16
En la oficina de la Reserva, el negocio de los sobornos iba viento en popa. Y, por primera vez en mi carrera como funcionario, recibí una calificación de «excelente». Debido a mis actividades fraudulentas, había estudiado todas las complicadas normas nuevas, y me había convertido en un administrativo eficiente, el mejor especialista en aquel campo.
Debido a estos conocimientos especiales, había ideado un sistema mejor para mis clientes. Cuando terminaban su servicio activo de seis meses y volvían a mi unidad de la Reserva, para las reuniones y el campamento de verano de dos semanas, les hacía desaparecer. Para esto ideé un sistema absolutamente legal. Podía ofrecerles la posibilidad de que después de cumplir su servicio activo de seis meses pasaran a ser simples nombres en las listas de inactivos de la Reserva, a quienes sólo se llamaría en caso de guerra. Nada de reuniones semanales ni de campamentos de verano una vez al año. Mi precio subió. Otro ingreso extra: cuando me libraba de ellos, disponía de un valioso puesto libre.
Una mañana abrí el Daily News y allí, en primera página, había una gran fotografía de tres jóvenes. A dos de ellos les había alistado el día anterior. Doscientos pavos cada uno. Me dio un vuelco el corazón y me sentí enfermo. ¿Qué podía ser si no la denuncia de todo el asunto? Se había descubierto el pastel. Tuve que obligarme a leer el artículo. El tipo del centro era hijo del político más importante del estado de Nueva York. Y en el artículo se aplaudía el patriótico alistamiento del hijo del político en la Reserva. Eso era todo.
De cualquier modo, aquella fotografía me asustó. Me imaginé en la cárcel y a Vallie y a los niños solos. Sabía muy bien que el padre y la madre de Vallie se harían cargo de ellos, pero yo no estaría allí. Perdería a mi familia. Pero luego, cuando llegué a la oficina y se lo conté a Frank, se echó a reír y lo consideró un chiste magnífico. Dos de mis clientes de pago en la primera página del Daily News. Sencillamente genial. Recortó la fotografía y la colocó en el tablero de su unidad del ejército de la Reserva. Era una broma entre nosotros. El comandante creyó que lo había colocado en el tablero para fortalecer la moral de la unidad.
De alguna forma, aquel miedo injustificado hizo que bajara la guardia. Empecé a creer, como Frank, que el negocio duraría siempre. Y podría haber durado, de no ser por la crisis de Berlín, que indujo al presidente Kennedy a llamar a filas a cientos de miles de militares de la Reserva. Acontecimiento sumamente desafortunado para mí.
La oficina se convirtió en un manicomio cuando llegó la noticia de que estaban reclutando a las unidades de la Reserva para un año de servicio activo. Los que habían pagado por meterse en el programa de seis meses, estaban desquiciados. Se pusieron furiosos. Y lo que más les dolía era que ellos, los jóvenes más listos del país, flamantes abogados, hábiles especialistas de Wall Street, genios de la publicidad, se veían burlados por la más estúpida de todas las criaturas: el ejército de Estados Unidos. Se habían dejado engañar vilmente con el programa de seis meses, sin prestar atención a la remota posibilidad de que pudiesen llamarles al servicio activo y enrolarlos de nuevo en el ejército. Los chicos listos de la ciudad habían picado como palurdos. A mí tampoco me agradaba gran cosa el asunto, aunque me felicitaba por no haber querido ingresar nunca en la Reserva por el dinero fácil. Aun así, mi negocio se hundía. Se acababan los ingresos de mil dólares mensuales libres de impuestos. Y tenía que trasladarme muy pronto a mi nueva casa de Long Island. Pero, aun así, no me di cuenta en ningún momento de que aquello precipitaría la catástrofe que hacía tanto preveía. Estaba demasiado ocupado con el enorme trabajo administrativo que tenía que hacer para pasar oficialmente mis unidades al servicio activo.
Había que solicitar suministros y uniformes, había que emitir todo tipo de órdenes y normas de instrucción. Y luego controlar la terrible estampida de quienes pretendían evadir el reclutamiento. Todo el mundo sabía que el ejército tenía normas para casos especiales. Los que habían estado en el programa de la Reserva en los últimos tres o cuatro años y estaban a punto de terminar el servicio, eran los más afectados. Durante aquellos años, habían prosperado en sus actividades y carreras, se habían casado, habían tenido hijos. Habían burlado a los capitostes militares de Norteamérica. Pero al final todo había sido pura ilusión.
De todos modos, no olvidemos que se trataba de los chicos más listos de Norteamérica, los futuros gigantes de los negocios, jueces, gerifaltes del negocio del espectáculo. No se resignaron. Un tipo joven, socio en el negocio de su padre en la bolsa, hizo enviar a su mujer a una clínica psiquiátrica, y luego solicitó la exclusión del servicio militar basándose en que su mujer había sufrido una crisis nerviosa. Envié los documentos completados con cartas oficiales de los médicos y del hospital. No resultó. En Washington habían recibido miles de casos semejantes y adoptaron la postura de no admitir que nadie se librase como caso especial. Recibimos una carta que decía que el pobre marido sería reclamado para el servicio activo y que ya investigaría luego la Cruz Roja el caso de su esposa. La Cruz Roja debió hacer un buen trabajo, porque un mes después, cuando la unidad de aquel tipo salió para Fort Lee, Virginia, su esposa, la de la crisis nerviosa, vino a mi oficina a presentar los documentos necesarios pata ir a vivir con él. Estaba contenta y evidentemente gozaba de buena salud. Tan buena salud que no había podido seguir con la comedia y quedarse en el hospital. O quizá los médicos no se dejasen engañar hasta el punto de permitir que el asunto se prolongase.
El señor Hiller me llamó por el problema de su hijo, Jeremy. Le dije que no podía hacer nada. Me presionó insistentemente y le dije, en broma, que si su hijo fuera homosexual le harían abandonar la Reserva y no le llamarían para el servicio activo. Hubo una larga pausa al otro lado y luego me dio las gracias y colgó. Y, por supuesto, dos días después Jeremy Hiller vino a verme y rellenó los documentos necesarios para dejar el ejército basándose en que era homosexual. Le dije que aquello figuraría siempre en su expediente. Que quizá más adelante lamentase tener un expediente así. Le vi indeciso, pero al fin dijo:
—Mi padre dice que es mejor eso que morir en una guerra.
Tramité los documentos. Llegó la respuesta de Governors Island, el cuartel general. Llamaban a Hiller; su caso lo resolvería el Consejo regular del Ejército.
Me extrañaba que Eli Hemsi no me hubiese llamado. El hijo del fabricante de ropa, Paul, no había aparecido por la oficina desde que se había dado la noticia del reclutamiento para el servicio activo. Pero el misterio se aclaró cuando recibí por correo documentos de un médico famoso por sus libros y artículos sobre psiquiatría. Los documentos certificaban que Paul Hemsi había recibido tratamiento de electroshock por una afección nerviosa en los últimos tres meses y que no podía integrarse al servicio activo porque sería desastroso para su salud.
Revisé la norma del ejército correspondiente. No había duda, el señor Hemsi había encontrado un modo de burlar al ejército. Debía estar aconsejándole gente más importante que yo. Envié los documentos a Governors Island. Y recibí respuesta, claro. Los documentos volvieron de nuevo a mí y con ellos una orden especial liberando a Paul Hemsi de todas sus obligaciones con el ejército de Estados Unidos. Me pregunté cuánto le habría costado al señor Hemsi.
Procuraba ayudar a todos los que intentaban librarse del reclutamiento acogiéndose a la condición de caso especial. Procuraba que los documentos llegasen al cuartel general de Governors Island y hacía llamadas especiales siguiendo los trámites. En otras palabras, ayudaba lo más posible a todos mis clientes. Pero Frank Alcore hacía exactamente lo contrario.
Su unidad le había reclamado para el servicio activo. Y él consideraba cuestión de honor el hacerlo. No se molestó en absoluto en conseguir que le considerasen un caso especial, pese a que tenía posibilidades por depender de él su mujer, sus hijos y sus padres, ya ancianos. Además, sentía escasas simpatías por los miembros de sus unidades qué intentaban eludir el reclutamiento de un año. Como jefe administrativo de su batallón, como civil y como sargento, recibía todas las peticiones de baja por caso especial. Las trataba con el mayor rigor. Ninguno de sus hombres consiguió eludir el servicio activo, ni siquiera los que tenían causas legítimas. Y muchos de ellos le habían pagado buenos dólares por poder alistarse en el programa de seis meses. Cuando Frank y sus unidades salieron camino de Port Lee había muy mala sangre en el ambiente.
Me tomaban el pelo por no haberme dejado cazar con el programa del ejército de la Reserva. Decían que había sido muy listo. Pero detrás de sus bromas había respeto. Era el único que no me había dejado engatusar por el dinero fácil. Estaba, en cierto modo, orgulloso de mí mismo. De hecho, lo había pensado todo detenidamente años atrás. Las ventajas monetarias no eran lo bastante atractivas como para compensar el pequeño porcentaje de peligro implícito. Había muy pocas probabilidades de un reclutamiento para el servicio activo, pero aun así me había resistido a ingresar. O quizá fui capaz de prever el futuro. Lo cómico era que muchos soldados de la segunda guerra mundial habían caído en la trampa. No se lo creían ellos mismos. Allí estaban, tipos que habían combatido tres o cuatro años en la vieja guerra y que ahora tenían que volver a vestir el uniforme. La mayoría de los veteranos nunca entrarían en combate ni estarían en peligro, claro, pero aun así estaban furiosos. No parecía justo. Sólo a Frank Alcore parecía no importarle.
—He estado aprovechándome —dijo—. Ahora tengo que pagar por ello.
Luego me sonrió y añadió:
—Merlyn, siempre te consideré un imbécil, pero ahora me pareces la mar de listo.
A últimos de aquel mes, cuando todos se iban, compré un regalo a Frank. Era un reloj de pulsera con muchos aparatitos, que indicaba las variaciones de la brújula y otras muchas cosas, además de la hora. Absolutamente a prueba de choques. Me costó doscientos pavos, pero Frank me caía muy bien. Y supongo que me sentía un poco culpable de que tuviera que irse y yo no. El regalo le conmovió y me dio un abrazo afectuoso.
—Siempre puedes empeñarlo si te falla la suerte —dije; y los dos nos reímos.
En los dos meses siguientes, las oficinas quedaron extrañamente vacías y silenciosas. La mitad de las unidades se habían incorporado al servicio activo, según el programa de reclutamiento. El programa de seis meses quedaba suspendido; ya no parecía una buena solución. En lo que se refiere a los sobornos, mi negocio había terminado. No había nada que hacer, así que me dediqué a trabajar en mi novela en la oficina. El comandante casi siempre estaba fuera, y lo mismo el sargento del ejército regular. Y con Frank en el servicio activo, estaba casi siempre solo en la oficina. Uno de esos días, vino un joven y se sentó a mi mesa. Le pregunté qué podía hacer por él. Me preguntó si le recordaba. Le recordaba vagamente. Entonces me dijo su nombre: Murray Nadelson.
—Resolviste mi caso como un favor. Mi mujer tenía cáncer.
Entonces recordé el asunto. La cosa había sucedido casi dos años atrás. Uno de mis satisfechos clientes me había preparado una entrevista con Murray Nadelson. Comimos los tres juntos. El cliente era un tipo listo que trabajaba en Wall Street. Se llamaba Buddy Stove. Una especie de supervendedor habilísimo. Él me explicó el problema: la mujer de Murray Nadelson tenía cáncer. El tratamiento era muy caro y Murray no tenía dinero para pagar su incorporación a la Reserva, tenía un miedo mortal a que le reclutaran por dos años y le mandaran fuera del país. Pregunté por qué no solicitaba una prórroga basándose en la salud de su esposa. Ya lo había intentado pero habían rechazado la solicitud.
Esto no me pareció lógico, pero no insistí. Buddy Stove explicó que uno de los grandes atractivos del programa de servicio activo de seis meses era que se cumplía siempre en Estados Unidos, y así Murray Nadelson podría tener a su mujer viviendo junto a la base de instrucción, fuese cual fuese. También querían que, una vez cumplidos los seis meses, pasase al grupo de control, de modo que no tuviera que acudir a las reuniones. Tenía que estar con su mujer el mayor tiempo posible.
Acepté ayudarle; sí, de acuerdo, podía hacerlo. Entonces, Buddy Stove puso las cartas sobre la mesa. Quería que lo hiciese todo gratis. Su amigo Murray no tenía un céntimo.
Entretanto, Murray, por su parte, no podía mirarme a los ojos. Mantenía la cabeza baja. Supuse que era todo comedia, pero inmediatamente pensé que no podía haber nadie capaz de utilizar a su mujer diciendo que tenía cáncer por una cosa así, sólo por ahorrarse un poco de dinero. Y entonces tuve una visión: ¿Y si algún día se descubría todo el pastel y los periódicos explicaban que había hecho pagar a un tipo cuya esposa tenía cáncer? Parecería el ser más malvado del mundo, no sólo ante la opinión pública sino también ante mí mismo. Así que dije que sí, de acuerdo, y le dije algo a Murray de que esperaba que su mujer se restableciese. Y eso puso punto final a la comida.
El asunto me había fastidiado un poco. Había decidido adoptar la política de incluir en el programa de seis meses a todo el que dijese que no podía disponer de dinero para pagarme. Esto había sucedido bastantes veces. Era un modo de compensar la mala conciencia. Pero la transferencia a un grupo de control y el eludir cinco años y medio de servicio en la Reserva, era algo especial que valía mucho dinero. Era la primera vez que me pedían que lo hiciese gratis. El propio Buddy Stove había pagado quinientos pavos por aquel favor concreto, más los doscientos que le había costado alistarse.
De cualquier modo, hice lo necesario con suavidad y eficacia. Murray Nadelson cumplió los seis meses y luego le hice desaparecer en el grupo de control, donde pasó a ser únicamente un hombre en una lista. ¿Qué demonios hacía entonces Murray Nadelson en mi despacho? Le estreché la mano y esperé.
—Recibí una llamada de Buddy Stove —dijo Murray—. Le han llamado de grupo de control. Necesitan sus servicios en una de las unidades que se ha incorporado al servicio activo.
—Pues mala suerte —dije. No había demasiada simpatía en mi voz. No quería que se hiciese a la idea de que iba a ayudar.
Pero Murray Nadelson me miraba directamente a los ojos como si intentase acumular valor suficiente para decir algo que le resultaba difícil decir. Así, pues, me acomodé en la silla y dije:
—No puedo hacer nada por él.
Nadelson cabeceó.
—Él ya lo sabe.
Luego, hizo una pausa.
—En fin —dijo—. Nunca te agradecí como es debido cuanto hiciste por mí. Fuiste el único que me ayudó. Quería decírtelo. Nunca olvidaré lo que hiciste por mí. Quizás yo pueda ayudarte ahora.
Entonces me sentí muy embarazado. No quería que él me ofreciese dinero después de tanto tiempo. Lo hecho, hecho estaba. Y me complacía la idea de hacer algunas buenas obras de vez en cuando.
—Olvídalo —dije.
Aún sentía recelo. No quería preguntarle por su mujer. Nunca había creído aquella historia. Y me sentía incómodo por su agradecimiento, pues en el fondo todo había sido una cuestión de relaciones públicas.
—Buddy me pidió que viniese a verte —dijo Nadelson—. Quería avisarte de que hay hombres del FBI por todo Fort Lee preguntando a los tipos de tus unidades. Ya sabes, sobre pagar para entrar. Preguntan cosas sobre ti y sobre Frank Alcore. Y parece ser que tu amigo Alcore está metido en un buen lío. Unos veinte hombres han aportado pruebas de que le pagaron. Buddy dice que en un par de meses se reunirá un gran jurado en Nueva York para procesarle. No sabe nada respecto a ti. Quería que te avisara para que tuvieses cuidado en lo que dices o haces. Y me dijo también que si necesitabas un abogado él te proporcionaría uno.
Por un instante, ni siquiera pude verle. El mundo se había oscurecido, literalmente. Sentí una oleada de náuseas que estuvo a punto de hacerme vomitar. Me incorporé en la silla. Tuve frenéticas visiones de la desgracia; mi detención, Vallie horrorizada, su padre furioso, mi hermano Artie avergonzado y decepcionado conmigo. Mi venganza contra la sociedad ya no era una travesura feliz, pero Nadelson esperaba que dijese algo.
—Dios mío —dije—. ¿Y cómo se enteraron? No ha habido ninguna operación desde el reclutamiento. ¿Quién les habrá puesto sobre la pista?
Nadelson se sintió un poco culpable por sus camaradas.
—Lo que pasa es que algunos se han enfadado tanto por el reclutamiento que han enviado cartas anónimas al FBI contando que habían pagado dinero para que los incluyeran en el programa de seis meses. Querían fastidiar a Alcore, le acusaban a él. Algunos estaban furiosos porque les rechazó cuando intentaron eludir el reclutamiento. Y además, en el campamento es muy exigente, y están todos furiosos con él. Por eso quisieron meterle en un lío, y lo han conseguido.
Mi pensamiento volaba. Hacía casi un año que había visto a Cully y le había confiado mi dinero. Entretanto, había acumulado otros quince mil dólares. Además, tenía que trasladarme a mi nueva casa de Long Island muy pronto. El asunto explotaba en el peor momento. Y si el FBI estaba hablando con todo el mundo en Port Lee, hablarían por lo menos con unos cien tipos que me habían dado dinero. ¿Cuántos lo confesarían?
—¿Está seguro Stove de que van a hacer comparecer a Frank ante un gran jurado? —pregunté a Nadelson.
—Ha de ser así —dijo Murray—. A menos que el gobierno lo encubra todo…
—¿Existe tal posibilidad? —pregunté.
Murray Nadelson movió la cabeza.
—No. Pero al parecer Buddy piensa que tú podrás librarte. Toda la gente que ha tratado contigo te considera un buen tipo. Nunca presionaste por el dinero, como Alcore. Nadie quiere meterte a ti en líos. Y Buddy está convenciendo a todos de que no te denuncien.
—Dale las gracias de mi parte —dije.
Nadelson se levantó y me estrechó la mano.
—Yo sólo quiero darte las gracias de nuevo —dijo—. Si necesitaras un testigo que declarara en tu favor, o quisieses que el FBI me interrogara, estoy a tu entera disposición.
Le estreché la mano. Me sentía realmente agradecido.
—¿Puedo hacer yo algo por ti? —dije—. ¿Hay alguna posibilidad de que te recluten?
—No —dijo Nadelson—. Tengo un hijo pequeño, no sé si recuerdas… Y mi mujer murió hace dos meses. No tengo problema en ese sentido.
Nunca olvidaré su expresión cuando dijo esto. Su voz desbordaba un amargo autodesprecio. Y había en su rostro una expresión de odio y vergüenza. Se reprochaba el seguir vivo. Pero nada podía hacer más que seguir el camino que la vida le había trazado. Cuidarse de su hijo, ir a trabajar por la mañana, cumplir la petición de un amigo e ir allí a avisarme y darme las gracias por algo que había hecho por él que le parecía importante en el momento y que ahora en realidad ya nada significaba. Le dije que lamentaba lo de su esposa, que ahora creía plenamente. Me sentí muy mal por haber dudado siquiera de su palabra. Quizás hubiese dejado aquello para lo último porque años atrás, cuando mantenía la cabeza baja mientras Buddy Stove pedía por él, debió darse cuenta de que yo creía que los dos mentían. Era una pequeña venganza, y se lo agradecí.
Pasé una semana inquieto y nervioso hasta que por fin cayó el hacha. Era lunes, y me sorprendió ver entrar en mi oficina al comandante; un lunes, y una hora insólita para él. Me miró de un modo raro al pasar hacia su despacho.
A las diez en punto entraron dos hombres y preguntaron por el comandante. Me di perfecta cuenta de quiénes eran. Correspondían casi exactamente a las novelas y a las películas; atuendo tradicional, traje y corbata, y los típicos e inconfundibles sombreros. El más viejo tendría unos cuarenta y cinco años y un rostro arrugado con expresión de calmoso aburrimiento. El otro se salía un poco de la norma. Era algo más joven y tenía el físico alto y flaco de un hombre que no practica el deporte. Bajo el traje tradicional de abultadas hombreras, había un cuerpo muy delgado. La cara parecía excesivamente delicada aunque resultaba guapo, de un modo cordial y afable. Les pasé a la oficina del comandante. Estuvieron con él unos treinta minutos. Luego salieron y se plantaron ante mi mesa. El más viejo preguntó protocolariamente:
—¿Es usted John Merlyn?
—Sí —dije.
—¿Podríamos hablar con usted en privado? Tenemos permiso de su jefe.
Me levanté y les conduje a uno de los cuartos que servían como lugar de reunión nocturna a las unidades de la Reserva. Los dos abrieron sus carteras para mostrarme sus tarjetas verdes de identificación. El más viejo se presentó:
—Soy James Wallace, del FBI. Éste es Tom Hannon.
El que se llamaba Hannon me dirigió una cordial sonrisa.
—Queremos hacerle unas preguntas. Pero no tiene por qué contestarnos sin consultar a su abogado. En caso de contestar, todo lo que diga puede utilizarse en su contra. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —dije.
Me senté al extremo de la mesa, y ellos se sentaron también, uno a cada lado, de modo que quedé emparedado.
Entonces, el más viejo, Wallace, preguntó:
—¿Tiene usted idea de por qué estamos aquí?
—No —dije.
Había decidido que no diría voluntariamente ni una palabra, que no haría ningún comentario gracioso. Que no representaría ninguna comedia. Ellos sabían perfectamente que yo sabía por qué estaban allí, pero ¿qué más daba?
—¿Tiene usted alguna información particular sobre el hecho de que Frank Alcore aceptó dinero de los reservistas, por algún motivo? —preguntó Hannon.
—No —dije.
Mi rostro no reflejaba expresión alguna. Había decidido no ser un actor. Ninguna salida sorprendente, ninguna sonrisa, nada que pudiese facilitar preguntas adicionales o ataques. Que pensasen que intentaba proteger a un amigo. Era algo normal, aun en el caso de que yo no fuese culpable.
—¿Ha aceptado usted dinero de algún reservista por alguna razón especial? —dijo Hannon.
—No —contesté.
Entonces, Wallace dijo, muy lentamente, con toda intención:
—Sabe usted muy bien de qué se trata. Alistó usted a jóvenes que debían incorporarse al servicio activo sólo porque le pagaban ciertas sumas de dinero para que lo hiciese. Sabe usted también que ha manipulado esas listas, igual que Frank Alcore. Si lo niega, está mintiendo a un agente federal, lo cual es un delito. Por eso, le pregunto de nuevo: ¿Ha aceptado usted alguna vez dinero o cualquier otro bien por favorecer el alistamiento de un individuo?
—No —dije.
De pronto Hannon se echó a reír.
—Hemos enganchado a su camarada Frank Alcore. Tenemos pruebas de que eran ustedes socios. Y de que quizás estuviesen relacionados con otros administrativos civiles e incluso con militares de estas oficinas para sacar dinero a los reclutas. Si nos cuenta todo lo que sabe, será mucho mejor para usted.
No había hecho ninguna pregunta, así que me limité a mirarle sin decir nada.
De pronto, Wallace dijo con su voz tranquila y suave:
—Sabemos que es usted el personaje clave de esta operación.
Y entonces, por primera vez, violé mis normas. Me eché a reír. Fue una risa tan natural que no pudieron enfadarse. De hecho, vi que Hannon sonreía un poco.
El motivo de mi risa era la frase «personaje clave». Por primera vez, todo el asunto me parecía sacado de una película de segunda fila. Y me eché a reír porque esperaba que Hannon dijese algo así, parecía lo suficientemente bisoño. A Wallace le había considerado desde el principio el más peligroso, quizá porque resultaba evidente que era quien dirigía.
Y me eché a reír, porque me di cuenta de que seguían claramente un camino errado. Estaban buscando una operación muy bien organizada, con un cerebro rector y una estructura. De otro modo, no estaría justificada la intervención de aquellos pesos pesados del FBI. No sabían que se trataba simplemente de un asunto de oficinistas de última fila que se dejaban sobornar para sacar unos ingresos extra. Olvidaban y no entendían que aquello era Nueva York, donde todo el mundo viola a diario la ley de una forma u otra. No podían captar la idea de que todo el mundo tuviese el valor de robar por su cuenta. De cualquier modo, no quería que se enfadasen por mi risa, así que miré a Wallace a los ojos y dije apesadumbrado:
—Me gustaría ser el personaje clave de algo, en vez de un miserable oficinista.
Wallace me miró atentamente y luego dijo a Hannon:
—¿Tienes algo más?
Hannon negó con un gesto. Wallace se levantó.
—Gracias por contestar a nuestras preguntas.
En cuanto Hannon se levantó, yo también lo hice. Por un instante, los tres nos quedamos allí de pie, muy próximos; y sin pensarlo siquiera extendí la mano y Wallace me la estrechó. Hice lo mismo con Hannon; salimos juntos de allí y volvimos juntos hasta mi oficina. Me dijeron adiós con un gesto y siguieron hacia las escaleras de salida. Yo entré en mi oficina.
Estaba absolutamente tranquilo, sin nervios. Ni siquiera inquieto. Me preguntaba por qué les había dado la mano. Creo que fue ese acto lo que rompió en mí la tensión. Pero ¿por qué lo hice? Creo que por una especie de gratitud, por el hecho de que no hubiesen intentado humillarme ni amedrentarme. Habían mantenido el interrogatorio dentro de límites civilizados. Y me di cuenta de que sentían cierta lástima por mí. Evidentemente, yo era culpable, pero a una escala mínima. Era un pobre y mísero oficinista que rebañaba unos cuantos billetes extra. Desde luego, me meterían en la cárcel si podían, pero no se esforzaban por conseguirlo. O quizá fuese para ellos algo que consideraban indigno de sus esfuerzos. O quizá no pudiesen evitar reírse igual que yo del delito en sí. Gente que pagaba para entrar en el ejército. Y entonces me eché a reír. Cuarenta y cinco grandes no era ninguna broma. Estaba dejándome arrastrar por el autodesprecio. En cuanto volví a mi oficina, apareció el comandante en la puerta de la oficina interna y se acercó a mí. El comandante llevaba puestas sobre el uniforme todas sus condecoraciones. Había luchado en la segunda guerra mundial y en Corea y tenía por lo menos veinte condecoraciones en el pecho.
—¿Cómo te fue? —preguntó. Sonreía ligeramente.
Me encogí de hombros.
—Bien, supongo.
El comandante balanceó la cabeza, admirado.
—Me dijeron que esto lleva años sucediendo. ¿Cómo demonios lo hicisteis?
Volvió a cabecear, admirado.
—Creo que es cuento —dije—. Nunca he visto a Frank coger un céntimo de nadie. Debe ser sólo que algunos tipos se han enfadado porque les están llamando para el servicio activo.
—Sí —dijo el comandante—. Pero en Fort Lee están dando órdenes de trasladar a unos cien tipos de ésos a Nueva York para que declaren ante un gran jurado. Eso no es cuento.
Me miró unos instantes, sonriendo. Luego añadió:
—¿Dónde estuviste en la lucha contra los alemanes?
—En la cuarta división acorazada —dije.
—Conseguiste una estrella de bronce —dijo el comandante—. No es mucho, pero es algo.
Él tenía la estrella de plata y el corazón púrpura entre las condecoraciones que llevaba.
—No, no fue eso —dije—. Evacué a civiles franceses bajo fuego de artillería. Creo que no maté nunca a un alemán.
El comandante asintió.
—No es gran cosa —aceptó—. Pero es más de lo que han conseguido esos chicos en su vida. Así que si puedo ayudarte, dímelo. ¿De acuerdo?
—Gracias —dije.
Y cuando me levantaba para irme, el comandante dijo furioso, casi para sí:
—Esos dos cabrones empezaron a hacerme preguntas, y les mandé al carajo. Pensaban que yo podría estar metido en esa mierda.
Inclinó la cabeza.
—De acuerdo —dijo—. Pero ten cuidado con lo que haces.
En realidad, el ser delincuente aficionado no compensa. Empecé a reaccionar ante las cosas como un asesino de película, que muestra las torturas del remordimiento psicológico. Cada vez que sonaba el timbre de mi casa a una hora insólita, me daba un vuelco el corazón. Pensaba que eran los polis o el FBI. Y, claro está, era sólo uno de los vecinos, una de las amistades de Vallie, que venía a charlar o a pedir algo prestado.
Los agentes del FBI se dejaban caer un par de veces por semana por la oficina, con algún tipo joven que evidentemente pretendían que me identificase. Yo suponía que se trataba de algún reservista que había pagado para que le incluyesen en el programa de seis meses. En una ocasión, vino Hannon a charlar, y yo bajé a un restaurante próximo a por café y emparedados para nosotros dos y para el comandante. Nos sentamos a charlar y Hannon me dijo del modo más amable que pueda imaginarse:
—Es usted un buen tipo, Merlyn. Realmente me fastidia la idea de mandarle a la cárcel. Pero sabe, he mandado a la cárcel a muchos buenos tipos. Me parece siempre una vergüenza. Claro, si colaborasen un poco…
El comandante se acomodó en su silla para observar mi reacción. Me limité a encogerme de hombros y a comer mi emparedado. Mantenía la actitud de que no tenía sentido dar respuesta a tales comentarios. Hacerlo conduciría a una discusión general sobre todo el asunto del soborno. En cualquier discusión general, yo podría decir algo que de algún modo facilitase la investigación. Así que me limitaba a no decir nada. Pregunté al comandante si podía darme un par de días de permiso para ayudar a mi esposa con las compras de Navidad. En realidad, había muy poco trabajo y teníamos un civil nuevo en la oficina que sustituía a Frank Alcore y que podía hacerse cargo de todo mientras yo estuviese fuera. El comandante dijo que sí, que no me preocupara. Además, Hannon se había descubierto. Su comentario de que había mandado a la cárcel a muchos buenos tipos sin duda era un cuento. Era demasiado joven para haber enviado a muchos tipos, buenos o malos, a la cárcel. Le había catalogado como un novato, un novato amable, pero no el tipo que pudiese mandarme a la cárcel. Y si lo hacía, probablemente sería el primero que mandaba.
Charlamos un rato y Hannon se fue. El comandante me miró con un respeto nuevo. Y luego dijo:
—Aunque no puedan cogerte en nada, te sugiero que busques un nuevo trabajo.
A Vallie las Navidades siempre le parecían un gran acontecimiento. Le encantaba comprar regalos para sus padres, para los chicos y para mí y para sus hermanos y hermanas. Y en aquella Navidad concreta tenía más dinero para gastar que nunca en su vida. Los dos chicos tenían bicicletas esperándoles en su armario. Había comprado una chaqueta grande de lana irlandesa, importada, para su padre y un chal de encaje irlandés, también muy caro, para su madre. No sabía lo que tendría para mí; siempre lo mantenía en secreto. Y yo tenía que guardar en secreto mi regalo para ella. No había tenido problema para elegirlo. Había comprado, al contado, un anillo de diamantes, la primera joya que le regalaba en mi vida. Ni siquiera le había comprado anillo de compromiso. Durante todos aquellos largos años, ninguno de los dos creía en este tipo de absurdos burgueses. Después de diez años, ella había cambiado, y a mí me importaban un rábano esas cosas. Sabía que la haría muy feliz.
Así que el día de Nochebuena los niños ayudaron a decorar el árbol mientras yo hacía cosas en la cocina. Valerie aún no tenía ni idea del problema que tenía planteado en mi trabajo. Escribí unas páginas de mi novela y luego fui a ver el árbol. Estaba todo adornado con campanitas doradas y lazos y cintas color plata. Una estrella luminosa lo coronaba. Vallie nunca utilizaba luces eléctricas. No le gustaban nada en un árbol de Navidad.
Los niños estaban emocionados, y tardamos muchísimo en conseguir meterles en la cama y que se quedaran allí. Seguían saliendo furtivamente y no nos atrevíamos a ponernos muy severos porque era Nochebuena. Por fin se cansaron y se durmieron. Eché un vistazo para hacer una última comprobación. Tenían sus pijamas nuevos de Santa Claus puestos, y Vallie les había bañado y les había cepillado el pelo. Estaban tan guapos que me parecía increíble que fueran mis hijos, que me perteneciesen. En aquel momento, sentí que amaba realmente a Vallie y me consideré un hombre afortunado.
Volví al salón. Vallie estaba colocando debajo del árbol paquetes envueltos en papel de regalo con brillantes etiquetas navideñas. Parecían muchísimos. Me acerqué, cogí el paquete del regalo que tenía para ella y lo coloqué debajo del árbol.
—No pude comprarte nada del otro mundo —dije tímidamente—. Es sólo un regalito.
Sabía de sobras que ella jamás sospecharía que iba a regalarle un anillo de brillantes auténticos.
Me sonrió y me dio un beso. En el fondo, no le importaba lo que le regalase por Navidad. A ella le encantaba comprar regalos para los demás, sobre todo para los niños, y también para mí y para su familia: su padre y su madre y sus hermanas y hermanos. Los chicos tenían cuatro o cinco regalos. Y había una magnífica bicicleta que les había comprado Vallie, para mi pesar. Era una bici de dos ruedas para el chico mayor y tendría que armarla yo. No tenía la más remota idea de cómo se hacía.
Vallie abrió una botella de vino y preparó unos emparedados. Yo ataqué la inmensa caja que contenía las distintas piezas de la bici. Lo esparcí todo por el suelo del salón, más tres hojas de instrucciones impresas y de planos. Eché un vistazo y dije:
—Me rindo.
—No seas tonto —dijo Vallie.
Se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, tomando sorbitos de vino y estudiando los planos. Luego comenzó a trabajar. Yo era un ayudante bastante inepto. Cogí el destornillador y la llave inglesa y monté las piezas necesarias para que ella luego pudiese atornillarlas todas. Cuando por fin terminamos con aquel fastidioso asunto eran casi las tres de la mañana.
Habíamos terminado ya el vino y estábamos nerviosos y agotados. Y sabíamos que los niños saltarían de la cama en cuanto despertasen. Sólo disponíamos de unas cuatro horas de sueño. Y luego tendríamos que coger el coche e ir a casa de los padres de Vallie para todo un largo día de fiesta y regocijo.
—Será mejor que nos acostemos —dije.
Vallie se tumbó en el suelo.
—Creo que me quedaré a dormir aquí —dijo.
Me tumbé a su lado y luego ambos nos volvimos para poder abrazarnos firmemente. Nos sentíamos allí benditamente cansados y dichosos. Y en aquel momento alguien llamó sonoramente a la puerta. Vallie se levantó con expresión sorprendida, y me miró inquisitivamente.
En una fracción de segundo, mi mente culpable elaboró un cuadro. Sin lugar a dudas, era el FBI. Habían esperado deliberadamente a la Nochebuena para cogerme psicológicamente desprevenido. Llegaban con una orden de registro. Encontrarían los quince mil dólares que tenía escondidos en casa y me llevarían a la cárcel. Me ofrecerían dejarme pasar las Navidades con mi mujer y mis hijos si confesaba. En caso contrario, mi humillación sería terrible. Vallie no perdonaría aquella detención en Navidad. Los niños llorarían. Quedarían traumatizados para siempre.
Debí poner una expresión de terror, porque Vallie me dijo:
—¿Pero qué te pasa?
Se oyó otra sonora llamada. Vallie salió del salón y recorrió el pasillo para abrir. Pude oírla hablar con alguien, y fui a coger mi medicina. Ella volvía por el pasillo y entró en la cocina. Llevaba cuatro botellas de leche.
—Era el lechero —dijo—. Hace el reparto temprano para poder volverse a casa antes de que despierten sus hijos. Vio luz por debajo de la puerta y llamó para desearnos feliz Navidad. Es un hombre muy amable.
Luego entró en la cocina.
La seguí y me senté, destrozado, en una de las sillas. Vallie se sentó en mis rodillas.
—Apuesto a que pensaste que era un vecino loco o un ladrón —dijo—. Siempre imaginas que va a pasar lo peor.
Me besó tiernamente.
—Vámonos a la cama —añadió.
Luego me dio un beso más leve y nos fuimos a la cama. Hicimos el amor y después susurró:
—¡Te quiero!
—Yo también —dije.
Y luego sonreí en la oscuridad. Era, no había duda, el ladronzuelo más pusilánime de todo el mundo occidental.
Tres días después de Navidad, sin embargo, llegó a mi oficina un desconocido y me preguntó si me llamaba John Merlyn. Cuando le dije que sí, me entregó una carta. En cuanto la abrí, se fue. Era una carta impresa en gruesas letras de antigua caligrafía inglesa:
TRIBUNAL DE DISTRITO DE ESTADOS UNIDOS
Luego, en mayúsculas normales:
DISTRITO SUR DE NUEVA YORK
A continuación, mi nombre y dirección y al extremo, en mayúsculas: «COMUNICADO».
Luego decía:
«LE ORDENAMOS que deje a un lado todos sus asuntos particulares y toda posible excusa y se presente para el INTERROGATORIO al que le someterá el pueblo de los Estados Unidos de Norteamérica»; y seguía indicando la hora y el lugar, para concluir: «Supuesta violación del artículo 18 del código de Estados Unidos».
Indicaba luego que, de no comparecer, se consideraría menosprecio al tribunal y se me aplicarían las penas establecidas por la ley.
En fin, por lo menos sabía qué ley había violado. Artículo 18 del código de Estados Unidos. Jamás había oído hablar de él. Leí de nuevo la carta. Me fascinó la primera frase. Como escritor, me encantaba la redacción. Debían haberla tomado del viejo derecho inglés. Y resultaba curioso lo claros y concisos que podían ser los abogados cuando querían, sin dejar espacio a ningún malentendido. Leí de nuevo la frase: «Le ordenamos que deje a un lado todos sus asuntos particulares y toda posible excusa y se presente para el interrogatorio al que le someterá el pueblo de los Estados Unidos de Norteamérica».
Era magnífico. Podría haberlo escrito Shakespeare. Y ahora que por fin había sucedido lo que tanto temía, me sorprendía el hecho de que lo único que sentía era una especie de alivio, una necesidad de pasar por todo aquello enseguida, ganase o perdiese. Al final de mi jornada de trabajo, llamé a Las Vegas y localicé a Cully en su oficina. Le dije lo que sucedía y que en el plazo de una semana tendría que comparecer ante un gran jurado. Me dijo que me calmase, que no tenía por qué preocuparme. Él vendría a Nueva York en avión al día siguiente y me llamaría a casa desde su hotel.