28

En mis primeras semanas en Hollywood empecé a considerar aquello como la Tierra de los Empidos. Un concepto curioso, al menos para mí, aunque fuese un tanto despectivo.

El empido es un insecto. La hembra es caníbal, y el acto sexual despierta su apetito de tal modo que, en el último momento del éxtasis del macho, éste se encuentra de pronto sin cabeza.

Pero por uno de esos maravillosos procesos de la evolución, el macho aprendió a llevar un poquito de comida envuelto en una red tejida con sustancia de su propio cuerpo. Mientras la hembra criminal va quitando la red, la monta, copula y se larga.

Un empido macho más evolucionado pensó que lo único que tenía que hacer era tejer una red alrededor de una piedrecita o cualquier trocito de basura. En un gran salto evolutivo, el macho de esta especie se convirtió en productor de Hollywood. Cuando le expliqué esto a Malomar, hizo una mueca y me lanzó una mirada malévola. Luego se echó a reír.

—De acuerdo —dijo—. ¿Quieres que te arranquen la cabeza de un mordisco por un polvo?

Al principio, casi toda la gente que conocía me daba la sensación de que sería capaz de comer una oreja, un pie o un codo a cualquiera con tal de conseguir el éxito. Y, sin embargo, con el paso del tiempo, me asombró el apasionamiento de la gente dedicada al cine. Realmente lo amaban. Las redactoras, las secretarias, los contables, los cámaras, los publicistas, los técnicos, los actores y las actrices, los directores e incluso los productores. Todos decían «la película que yo hice». Todos se consideraban artistas. Me di cuenta de que los únicos relacionados con el cine que no hablaban así solían ser los guionistas. Esto quizás se debiese a que todo el mundo reescribía sus guiones. Todo el mundo aportaba su maldito grano de arena. Hasta la redactora se atrevía a cambiar una línea o dos, o la mujer de un actor que representara un papel maduro, a reescribir el papel de su marido; y él llegaba al día siguiente y decía que así era como creía él que debía ser. Naturalmente, las modificaciones hacían destacar el talento del actor olvidando el objetivo de la película. Para un escritor resultaba irritante. Todo el mundo quería su trabajo.

Pensé que hacer cine es una forma artística diletante en grado sumo, y esto de modo bastante inocente debido a lo poderoso que es el medio mismo. Utilizando una combinación de fotografías, trajes, música y un guión simple, gente que carecía por completo de talento podía crear auténticas obras de arte. Pero quizás aquello estuviese yendo demasiado lejos. Podían al menos producir algo lo bastante bueno como para darles a ellos mismos una sensación de importancia, cierto valor.

Las películas pueden proporcionarte gran placer y conmoverte emocionalmente. Pero te pueden enseñar muy poco. No podían sondear las profundidades de un personaje como podría hacerlo una novela. Ni enseñarte como podrían hacerlo los libros. Sólo podían hacerte sentir, y no hacerte entender la vida. El cine es tan mágico que puede dar cierto valor a casi todo. Para muchas personas podría ser una forma de droga, una cocaína inofensiva. Para otros podría ser una forma de valiosa terapia. ¿Quién no desea registrar su vida pasada o cosas del futuro en la forma en que querría que fuese, de modo de poder amarse a sí mismo?

En fin, ésa era la idea más próxima que yo podía hacerme por entonces del mundo del cine. Más tarde, sintiéndome también mordido por el gusanillo, pensé que quizás fuese una visión demasiado cruel y pretenciosa.

Me sorprendía el gran poder que el hacer películas parecía ejercer sobre todos. A Malomar le entusiasmaba hacer películas. Toda la gente que trabajaba en películas luchaba por controlarlas. Los directores, los primeros actores, los fotógrafos jefes, los técnicos de los estudios.

Yo tenía conciencia de que el cine era el arte más vital de nuestra época, y me daba envidia. Hasta en las universidades, los estudiantes estaban haciendo películas propias en vez de escribir novelas. Y de pronto, pensé que quizás las películas ni siquiera eran arte, que eran una especie de terapia. Todos querían contar la historia de su propia vida, sus propios sentimientos, sus propias ideas. ¿Cuántos libros, sin embargo, se habían publicado por esa razón? Pero ni en los libros, ni en la pintura, ni en la música era tan fuerte la magia. Las películas combinaban todas las artes. El cine tenía que ser irresistible. Con aquel poderoso arsenal de armas, sería imposible hacer una mala película. Hasta el mayor cretino del mundo podría hacer una película interesante. No era raro que abundase tanto el nepotismo en el mundo del cine. Literalmente, podrías dejar a un sobrino escribir un guión, coger a una amante y convertirla en estrella, hacer a tu hijo jefe de unos estudios. El cine podía convertir a cualquiera en artista de éxito.

Y, ¿cómo era que ningún actor había matado nunca a un director o a un productor? Desde luego, a lo largo de los años había habido causas suficientes, financieras y artísticas. ¿Cómo no había matado nunca un director a un jefe de estudio? ¿Cómo no había asesinado nunca un escritor a un director? Debía ser que el hacer una película purgaba a la gente de violencia, era terapéutico. ¿Era posible que, algún día, uno de los tratamientos más eficaces para los que tuviesen alteraciones emocionales fuese dejarles hacer sus propias películas? Dios mío, pensemos en todos los profesionales del cine que están locos o casi locos. En el caso de los actores y de las actrices, sin duda era algo certificable.

En fin, así habría de ser. En el futuro, todo el mundo se quedaría en casa y vería películas hechas por sus amigos para evitar volverse loco. Las películas les salvarían la vida. Enfócalo así. Y, por fin, cualquier tonto del culo podría ser artista. Desde luego, si aquella gente era capaz de hacer buenas películas, cualquiera podría hacerlo. Allí había banqueros, sastres, abogados, etc., decidiendo qué películas debían hacerse. Ni siquiera poseían esa locura que podría ayudar a crear arte. Por tanto, ¿qué se perdería permitiendo a cualquier imbécil hacer una película? El único problema era mantener los costes bajos. Ya no harían falta psiquiatras ni talento. Todo el mundo podría ser artista.

Todas aquellas personas, a las que era imposible amar, nunca entendían que tuvieses que trabajar para que te amaran; sin embargo, pese a su narcisismo, su infantilismo, su egolatría, podrían ahora proyectar su imagen interna de sí mismos hacia un exterior susceptible de amor en la pantalla. Se convertían a sí mismos en objetos dignos de amor, como espectros, sin habérselo ganado en la vida real. Y, por supuesto, podías decir que todos los artistas lo hacen; piensa en la imagen del gran escritor como presuntuoso cretino en su vida personal: Osano. Pero habrían de tener algún don, al menos, algún talento en su arte que proporcionase placer o que enseñase, o que aportase una comprensión más profunda. Pero en el cine todo era posible sin talento, sin ningún don. Podías conseguir que un auténtico idiota con dinero hiciese la historia de su vida, y sin la ayuda de un gran director, un gran escritor, un gran actor o actriz, etc., etc., sólo con la magia del cine, podía convertirse en un héroe. El gran futuro del cine para todas aquellas personas era que podía hacerse sin el menor talento, lo cual no significaba que el talento no pudiera mejorarlo.

Como estábamos trabajando tan estrechamente en el guión, Malomar y yo pasábamos mucho tiempo juntos, a veces hasta última hora de la noche en su gran mansión, donde me sentía muy incómodo. Me parecía demasiado para una persona, aquellas habitaciones inmensas y profusamente amuebladas, la pista de tenis, la piscina olímpica y la casa independiente donde estaba la sala de cine. Una noche me propuso ver una nueva película, y le dije que el cine no me entusiasmaba tanto. Supongo que mi brusquedad le fastidió, porque le noté un poco irritado.

—Sabes que podríamos hacer mucho mejor las cosas en este guión si no despreciaras tanto el mundo del cine —dijo.

Esto me picó un poco. Por una parte, me ufanaba de estar demasiado bien educado para mostrar una cosa así. Por otra, tenía bastante orgullo profesional en mi trabajo, y él me decía que lo hacía mal. Además, había llegado a respetar a Malomar. Él era el director-productor y podría haber impuesto su criterio sobre el mío durante el trabajo, pero nunca lo había hecho. Y cuando sugería un cambio en el guión, solía tener razón. Cuando se equivocaba yo podía demostrarlo argumentando, y él lo aceptaba. En suma, no correspondía a todas mis ideas preconcebidas de la Tierra de los Empidos.

Así que en vez de ver la película o trabajar en el guión, aquella noche discutimos. Le expliqué lo que me parecía el mundo del cine y la gente que estaba en él. Cuanto más hablaba, menos furioso estaba Malomar. Y, por último, me sonrió.

—Hablas como una tía que ya no puede conseguirse tíos —dijo Malomar—. El cine es la nueva forma artística. Lo que te preocupa es que tu mundo se está quedando viejo. Lo único que tienes es envidia.

—No se puede comparar el cine con las novelas —dije—. Las películas nunca pueden hacer lo que los libros.

—Eso es irrelevante —dijo Malomar—. Las películas son lo que la gente quiere ahora y lo que va a querer en el futuro. Y después todas esas bobadas tuyas sobre los productores y la mosca empido… Vienes aquí por unos meses y te dedicas a acusar a todo el mundo. Nos rebajas a todos. Pero todos los negocios son iguales, todos agitan una zanahoria colgada de un palo. Sin duda la gente del cine está loca, y este mundo está lleno de trampas, y sin duda aquí se utiliza el sexo sin freno, pero ¿qué importa? Lo que tú ignoras es que todos ellos, productores y escritores, directores y actores, lo pasan muy mal. Dedican años a estudiar su oficio o su arte y trabajan más que el resto de las personas que conozco. Son gente verdaderamente consagrada a lo que hace, y, digas lo que digas, hace falta talento y genio para hacer una buena película. Esos actores y actrices son como la infantería. Son muchos los que caen. Y no consiguen los papeles importantes jodiendo. Tienen que demostrar que son artistas, tienen que conocer su oficio.

Cierto que hay cretinos y locos en este negocio que destrozan una película de cinco millones de dólares metiendo en el reparto a su amante o a su querido. Pero no duran mucho. Y luego hablas de productores y directores. En fin, no tengo que defender a los directores. Es el trabajo más duro que hay en este campo. Pero también los productores tienen una función. Son como los domadores de leones en un circo. ¿Sabes lo que es hacer una película? Primero tienes que besar diez culos en el consejo de finanzas de unos estudios. Luego tienes que hacer de padre y madre de actores locos. Has de conseguir que el personal técnico esté contento porque, si no, son capaces de liquidarte fingiéndose enfermos o perdiendo el tiempo. Y luego tienes que impedir que se asesinen unos a otros. Mira, odio a Moisés Wartberg, pero reconozco que tiene un talento financiero que ayuda a que el negocio cinematográfico siga funcionando. Respeto este talento tanto como desprecio sus gustos artísticos. Y tengo que enfrentarme a él constantemente como productor y como director. Y creo que hasta tú admitirás que unas dos películas mías podrían considerarse obras de arte.

—Eso es verdad a medias, como mínimo —dije.

—No haces más que rebajar a los productores —dijo Malomar—. Bien, pues esos tipos son los que hacen que se aguanten las películas. Y lo hacen dedicando dos años a besar a cien nenes distintos, nenes financieros, nenes actores, nenes directores, nenes escritores. Y los productores tienen que cambiarles los pañales, meterles toneladas de mierda nariz arriba hasta el cerebro. Quizás por eso suelen tener tan mal gusto. Y, sin embargo, muchos de ellos creen en el arte más que en el talento. O en su fantasía. Nunca se da el caso de que un productor no aparezca en el reparto de premios de la Academia a recoger su Oscar.

—Eso es sólo egolatría —dije—. No fe en el arte.

—Tú y tu jodido arte —dijo Malomar—. Claro, no hay duda, sólo una película de cada cien vale algo, pero ¿qué me dices de los libros?

—Los libros tienen una función distinta —dije, defendiéndome—. Las películas sólo pueden mostrar lo exterior.

Malomar se encogió de hombros.

—Realmente eres como un grano en el culo.

—Las películas no son arte —dije—. Son sólo trucos mágicos para niños.

Creía esto sólo a medias.

Malomar lanzó un suspiro y dijo:

—Quizás tengas razón. En realidad, todo es magia, no arte. Es una farsa destinada a que la gente se olvide de que ha de morir.

Eso no era cierto, pero no quise discutirlo. Sabía que Malomar tenía problemas desde su ataque cardíaco y no quería decir que fuese esto lo que le influía. Para mí arte era lo que te hacía aprender a vivir.

En fin, no me convenció, pero a partir de entonces pasé a mirar cuanto me rodeaba con menos prejuicios. Sin embargo, él tenía razón en algo: el mundo del cine me daba envidia. El trabajo era tan fácil, las compensaciones tan espléndidas, la fama tan deslumbrante. Me fastidiaba pensar que tendría que volver a ponerme a escribir novelas solo en una habitación. Bajo todo mi desprecio había una envidia infantil. Aquello era algo de lo que realmente nunca podría formar parte, no tenía ni el talento ni el temperamento necesarios. Siempre lo despreciaría en cierto modo, pero más por razones derivadas de una actitud pretenciosa que de una actitud moral.

Lo había leído todo sobre Hollywood y para mí Hollywood era el negocio del cine. Había oído a escritores, sobre todo a Osano, que volvían del este y maldecían los estudios cinematográficos; decían que los productores eran los cretinos más grandes del mundo, los jefes de estudio los tipos más groseros y zafios de esta rama de los antropoides, los estudios tan terribles y tan llenos de trampas y tan crueles que harían que la Mano Negra pareciera las Hermanitas de la Caridad. En fin, llegué a Hollywood con la impresión que ellos habían expuesto.

Tenía toda la confianza del mundo en que podría manejar aquello. Cuando Doran me llevó a mi primera entrevista con Malomar y Houlinan, les catalogué de inmediato. Houlinan era fácil, pero Malomar era más complicado de lo que yo esperaba. Doran, por supuesto, era una caricatura. Pero, a decir verdad, Doran y Malomar me agradaban. A Houlinan le calibré desde el primer momento, y cuando me dijo que tendría que hacerme una foto con Kellino, le contesté sin más que se fuera a la mierda.

Cuando Kellino no apareció a tiempo, me largué. Me resulta insoportable esperar a la gente. Yo no me enfado con ellos porque lleguen tarde, así que ¿por qué tienen que enfadarse ellos conmigo por no esperar?

Lo que resultaba fascinante de Hollywood eran los diferentes tipos de moscas empido.

Jóvenes provistos de certificados de vasectomía, latas de películas bajo el brazo, guiones y cocaína en sus apartamentos, esperando hacer películas, buscando chicos y chicas de talento para leer papeles y joder para pasar el rato. Luego estaban los auténticos productores con oficinas en los estudios y una secretaria, más unos cien mil dólares de presupuesto. Llamaban a los agentes y a las agencias de actores para que les enviasen gente. Estos productores al menos tenían una película que les acreditaba. Normalmente una película mala de bajo presupuesto que nunca cubría costes y que acabaría pasándose en los aviones o en los autocines. Estos productores pagaban a un semanario californiano por un comentario que calificara su película entre las diez mejores del año. O conseguían un reportaje en Variety en el que se decía que en Uganda aquella película había superado a Lo que el viento se llevó, lo cual significaba que Lo que el viento se llevó nunca se había proyectado allí. Estos productores solían tener en su escritorio fotografías firmadas de grandes actores. Se pasaban el día entrevistando a bellas y animosas actrices que se tomaban su trabajo mortalmente en serio y que no tenían ni la menor idea de que para los productores eran sólo un medio de matar la tarde y quizás de tener la suerte de conseguir una lamida que les proporcionase mejor apetito para la cena. Si les interesaba en especial una actriz concreta, se la llevaban a comer al bar de los estudios y se la presentaban a los pesos pesados que aparecían por allí. Los pesos pesados, que habían pasado por la misma rutina en otros tiempos, seguían la corriente si no presionabas demasiado. Estos peces gordos ya habían superado la etapa infantil. Estaban demasiado ocupados, a menos que la chica fuese algo especial. Entonces, podría conseguir una prueba.

Chicas y chicos conocían el juego, sabían que en parte era algo preestablecido, pero también sabían que podían tener suerte. Por lo tanto, aprovechaban todas las posibilidades con el productor, el director, el gran actor o la gran actriz, pero si realmente conocían su oficio y tenían cierto talento, jamás ponían sus esperanzas en un escritor. En fin, comprendí enseguida cómo debía haberse sentido Osano.

Y también comprendí que esto era parte de la trampa, junto con el dinero y las habitaciones lujosas y los halagos y la atmósfera de las conferencias de los estudios y la sensación de importancia al hacer una gran película. Así que en realidad nunca llegué a quedar atrapado. Si me sentía un poco caliente, volaba a Las Vegas y me enfriaba jugando. Cully intentaba siempre mandarme una tía de clase a la habitación. Pero yo siempre la rechazaba. No es que no me sintiese tentado, claro. Pero me gustaba más jugar y tenía demasiada sensación de culpabilidad.

Pasé dos semanas en Hollywood jugando al tenis, saliendo a cenar con Doran y Malomar, yendo a fiestas. Las fiestas eran interesantes. En una, conocí a una antigua estrella que había sido mi fantasía masturbatoria en la adolescencia. Debía tener cincuenta años, pero aún parecía bastante guapa con toda clase de ayudas de la cirugía estética. Pero estaba un poquito gorda y tenía la cara abotargada por el alcohol. Se emborrachó e intentó tirarse a todos los varones y hembras de la fiesta sin ningún éxito. Y aquella era la chica con la que habían fantaseado millones de ardientes jóvenes de Norteamérica. Esto me pareció muy interesante. Supongo que la verdad es que también me deprimió. Las fiestas estaban muy bien. Rostros familiares de actores y actrices. Agentes rebosando seguridad. Amabilísimos productores, enérgicos directores. He de decir que eran mucho más agradables e interesantes de lo que hubiera sido yo nunca en una fiesta.

Y me encantaba el clima templado. Me encantaban las calles de palmeras de Beverly Hills, y me encantaba pasear por Westwood con todos sus cines y los colegiales aficionados al cine con chicas realmente guapas. Entendí por qué todos aquellos novelistas de 1930 se habían «vendido». ¿Por qué perder cinco años escribiendo una novela que daba dos mil dólares cuando podías vivir aquello y ganar el mismo dinero en una semana?

Durante el día, trabajaba en mi oficina, celebraba conferencias sobre el guión con Malomar, comía en el bar, me acercaba a un plató para ver hacer una toma. En el plató siempre me fascinaba el apasionamiento de actores y actrices. En una ocasión, quedé realmente sobrecogido. Una joven pareja representaba una escena en la que el chico asesinaba a su novia mientras hacían el amor. Después de la escena, ambos se abrazaron y lloraron como si hubiesen participado de una tragedia real. Salieron abrazados del plató.

La comida en el bar de los estudios era divertida. Encontrabas a todos los que intervenían en las películas, y daba la sensación de que todos habían leído mi libro, al menos así lo decían. Me sorprendió el que actores y actrices no hablasen mucho en realidad. Eran buenos oyentes. Los que hablaban mucho eran los productores. Los directores parecían siempre muy preocupados, y normalmente les acompañaban tres o cuatro ayudantes. Los que parecían pasarlo mejor eran los técnicos. Pero resultaba aburrido presenciar el rodaje de una película. No era mala vida, pero yo echaba de menos Nueva York. Echaba de menos a Valerie y a los chicos, y también mis cenas con Osano. Algunas tardes me iba en avión a Las Vegas a pasar la noche, dormía allí y volvía por la mañana temprano. Luego, un día, en los estudios después de haber hecho unas cuantas veces el trayecto Nueva York-Los Ángeles, Los Ángeles-Nueva York, Doran me pidió que fuese a una fiesta en su casa alquilada de Malibú. Una fiesta de buena voluntad en la que críticos, guionistas y gente de producción se mezclaban con actores, actrices y directores. No tenía nada mejor que hacer, no tenía ganas de ir a Las Vegas, y fui a la fiesta de Doran, donde vi por primera vez a Janelle.