31
Ya habíamos llegado al punto al que llegan siempre los amantes: se sienten tan felices que son incapaces de creer que se lo merecen. Y empiezan a pensar que quizás todo sea un fraude. Así pues, los celos y la sospecha empezaron a amenazar los éxtasis de nuestro amor. En una ocasión, ella tuvo que hacer la lectura de un papel y no pudo ir a esperarme al avión. En otra ocasión, yo entendí que pasaría la noche conmigo y tuvo que irse a casa a dormir porque tenía que levantarse para ir a los estudios muy temprano. Aun cuando hizo el amor conmigo a primera hora de la tarde de modo que yo no quedase defraudado y la creyera, pensé que mentía. Y, suponiendo que ella mentiría, le dije:
—Tengo que cenar hoy con Doran. Dice que tuviste un amante de catorce años cuando sólo eras una beldad sureña.
Janelle alzó la cabeza y me dirigió la sonrisa dulce y vacilante que me hacía olvidar lo que la odiaba.
—Sí —dijo—. Eso fue hace mucho tiempo.
Luego, bajó la cabeza. Tenía una expresión ausente y distraída al recordar aquella aventura amorosa. Yo sabía que siempre recordaba sus experiencias amorosas con afecto, aunque hubiesen terminado mal. Volvió a alzar la vista.
—¿Te molesta? —dijo.
—No —contesté. Pero ella sabía que sí.
—Lo siento —dijo.
Me miró un momento y luego apartó la vista. Extendió las manos, las deslizó bajo mi camisa y me acarició la espalda.
—Fue algo inocente —dijo.
No dije nada, sólo me aparté porque aquella caricia evocadora me hacía perdonárselo todo.
Esperando que mintiese de nuevo, dije:
—Doran me lo contó porque a consecuencia de eso te procesaron por seducir a un menor.
Deseaba con todo mi corazón que ella mintiese. No me importaba que fuese cierto, como no le hubiese reprochado el que hubiese sido alcohólica o puta o asesina. Quería amarla, nada más. Ella me miraba con aquella mirada tranquila y serena como si estuviese dispuesta a hacer cualquier cosa por complacerme.
—¿Qué quieres que diga? —me preguntó, mirándome directamente a la cara.
—Sencillamente la verdad —dije.
—Bueno, pues es cierto —dijo—. Pero no tuvo consecuencias. El juez desestimó el caso.
Sentí un enorme alivio.
—Entonces no lo hiciste.
—¿Hacer el qué? —preguntó ella.
—Ya lo sabes —dije.
Volvió a dirigirme aquella dulce semisonrisa. Pero estaba impregnada de una triste ironía.
—¿Quieres decir si hice el amor con un chico de catorce años? —preguntó—. Sí, lo hice.
Esperaba que yo saliese de la habitación. Me quedé quieto. Su expresión se hizo más irónica.
—Estaba muy crecido para su edad —dijo.
Eso me interesó. Me interesó por la temeridad del desafío.
—Eso cambia mucho las cosas —dije secamente. Y la observé cuando se echó a reír.
Los dos estábamos enfadados. Janelle porque yo me atrevía a juzgarla. Yo iba a irme, así que me dijo:
—Es una buena historia, te gustará —y vio que yo mordía el anzuelo.
Siempre me encantaba que me contase historias. Casi tanto como hacer el amor. Muchas noches había pasado horas enteras oyéndola, fascinado por la historia de su vida, haciendo conjeturas sobre lo que no me contaba o sobre lo que modificaba para adecuarlo a mis tiernos oídos masculinos, como si suavizase un cuento de miedo al contárselo a un niño.
En una ocasión, me dijo que eso era lo que más le gustaba de mí. Mi avidez de historias. Y mi actitud de no emitir juicios. Podía verme siempre barajar las cosas en la cabeza, pensar cómo lo contaría yo o cómo podría utilizarlo. Yo jamás la había condenado, en realidad, por lo que hubiera hecho. Y sabía que tampoco lo haría cuando me contase esta historia.
Después de divorciarse, Janelle había tenido un amante: Doran Rudd. Doran Rudd era disc-jockey de la emisora de radio local. Era un tipo más bien alto, algo mayor que Janelle. Desbordaba energía, y era simpático y divertido y acabó consiguiéndole a Janelle un trabajo como locutora de los partes meteorológicos de la emisora en la que él trabajaba. Era un trabajo divertido y bien pagado para una ciudad como Johnson City.
Lo que a Doran le obsesionaba era llegar a ser el personaje del pueblo. Tenía un enorme Cadillac, compraba la ropa en Nueva York y proclamaba que algún día triunfaría por lo alto. Los intérpretes le sobrecogían y le encantaban. Iba a ver todas las compañías ambulantes de todas las obras de Broadway y siempre enviaba notas a una de las actrices, seguidas de flores y de invitaciones a cenar. Le sorprendió descubrir lo fácil que era llevárselas a la cama. Gradualmente, comprendió lo solas que estaban. Aunque resultasen deslumbrantes en escena, tenían un aire insignificante y patético en sus habitaciones de hotel de segunda con neveras anticuadas. Siempre le contaba a Janelle sus aventuras. Eran más amigos que amantes.
Un día, Doran consiguió su oportunidad. Un dúo formado por padre e hijo estaba contratado para actuar en la sala de conciertos del pueblo. El padre era un pianista improvisado que se había ganado laboriosamente la vida descargando trenes de mercancías en Nashville hasta que descubrió que su hijo de nueve años podía cantar. El padre, un tenaz sureño que odiaba su trabajo, vio inmediatamente que su hijo podía ser el medio de hacer realidad un sueño imposible. A través de él podía eludir una vida de trabajo duro y rutinario.
Sabía que su hijo era bueno, pero no hasta qué punto. Le enseñó con gran entusiasmo todas las canciones evangélicas y luego hicieron una gira con éxito por el sur. Un joven querubín alabando a Jesús con una purísima voz de soprano era irresistible para aquel público provinciano. Aquella nueva vida le resultó sumamente agradable al padre. Era un individuo sociable, le gustaban las chicas guapas y aquello significaba unas agradables vacaciones lejos de su ya agotada mujer, que, por supuesto, se quedó en casa.
Pero también la madre soñaba con todos los lujos que la voz pura de su hijo pudiese proporcionarle. Los dos eran codiciosos, aunque no como lo son los ricos, como forma de vida, sino como lo son los pobres, como lo puede ser un hombre hambriento en una isla desierta, al que de pronto rescatan y puede por fin hacer realidad todas sus fantasías.
Así que cuando Doran fue al camerino a ensalzar la voz del muchacho, y cuando hizo luego una proposición a los padres, sus palabras hallaron buena acogida. Doran sabía muy bien lo que valía el chico y pronto se dio cuenta de que era el único. Les convenció de que no quería ningún porcentaje de las ganancias. Se encargaría del muchacho y sólo se llevaría el treinta por ciento de lo que pasase de los veinticinco mil dólares anuales.
Era, por supuesto, una oferta irresistible. Si conseguían veinticinco mil dólares al año, suma increíble, ¿a qué preocuparse de que Doran se llevase el treinta por ciento del resto? Y, ¿cómo podía su chico, Rory, ganar más de esa suma? Imposible. No podía haber tanto dinero. Doran aseguró también al señor Horatio Bascombe y a la señora Edith Bascombe que no les cobraría ningún gasto. Así que prepararon enseguida el contrato y lo firmaron.
Doran se puso en acción de inmediato. Consiguió dinero prestado para sacar un álbum de canciones evangélicas. Fue un gran éxito. Aquel primer año, el chico ganó cincuenta mil dólares. Doran se trasladó a Nashville y estableció contacto con el mundo de la música. Se llevó con él a Janelle y la hizo ayudante administrativa de su nueva empresa musical. El segundo año, Rory ganó más de cien mil dólares, casi todo con un disco pequeño de una antigua balada religiosa que Janelle encontró en los archivos de discos de Doran. Doran carecía por completo de gusto creador; jamás habría reconocido el mérito de una canción.
Doran y Janelle vivían juntos ya, pero ella no le veía mucho. Él viajaba a Hollywood para tratar de una película o a Nueva York para conseguir un contrato en exclusiva con una de las grandes empresas discográficas. Todos serían millonarios. Entonces llegó la catástrofe. Rory cogió un catarro grave y empezó a perder voz. Doran le llevó al mejor especialista de Nueva York. El especialista curó por completo a Rory, pero luego le dijo a Doran de pasada:
—Supongo que sabe que su voz cambiará cuando alcance la pubertad.
Era algo en lo que Doran no había pensado. Quizás porque Rory era alto para su edad. Quizás porque Rory era un niño completamente inocente, sin experiencia del mundo. Sus padres le habían protegido de las chicas. Amaba la música y era realmente un músico dotado. Además, había estado siempre enfermo hasta los once años. Doran se puso furioso. Un hombre que tiene el plano de una mina de oro secreta y lo extravía. Tenía planes para hacer millones con Rory; y ahora todo se le iba por el desagüe. Millones de dólares perdidos, millones de dólares.
Entonces a Doran se le ocurrió una de sus grandes ideas. Comprobó con los médicos. Después de hacerse con toda la droga, le propuso el plan a Janelle. Ella se quedó horrorizada.
—Estás hecho un buen hijoputa —le dijo, casi llorando.
Doran no podía entender su horror.
—Escucha —dijo—. La Iglesia Católica lo hacía.
—Lo hacían por Dios —dijo Janelle—. No por un disco de oro.
Doran meneó la cabeza.
—Cíñete al asunto, por favor. Tengo que convencer al chico, a su madre y a su padre. Va a ser un buen trabajo.
Janelle se echó a reír.
—Estás completamente loco. Yo no te ayudaré, y aunque lo hiciera, a ellos nunca les convencerías.
Doran sonrió.
—La clave es el padre. Pensé que podrías ser amable con él, suavizarle un poco.
Era antes de que Doran hubiese adquirido la cremosa y luminosa suavidad extra de California. Así que cuando Janelle le tiró un pesado cenicero, estaba demasiado sorprendido para agacharse. Le rompió un diente y le hizo sangrar por la boca. No se enfadó. Sólo meneó de nuevo la cabeza ante la rectitud de Janelle.
Janelle le habría dejado entonces, pero era demasiado curiosa. Quería ver si Doran llegaba a plantear de veras el asunto.
Doran era, en general, un buen juez del carácter de las personas, y era realmente listo para dar con el umbral de la codicia. Sabía que una clave era el señor Horatio Bascombe. El padre podía convencer a la mujer y al hijo. Además, el padre era el más vulnerable a la vida. Si su hijo no ganaba dinero, era volver a ir a la iglesia para el señor Bascombe. Se acababan los viajes por el país, el tocar el piano, las chicas guapas, las comidas exóticas. Volvería al aburrimiento de siempre con su mujer. El padre se jugaba más cosas; el que Rory perdiese la voz era más importante para él que para nadie.
Doran suavizó al señor Bascombe con una linda cantante de un club de jazz barato de Nashville. Luego, una buena cena con puros al día siguiente. Mientras fumaban los puros, le explicó los planes que tenía para Rory. Un musical en Broadway, un álbum con canciones especiales escritas por los famosos hermanos Dean. Luego, un gran papel en una película que podría convertir a Rory en otro Judy Garland o Elvis Presley. Dinero a espuertas. Bascombe devoraba aquello, ronroneando como un gato. Ni siquiera codicioso, porque todo estaba allí. Era inevitable. Él era millonario. Luego Doran cayó sobre él.
—Sólo hay un problema —le dijo—. Los médicos dicen que su voz está a punto de cambiar. Está entrando en la pubertad.
Bascombe pareció algo inquieto.
—Se le hará la voz algo más profunda. Quizás resulte mejor.
Doran meneó la cabeza.
—Lo que le convierte a él en una superestrella es esa dulzura aguda y clara. Sí que podría mejorar. Pero tardaría cinco años en prepararse y salir con una nueva imagen. Y entonces, será difícil que lo consiga. Yo se lo he vendido a todo el mundo con la voz que tiene ahora.
—Bueno, a lo mejor a él no le cambia la voz —dijo Bascombe.
—Sí, a lo mejor no le cambia —dijo Doran, y dejó las cosas así.
Dos días después, Bascombe se dejó caer por el apartamento de Doran. Janelle le hizo pasar y le dio una copa. La miraba atenta y ávidamente, pero ella le ignoró.
Y cuando empezó a hablar con Doran, les dejó solos.
Aquella noche en la cama, después de hacer el amor, Janelle le preguntó a Doran:
—¿Cómo va tu sucio plan?
Doran sonrió. Sabía que Janelle le despreciaba por lo que estaba haciendo, pero era una tía tan equilibrada que aun así seguía acostándose con él como siempre. Como Rory, Janelle aún no sabía lo grande que era. Doran se sentía satisfecho. Eso era lo que le gustaba a él, un buen servicio. Gente que no conociera su valor.
—Tengo enganchado a ese avaro cabrón —dijo—. Ahora tengo que trabajarme a la madre y al chico.
Doran, que se consideraba el mejor vendedor al este de las Rocosas, atribuyó su éxito final a esos poderes. Pero la verdad fue que tuvo suerte. Al señor Bascombe le había suavizado y convencido la vida extremadamente dura que había llevado antes del milagro de la voz de su hijo. No podía renunciar al sueño dorado y volver a la esclavitud. Eso no era tan insólito. En lo que de veras tuvo suerte Doran fue en lo de la madre.
La señora Bascombe había sido una beldad sureña de pueblo, y, ligeramente promiscua en su adolescencia, se había visto arrastrada al matrimonio por la simpatía pueblerina y sureña y la habilidad para tocar el piano de Horatio Bascombe. Al irse marchitando su belleza, sucumbió al miasma pantanoso de la religiosidad sureña. Al hacerse menos atractivo su marido, la señora Bascombe encontró más atractivo a Jesús. La voz de su hijo era su ofrenda amorosa a Jesús. Doran explotó esto. Retuvo a Janelle en la habitación mientras hablaba con la señora Bascombe, sabiendo que aquel tema delicado pondría nerviosa a la vieja si estaba sola con un hombre.
Doran fue respetuosamente simpático y atento con la señora Bascombe. Indicó que en los años futuros cien millones de personas de todo el mundo oirían a su hijo Rory cantar las glorias de Jesús. En los países católicos, en los países musulmanes, en Israel, en las ciudades africanas. Su hijo sería el evangelista más importante de la religión cristiana desde Lutero. Sería superior a Billy Graham, superior a Oral Roberts, dos de los santos de este mundo para la señora Bascombe. Y su hijo se vería a salvo del pecado más grave y más tentador. Era, sin lugar a dudas, la voluntad de Dios.
Janelle les miraba a los dos. La fascinaba Doran, el que pudiera hacer algo así sin ser malvado, simplemente con ánimo mercenario. Era como un niño robando centavos del bolso de su madre. Y la señora Bascombe, tras una hora de enfebrecidas súplicas de Doran, se debilitó. Y Doran pudo rematarla.
—Señora Bascombe, sé que hará usted este sacrificio por Jesús. El gran problema es su hijo. Es sólo un niño y ya sabe usted cómo son los niños.
La señora Bascombe esbozó una amarga sonrisa.
—Sí —dijo—. Lo sé.
Lanzó una rápida y venenosa mirada a Janelle.
—Pero mi Rory es un buen chico. Hará lo que yo le diga.
Doran suspiró con alivio.
—Sabía que podría contar con usted.
Entonces, la señora Bascombe dijo fríamente:
—Hago esto por Jesús. Pero me gustaría redactar un nuevo contrato. Quiero el quince por ciento de su treinta por ciento, como socia suya.
Hizo una pausa y luego añadió:
—Y mi marido no tiene por qué saberlo.
Doran suspiró de nuevo.
—No hay nada como la vieja religión tradicional —dijo—. Sólo espero que pueda arreglarlo usted todo.
La mamá de Rory lo resolvió. Nadie supo cómo. Todo quedó dispuesto. A la única que no le gustaba la idea era a Janelle. En realidad, estaba horrorizada; tanto, que dejó de dormir con Doran y él consideró la idea de librarse de ella. Además, Doran tenía un último problema: conseguir un médico que le cortase las bolas a un chaval de catorce años.
Pero la idea era ésa. Si lo habían hecho los antiguos Papas, ¿por qué no iba a hacerlo Doran? Fue Janelle quien estropeó el plan. Estaban todos reunidos en el apartamento de Doran. Doran estaba intentando quitarle a la señora Bascombe aquel quince por ciento de comisión, así que no prestaba atención. Janelle se levantó, cogió de la mano a Rory y se lo llevó al dormitorio.
—¿Qué hace usted con mi chico? —protestó la señora Bascombe.
—Acabamos enseguida —dijo Janelle dulcemente—. Sólo quiero enseñarle una cosa.
Una vez dentro del dormitorio, cerró la puerta. Luego, condujo con firmeza a Rory a la cama, le soltó el cinturón, le bajó los pantalones y los calzoncillos. Le tomó la mano, se la colocó entre las piernas y luego le apoyó la cabeza entre sus pechos desnudos.
En tres minutos acabaron, y luego el chaval sorprendió a Janelle. Se puso los pantalones, olvidando los calzoncillos, abrió la puerta del dormitorio e irrumpió en el salón. El primer puñetazo enganchó a Doran de lleno en la boca, y luego se dedicó a dar mamporros como las aspas de un molino de viento hasta que su padre le sujetó.
Janelle me sonreía, desnuda en la cama.
—Doran me odia, aunque ya hace seis años de eso. Le costé millones de dólares.
Yo también sonreía.
—¿Y qué pasó con el juicio?
Janelle se encogió de hombros.
—Nos tocó un juez civilizado. Habló conmigo y con el chico a solas y luego desestimó el caso. Advirtió a los padres y a Doran que podía procesarles pero aconsejó a todo el mundo que mantuviesen la boca cerrada.
Pensé un rato en silencio.
—¿Y a ti qué te dijo?
Janelle sonrió de nuevo.
—Me dijo que si él tuviera treinta años menos, daría cualquier cosa porque yo fuese su chica.
Lancé un suspiro.
—Dios mío, no sé cómo te las arreglas para hacer que todo parezca bien. Pero ahora quiero que me contestes con sinceridad. ¿Lo harás?
—Lo haré —dijo Janelle.
Hice una pausa, mirándola. Luego dije:
—¿Disfrutaste haciéndolo con aquel chaval de catorce años?
Janelle no vaciló.
—Fue tremendo —dijo.
—Bien, bien —dije.
Me puse muy ceñudo y Janelle se echó a reír. Le encantaba verme realmente interesado en saber lo que pensaba ella.
—Veamos —dije—. Él tenía el pelo rizado y era corpulento. La piel agradable, sin granos aún. Las pestañas largas y virginidad de monaguillo. En fin.
Lo pensé un poco más.
—Dime la verdad. Tú estabas indignada, pero en el fondo sabías que tenías una excusa magnífica para tirarte a un chaval de catorce años. De otra forma no podrías haberlo hecho. Aunque fuese lo que realmente querías hacer. El chico debió gustarte desde el principio. Y así podías tener cubiertas las dos partes. Salvabas al chaval jodiéndotelo. Magnífico, ¿no?
—No —dijo Janelle, con una dulce sonrisa.
—Ay —dije de nuevo, y me eché a reír—, qué falsa eres.
Pero estaba vencido y lo sabía. Ella había realizado un acto generoso, había salvado la virilidad de un muchacho. El que al mismo tiempo la experiencia hubiera sido emocionante era, después de todo, merecida recompensa a la virtud. En el profundo sur todo el mundo sirve a Dios… a su modo.
Y, Dios mío, yo realmente la quise más.