14
Cully estaba esperándome en la puerta de la terminal. El aeropuerto era aún tan pequeño que pude ir andando desde el avión, pero habían iniciado la construcción de otra ala de la terminal. Las Vegas crecía. Y también crecía en importancia Cully.
Tenía un aire distinto. Más alto, más delgado, y vestía con elegancia, traje Sy Devore y chaqueta deportiva. Llevaba un corte de pelo distinto. Me quedé sorprendido cuando me dio un abrazo y me dijo:
—El mismo Merlyn de siempre.
Se rió de mi chaqueta deportiva Las Vegas Ganador y me dijo que tenía que librarme de ella.
Me había reservado una gran suite en el hotel con un bar provisto de bebida y flores en las mesas.
—Debes tener un montón de pasta —dije.
—Me va bien —dijo Cully—. He dejado el juego. Estoy al otro lado de las mesas. En fin, ya entiendes.
—Sí —dije.
Me parecía extraño Cully, tan distinto. No sabía si seguir con mi plan original y confiar en él. Un tipo puede cambiar mucho en tres años. Y, después de todo, nuestra relación sólo había sido de unas semanas.
Pero mientras bebíamos una copa juntos, dijo con verdadera sinceridad:
—No sabes cuánto me alegro de verte, muchacho. ¿Sigues pensando en Jordan?
—Continuamente —dije.
—Pobre Jordan —dijo Cully—. Consiguió ganar cuatrocientos grandes. Eso fue lo que me hizo dejar el juego. Y, sabes, desde que él murió he tenido una suerte tremenda. Si juego bien mis cartas, puedo acabar siendo el amo de este hotel.
—Déjate de cuentos —dije—. ¿Y Gronevelt?
—Soy su ayudante número uno —dijo Cully—. Confía muchísimo en mí. Confía en mí tanto como yo en ti. Y, por cierto, me vendría bien un ayudante. Cuando quieras trasladarte con tu familia a Las Vegas cuenta con un buen trabajo aquí conmigo.
—Gracias —dije.
Me sentía realmente conmovido. Al mismo tiempo, tenía mis dudas sobre su afecto hacia mí. Sabía que no era hombre que se preocupase así por las buenas de otra persona.
—Respecto al trabajo no puedo contestarte ahora —dije—. Pero vine a pedirte un favor. Si no pudieras hacerlo, no te preocupes, pero dímelo claramente. Sea cual sea la respuesta, pasaremos un par de días juntos y nos divertiremos.
—Cuenta con ello —dijo Cully—. Sea lo que sea.
Me eché a reír.
—Espera que te lo diga —dije.
Por un momento, Cully pareció enfadarse.
—Me importa un carajo lo que sea. Cuenta con ello. Si está en mi mano, cuenta con ello.
Le hablé de todo el asunto. Le expliqué que estaba aceptando sobornos y que tenía treinta y tres grandes en la chaqueta y que tenía que guardar el dinero por si se descubría todo el pastel. Cully me escuchó atentamente, mirándome a la cara. Al final, ante mi asombro, me miraba sonriendo de oreja a oreja.
—¿De qué demonios te ríes? —dije.
Cully soltó una carcajada.
—Pareces un tipo confesándole a un cura que ha cometido un asesinato. Demonios, todo el mundo haría lo que estás haciendo si pudiera. De todos modos, he de confesar que me sorprende. No te imagino diciéndole a un tipo que tiene que pagarte.
Me di cuenta de que me ponía colorado.
—Nunca les he pedido dinero —dije—. Siempre me lo proponen ellos. Y nunca cojo el dinero directamente. Después de hacerles el favor, pueden pagarme lo prometido u olvidarse de mí. A mí me da igual —le sonreí—. Soy un tramposo modesto, no una puta.
—Bueno, bueno —dijo Cully—. En primer lugar creo que estás demasiado preocupado. A mí me parece un tipo de operación que puede seguir indefinidamente. Y aunque se descubriese el pastel, lo peor que puede pasarte es que pierdas el trabajo y te condenen. Pero tienes razón, hay que guardar la pasta en lugar seguro. Esos federales son unos auténticos sabuesos, y si lo encuentran te lo quitarán todo.
Me interesó la primera parte de lo que había dicho. Una de mis pesadillas era que me meterían en la cárcel y Vallie y los niños se quedarían solos. Por eso le ocultaba todo a mi mujer. No quería que se preocupase. Además, no quería que tuviese mal concepto de mí. Para ella su marido era el artista puro e impecable.
—¿Por qué crees que no iré a la cárcel si me cazan? —pregunté a Cully.
—Es un delito de cuello blanco —dijo Cully—. No se trata de asaltar un banco, ni de liquidar a un pobre cabrón que tiene una tienda, ni de defraudar a una viuda. Lo único que haces es sacarles pasta a unos mierdas que quieren acortar su período de servicio militar. Demonios, es algo increíble. Unos tíos que pagan para entrar en el ejército. Nadie lo creería. El jurado se moriría de risa.
—Sí, a mí también me parece divertido.
De pronto, Cully adoptó un aire absolutamente profesional, de hombre de negocios.
—Bueno, ahora dime qué es lo que quieres que haga yo. Cuenta con ello. Y si los federales te enganchan, promete que me avisarás inmediatamente. Yo te sacaré del lío. ¿De acuerdo?
Me sonrió afectuosamente.
Le expliqué mi plan: cambiar mi dinero en efectivo por fichas de mil dólares y jugar sólo pequeñas cantidades. Lo haría en todos los casinos de Las Vegas y luego, al cambiar las fichas por dinero, cogería sólo un recibo y dejaría el dinero en caja como crédito de juego. Al FBI nunca se le ocurriría mirar en los casinos. Y los recibos podía guardarlos Cully y entregármelos siempre que yo necesitase dinero.
Cully me sonrió.
—¿Y por qué no me dejas a mí el dinero? ¿No confías en mí?
Sabía que bromeaba, pero le contesté en serio.
—Lo pensé —dije—. Pero ¿y si te pasara algo? Si tuvieras un accidente de avión, por ejemplo. O si te volviera el gusanillo del juego… Confío en ti en este momento. Pero ¿cómo puedo saber que no vas a volverte loco mañana o el año que viene?
Cully asintió aprobatoriamente. Luego preguntó:
—¿Y tu hermano Artie? Tú y él estáis muy unidos. ¿No puede guardarte el dinero?
—A él no puedo pedírselo.
Cully asintió de nuevo.
—Sí, supongo que no puedes. Es demasiado honrado, ¿no?
—Lo es —dije.
No quería entrar en largas explicaciones de lo que pensaba.
—¿Te parece bien mi plan? —pregunté—. ¿Crees que es válido?
Cully se levantó y empezó a pasear por la habitación.
—No está mal —dijo—. Pero es raro que alguien quiera tener crédito en todos los casinos. Resulta sospechoso. Sobre todo si el dinero queda depositado durante mucho tiempo. La gente sólo deja el dinero en caja hasta que lo pierde todo o se va de Las Vegas. Lo que tienes que hacer es lo siguiente: compra fichas en todos los casinos y deposítalas aquí, en nuestra caja. Ya sabes, puedes depositar tres o cuatro veces al día unos cuantos miles y coger un recibo. Así todos tus recibos serán de nuestra caja. Si los federales metiesen la nariz en el asunto o escribiesen al hotel, yo lo arreglaría. Yo podría protegerte.
Yo estaba preocupado por él.
—¿Y no te meterás en un lío por esto? —le pregunté.
Cully suspiró pacientemente.
—Es mi trabajo de cada día. Tenemos un montón de problemas con hacienda, por las cantidades de dinero que pierden algunos. Me limito a enviarles comprobantes viejos. No hay forma de que puedan descubrirme. Ya me aseguro de que no haya datos que puedan utilizarse en mi contra.
—Dios mío —dije—. Yo no quiero que desaparezca mi comprobante. No podría hacer efectivos los recibos.
Cully se echó a reír.
—Vamos, Merlyn —dijo—. Eres sólo un tramposo de tres al cuarto. Los federales no vendrán a cazarte aquí con un equipo de auditores. Envían una carta o una citación. Y además, ni siquiera se les ocurrirá hacerlo. Si no, míralo desde otro ángulo. Si gastases la pasta y descubriesen que tus ingresos son superiores a tu sueldo, puedes decirles que son ganancias de juego. No podrán demostrar que no es así.
—No puedo demostrar que lo es —dije.
—Claro que puedes —dijo Cully—. Yo declararé en tu favor, y lo mismo un jefe de sección y un empleado de la mesa de dados. Declararemos que tuviste mucha suerte con los dados. Así que no te preocupes. Pase lo que pase, no habrá problemas. Tu único problema es dónde esconder los recibos de caja del casino.
Los dos pensamos sobre esto un rato. Al final, Cully encontró una solución.
—¿Tienes abogado? —preguntó.
—No —dije—. Pero mi hermano Artie tiene un amigo que es abogado.
—Entonces haz testamento —dijo Cully—. En el testamento puedes indicar que tienes depositado dinero en este hotel por un total de treinta y tres mil dólares y que se lo dejas a tu mujer. Pero no, dejemos al abogado de tu hermano. Utilizaremos un abogado conocido mío de aquí de Las Vegas en el que podemos confiar. Luego el abogado enviará una copia del testamento a Artie en un sobre especial legalmente sellado. Hay que decirle a Artie que no lo abra. De ese modo, no sabrá nada y no estará complicado en nada. Nunca se enterará. Lo único que tienes que decirle es que no debe abrir el sobre, que sólo debe guardarlo. El abogado enviará también una carta en este sentido. No hay manera de que Artie pueda tener problemas. Y no sabrá nada. Invéntate una historia para explicar por qué quieres que tenga él el testamento.
—Artie no me pedirá que le explique nada —dije—. Lo hará sin preguntas.
—Tienes un buen hermano —dijo Cully—. Pero ¿qué vas a hacer con los recibos? Los federales son capaces de meter las narices en todo, incluso en el banco. ¿Por qué no los escondes en tus viejos manuscritos como escondiste el dinero? Aun en caso de una orden de registro, nunca se fijarían en esos papelitos.
—No puedo correr ese riesgo —dije—. Pero aclaremos lo de los recibos. ¿Qué pasaría si los perdiese?
Cully no captó la cuestión, o así me lo hizo creer.
—Tendremos constancia en nuestro archivo —dijo—. Lo único que pasará es que te haremos firmar un recibo certificando que los perdiste, cuando retires el dinero. Sólo tendrás que firmar al retirar tu dinero.
Por supuesto, él sabía muy bien lo que yo iba a hacer. Sabía que iba a romper los recibos, pero sin decírselo, para que nunca pudiera estar seguro. Para que no pudiese modificar los archivos del casino, eliminar la prueba de que el casino me debía el dinero. Esto significaba que yo no confiaba del todo en él, pero lo aceptó sin problemas.
—Te tengo preparada una gran cena para esta noche con algunos amigos —dijo Cully—. Irán dos de las damas más guapas del espectáculo.
—No quiero mujeres —dije.
Cully se sorprendió.
—Dios mío; pero ¿es que después de tantos años aún no te has cansado de joder sólo con tu mujer?
—No —dije—. No me he cansado.
—¿Crees que vas a serle fiel toda la vida? —dijo Cully.
—Sí, claro —dije, riéndome.
Cully meneó la cabeza, riéndose también.
—Entonces debes ser de verdad Merlin el Mago.
—El mismo —dije.
Así que cenamos los dos solos. Y luego Cully me acompañó a todos los casinos de Las Vegas, donde compré fichas de mil dólares. Mi chaqueta deportiva Las Vegas Ganador resultó realmente de gran utilidad. En los casinos bebimos con los jefes de sección y los encargados y las chicas de los espectáculos. Todo el mundo trataba a Cully como persona importante, y todos tenían chismes e historias que contar sobre Las Vegas. Fue divertido. Cuando volvimos al Xanadú, deposité mis fichas en caja y me dieron un recibo de quince mil dólares. La metí en la cartera. No había jugado nada en toda la noche. Cully no me dejaba un momento.
—Tengo que jugar un poco —dije.
Cully sonrió maliciosamente.
—Claro, claro. Pero si pierdes quinientos pavos, te rompo un brazo.
En la mesa de dados, saqué cinco billetes de cien dólares y los cambié por fichas. Hice apuestas de cinco dólares a todos los números. Gané y perdí. Volví a mis viejos hábitos de juego, pasando de los dados al veintiuno y a la ruleta. Jugué de forma suave, tranquila, indiferente, haciendo pequeñas apuestas, ganando y perdiendo. A la una de la madrugada, metí la mano en el bolsillo, saqué dos mil dólares y compré fichas. Cully no decía nada.
Metí las fichas en el bolsillo de la chaqueta, me acerqué a la caja y las cambié por otro recibo. Cully estaba apoyado en una mesa de dados vacía, observando. Cabeceó aprobatoriamente.
—Así que has conseguido superarlo —dijo.
—Merlin el Mago —dije—. No soy uno de tus sucios jugadores empedernidos.
Era cierto. No había sentido la antigua emoción. Tenía dinero suficiente para comprarle una casa a mi familia y tener reserva en el banco para situaciones de emergencia. Tenía buenas fuentes de ingresos. Volvía a ser feliz. Amaba a mi mujer y estaba trabajando en una novela. Jugar era divertido. Nada más. Sólo había perdido doscientos dólares en toda la velada.
Cully me llevó a la cafetería a tomar unas hamburguesas y un vaso de leche.
—Tengo que trabajar durante el día —dijo—. ¿Puedo confiar en que no jugarás?
—No te preocupes —dije—. Estaré ocupado comprando fichas por toda la ciudad. Bajaré la cuota y compraré fichas de quinientos dólares para que se note menos.
—Buena idea —dijo Cully—. En esta ciudad hay más agentes del FBI que talladores.
Hizo una pausa.
—¿Estás seguro de que no quieres una compañera para esta noche? —añadió—. Tengo verdaderas bellezas.
Tomó uno de los teléfonos interiores de la repisa de nuestro reservado.
—Estoy demasiado cansado —dije.
Y era cierto. Pasaba de la una en Las Vegas, pero en Nueva York eran las cuatro y yo aún seguía en tiempo de Nueva York.
—Si necesitas algo, no tienes más que subir a mi oficina —dijo—. Puedes subir también si te apetece charlar un rato.
—De acuerdo, así lo haré —dije.
Al día siguiente me desperté hacia el mediodía y llamé a Vallie. No contestó nadie. Eran las tres de la tarde en Nueva York y era sábado. Vallie habría llevado a los chicos a casa de sus padres, a Long Island. Así que llamé allí y contestó su padre. Me hizo algunas preguntas suspicaces sobre mis actividades en Las Vegas. Le expliqué que trabajaba en un artículo. No pareció demasiado convencido, y por fin se puso Vallie al teléfono. Le expliqué que volvería en el avión del lunes y que iría en taxi desde el aeropuerto.
Tuvimos la charla normal de marido y mujer en tales casos. El teléfono me resultaba odioso. Le dije que no volvería a llamarla porque era una pérdida de tiempo y de dinero, y dijo que estaba de acuerdo. Sabía que iría también al día siguiente a casa de sus padres y no quería llamarla allí. Me daba cuenta también de que me irritaba que se fuese con sus padres. Eran celos infantiles. Vallie y los chicos eran mi familia. Me pertenecían; eran la única familia que tenía, salvo Artie. Y no quería compartirlos con los abuelos. Sabía que era una estupidez, pero aun así, no volvería a llamar. Qué demonios, eran sólo dos días; y siempre podía llamarme ella.
Me pasé el día recorriendo los casinos de la ciudad, por el Strip, y los garitos del centro. Cambié allí mi dinero por fichas de doscientos y trescientos dólares. Jugué además un poco en cada casino.
Me encantaba el calor seco y ardiente de Las Vegas, así que fui andando de un casino a otro. Comí tarde en el Sands, junto a una mesa donde unas lindas putas tomaban su ágape antes de ir al trabajo. Eran jóvenes, guapas y animadas. Dos de ellas llevaban chaquetas de montar. Se reían mucho y se contaban historias y chismes como adolescentes. No me prestaban la menor atención, y comí como si yo tampoco les prestase ninguna atención a ellas. Pero procuré escuchar su conversación. Una vez por lo menos creí oír que mencionaban el nombre de Cully.
Volví en taxi al Xanadú. Los taxistas de Las Vegas son serviciales y amistosos. Aquél me preguntó si quería divertirme un poco y le contesté que no. Cuando llegamos, me deseó un día agradable y me dio el nombre de un restaurante donde hacían buena comida china.
En el casino del Xanadú cambié las fichas de los otros casinos por recibos que guardé en la cartera. Tenía ya nueve recibos y sólo me quedaban poco más de diez mil en efectivo para cambiar. Saqué el dinero de la chaqueta deportiva Las Vegas Ganador y lo metí en una chaqueta normal. Eran todos billetes de cien y cabían perfectamente en dos sobres blancos de longitud normal. Luego, me eché al brazo la chaqueta deportiva Las Vegas Ganador y subí a la oficina de Cully.
Toda un ala del hotel estaba ocupada por las oficinas administrativas. Seguí el pasillo y tomé luego otro en que había un letrero que decía: «Oficinas Ejecutivas». Llegué por fin hasta un letrero que decía: «Asesor Ejecutivo del Director». En la oficina exterior había una joven secretaria muy linda. Le di mi nombre, y ella lo comunicó a la oficina interna. Cully salió en seguida y me dio un gran apretón de manos y un abrazo. Su nueva personalidad aún me desconcertaba. Era demasiado expansivo, demasiado extrovertido, aquella no era la relación que habíamos tenido antes.
Tenía una suite realmente elegante, con un sofá y mullidos sillones, luces bajas y cuadros en las paredes, óleos originales. No pude determinar si eran buenos o malos. Había también tres pantallas de televisión funcionando. En una se veía un pasillo del hotel. Otra mostraba las mesas de dados del casino en acción. En la tercera pantalla se veía la mesa de bacarrá. Mirando la primera pantalla, pude ver a un tipo que abría la puerta de su habitación, allí en el pasillo, y hacía entrar a una joven a la que palmeó en las nalgas.
—Son mejores programas que los que yo veo en Nueva York —dije.
Cully asintió.
—Tengo que controlar lo que pasa en este hotel —dijo.
Pulsó botones en un cuadro de control de su escritorio y las tres imágenes de las pantallas de televisión cambiaron. Vimos entonces una sección del aparcamiento del hotel, una mesa de veintiuno en acción y al cajero de la cafetería ingresando dinero.
Tiré la chaqueta deportiva Las Vegas Ganador sobre la mesa de Cully.
—Te la puedes quedar ya —dije.
Cully contempló largo rato la chaqueta. Luego dijo, con aire ausente:
—¿Cambiaste todo el dinero?
—Casi todo —dije—. Ya no necesito la chaqueta. Mi mujer la odiaba tanto como tú —añadí riéndome.
Cully recogió la chaqueta.
—No es que no me guste —dijo—. Es que a Gronevelt no le gusta ver estas chaquetas por ahí. ¿Qué crees tú que fue de la de Jordan?
Me encogí de hombros.
—Quizá su mujer regalase toda su ropa al Ejército de Salvación.
Cully sopesaba la chaqueta en la mano.
—Ligera —dijo—. Pero daba suerte. Jordan ganó cuatrocientos grandes con ella. Y luego se mató. Jodido cabrón.
—Una estupidez —dije.
Cully volvió a dejar la chaqueta en la mesa. Luego se sentó y se acomodó en la silla.
—Sabes, pensé que eras un loco por rechazar sus veinte grandes. Y realmente me fastidió mucho que me convencieses de no coger los míos. Pero quizá fuese la mejor jugada de toda mi vida. Los habría perdido jugando, y luego me habría quedado hecho una mierda. Pero, sabes, cuando Jordan se suicidó me sentí orgulloso de no haber cogido aquel dinero. No sé cómo explicarlo. Pero tuve la sensación de que no le había traicionado. Ni tú. Ni Diane. Éramos todos desconocidos, y sólo nosotros tres nos preocupamos algo por Jordan. No lo suficiente, supongo. O, al menos, no significó mucho para él. Pero al final significó algo para mí. ¿No sentiste tú lo mismo?
—No —dije—. Yo simplemente no quería su jodido dinero. Sabía que iba a matarse.
Esto sorprendió a Cully.
—¡Qué mierda ibas a saber! Merlin el Mago. No jodas.
—No lo sabía conscientemente —dije—. Pero en el fondo lo sabía. No me sorprendió cuando me lo dijiste. ¿Recuerdas?
—Sí —dijo Cully—. No pareció afectarte mucho.
Decidí dejar el tema.
—¿Y qué me dices de Diane?
—Le afectó mucho —dijo Cully—. Estaba enamorada de Jordan. Me acosté con ella el día del funeral, sabes. El polvo más extraño de toda mi vida. Estaba completamente desquiciada, llorando y jodiendo. Me asusté muchísimo.
Hizo una pausa, y luego añadió:
—Se pasó los dos meses siguientes emborrachándose y llorándome en el hombro. Y luego conoció a aquel medio millonario carca, y ahora es toda una dama honrada en algún sitio de Minnesota.
—¿Qué vas a hacer con la chaqueta? —le pregunté.
De pronto, Cully sonrió.
—Voy a dársela a Gronevelt. Ven, quiero que le conozcas.
Se levantó, agarró la chaqueta y salió de la oficina. Le seguí. Fuimos por el pasillo hasta otra suite de oficinas. La secretaria nos pasó al inmenso despacho de Gronevelt.
Gronevelt se levantó de su asiento. Parecía más viejo de lo que le recordaba. Debía estar ya cerca de los ochenta, pensé. Vestía impecablemente. El pelo blanco le daba un aire de actor de cine interpretando un personaje de edad. Cully nos presentó.
Gronevelt me estrechó la mano y luego dijo quedamente:
—Leí tu libro. Sigue escribiendo. Llegarás a ser un gran hombre. El libro es muy bueno.
Esto me sorprendió mucho. Gronevelt estaba metido desde hacía mucho en el negocio del juego, había sido un tipo muy peligroso en otros tiempos y aún era un hombre temido en Las Vegas. En realidad, nunca se me había ocurrido que fuese capaz de leer libros. Otro tópico roto.
Yo sabía que los sábados y los domingos eran días de mucho trabajo para hombres como Gronevelt y Cully que dirigían grandes hoteles en Las Vegas como el Xanadú. Les llegaban amigos y clientes de todos los Estados Unidos que venían a pasar el fin de semana para jugar y a quienes tenían que atender y satisfacer de diversos modos. Pensé, en consecuencia, que debía decirle adiós a Gronevelt y largarme.
Pero Cully echó en la inmensa mesa escritorio de Gronevelt la chaqueta deportiva Las Vegas Ganador y dijo:
—Ésta es la última. Merlyn la entregó por fin.
Me di cuenta de que Cully sonreía. El sobrino favorito tomándole el pelo al tío gruñón al que sabía cómo manejar. Y me di cuenta de que Gronevelt interpretaba su papel gustosamente. El tío que bromeaba con su sobrino que era el que más problemas causaba pero a la larga el de mayor talento y el más de fiar. El sobrino que heredaría. Gronevelt llamó a su secretaria y cuando ésta entró le dijo:
—Tráigame unas tijeras grandes.
Me pregunté dónde demonios iba a conseguir la secretaria del director del hotel Xanadú unas tijeras grandes a las seis de la tarde de un sábado. Volvió con ellas a los dos minutos justos. Gronevelt cogió las tijeras y empezó a cortar mi chaqueta deportiva Las Vegas Ganador. Me miró fijamente y dijo:
—No sabes la rabia que me dabais los tres cuando andabais por mi casino con estas jodidas chaquetas. Sobre todo la noche que Jordan ganó todo aquel dinero.
Me quedé mirando cómo convertía mi chaqueta en un inmenso montón de trozos de tela y luego comprendí que estaba esperando que le contestase.
—En realidad, a usted no le preocupan los ganadores, ¿verdad? —dije.
—No tenía nada que ver con lo de ganar dinero —dijo Gronevelt—. Es que era tan patético. Cully con esa chaqueta y un jugador degenerado en el corazón. Aún lo es y siempre lo será. Está en período de remisión.
Cully hizo un gesto de protesta y dijo:
—Soy un hombre de negocios.
Pero Gronevelt hizo un gesto y Cully se calló y se dedicó a contemplar los trozos de tela amontonados sobre la mesa.
—Puedo aguantar la suerte —dijo Gronevelt—. Pero la habilidad y la astucia no puedo soportarlas.
Gronevelt se dedicaba ahora al barato forro de imitación de seda, cortándolo en pequeñas tiras, pero era sólo para tener las manos ocupadas mientras hablaba. Se dirigió directamente a mí:
—Y tú, Merlyn, eres uno de los peores jugadores que he visto en mi vida, y llevo en el negocio cincuenta años. Eres peor que un jugador empedernido. Eres un jugador romántico. Te crees uno de esos personajes de la novela de Ferber en que ella tiene aquel jugador estúpido por héroe. Juegas como un imbécil. A veces te guías por los porcentajes, otras por corazonadas, otras sigues un sistema, luego a tientas o pasas de una cosa a otra. Mira, eres una de las pocas personas de este mundo a las que les diría que abandonasen por completo el juego.
Luego dejó las tijeras, me dirigió una sonrisa realmente cordial y añadió:
—Pero, qué demonios, te gusta.
Me sentía, desde luego, un poco ofendido, y él se había dado cuenta. Me consideraba un jugador muy inteligente, que mezclaba la lógica con la magia. Gronevelt pareció leer mi pensamiento.
—Merlyn —dijo—. Me gusta ese nombre. Te va muy bien. Por lo que he leído no era un gran mago, y tú tampoco lo eres.
Volvió a coger las tijeras y siguió cortando.
—Pero, dime —dijo—, ¿por qué demonios te metiste en aquel lío con ese tipo de la mesa de bacarrá?
Me encogí de hombros.
—Bueno, en realidad, yo no organicé aquel lío. En fin, ya sabe cómo son las cosas. Yo me sentía muy mal por haber dejado a mi familia. Todo iba mal. Sólo estaba buscando desahogarme con otro.
—Pues te equivocaste de tipo —dijo Gronevelt—. Te salvó el pellejo Cully, con un poco de ayuda mía.
—Gracias —dije.
—Le ofrecí el trabajo, pero no lo quiere —dijo Cully.
Eso me sorprendió. Evidentemente, Cully lo había hablado con Gronevelt antes de ofrecerme el trabajo. Y luego, comprendí de pronto que Cully tendría que contarle a Gronevelt todo lo mío. Y que el hotel me encubriría si los federales investigaban.
—Después de leer tu libro, pensé que nos vendrías bien como relaciones públicas —dijo Gronevelt—. Un buen escritor como tú.
No quise decirle que eran cosas absolutamente distintas.
—Mi mujer no querría dejar Nueva York. Tiene allí a su familia —dije—. Pero gracias por la oferta.
Gronevelt asintió con un gesto.
—Tal como juegas quizá sea preferible que no vivas en Las Vegas. La próxima vez que vengas cenaremos los tres juntos.
Consideré esto nuestra despedida y me fui.
Cully estaba citado para cenar con unos peces gordos de California y no podía dejarlos, así que me quedé sólo. Me había dejado una reserva para el espectáculo de la cena del hotel de aquella noche, y decidí ir. Era el material Las Vegas habitual, con algunas coristas casi desnudas, bailando y contorsionándose, una estrella de la canción y unos números de vodevil. Lo único que me impresionó fue un espectáculo con osos amaestrados.
Salió a escena una hermosa mujer con seis inmensos osos y les hizo hacer toda clase de trucos. Después de que cada oso completaba su número, la mujer le besaba en la boca y el oso volvía inmediatamente a su puesto al final de la cola. Los osos eran muy peludos y parecían tan totalmente asexuados como si fuesen de juguete. Pero ¿por qué había convertido la mujer el beso en una de sus señales de mando? Que yo supiese, los osos no besaban. Y entonces comprendí que el beso era para el público, algo dirigido a los espectadores. Y me pregunté entonces si la mujer lo habría hecho así conscientemente, como indicio de su desprecio, un insulto sutil. Nunca me había gustado el circo y me negaba a llevar a mis hijos a verlo. Y no me gustaban los números con animales. Pero éste me fascinó lo suficiente como para verlo hasta el final. Quizás uno de los osos nos diese una sorpresa.
Una vez terminado el espectáculo, me fui al casino a convertir el resto de mi dinero en fichas y luego a convertir las fichas en recibos de caja. Eran casi las nueve de la noche.
Empecé con los dados, pero en vez de apostar cantidades pequeñas para reducir las pérdidas, estuve haciendo apuestas de cincuenta y cien dólares. Iba perdiendo unos tres mil dólares cuando apareció Cully detrás de mí, conduciendo a sus peces gordos a la mesa y comunicando su crédito. Lanzó una mirada sardónica a mis fichas verdes de veinticinco dólares y las apuestas que tenía en el tapete frente a mí.
—No tienes que jugar más, ¿entendido? —me dijo.
Me sentí un imbécil, y al terminar la jugada llevé el resto de mis fichas a la caja y las convertí en recibos. Cuando me volví, Cully estaba esperándome.
—Vamos a echar un trago —dijo.
Y me llevó al bar, al sitio donde solíamos beber con Jordan y Diane. Desde aquella zona en penumbra contemplamos el casino brillantemente iluminado. En cuanto nos sentamos, la camarera localizó a Cully y vino de inmediato.
—Así que caíste otra vez —dijo Cully—. Este maldito juego. Es como la malaria. Vuelve siempre.
—¿También te pasa a ti? —pregunté.
—Me pasó un par de veces —dijo Cully—. Pero no fue nada grave. ¿Cuánto perdiste?
—Sólo dos mil —dije—. He cambiado la mayor parte del dinero por recibos. Esta noche terminaré.
—Mañana es domingo —dijo Cully—. Podemos ver a ese abogado amigo mío, así que por la mañana temprano puedes hacer el testamento y enviárselo a tu hermano. Luego me pegaré a ti y no te dejaré hasta que cojas el avión por la tarde para Nueva York.
—Intentamos algo así una vez con Jordan —dije bromeando.
Cully lanzó un suspiro.
—¿Por qué lo haría? Estaba cambiándole la suerte. Iba a ser un ganador. Lo único que tenía que hacer era aguantar.
—Quizá no quisiese forzar su suerte —dije.
—No bromees —dijo Cully.
A la mañana siguiente, Cully llamó a mi habitación y desayunamos juntos. Después me llevó al Strip, a la oficina del abogado, donde redacté mi testamento y lo firmé ante testigos. Repetí un par de veces que mi hermano Artie debía recibir una copia, y por último Cully intervino, impaciente:
—Eso ya está todo explicado —dijo—. No hay que preocuparse. Todo se hará como debe ser.
Cuando salimos de la oficina, Cully me llevó a dar una vuelta por la ciudad y me enseñó las nuevas edificaciones en marcha. El gran edificio del Hotel Sands resplandecía con un dorado flamante bajo el sol del desierto.
—Esta ciudad no para de crecer —dijo Cully.
El interminable desierto se extendía hasta las lejanas montañas.
—Hay espacio de sobra —dije.
Cully se echó a reír.
—Ya lo verás —dijo—. El juego es el negocio del futuro.
Tomamos una comida ligera y luego, en honor a los viejos tiempos, bajamos al Sands y jugamos de compañeros doscientos pavos por barba en las mesas de dados. Cully dijo burlón:
—Tengo diez pases en mi brazo derecho —así que le dejé tirar a él. Tenía tanta mala suerte como siempre, pero me di cuenta de que no ponía el corazón en ello. No disfrutaba jugando. Era indudable que había cambiado. Fuimos en coche al aeropuerto, y esperó conmigo hasta que salió mi avión.
—Llámame si tienes algún problema —me dijo—. Y la próxima vez que vengas, cenaremos con Gronevelt. Le caes bien y es un tipo que interesa que esté de nuestra parte.
Asentí. Luego, cogí los recibos que llevaba en el bolsillo. Los recibos totalizaban treinta mil dólares depositados en la caja del casino del Hotel Xanadú. Mis gastos para el viaje, el juego y el billete del avión totalizaban más o menos los tres mil restantes. Le entregué a Cully los recibos.
—Guárdamelos —le dije. Había cambiado de idea.
Cully contó los papelitos blancos. Había doce. Comprobó las cantidades.
—¿Me confías tus ahorros? —preguntó—. Treinta grandes es mucho dinero.
—He de confiar en alguien —dije—. Además te vi rechazar veinte grandes que te daba Jordan cuando no tenías donde caerte muerto.
—Tú me obligaste avergonzándome —dijo Cully—. De acuerdo, me cuidaré de esto. Y si las cosas se ponen feas, puedo darte dinero del mío y utilizarlos como garantía. Así no dejarás ninguna pista.
—Gracias, Cully —dije—. Gracias por la habitación del hotel y las comidas y todo. Y gracias por ayudarme.
Sentí realmente una oleada de afecto hacia él. Era uno de mis pocos amigos. Y, sin embargo, me quedé sorprendido cuando me abrazó al despedirnos.
Ya en el avión, yendo de la luz del oeste a las zonas de oscuridad del este, huyendo a toda prisa del sol poniente, y sumergiéndome en la oscuridad, pensé en el afecto que Cully sentía por mí. Nos conocíamos tan poco. Y pensé que era porque los dos teníamos muy pocas personas a las que pudiésemos llegar a conocer de verdad. Como Jordan. Y habíamos compartido la derrota de Jordan y su rendición ante la muerte.
Llamé desde el aeropuerto para decirle a Vallie que había llegado un día antes. No contestó nadie. No quise llamarla a casa de su padre, así que cogí un taxi para el Bronx. Cuando llegué, Vallie aún no estaba en casa. Sentí los furiosos celos de siempre, por el hecho de que se hubiese llevado a los chicos a visitar a sus abuelos, a Long Island. Pero luego pensé: ¿qué más da? ¿Por qué debía pasar el domingo sola Vallie en aquella urbanización cuando podía disfrutar de la compañía de su alegre familia irlandesa, sus hermanos y hermanas y sus amistades allá en Long Island, donde los chicos podían salir y jugar al aire libre y revolcarse en la hierba?
La esperaría levantado. Tenía que llegar pronto a casa. Durante la espera, llamé a Artie. Se puso su mujer al teléfono y dijo que Artie se había ido a la cama temprano porque no se sentía bien. Le dije que no le despertara, que no era nada importante. Y, con una cierta sensación de pánico, le pregunté qué le pasaba a Artie. Me dijo que sólo era cansancio, que había trabajado demasiado. No era nada por lo que mereciese la pena avisar al médico. Le dije que ya le llamaría al día siguiente al trabajo y luego colgué.