalarle un diamante tan grande como el Ritz.
Recordé los tiempos en que tenía que empeñar la máquina de escribir para terminar la semana. Pero aquello había sido antes de escaparme a Las Vegas. Desde entonces, mi suerte había cambiado. Se había acabado el pluriempleo, los dos trabajos. Tenía veinte grandes en reserva en las carpetas de mi viejo manuscrito al fondo del armario. Era un magnífico negocio con el que podía hacerme rico, a menos que el asunto explotase o hubiese un acuerdo a escala mundial por el que las grandes potencias dejasen de gastar tanto dinero en sus ejércitos. Comprendí por primera vez lo que sentían los grandes capitostes de la industria bélica y los generales del ejército. La amenaza de un mundo estabilizado podía arrojarme de nuevo a la pobreza. No era que yo deseara otra guerra, pero no podía evitar reír a carcajadas cuando comprendía que todas mis supuestas actitudes liberales se disolvían en la esperanza de que Rusia y Estados Unidos no llegasen a establecer relaciones cordiales, al menos por un tiempo.
Vallie roncaba un poco, cosa que no me molestaba. Trabajaba mucho con los críos y se cuidaba de la casa y de mí. Pero era curioso que yo tardase tanto en dormirme por muy cansado que estuviese. Ella siempre se dormía antes que yo. A veces, llegaba incluso a levantarme y ponerme a trabajar en mi novela en la cocina y prepararme algo de comer y no volver a la cama hasta las tres o las cuatro. Pero ya no trabajaba en una novela, así que no tenía nada que hacer. Pensé vagamente que debería empezar a escribir otra vez. Después de todo, tenía el tiempo y el dinero necesarios. Pero la verdad es que mi vida me resultaba demasiado emocionante, fingiendo y engañando y aceptando sobornos y, por primera vez en mi vida, gastando dinero en tonterías.
Pero el gran problema era el de encontrar un sitio donde guardar mi dinero de modo permanente. No podía tenerlo en casa. Pensé en mi hermano Artie. Él podía ingresarlo en el banco. Y lo haría si se lo pedía. Pero no podía hacerlo. Era tan puntilloso y honrado. Me preguntaría de dónde había sacado la pasta y tendría que decírselo. Él jamás había hecho nada deshonroso en beneficio propio o de su mujer y sus hijos. Era un hombre verdaderamente íntegro. Lo haría por mí, pero nunca volvería a considerarme igual. Y yo no podía soportarlo. Hay cosas que puedes hacer y cosas que no. Y pedirle a Artie que guardase mi dinero era una de las que no. No sería propio de un hermano ni de un amigo.
Por supuesto, a algunos hermanos no se lo pedirías por la sencilla razón de que te lo robarían. Y eso me hizo recordar a Cully. La próxima vez que viniese a la ciudad, le preguntaría cuál era el mejor modo de guardar el dinero. Ésa era mi solución. Cully lo sabría, era su campo. Y tenía que resolver el problema, tenía el presentimiento de que el dinero iba a empezar a llegar cada vez más deprisa.
A la semana siguiente, incluí a Jeremy Hiller en la reserva sin el menor problema, y el señor Hiller quedó tan agradecido que me invitó a pasar por su agencia para poner neumáticos nuevos a mi Dodge azul. Naturalmente, pensé que era un gesto de gratitud, y quedé encantado de que fuese tan buena persona. Olvidaba que era un hombre de negocios. Mientras el mecánico me cambiaba las ruedas, el señor Hiller me hizo una nueva proposición en su oficina.
Empezó dándome un poco de coba. Comentó con admirada sonrisa lo listo que yo era, lo honrado, lo absolutamente de fiar. Era un placer hacer negocios conmigo, y si alguna vez dejaba mi puesto en el gobierno, me proporcionaría un buen trabajo. Me lo tragué todo, me habían dado coba muy pocas veces en mi vida, y casi siempre mi hermano. Mi hermano, Artie, y algunos críticos de libros prácticamente desconocidos. Ni siquiera sospeché lo que se avecinaba.
—Tengo un amigo que necesita muchísimo que usted le ayude —dijo el señor Hiller—. Tiene un hijo que necesita desesperadamente que le incluyan en el programa de seis meses de la reserva.
—Bueno, no hay problema —dije—. Mande al chico a verme y que diga que va de parte de usted.
—El problema es más grave —dijo el señor Hiller—. Este joven ha recibido ya la notificación de reclutamiento.
Me encogí de hombros.
—Entonces, mala suerte. Dígale a sus padres que se despidan de él por dos años.
Entonces el señor Hiller sonrió y dijo:
—¿Está seguro de que un joven listo como usted no puede hacer algo? Sería mucho dinero. El padre es un hombre muy importante.
—Imposible —dije—. Las ordenanzas del ejército son muy concretas. Una vez recibida la notificación de reclutamiento, ya no puede entrar en el programa de seis meses de la reserva. Esos tipos de Washington no son tan tontos. Si no, todo el mundo esperaría a recibir la notificación antes de alistarse.
—A ese hombre le gustaría verle a usted —dijo el señor Hiller—. Está dispuesto a hacer lo que sea. ¿Me comprende?
—Es inútil —dije—, no puedo ayudarle.
Entonces, el señor Hiller se acercó más a mí.
—Vaya a verle sólo por mí —dijo.
Y entendí. Si iba a ver a aquel tipo, aunque no hiciese nada, el señor Hiller quedaba como un héroe. En fin, por cuatro neumáticos nuevos, podía pasar media hora con un hombre rico.
—De acuerdo —dije.
El señor Hiller escribió en un papel y me lo entregó. Lo miré. El nombre era Eli Hemsi, y había un número de teléfono. Reconocí el nombre. Eli Hemsi era el tipo más importante de la industria de la confección, siempre con problemas con los sindicatos, relacionado con el hampa, pero también una de las luminarias sociales de la ciudad. Compraba políticos, apoyaba las campañas benéficas, etc. Siendo tan importante, ¿por qué tenía que recurrir a mí? Le hice esta pregunta al señor Hiller.
—Porque es listo —dijo el señor Hiller—. Es un judío sefardí. Son los judíos más listos. Tienen sangre italiana, española y árabe, y esta mezcla les convierte en tipos implacables, además de listos. No quiere entregar a su hijo como rehén a un político que pueda pedirle un gran favor. Le resulta mucho más barato y mucho menos peligroso acudir a usted. Y además, ya le he explicado lo buena persona que es usted. Para ser absolutamente sincero, le diré que en este momento es usted la única persona que puede ayudarle. Esos peces gordos no se atreven a exponerse a un tropiezo en algo como el reclutamiento. Es demasiado delicado. Los políticos tienen muchísimo miedo a estas cosas.
Pensé en el congresista que había acudido a mi oficina. Había tenido mucho valor, entonces. O quizás estuviese al final de su carrera política y le importase un bledo. El señor Hiller me observaba atentamente.
—No me interprete mal —dijo—. No soy judío. Pero el sefardí… Tendrá usted que tener cuidado con él, porque si no le engañará, así que cuando trate con él use la cabeza —hizo una pausa y preguntó, nervioso—: Usted no es judío, ¿verdad?
—No sé —dije. Pensé entonces lo que sentía respecto a los huérfanos. Éramos todos gente rara. Al no conocer a nuestros padres, no nos preocupábamos de si la gente era judía o negra o lo que fuese.
Al día siguiente, llamé al señor Eli Hemsi a su oficina. Como los casados que tienen un ligue, los padres de mis clientes sólo me daban el número de teléfono de su oficina. Pero tenían el teléfono de mi casa, por si necesitaban ponerse en contacto conmigo con urgencia. Últimamente, estaba recibiendo muchísimas llamadas, cosa que intrigaba a Vallie. Le expliqué que era cosa de las apuestas y de la revista.
El señor Hemsi me pidió que bajase a su oficina a la hora de comer y allá me fui. Era uno de los edificios de confección de la Sexta Avenida, a sólo diez minutos de mi lugar de trabajo. Un agradable paseo con aquel tiempo primaveral. Fui sorteando tipos que empujaban carretillas de mano cargadas de trajes y reflexioné con cierta satisfacción sobre lo mucho que tenían que trabajar por sus míseros sueldos mientras yo amontonaba centenares de dólares por mis pequeños chanchullos. La mayoría eran negros. Por qué no estarían asaltando a la gente por la calle, como se decía que hacían. Ay, si tuviesen una educación adecuada, podrían estar robando como yo, sin hacer daño al prójimo.
La recepcionista me guió a través de salas de exposición donde se exhibían los nuevos estilos de las próximas temporadas. Y luego me hizo cruzar una puertecita que daba al apartamento-oficina del señor Hemsi. Me quedé de veras sorprendido ante tanta elegancia, considerando lo mugriento que era el resto del edificio. La recepcionista me dejó en manos de la secretaria del señor Hemsi, una mujer de mediana edad, fría y seria, pero impecablemente vestida, que me introdujo en el santuario.
El señor Hemsi era un tipo grande, muy grande; habría parecido un cosaco de no ser por su traje de corte perfecto, su camisa blanca magnífica y su corbata, de un rojo obscuro. Tenía muchas arrugas en la cara y aire melancólico. Casi parecía noble y, desde luego, parecía honrado. Se levantó y cogió mis manos en las dos suyas para saludarme. Me miró intensamente a los ojos. Estaba tan cerca de mí que pude ver a través del espeso y viscoso pelo gris.
—Mi amigo tiene razón, es usted un hombre de buen corazón —dijo muy serio—. Sé que me ayudará.
—En realidad no puedo ayudarle. Me gustaría hacerlo, pero no puedo.
Le expliqué todo el asunto, tal como se lo había explicado al señor Hiller. Con más frialdad de la que pretendía. No me gusta que la gente me mire intensamente a los ojos.
Él se limitó a sentarse y a cabecear muy serio. Luego, como si no hubiese oído una palabra de cuanto le había dicho, siguió explicando, con un tono realmente melancólico en la voz:
—Mi esposa, la pobre, está muy mal de salud. Si pierde ahora a su hijo morirá. Es lo único que la mantiene viva. Si él se va dos años, morirá. Señor Merlyn, tiene usted que ayudarme. Si hace esto por mí, le haré feliz para el resto de su vida.
No fue eso lo que me convenció. No fue que creyese una palabra de cuanto me decía. Sin embargo, la última frase me atrapó. Sólo los reyes y los emperadores pueden decir a un hombre «te haré feliz el resto de tu vida». Qué confianza tenía en su poder. Pero luego comprendí que hablaba de dinero.
—Déjeme pensarlo —dije—. Quizás se me ocurra algo. El señor Hemsi seguía cabeceando muy serio:
—Sé que podrá, sé que tiene usted buena cabeza y buen corazón —dijo—. ¿Tiene usted hijos?
—Sí —contesté.
Me preguntó cuántos y de qué edad y de qué sexo. Me preguntó por mi mujer y la edad que tenía. Era como si fuese mi tío. Luego, me pidió la dirección de mi casa y mi número de teléfono para poder contactar conmigo en caso necesario.
Cuando salí, él mismo me acompañó hasta el ascensor. Pensé que con aquello había cumplido ya mi promesa. No tenía ni idea de cómo podía librar a su hijo del reclutamiento. Y el señor Hemsi estaba en lo cierto, yo tenía un buen corazón. Lo bastante bueno para no intentar engañarle y traicionar las esperanzas de su mujer y luego no hacer nada. Y tenía una inteligencia lo bastante buena para no enredarme con una víctima del comité de reclutamiento. El chico había recibido ya la notificación y estaría en el ejército en el plazo de un mes. Su madre tendría que arreglárselas sin él.
Al día siguiente mismo, Vallie me llamó al trabajo. Parecía muy emocionada. Me dijo que acababa de recibir por un servicio especial de entrega unas cinco cajas de ropa.
Ropa para todos los chicos, ropa de invierno y de otoño, y ropa magnífica. Y también una caja para ella. Y todo de lo más caro, de lo que jamás podríamos permitirnos comprar.
—Hay una tarjeta —dijo—. De un tal señor Hemsi. ¿Quién es? La ropa es maravillosa, Merlyn. ¿Por qué te la regala?
—Escribí unos folletos para su negocio —dije—. No pagaba mucho pero me prometió enviarles algo a los chicos. Claro que supuse que sólo mandaría unas cosillas.
La voz de Vallie respiraba satisfacción.
—Debe ser un buen hombre. Esto debe valer más de mil dólares.
—Qué bien —dije—. Bueno, ya hablaremos de esto por la noche.
Cuando colgué, le conté a Frank lo ocurrido y le hablé del señor Hiller, el de la agencia Cadillac.
Frank me miró preocupado.
—Estás atrapado —dijo—. Ahora ese tipo esperará que hagas algo por él. ¿Cómo vas a salir de esto?
—Mierda —dije—. Ni siquiera sé por qué acepté ir a verle.
—Por esos Cadillacs que viste en la tienda de Hiller —dijo Frank—. Eres como esos tipos de color. Volverían a las chozas de África si pudiesen andar en un Cadillac.
Advertí una cierta vacilación de su voz. Había estado a punto de decir «negros» pero pasó a decir gente de color. Me pregunté si sería porque le avergonzaba decir aquella palabra malsonante o porque creía que yo podría ofenderme. En realidad, siempre me había preguntado por qué le fastidiaba tanto a la gente el que a los tíos de Harlem les gustasen los Cadillacs. ¿Porque no podían permitírselos? ¿Porque no debían endeudarse en algo que no tuviese utilidad inmediata? Pero Frank tenía razón en lo de que los Cadillacs me habían trastornado. Por eso había aceptado yo ver a Hemsi y hacerle el favor a Hiller. En el fondo de mi mente, abrigaba la esperanza de conseguir uno de aquellos maravillosos coches.
Cuando llegué a casa, aquella noche, Vallie y los chicos hicieron un desfile de modelos. Ella me había dicho cajas, pero no había especificado el tamaño. Eran enormes, y Vallie y los chicos tenían unos diez juegos de prendas cada uno. Hacía mucho tiempo que no veía a Vallie tan emocionada. Los críos estaban muy satisfechos, pero a su edad no se preocupaban tanto de la ropa, ni siquiera la niña. De pronto, cruzó mi pensamiento la idea de que quizás tuviese la suerte de dar con un fabricante de juguetes que quisiese colar a su hijo en la lista.
Pero entonces Vallie me indicó que tendría que comprar zapatos nuevos que fuesen con aquella ropa. Le dije que esperase un poco y tomé nota de echar un vistazo para ver si localizaba a un hijo de fabricante de zapatos.
Pero lo curioso era que habría considerado que el señor Hemsi me trataba con condescendencia paternalista si la ropa hubiese sido de calidad corriente. Habría sido el pobre recibiendo la limosna del rico. Pero aquella ropa era de primera calidad, eran artículos magníficos que no podría permitirme por muchos sobornos que recibiere. Aquello valía cinco mil dólares, como poco. Eché un vistazo a la tarjeta. Era una tarjeta comercial con el nombre de Hemsi y el título de presidente, el nombre de la empresa, su dirección y el teléfono. No había nada escrito. Ningún tipo de mensaje. El señor Hemsi era muy listo, desde luego. No había ninguna prueba directa de que él hubiese enviado aquello, y yo no tenía nada con qué acusarle.
Había pensado, en la oficina, que quizás pudiese devolverle los regalos. Pero cuando vi lo contenta que estaba Vallie, comprendí que no era posible. Estuve despierto hasta las tres de la madrugada ideando modos de conseguir que el hijo del señor Hemsi eludiese el reclutamiento.
Al día siguiente, cuando entré en la oficina, tomé una decisión. No haría nada por escrito que pudiese delatarme un año o dos después. La cuestión era muy delicada. Una cosa era aceptar dinero por poner a un tipo a la cabeza de la lista para el programa de seis meses, y otra sacarle del grupo de reclutas después de haber recibido la notificación.
Así que lo primero que hice fue acudir al grupo de reclutamiento que había enviado la notificación a Hemsi. Conocía allí a uno de los empleados, un tipo más o menos como yo. Me identifiqué y le conté la historia que había pensado. Le dije que Paul Hemsi había estado en mi lista del programa de seis meses y que yo tenía previsto alistarle hacía dos semanas, pero que había enviado su carta a una dirección equivocada. Que todo había sido culpa mía y que me sentía culpable por ello y que quizás pudiese verme metido en un lío si la familia del chico empezaba a investigar. Le pregunté si en su oficina podían cancelar la notificación para que yo pudiese incluirle en el programa de seis meses. Entonces yo enviaría el documento oficial al equipo de reclutamiento, indicando que Paul Hemsi estaba incluido en el programa de seis meses de la reserva, con lo que ellos podrían eliminarle de su lista. Utilicé lo que me parecía exactamente el tono correcto, sin demasiada angustia. Sólo un buen muchacho que intenta corregir un error. Al mismo tiempo, dejé caer que si él podía hacerme aquel favor, yo podría ayudarle a incluir a un amigo suyo en el programa de seis meses.
Este último truco se me había ocurrido la noche anterior en la cama cuando no podía dormir. Pensé que a los empleados de la oficina de reclutamiento, probablemente les llegasen también peticiones parecidas a las que me llegaban a mí. Y pensé que si uno de ellos podía colocar a un cliente suyo en el programa de seis meses, quizás pudiese embolsarse mil billetes por lo menos.
Pero el tipo de la oficina de reclutamiento se lo tomó todo con la mayor naturalidad. No creo siquiera que captase lo que le estaba proponiendo. Dijo que no había problema, que retiraría la notificación, y tuve de pronto la impresión de que tipos más listos que yo habían pulsado ya aquella tecla. En fin, al día siguiente recibí la carta de la oficina de reclutamiento y llamé al señor Hemsi y le dije que enviase a su hijo a mi oficina para alistarle.
Todo se desarrolló sin el menor problema. Paul Hemsi era un muchacho agradable y suave, muy tímido, o al menos así me lo pareció. Le tomé juramento, y guardé su documentación hasta que recibiera orden de incorporarse. Me encargué personalmente de sus cosas, y cuando salió para su servicio activo de seis meses, nadie de su grupo le había visto. Le había convertido en un fantasma.
Me di cuenta por entonces de que todo aquello era cada vez más peligroso e implicaba a gente importante. Pero por algo era Merlyn el Mago. Me puse mi gorro de mago y empecé a meditar sobre el asunto. Algún día se descubriría el pastel. Yo estaba bastante a cubierto, salvo por el dinero que tenía guardado en casa. Tenía que ocultar aquel dinero en otro lugar más seguro. Eso era lo primero de todo.
Y luego tenía que justificar otros ingresos para poder gastarlo abiertamente.
Podía pedirle a Cully que me guardase el dinero en Las Vegas. Pero ¿y si Cully se aprovechaba o le mataban? En cuanto a ganar dinero legalmente, había tenido ofertas de revistas para recensiones de libros y colaboraciones, pero siempre las había rechazado. Yo era un narrador puro, un escritor de obras de ficción. Me parecía rebajarme y rebajar mi arte escribir cualquier otra cosa. Pero qué demonios, era un estafador, ya nada podía rebajarme más.
Frank me pidió que fuese a comer con él y acepté. Frank estaba en magnífica forma. Feliz, contento y satisfecho. Había ganado bastante aquella semana en el juego y disponía de mucho dinero. Sin pensar en absoluto en lo que pudiese traer el futuro, creía que seguiría ganando y que los chanchullos podrían seguir eternamente. Sin considerarse siquiera un mago, creía en un mundo mágico.