48
En mi último viaje a California para hacer la versión final del guión para TriCultura, me encontré con Osano en el vestíbulo del Hotel Beverly Hills. Me sorprendió tanto su aspecto físico que al principio no me di cuenta de que estaba con él Charlie Brown. Osano debía haber engordado unos doce kilos, y tenía una gran barriga que abultaba bajo la vieja chaqueta de tenis. Tenía la cara congestionada y salpicada de pequeñas manchas blancas de grasa. Los ojos verdes, tan chispeantes en otros tiempos, tenían ahora un tono desvaído, pálido, como grisáceo, y al caminar hacia mí me di cuenta de que aquel extraño contoneo de su paso se había agudizado.
Tomamos unas copas en el Polo Lounge. Charlie, como siempre, atraía las miradas de todos los hombres del local. Esto no era sólo por su belleza y por su cara inocente (había abundancia de ambas cosas en Beverly Hills), sino por algo que había en su atuendo, en su modo de caminar y de mirar alrededor que indicaba que era fácilmente accesible.
—Tengo un aspecto terrible, ¿verdad? —dijo Osano.
—Te he visto peor —dije yo.
—Demonios, también yo me he visto peor —dijo él—. Tú eres un cabrón con suerte, puedes comer lo que quieras y no engordas nada.
—Pero no soy tan bueno en eso como Charlie —dije.
Sonreí a Charlie y Charlie me sonrió.
—Cogemos el avión de la tarde —dijo Osano—. Eddie Lancer creía que podría conseguirme trabajo para hacer un guión, pero la cosa no resultó, así que me largo de aquí. Creo que iré a una clínica de adelgazamiento a ponerme en forma y a terminar mi novela.
—¿Cómo va la novela? —pregunté.
—Magníficamente —dijo Osano—. Ya tengo dos mil páginas, sólo me faltan doscientas.
No supe qué decirle. Por entonces, él ya tenía fama de no cumplir sus compromisos con los directores de revistas y los editores, incluso tratándose de libros de ensayo. La novela era su última esperanza.
—Creo que deberías concentrarte exclusivamente en quinientas páginas —dije— y acabar de una vez ese libro. Eso resolvería todos tus problemas.
—Sí, tienes razón —dijo Osano—. Pero no puedo precipitarme. Esta novela es para mí el premio Nobel, muchacho. En cuanto la termine.
Miré a Charlie Brown para ver si le impresionaba, pero me dio la sensación de que ni siquiera sabía lo que era el premio Nobel.
—Es una suerte tener un editor así —le dije a Osano—. Llevan esperando diez años ese libro.
Osano se echó a reír.
—Sí, son los editores con más clase de Norteamérica. Me han adelantado cien grandes y no han visto una página. Tienen auténtica clase. No son como todos esos mierdas del cine.
—Volveré a Nueva York de aquí a una semana —dije—. Te llamaré cuando llegue y a ver si cenamos juntos. ¿Cuál es tu número de teléfono?
—El mismo —dijo Osano.
—Pues llamé allí y no contesta nunca nadie —dije.
—Sí —dijo Osano—. Es que estuve en México trabajando en mi libro. Comiendo esas alubias con crepas, que llaman tacos. Por eso estoy tan gordo. Charlie Brown no engordó ni un gramo y comió diez veces más que yo.
Le dio una palmada y un pellizco a Charlie Brown en el hombro.
—Charlie Brown —añadió—, si mueres antes que yo, pediré que te hagan la autopsia para descubrir cómo consigues estar tan flaca.
Ella me sonrió.
—Eso me recuerda que tengo hambre —dijo.
Entonces, sólo por animar un poco las cosas, pedí de comer para los tres. Yo tomé una ensalada sencilla y Osano una tortilla francesa y Charlie Brown pidió una hamburguesa con patatas fritas, un filete con verdura, una ensalada, y de postre un helado de tres pisos coronado de piña. Osano y yo gozábamos contemplando a la gente que miraba comer a Charlie. No podían creerlo. Un par de tipos que había al lado, comentaban en voz alta, con el propósito de atraer nuestra atención para tener una excusa y poder ligarse a Charlie. Pero Osano y Charlie les ignoraron.
Pagué la cuenta y al irme le prometí a Osano llamarle en cuanto llegase a Nueva York.
—Sería magnífico —dijo Osano—. He aceptado hablar en esa convención feminista del mes que viene, y necesitaré que me prestes un poco de apoyo moral tú, Merlyn. ¿Qué te parece si cenamos juntos esa noche y luego vamos a la convención?
Dudé un momento. No me interesaba en realidad ningún tipo de convención, y además me preocupaba un poco el que Osano se metiera en líos y yo tuviese que sacarle de ellos. Pero le dije que de acuerdo, que iría.
Ninguno de los dos había mencionado a Janelle. No pude resistir el impulso de decirle:
—¿Has visto a Janelle por la ciudad?
—No —dijo Osano—. ¿Y tú?
—Hace mucho que no la veo —dije.
Osano me miró fijamente. Sus ojos, por unos segundos, volvieron a tener aquel tono verde claro malévolo de siempre. Sonrió con cierta tristeza:
—No deberías dejar escapar nunca a una chica así —dijo—. Una chica así sólo se encuentra una vez en la vida. Lo mismo que sólo se puede conseguir un buen libro una vez en la vida.
Me encogí de hombros y volvimos a darnos la mano. Besé a Charlie en la mejilla y luego me fui.
Aquella tarde, tuve una conferencia en los estudios TriCultura. Una conferencia con Jeff Wagon, Eddie Lancer, y el director, Simon Bellford. Siempre había pensado que las muchas leyendas de Hollywood sobre el escritor que se muestra duro y ofensivo con el director y el productor al tratar del guión eran puro cuento, aunque resultasen muy divertidas. Pero, por primera vez, me di cuenta allí de por qué pasaban esas cosas. Jeff Wagon y su director pretendían obligarnos a escribir su historia, no mi novela. Dejé a Eddie Lancer que discutiese y argumentase, hasta que al fin, exasperado, le dijo a Jeff Wagon:
—Mira, no quiero decirte que sea más listo que tú. Sólo que tengo más suerte. He escrito cuatro guiones de éxito seguidos. ¿Por qué no aceptas mi criterio?
A mí me pareció un argumento maravillosamente inteligente, pero me di cuenta de que Jeff Wagon y el director parecían desconcertados. No sabían de qué hablaba Eddie. Y comprendí que no había forma de cambiar sus criterios.
Eddie Lancer dijo por último:
—Lo siento, pero si es así como queréis hacer las cosas, tendré que dejar esta película.
—Está bien —dijo Jeff—. ¿Y tú, Merlyn?
—No veo que tenga sentido que yo lo escriba como quieres tú —dije—. No creo que hiciese un buen trabajo.
—Eso es bastante justo —dijo Jeff Wagon—. Lo siento. Ahora decidme, ¿conocéis a algún escritor que pueda seguir trabajando en esta película con nosotros y haceros consultas a vosotros, que habéis hecho ya la mayor parte del trabajo? Sería de gran ayuda.
Se me ocurrió de pronto la idea de que podía proporcionarle a Osano aquel trabajo. Sabía que necesitaba desesperadamente el dinero y sabía que si yo decía que estaba dispuesto a trabajar con él, le darían el trabajo. Pero luego imaginé a Osano en una reunión como aquélla, recibiendo instrucciones de hombres como Jeff Wagon y el director. Osano era aún uno de los grandes de la literatura norteamericana, y pensé que aquellos tipos le humillarían y luego le echarían. Así que me callé.
Sólo más tarde, cuando intentaba dormir, me di cuenta de que quizás le hubiese negado a Osano el trabajo para castigarle por acostarse con Janelle.
A la mañana siguiente, recibí una llamada de Eddie Lancer. Me dijo que había tenido una entrevista con su agente y que, según éste, los estudios TriCultura y Jeff Wagon le ofrecían cincuenta mil dólares más por seguir en la película, y me preguntó qué pensaba yo.
Le dije a Eddie que por mí no había problema, hiciese lo que hiciese, pero que yo no iba a volver. Intentó convencerme.
—Les diré que no vuelvo a menos que te acepten a ti y que te paguen veinticinco mil dólares —dijo Eddie Lancer—. Estoy seguro de que lo aceptarán.
Pensé de nuevo en ayudar a Osano y de nuevo sencillamente no me sentí capaz de hacerlo. Eddie seguía:
—Mi agente me dijo que si no aceptaba seguir en la película, los estudios contratarían a más escritores e intentarían luego incluirlos en el reparto. Ahora bien, si no nos incluyen a nosotros, perdemos nuestro contrato del sindicato de escritores y el porcentaje de la televisión cuando la película se venda a la televisión. Además, los dos tenemos porcentajes netos que probablemente no nos paguen nunca. Y existe la posibilidad de que la película resulte un gran éxito, y entonces nos tiraremos de los pelos. Puede ser mucha pasta, Merlyn, pero no aceptaré si tú crees que debemos mantenernos unidos e intentar salvar nuestro guión.
—Me importa un carajo el porcentaje —dije yo—, o que me incluyan o no en el reparto, siempre que la historia salga, pero ¿qué clase de guión es ése? Una basura, no es ya mi libro. De todos modos, acepta. A mí me da igual. Te lo digo en serio.
—Estoy de acuerdo —dijo Eddie—. Y, si continúo, intentaré defender tu parte todo lo mejor que pueda. Te llamaré cuando vaya a Nueva York para cenar una noche juntos.
—Estupendo —dije yo—. Que tengas suerte con Jeff Wagon.
—Sí —dijo Eddie—. La necesitaré.
Pasé el resto del día llevándome todas mis cosas de mi oficina de los estudios TriCultura y haciendo algunas compras. No quería volver en el mismo avión que Osano y Charlie Brown. Pensé en llamar a Janelle, pero al final no lo hice.
Un mes más tarde, Jeff Wagon me llamó a Nueva York. Me dijo que Simon Bellford creía que Frank Richetti debía figurar como autor del guión con Lancer y conmigo.
—¿Aún sigue Eddie Lancer en la película? —le pregunté.
—Sí —dijo Jeff Wagon.
—De acuerdo —dije—. Buena suerte.
—Gracias —dijo Wagon—. Te tendremos informado de lo que pase. Nos veremos todos en la cena de los premios de la Academia.
Y colgó.
Me eché a reír. Estaban convirtiendo la película en basura y Wagon tenía la osadía de hablar de los premios de la Academia. Aquella beldad de Oregon debía haberle sorbido el seso del todo. Tuve la sensación de que Eddie Lancer me traicionaba siguiendo en la película. Era cierto lo que Wagon había dicho una vez. Eddie Lancer era un guionista nato, pero era también un novelista nato y yo sabía que nunca volvería a escribir una novela.
Otra cosa curiosa era que, aunque yo me había peleado con todo el mundo y el guión era cada vez peor y yo había intentado largarme, aún me sentía ofendido. Y supongo que, además, en el fondo de mi pensamiento, aún tenía la esperanza de que, si volvía a California a trabajar en el guión, podría ver a Janelle. Llevábamos meses sin vernos y sin hablar. La última vez que la había llamado sólo para decirle hola y para charlar un rato, ella me dijo al final:
—Me alegro de que hayas llamado —y esperó una respuesta.
Hice una pausa, y luego dije:
—Yo también.
Entonces, ella se echó a reír y se puso a remedarme:
—Yo también, yo también —dijo. Luego añadió—: En fin, qué más da —se echó a reír alegremente, y luego dijo—: Llámame cuando vuelvas.
—Lo haré —dije yo.
Pero sabía que no iba a hacerlo.
Un mes después de haberme llamado Wagon, lo hizo Eddie Lancer. Estaba furioso.
—Merlyn —dijo—, están cambiando el guión para excluirte. Ese Frank Richetti está redactando de nuevo los diálogos, aunque se limita a parafrasear tus palabras. Están cambiando el argumento sólo lo suficiente para que parezca distinto del tuyo y les he oído hablar, a Wagon, a Bellford y a Richetti, de que te van a retirar del reparto y a quitarte el porcentaje. Esos cabrones no me hacen ni caso.
—No te preocupes —le dije—. Yo escribí la novela, escribí el guión original, lo mandé al sindicato de escritores, y no hay manera de que puedan eliminarme del todo. Eso salva mi porcentaje.
—No sé —dijo Eddie Lancer—. Yo sólo te aviso de lo que van a hacer. Espero que sepas protegerte.
—Gracias —le dije—. ¿Cómo te va a ti? ¿Cómo te va con la película?
—Ese cabrón de Frank Richetti —dijo él— es un analfabeto de mierda, y no sé quién es peor, si Wagon o Bellford. Esto puede convertirse en una de las peores películas de todos los tiempos. El pobre Malomar debe estar dando saltos en su tumba.
—Sí, pobre Malomar —dije yo—. Siempre me hablaba de lo estupendo que era Hollywood, de que allí la gente era muy sincera, que eran todos grandes artistas. Ojalá viese esto.
—Sí —dijo Eddie Lancer—. Oye, la próxima vez que vengas a California, llámame y cenaremos juntos.
—No creo que vuelva a California —dije—. Si tú vienes a Nueva York, llámame.
—De acuerdo, lo haré —dijo Lancer.
Un año después se estrenó la película. Se me incluyó como autor del libro, pero no como coautor del guión. Adjudicaron el guión a Eddie Lancer y a Simon Bellford. Pedí el arbitraje del sindicato de escritores pero perdí. Richetti y Bellford habían hecho un buen trabajo cambiando el guión, con lo que yo perdía mi porcentaje. Pero daba igual. La película fue un desastre y lo peor del asunto fue que Doran Rudd me contó que entre la gente de cine se achacaba a la novela el fracaso de la película. Yo no era ya un producto vendible en Hollywood, y eso fue lo único que me alegró de todo el asunto.
Una de las críticas más feroces de la película fue la de Clara Ford. Se la cargó del principio al fin. Incluso la actuación de Kellino. Al parecer, Kellino no había hecho demasiado bien su trabajo con Clara Ford. Pero Houlinan me lanzó una última andanada. Consiguió colocar en una de las agencias un artículo cuyo titular era: LA NOVELA DE MERLYN FRACASA COMO PELÍCULA. Cuando lo leí, no pude hacer más que mover la cabeza admirado.