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Con el tiempo, Cully Cross había llegado a contabilizar perfectamente el «zapato» y había conseguido por fin la baza ganadora. Era realmente Xanadú Dos, se sentía pleno de vitalidad y tenía control absoluto sobre «el lápiz». Un «lápiz de oro». Podía disponer de todo, no sólo de habitaciones, comida, bebida, sino también de billetes de avión desde cualquier lugar del mundo, chicas de alto precio, poder para hacer desaparecer las cuentas de los clientes. Podía incluso regalar fichas de juego a los intérpretes y artistas de elevada categoría que actuaban en el Hotel Xanadú.

Durante aquellos años, Gronevelt había sido para él más un padre que un jefe. Su amistad se había fortalecido. Habían luchado cientos de veces juntos. Habían rechazado a los piratas, del interior y del exterior, que intentaban apoderarse del tesoro sagrado del Hotel Xanadú. Agentes de reclamaciones que querían quedarse con el dinero, jugadores que provistos de instrumentos magnéticos intentaban vaciar las máquinas tragaperras contra todas las leyes del azar; organizadores de giras que introducían estafadores y tramposos con documentos de identidad falsos, empleados que intentaban robar a la casa, falsificadores de boletos de keno. Cully y Gronevelt habían conseguido derrotarles a todos.

Durante aquellos años, Cully se había ganado el respeto de Gronevelt por su habilidad para atraer nuevos clientes al hotel. Había organizado un torneo mundial de veintiuno que se celebraba en el Xanadú. Había retenido a un cliente de un millón de dólares al año regalándole un Rolls Royce nuevo cada Navidad. El hotel cargaba el importe del coche a relaciones públicas, que se deducía de los impuestos. El cliente se sentía muy feliz recibiendo un coche de sesenta mil dólares que le habría costado ciento ochenta mil en dólares imponibles, una reducción de un veinte por ciento en sus pérdidas. Pero el mejor golpe de Cully había sido el de Charles Hemsi. Gronevelt se pasó años ufanándose de la habilidad de su protegido.

Gronevelt puso ciertas objeciones al hecho de que Cully saldase todas las deudas de Hemsi en Las Vegas a un precio de diez centavos por dólar. Pero acabó dando el visto bueno. Y, desde luego, Hemsi acudía a Las Vegas por lo menos seis veces al año y siempre se hospedaba en el Xanadú. En un viaje tuvo una fantástica racha en la mesa de dados y ganó setenta mil dólares. Utilizó ese dinero para pagar parte de su deuda, y así el Xanadú quedó cubierto. Pero luego Cully demostró su genio.

En uno de sus viajes, Charles Hemsi mencionó que su hijo se iba a casar en Israel. Cully estaba entusiasmado con su amigo e insistió en que el Hotel Xanadú se hiciese cargo de la factura de la boda. Cully le dijo a Hemsi que el reactor del Hotel Xanadú (otra idea de Cully, la de comprar el avión para absorber parte del negocio de los organizadores de giras) transportaría a todos los invitados a Israel y pagaría los hoteles allí. El Xanadú pagaría la fiesta de la boda, la orquesta, todos los gastos. Sólo había un problema: como los invitados procedían de diversos puntos de Estados Unidos, tendrían que coger el avión en Las Vegas. Pero podían alojarse en el Xanadú gratuitamente.

Cully calculó los gastos del hotel en doscientos mil dólares. Convenció a Gronevelt de que se recuperarían, y de que si no se recuperaban, asegurarían el que Charlie Hemsi y su hijo siguieran jugando allí toda la vida. La operación resultó un gran éxito. Llegaron a Las Vegas cien invitados a la boda, y antes de irse a Israel, se dejaron casi un millón de dólares en la caja del hotel.

Pero aquel día Cully pensaba exponer a Gronevelt un plan que podría proporcionar aún más dinero, un plan que obligaría a Gronevelt y a sus socios a nombrarle encargado general del Hotel Xanadú, el cargo oficial más importante después del de Gronevelt. Cully estaba esperando a Fummiro. Fummiro había amontonado deudas en sus dos últimos viajes. Tenía problemas de pago. Cully sabía por qué y tenía la solución. Pero sabía que debía dejar que Fummiro tomase la iniciativa; sabía que si él, Cully, sugería la solución, Fummiro se echaría atrás. La iniciativa debía partir de Fummiro. Daisy le había adoctrinado.

Por fin llegó Fummiro a la ciudad; tocó el piano por la mañana y se tomó la sopa para desayunar. No le interesaban las mujeres. Le interesaba el juego, y en tres días perdió todo lo que llevaba en metálico y firmó por otros trescientos mil dólares. Antes de irse, llamó a Cully. Fummiro fue muy cortés, aunque estaba algo nervioso. No quería perder la compostura. Temía que Cully pensase que no iba a pagar sus deudas de juego, y así, con mucho tacto, le explicó a Cully que tenía dinero suficiente en Tokio y que el millón de dólares era una bagatela para él. El único problema era sacar el dinero del Japón, convertir los yens japoneses en dólares norteamericanos.

—Así pues, señor Cross —le dijo a Cully—, si usted pudiese venir a Japón, yo le pagaría allí en yens, y estoy seguro de que usted hallaría el medio de traer el dinero a Norteamérica.

Cully quería convencer a Fummiro de la completa confianza y fe en él que tenía el hotel.

—Señor Fummiro —dijo—, no tiene usted ninguna prisa, su crédito es bueno. El millón de dólares puede esperar hasta la próxima vez que pueda usted venir a Las Vegas. En realidad, no hay ningún problema. Estamos encantados de tenerle aquí. Su compañía es un placer. No se preocupe, por favor. Permítame que me ponga a su servicio, y si desea algo, dígamelo, e intentaré complacerle. Es un honor para nosotros que nos deba ese dinero.

Fummiro se tranquilizó. No estaba tratando con un bárbaro norteamericano, sino con alguien que era casi tan educado como un japonés.

—Señor Cross —dijo—. ¿Por qué no viene a visitarme? En Japón lo pasaremos maravillosamente. Le llevaré a una casa de geishas, tendrá la mejor comida, la mejor bebida y las mejores mujeres. Será mi huésped personal y así podré corresponder en parte a la hospitalidad que siempre me ha brindado y, además, entregarle el millón de dólares para el hotel.

Cully sabía que el gobierno japonés tenía una legislación muy severa contra la fuga de capitales. Fummiro le proponía un acto delictivo. Esperó y se limitó a mover la cabeza, sin olvidarse de sonreír continuamente.

Entonces, Fummiro continuó:

—Me gustaría hacer algo por usted. Confío plenamente en usted, y ésa es la única razón de que le diga esto. Mi gobierno es muy severo en lo tocante a sacar dinero del país. Me gustaría sacar dinero mío. Si al recoger ese millón del Hotel Xanadú pudiese usted sacar otro millón para mí y depositarlo en la caja del hotel, recibiría usted cincuenta mil dólares.

Cully sintió la dulce satisfacción de contabilizar perfectamente el «zapato».

—Señor Fummiro —dijo con sinceridad—, lo haré por la amistad que nos une. Pero, por supuesto, he de hablar con el señor Gronevelt.

—Por descontado —dijo Fummiro—. Yo también hablaré con él.

A continuación, Cully llamó a las habitaciones de Gronevelt y su telefonista le dijo que Gronevelt estaba ocupado y no recibía llamadas aquella tarde. Dejó recado de que la cuestión era urgente. Esperó en su oficina. Tres horas después sonó el teléfono. Y era Gronevelt para decirle que fuera a su suite.

Gronevelt había cambiado mucho en los últimos años. Se había borrado el tono rojizo de su piel, dejando paso a un blanco espectral. Tenía la cara como la de un frágil halcón. Se había hecho viejo bruscamente, y Cully sabía que pocas veces se llevaba a una chica para pasar la tarde. Parecía cada vez más inmerso en sus libros y dejaba casi todos los detalles de la dirección del hotel a Cully. Pero aún se daba un paseo diario por el casino, revisando todos los sectores, observando a los talladores y a los empleados y a los jefes de sector con sus ojos de halcón. Aún era capaz de absorber la energía eléctrica del casino en su pequeño cuerpo.

Gronevelt estaba vestido para bajar al casino. Jugueteó con el cuadro de mandos que inundaría los sectores del casino de oxígeno puro. Pero era todavía demasiado temprano. Apretaría el botón en la madrugada, cuando los jugadores empezaran a cansarse y a pensar en irse a la cama. Entonces les reanimaría como a marionetas. Sólo en el último año había hecho conectar directamente los controles de oxígeno a su suite.

Gronevelt pidió que le sirvieran la cena en sus habitaciones. Cully estaba atento. ¿Por qué le había hecho esperar Gronevelt tres horas? ¿Había hablado con él antes Fummiro? Y comprendió de pronto que era esto lo que había sucedido.

Cully se percató de que estaba resentido. Los dos eran muy fuertes, él aún no había alcanzado la altura de ellos y por eso habían conferenciado sin él.

—Supongo que Fummiro te explicaría su plan —dijo suavemente Cully—. Le dije que tendría que consultar contigo.

Gronevelt le sonrió.

—Cully, hijo mío, eres una maravilla. Perfecto. Ni yo mismo podría haberlo hecho mejor. Le dejaste que viniese él a ti. Me temía que te pusieras nervioso con todas esas deudas amontonándose en casa.

—Fue mi amiga Daisy —dijo Cully—. Ella me convirtió en ciudadano japonés.

Gronevelt frunció un poco el ceño.

—Las mujeres son peligrosas —dijo—. Los hombres como tú y como yo no podemos permitirnos dejarlas acercarse demasiado. Ésa es nuestra fuerza. Las mujeres pueden liquidarte por nada. Los hombres son más sensibles y más dignos de confianza —suspiró y luego continuó—: en fin, no tengo que preocuparme por ti en ese aspecto. Repartes muy bien tus billetes.

Volvió a suspirar, sacudió levemente la cabeza y retornó al asunto:

—El único problema en todo esto es que no hemos dado nunca con un medio seguro de sacar dinero de Japón. Tenemos deudas allí por valor de una fortuna, pero yo no daría un centavo por ellas. Los problemas son muchos. En primer lugar, si el gobierno japonés te descubre, te pasas dos años enjaulado. Por otra parte, en cuanto te hagas con el dinero, te convertirás en objetivo de todos los gánsters. Los delincuentes japoneses tienen un servicio de espionaje magnífico. Sabrán inmediatamente cuándo recoges el dinero. Dos o tres millones de dólares en yens ocuparán mucho espacio. Una gran maleta. En Japón pasan la maleta por rayos X. Y luego, ¿cómo convertir los yens en dólares norteamericanos? ¿Cómo entrar en Estados Unidos? Además, aunque creo que puedo garantizarte que no ocurrirá, ¿qué me dices de los gánsters de acá? La gente de este hotel sabrá que te enviamos allí a recoger el dinero. Tengo socios, pero no puedo garantizarte la discreción de todos ellos. Además, por puro accidente, puedes perder el dinero. Imagínate la situación en que te verías. Si perdieras el dinero, siempre sospecharíamos que eras culpable, a menos que te mataran.

—Ya he pensado todo eso —dijo Cully—. Comprobé en caja y tenemos por lo menos otro millón, o dos millones, en deudas de otros jugadores japoneses. Así que me traería cuatro millones.

Gronevelt se echó a reír.

—En un viaje eso sería un juego peligroso. Un mal porcentaje.

—Bueno —dijo Cully—. Puede hacerse en un viaje, en dos o en tres. Primero he de ver cómo se puede hacer.

—Estás corriendo riesgos en todos los sentidos —dijo Gronevelt—. Según mi criterio, no sacas nada de este asunto. Si ganas, no ganas nada. Si pierdes, lo pierdes todo. Si te prestas a algo así, los años que he pasado enseñándote, no han servido de nada. En fin, ¿por qué quieres hacer esto? No hay ningún porcentaje para ti.

—Mira, lo haré por mi cuenta y sin ayuda —dijo Cully—. Si la cosa va mal, la responsabilidad es toda mía. Pero si trajese los cuatro millones de dólares, me gustaría que me nombrasen encargado general del hotel. Yo sabes que soy de los tuyos. Nunca iría contra ti.

Gronevelt lanzó un suspiro.

—Es una jugada horrible la que haces. Me fastidia que lo hagas.

—¿De acuerdo, entonces? —preguntó Cully. Procuró borrar el júbilo de su voz. No quería que Gronevelt supiese lo ansioso que estaba.

—Sí —dijo Gronevelt—. Pero coge sólo los dos millones de Fummiro, no te preocupes del dinero que nos deben los otros. Si algo fuese mal, perderíamos sólo esos dos millones.

Cully se echó a reír, jugando su juego.

—Sólo perdemos un millón, el otro es de Fummiro. ¿No te acuerdas?

Pero Gronevelt dijo, muy serio:

—Es todo nuestro. En cuanto ese dinero esté en nuestra caja, Fummiro lo jugará y acabará perdiéndolo. Eso es lo positivo del asunto.

A la mañana siguiente, Cully llevó a Fummiro al aeropuerto en el Rolls Royce de Gronevelt. Le hizo un obsequio caro: un estuche antiguo, del renacimiento italiano, lleno de monedas de oro. Fummiro se entusiasmó, pero Cully percibió cierta curiosidad maliciosa tras sus efusiones de alegría. Por fin Fummiro dijo:

—¿Cuándo viene usted al Japón?

—Tardaré de dos semanas a un mes —dijo Cully—. Ni siquiera el señor Gronevelt sabrá el día exacto. Usted ya comprende por qué.

Fummiro asintió.

—Sí, ha de tener mucho cuidado. El dinero le estará esperando.

Cuando regresó al hotel, Cully se puso en contacto con Nueva York, con Merlyn.

—Merlyn, viejo amigo, ¿qué te parece si me acompañas en un viaje al Japón, con todos los gastos pagados, geishas incluidas?

Hubo una larga pausa al otro lado del hilo, y luego Cully oyó que Merlyn decía:

De acuerdo.