33

Fue mi agente, Doran Rudd, quien me llamó para comunicarme la noticia de la muerte de Malomar. Me dijo que al día siguiente habría una gran conferencia sobre la película en los estudios TriCultura. Yo tenía que regresar en avión y él iría a esperarme al aeropuerto. Llamé a Janelle desde el aeropuerto Kennedy para decirle que llegaba a la ciudad, pero me contestó el servicio automático de respuestas con su maquinal voz de acento francés, así que dejé el recado.

La muerte de Malomar me impresionó mucho. Había llegado a tomarle un gran respeto en los meses que trabajamos juntos. Nunca presumía ni exageraba ni mentía, y tenía un ojo de lince para cualquier tontería que pudiese deslizarse en un guión o en un trozo de película. Me adoctrinaba cuando me enseñaba películas, explicándome por qué no servía una escena o lo que había que mirar en un actor que podría demostrar talento incluso con un mal papel. Discutíamos mucho. Él afirmaba que mi actitud desdeñosa de literato era una actitud defensiva y que yo no había estudiado la película con suficiente detenimiento.

Se ofreció incluso a enseñarme a dirigir cine, pero me negué. Quiso saber por qué.

—Escucha —dije—, sólo existiendo, sólo estándose quieto, sin molestar a nadie, el hombre es un agente creador del destino. Eso es lo que odio de la vida. Y el director de cine es el peor agente creador de destino del mundo. Piensa en todos esos actores y actrices a los que hacéis desgraciados cuando les rechazáis. Piensa en toda esa gente a la que tenéis que dar órdenes. El dinero que gastáis, los destinos que controláis. Yo sólo escribo libros, nunca perjudico a nadie, sólo ayudo. Pueden cogerlo y dejarlo.

—Tienes razón —dijo Malomar—. Jamás serás director. Pero tienes mucho cuento. Nadie puede ser tan pasivo.

Y, por supuesto, él tenía razón. Yo sólo quería controlar un mundo más privado.

De todas formas, me entristeció mucho su muerte. Le tenía afecto pese a que, en realidad, no nos conocíamos bien. Y además me preocupaba un poco lo que sería de nuestra película.

Doran Rudd fue a esperarme al aeropuerto. Me dijo que Jeff Wagon sería ahora el productor y que TriCultura había absorbido los estudios Malomar. Me dijo que habría muchos problemas. Camino de los estudios, me informó de toda la operación TriCultura. Me habló de Moisés Wartberg, de su mujer Bella y de Jeff Wagon. Para empezar, me contó que pensaba que no eran los estudios más poderosos de Hollywood, que eran los más odiados y que solían llamarles “estudios TriBuitrura”. Que Wartberg era un tiburón y que los tres vicepresidentes eran chacales. Le expliqué que no se podían mezclar así los símbolos, que si Wartberg era un tiburón, los otros tenían que ser peces pilotos. Yo bromeaba, pero mi agente no escuchaba siquiera. Sólo dijo:

—Preferiría que llevaras corbata —le miré. Él llevaba su chaqueta de cuero negro y un jersey de cuello de cisne. Se encogió de hombros.

—Moisés Wartberg podría haber sido un Hitler semita —dijo—. Pero lo habría hecho de otra forma. Habría enviado a todos los cristianos adultos a la cámara de gas y luego habría proporcionado becas a todos sus hijos.

Cómodamente acomodado en el Mercedes 450SL de Doran Rudd, apenas escuchaba la charla de éste. Me contaba que iba a haber una gran lucha por el asunto de la película. Que el productor sería Jeff Wagon y que Wartberg se interesaría personalmente en el asunto. Me dijo también que ellos mismos habían matado a Malomar a base de acosarle. Deseché esto como típica exageración de Hollywood. Pero lo esencial de lo que Doran me contaba era que la suerte de la película se decidiría aquel mismo día. Así que en el largo viaje hasta los estudios procuré recordar lo que sabía o había oído sobre Moisés Wartberg y sobre Jeff Wagon.

Jeff Wagon era la esencia misma del productor de películas mediocres. Lo era desde la cabeza hasta la punta de sus elegantes zapatos. Había conseguido situarse en la televisión, luego se abrió paso hasta los telefilmes como una mancha de tinta se extiende en un mantel, y con el mismo efecto estético. Había hecho un centenar de telefilmes y veinte obras de teleteatro. Ninguna de ellas poseía gracia ni calidad ni arte. Los críticos, los técnicos y los artistas de Hollywood tenían un chiste clásico en el que comparaban a Wagon con Selznick, Lubitsch, Thalberg. De una de sus películas decían que tenía la marca de Dong porque una joven y malévola actriz le llamaba a él Dong.

La obra típica de Jeff Wagon era la película llena de estrellas y astros un poco deslustrados por la edad y el cansancio del celuloide y la desesperada necesidad del cheque. La gente de talento sabía que se trataba de una mala película. Wagon escogía meticulosamente a los directores. Solían ser directores vulgares con una serie de fracasos tras sí, para poder tenerles bien atados y obligarles a trabajar según su propio criterio. Lo extraño era que aunque todas las películas eran espantosas, o bien cubrían gastos o bien daban dinero, simplemente porque la idea básica era buena, desde un punto de vista comercial. En general, tenía un público asegurado, y Jeff Wagon era terrible controlando los costes. Era también terrible en los contratos, pues se embolsaba los porcentajes si la película se convertía en un gran éxito y producía mucho dinero. Y si no resultaba así, hacía que los estudios iniciasen un pleito de modo que pudiera llegarse a un acuerdo sobre los porcentajes. Pero Moisés Wartberg decía siempre que Jeff Wagon aportaba ideas sólidas. Lo que posiblemente no sabía era que Wagon robaba hasta esas ideas. Lo hacía por un procedimiento que sólo podría llamarse de seducción.

Cuando era más joven, Jeff Wagon se había mantenido fiel a su apodo tirándose a todas las aspirantes a estrellas de los estudios TriCultura. Lo lograba por un procedimiento de lo más tradicional. Si ellas aceptaban el trato, les proporcionaba un puesto en los telefilmes, en los que aparecían como camareras o recepcionistas. Si las chicas jugaban bien sus cartas, podían conseguir trabajo suficiente para mantenerse un año. Pero cuando pasó a películas más importantes, esto ya no fue posible. Con presupuestos de tres millones de dólares, no puedes andar repartiendo papeles a cambio de polvos. Así que pasó a emplear el procedimiento de dejarles ensayar un papel o de prometerles ayuda sin comprometerse nunca en firme. Y, por supuesto, algunas tenían talento y con la ayuda de él consiguieron algunos magníficos papeles en películas. Algunas se convirtieron en estrellas. En la Tierra de los Empidos, Jeff Wagon era el último superviviente.

Pero un día, de los lluviosos bosques norteños de Oregon llegó una beldad de dieciocho años que quitaba el hipo. Lo tenía bobo: una cara magnífica, un cuerpo espléndido, un temperamento apasionado; tenía incluso talento. Pero la cámara se negaba a hacerle justicia. En aquella magia estúpida del celuloide, su belleza no resultaba.

Además, la chica estaba algo loca. Se había criado como un hachero o un cazador de los bosques de Oregon. Era capaz de desollar un ciervo y luchar con un oso. Dejaba a regañadientes a Jeff Wagon tirársela una vez al mes, porque su agente había tenido una charla íntima con ella al respecto. Pero procedía de una tierra donde la gente cumplía sus promesas y ella esperaba que Jeff Wagon cumpliese su palabra y le diese el papel. Al no suceder esto, se fue a la cama con Jeff Wagon llevando escondido un cuchillo de desollar ciervos y, en el momento crucial, se lo hundió en los huevos.

La cosa no acabó tan mal como podría haber acabado. Por una parte, sólo le afectó un poco el huevo derecho, y todo el mundo admitió que, con las pelotas que tenía, una pequeña melladura en una no le perjudicaría gran cosa. El propio Jeff Wagon procuró tapar el incidente, y se negó a llevar adelante la acusación. Pero el asunto trascendió. Se facturó a la chica para Oregon con dinero suficiente para una cabaña de troncos y un rifle nuevo de los de cazar ciervos. Y Jeff Wagon aprendió la lección. Dejó de seducir aspirantes a estrellas y se dedicó a aplicar sus dotes de seducción a los escritores para robarles las ideas. Era al mismo tiempo más provechoso y menos peligroso. Los escritores eran más tontos y más cobardes.

Y seducía a los escritores llevándoles a comer a sitios caros. Pasándoles buenos trabajos por las narices. Redactar de nuevo un guión en producción, un par de miles de dólares por un arreglo. Entretanto, les dejaba hablar de sus ideas para futuras novelas o guiones. Y luego les robaba las ideas trasplantándolas a un entorno distinto, cambiando los personajes, pero conservando siempre la idea básica. Y la gozaba entonces jodiéndoles y no dándoles nada. Como los escritores no solían darse cuenta del valor de sus ideas, jamás protestaban. No eran como aquellas putas que por un polvo esperaban la luna.

Fueron los agentes los que intervinieron y le pararon los pies, prohibiendo a sus escritores ir a comer con él. Pero había escritores novicios, muy jóvenes, que llegaban a Hollywood de todo el país. Todos esperando la oportunidad de hacerse ricos y famosos. Y era Jeff Wagon quien podía darles acceso e impedir que les cerraran la puerta en las narices.

Una vez, estando en Las Vegas, le expliqué a Cully que él y Wagon trataban a sus víctimas del mismo modo. Pero Cully protestó.

—Mira —dijo Cully—. Yo y Las Vegas vamos a por tu dinero, cierto. Pero lo que Hollywood quiere son tus huevos.

No sabía que los estudios TriCultura acababan de comprar uno de los mayores casinos de Las Vegas.

Moisés Wartberg era otra historia. En una de mis primeras visitas a Hollywood me habían llevado a los estudios TriCultura a presentarle mis respetos. Sólo estuve con él un momento. Y le catalogué de inmediato. Tenía el mismo aspecto tiburonesco que yo había visto en militares de alta graduación, propietarios de casinos, mujeres muy guapas y muy ricas, y grandes jefes de la mafia. Era el brillo acerado y frío del poder. La gelidez que recorre sangre y cerebro. La estremecedora falta de piedad o compasión en todas las células del organismo. Gente absolutamente dedicada a la suprema droga del poder. El poder ya logrado y ejercitado durante un largo período de tiempo. En el caso de Moisés Wartberg, el poder se ejercitaba en toda su extensión. Aquella noche, cuando le dije a Janelle que había estado en los estudios TriCultura y había conocido a Wartberg, ella me dijo con indiferencia:

—El buen Moisés. Lo conozco. Conozco a Moisés.

Me miró desafiante, así que mordí el anzuelo.

—De acuerdo —dije—. Cuéntame cómo le conociste.

Janelle se levantó de la cama para representar el papel.

—Llevaba unos dos años en la ciudad y no conseguía nada de provecho. Entonces me invitaron a una fiesta a la que irían todos los peces gordos; y, como una buena aspirante a estrella, acudí para ver si establecía contacto. Había una docena de chicas como yo. Todas andaban por allí, muy guapas, esperando que algún productor importante quedase sobrecogido con su talento. En fin, yo tuve suerte. Moisés Wartberg se me acercó y estuvo encantador. No entendía cómo podía decir la gente cosas tan terribles de él. Recuerdo que su mujer se acercó un momento e intentó llevárselo, pero él no le hizo ningún caso. Siguió hablando tranquilamente conmigo y yo estaba en mi mejor forma, como fascinante beldad sureña, y, desde luego, al final de la velada, Moisés Wartberg me invitó a cenar a su casa al día siguiente. Por la mañana, llamé a todas mis amigas para contárselo. Me felicitaron y me dijeron que tendría que follármelo, y les dije que por supuesto que no lo haría, al menos el primer día. Y pensé también que me respetaría más si me hacía rogar un poco.

—Una buena técnica, sí señor —dije yo.

—Ya lo sé —me contestó ella—. Funcionó contigo, pero no era una táctica, sino que era lo que sentía. Aún no me había acostado con nadie que no me gustase realmente. Jamás me había ido a la cama con un hombre solamente por conseguir alguna cosa de él. Se lo dije a mis amigas, y ellas me dijeron que estaba loca. Que si Moisés Wartberg estaba realmente enamorado de mí o si le gustaba de verdad, tendría abierto el camino para convertirme en estrella.

Durante unos minutos, representó para mí una deliciosa pantomima de la falsa virtud convenciéndose a sí misma de que no era deshonesto pecar.

—¿Y qué pasó? Dime —dije.

Janelle se irguió orgullosa, las manos en las caderas, la cabeza teatralmente ladeada.

—A las cinco en punto de aquella tarde, tomé la decisión más importante de mi vida. Decidí acostarme con un hombre al que no conocía, sólo por prosperar. Me consideré muy valiente y me sentí muy satisfecha de haber tomado al fin la decisión que habría tomado un hombre.

Se salió del papel sólo un momento.

—¿No es eso lo que hacen los hombres? —dijo dulcemente—. Si pueden conseguir un buen trato son capaces de dar cualquier cosa, de rebajarse; ¿no funcionan así los negocios?

—Supongo que sí —dije yo.

—¿Tú no has tenido que hacerlo? —me dijo.

—No —contesté.

—¿Nunca hiciste nada así para conseguir publicar, para conseguir un agente o conseguir que un crítico te tratase mejor?

—No —contesté.

—Tienes una buena opinión de ti mismo, ¿verdad? —dijo Janelle—. He tenido antes aventuras con hombres casados, y lo único que percibí fue que todos querían llevar ese gran sombrero blanco de vaquero.

—¿Qué significa eso?

—Querían ser justos con sus mujeres y sus amantes. Ésa es la impresión que querían dar para que no pudieses reprocharles nada, y tú haces lo mismo.

Pensé un momento en aquello. Comprendí lo que quería decir.

—De acuerdo —dije—. ¿Y eso qué?

—¿Qué? —replicó Janelle—. Me dices que me quieres, pero vuelves nuevamente a casa con tu mujer. Ningún hombre casado debería decirle nunca a otra mujer que la quiere a menos que estuviese dispuesto a separarse de su esposa.

—Eso es palabrería romántica —dije.

Se puso furiosa un instante.

—Si yo fuese a tu casa y le dijese a tu mujer que me quieres —dijo—, ¿me desmentirías?

Me eché a reír con verdaderas ganas. Me puse la mano en el pecho y dije:

—¿Por qué no lo repites?

—¿Me desmentirías? —dijo ella.

—Con todo mi corazón —contesté.

Me miró un momento. Estaba furiosa, pero luego, de pronto, se echó a reír.

—Volví contigo, pero no volveré más.

Entendí lo que quería decir.

—De acuerdo —dije—. ¿Y qué pasó con Wartberg?

—Me di mi mejor baño con aceite de tortuga. Me ungí, me vestí con mis mejores galas y me dirigí al altar de los sacrificios. Me pasaron a la casa, y allí estaba Moisés Wartberg; nos sentamos y tomamos una copa y él me preguntó por mi carrera y estuvimos charlando como una hora. Él actuaba con mucha astucia, indicándome que si la noche resultaba bien haría un montón de cosas por mí; y yo pensaba: este hijo de puta no va a joderme, ni siquiera va a darme de comer.

Janelle se detuvo y me miró.

—Eso es algo que nunca te hice yo —dije.

Me miró fijamente y continuó:

—Y entonces me dijo: «La cena está esperándonos arriba, en el dormitorio. ¿Te apetece subir?». Y yo dije, con mi voz de beldad sureña: «Sí, tengo ya un poco de hambre». Me acompañó escaleras arriba, una escalinata muy bella, como en las películas, y abrió la puerta del dormitorio. La cerró cuando pasé, desde fuera, y allí me vi yo en el dormitorio, con una mesita puesta con pinchitos y entremeses.

Adoptó otra pose de jovencita inocente, desconcertada.

—¿Y Moisés? —dije.

—Fuera. En el pasillo.

—¿Te hizo cenar sola? —dije.

—No —dijo Janelle—. Allí estaba la señora Bella Wartberg con su camisón más vaporoso, esperándome.

—Ay, Dios mío —dije yo.

Janelle pasó a otra escena.

—No sabía que me tocaría hacerlo con una mujer. Me había costado ocho horas decidir joder con un hombre, y ahora resultaba que tendría que hacerlo con una mujer. No estaba preparada para aquello.

Le dije que yo tampoco estaba preparado para aquello.

—No sabía qué hacer, la verdad —dijo—. Me senté y la señora Wartberg sirvió unas cositas, y té, y luego se sacó los pechos del camisón y dijo:

—¿Te gustan, querida?

—Son muy bonitos —dije yo.

Y entonces Janelle me miró a los ojos y bajó la cabeza. Yo dije:

—Bueno, ¿qué pasó? ¿Qué dijo ella cuando tú dijiste que eran bonitos?

Janelle abrió teatralmente los ojos como sorprendida.

—Bella Wartberg me dijo: «¿Te gustaría chupar uno, querida?».

Y entonces Janelle se derrumbó en la cama a mi lado.

—Salí corriendo de la habitación —dijo—. Bajé corriendo las escaleras. Salí de la casa y tardé dos años en encontrar trabajo.

—Esta ciudad es dura —dije.

—Ca —dijo Janelle—. Si yo hubiese hablado con mis amigas otras ocho horas, todo habría ido bien pese al cambio. Es cuestión de prepararse.

Le sonreí, y ella me miró a los ojos, desafiante.

—Sí —dije—. ¿Cuál es la diferencia?

Mientras el Mercedes recorría la autopista, procuraba escuchar a Doran.

—El viejo Moisés es el peligroso —decía Doran—. Cuidado con él.

Lo mismo pensaba yo de Moisés.

Moisés Wartberg era uno de los hombres más poderosos de Hollywood. Su empresa, los estudios TriCultura, tenía una solidez financiera superior a la de la mayoría, pero hacía las peores películas. Moisés Wartberg había creado una máquina de hacer dinero en el campo de las actividades creadoras. Sin el menor rastro de creatividad. Esto se consideraba verdadero talento.

Wartberg era un hombre gordo y desastrado, que vestía descuidadamente con trajes tipo Las Vegas. Hablaba poco, jamás mostraba emoción alguna, pensaba que lo lógico era darte todo lo que pudieses arrancarle. Creía que lo mejor era no darte nada que no pudieses sacarle a la fuerza a él y a su equipo de abogados. Era imparcial. Engañaba a productores, estrellas, escritores y directores, robándoles sus porcentajes de las películas de éxito. Jamás agradecía un buen trabajo de dirección, una buena interpretación, un buen guión. ¿Cuántas veces había pagado él mucho dinero por material que era basura? Así que, ¿por qué debía pagarle a un hombre lo que valía su trabajo si podía conseguirlo por menos?

Wartberg hablaba del cine como los generales de la guerra. Decía por ejemplo:

—Para hacer una tortilla hay que cascar los huevos.

O cuando un socio comercial aludía a la relación social que tenían, cuando un actor le decía cuánto se estimaban los dos personalmente y por qué los estudios TriCultura estaban jodiéndole, Wartberg esbozaba una fina sonrisa y decía fríamente:

—Cuando oigo la palabra «amor», echo mano a la cartera.

Se burlaba de la dignidad personal, se enorgullecía cuando le acusaban de no tener ningún sentido de la decencia. No ambicionaba adquirir fama de hombre de palabra. Él quería contratos con letra pequeña, no apretones de manos. Se ufanaba de engañar a su prójimo con una idea, un guión, un porcentaje sobre los beneficios de la película. Si le reprochaban esto —por lo general un artista excitadísimo (los productores eran más listos)— Wartberg se limitaba a contestar:

—Yo me dedico a hacer películas —en el mismo tono que podría haber empleado Baudelaire para contestar a un reproche similar con «yo me dedico a hacer poesía».

Usaba a los abogados como un gángster la pistola; al afecto, como la prostituta el sexo. Utilizaba las buenas obras como los griegos el caballo de Troya, subvencionaba el asilo Will Rogers para actores retirados, daba dinero para Israel, para los millones de hambrientos de la India, para los refugiados palestinos. Era sólo la caridad personal con los seres humanos concretos lo que no aceptaba.

Los estudios TriCultura eran deficitarios cuando Wartberg se hizo cargo. Wartberg sometió todo inmediatamente a un control estricto. Sus condiciones eran las más duras del mercado. Nunca se arriesgaba con ideas originales hasta que otros estudios demostraban su rentabilidad. Y el gran as que se guardaba en la manga eran los presupuestos bajos.

Mientras otros estudios se hundían con películas de diez millones de dólares, los estudios TriCultura jamás se embarcaban en una que superase los tres millones. De hecho, casi todas las películas tenían un presupuesto de dos millones o menos, y Moisés Wartberg o uno de sus tres vicepresidentes asesores no se separaba de ti las veinticuatro horas del día. Obligaba a los productores a firmar cláusulas de penalización, a los directores a poner como garantía sus porcentajes, a los actores a sudar tinta, todo para que no se sobrepasara el presupuesto. El productor que terminaba una película cumpliendo el presupuesto o por debajo de él, era para Moisés Wartberg un héroe, y lo sabía. No importaba que la película sólo cubriera costes. Pero si la película sobrepasaba el presupuesto, aunque diese veinte millones y proporcionase a los estudios una fortuna, Wartberg invocaba la cláusula de penalización del contrato del productor y se quedaba con su porcentaje de beneficios. Había un pleito, claro, pero los estudios tenían veinte abogados a sueldo que estaban para eso. Así que normalmente se llegaba a un acuerdo. Sobre todo si el productor, el actor o el escritor querían hacer otra película en TriCultura. Algo en lo que todo el mundo estaba de acuerdo era en que Wartberg poseía un talento genial para la organización. Tenía tres vicepresidentes que estaban a cargo de imperios independientes y que competían entre sí por el favor de Wartberg y por llegar a sucederle algún día. Los tres poseían mansiones palaciegas, grandes porcentajes y poder completo dentro de sus propias esferas, estando sometidos únicamente al veto de Wartberg. Así que los tres andaban a la caza de talentos, de guiones, de proyectos especiales, sabiendo que siempre tenían que mantener bajo el presupuesto, que el talento debía estar consagrado, y que tendrían que borrar cualquier chispa de originalidad antes de atreverse a subir a exponerlo en las oficinas de Wartberg, en la última planta del edificio de los estudios.

Su reputación sexual era impecable. Nunca tenía líos con las aspirantes a estrellas. Jamás presionaba a un director o a un productor para introducir en el filme a una favorita. Esto se debía en parte a su carácter ascético y a su escasa vitalidad sexual. Y en parte se debía también a su propia concepción de la dignidad personal. Pero la razón básica era que llevaba treinta años de matrimonio feliz con la novia de su adolescencia. Se habían conocido en un instituto de secundaria del Bronx, se habían casado antes de los veinte años y no se habían separado desde entonces.

Bella Wartberg había tenido una vida de cuento de hadas. Cuando era una esbelta adolescente de un instituto del Bronx, había embrujado a Moisés Wartberg con la mortífera combinación de unos pechos inmensos y una excepcional modestia. Llevaba jerseys sueltos y gruesos de lana, vestidos dos tallas más grandes que la suya, pero era como ocultar un trozo de resplandeciente metal radiactivo en una cueva oscura.

Sabías que estaban allí, y el hecho de que estuviesen ocultos los hacía aún más afrodisíacos. Cuando Moisés se hizo productor, ella no sabía en realidad lo que significaba. Tuvo dos hijos en dos años y tenía muchas ganas de descansar un año de su vida fértil, pero fue Moisés el que quiso parar. Por entonces, había canalizado la mayor parte de su energía en su carrera y además el cuerpo del que estaba sediento se encontraba dañado por las cicatrices del parto: los pechos que él había chupado estaban caídos y llenos de venas. Y ella se parecía demasiado a la buena ama de casa judía para el gusto de él. Le proporcionó una criada y se olvidó de ella. Aún la estimaba porque era una gran lavandera, sus camisas blancas estaban siempre impecablemente almidonadas y planchadas. En cuanto él se las ponía, perdían todo su lustre. Era una magnífica ama de casa. Siempre estaba pendiente de sus trajes tipo Las Vegas y de sus corbatas chillonas, haciéndolos pasar por la limpieza en seco exactamente en el momento justo, no tan a menudo como para que produjese un deterioro prematuro ni tan de tarde en tarde como para que las prendas pareciesen sucias. En una ocasión, ella compró un gato que se sentaba en el sofá y Moisés se sentó en aquel sofá y cuando se levantó tenía pelos de gato en la pernera del pantalón. Entonces Moisés agarró al gato y lo tiró contra la pared. Riñó histéricamente a Bella. Ésta se deshizo del gato al día siguiente.

Pero el poder fluye mágicamente de una fuente a otra. Cuando Moisés se convirtió en jefe de estudios de TriCultura, fue como si la varita mágica de un hada hubiese tocado a Bella Wartberg. El peluquero de moda le moldeó el pelo con una corona de negros rizos que le daban un aspecto regio.

Nunca se perdía la clase de gimnasia en el Santuario, un lugar al que acudía toda la gente del mundo del espectáculo, y donde Bella castigaba su cuerpo implacablemente. Bajó de sesenta kilos a cuarenta y cuatro. Hasta sus pechos se encogieron. Pero no lo bastante para corresponder al resto del cuerpo. Un cirujano los rebajó convirtiéndolos en dos capullos de rosa perfectamente proporcionados. Al mismo tiempo, le rebanó los muslos y le cortó un pedazo de las nalgas. Los especialistas en moda de los estudios le diseñaron un guardarropa adaptado a su nuevo cuerpo y su nueva posición social. Bella Wartberg se miraba al espejo y no veía una princesa judía de opulentas carnes y de vulgar belleza, sino una linda y esbelta norteamericana anglosajona, vivaz y llena de energía. Y gracias a Dios no veía que su apariencia era una deformación de lo que había sido, de su antiguo yo, que, como un espectro, persistía en los huesos de su cuerpo, en la estructura de su rostro. Era una delicada y elegante dama encajada en los pesados huesos que había heredado. Pero se creía bella. Y así, se mostró muy dispuesta cuando un joven actor que pretendía subir se fingió locamente enamorado de ella.

Y respondió a aquel amor apasionada y sinceramente. Fue al apartamento que él tenía en Santa Mónica, y por primera vez en su vida jodieron de veras. El joven actor era viril, amaba su profesión y se entregó en alma y cuerpo a su papel, de forma que estuvo a punto de creerse enamorado. Hasta el punto de que le compró a Bella un lindo brazalete de Gucci que ella guardaría cual tesoro el resto de su vida, como prueba de su primera gran pasión. Y así, cuando él le pidió que le ayudara a conseguir un papel en una importante película de TriCultura, se quedó absolutamente atónito cuando ella le dijo que jamás interfería en los negocios de su marido. Tuvieron una discusión feroz y el actor desapareció de su vida. Ella le echó de menos, echó de menos su sucio apartamento y sus discos de rock; pero había sido una muchacha equilibrada y se había educado para ser una mujer equilibrada. No repetiría el mismo error. En el futuro, elegiría a sus amantes tan cuidadosamente como el cómico elige su sombrero.

En los años que siguieron se convirtió en experta negociadora en sus relaciones con los actores, discriminando lo suficiente como para elegir a personas de talento y no a quienes carecían de él. Y, además, disfrutaba más con la gente de talento. Parecía como si la inteligencia general acompañase al talento. Les ayudaba en sus carreras. Nunca cometía el error de acudir directamente a su marido. Moisés Wartberg era demasiado olímpico para que le molestasen con tales cuestiones. Acudía a uno de los tres vicepresidentes. Alababa el talento de un actor que había visto en un grupito artístico que representaba a Ibsen, e insistía en que ella no le conocía personalmente aunque estaba segura de que sería interesante para los estudios. El vicepresidente apuntaba el nombre y el actor conseguía un pequeño papel. La noticia corría enseguida. Bella Wartberg se hizo tan famosa por su costumbre de follarse a cualquiera y en cualquier lugar, que cuando se pasaba por una de las oficinas de los vicepresidentes, el vicepresidente que recibía su visita procuraba que estuviese presente una de sus secretarias, lo mismo que el ginecólogo procura que esté presente la enfermera cuando examina a una paciente.

Los tres vicepresidentes que se disputaban el poder tenían que someterse a la mujer de Wartberg, o se creían en la obligación de hacerlo. Jeff Wagon se hizo muy amigo de Bella y llegó incluso a presentársela a algunos jóvenes especialmente atractivos. Al fracasar todo esto, Bella recorrió las tiendas caras de Rodeo buscando mujeres, celebró largas comidas en elegantes restaurantes con lindas aspirantes a estrellas que llevaban gafas de sol de hombre lúgubremente grandes.

Debido a su estrecha relación con Bella, Jeff Wagon era el favorito para el puesto de Moisés Wartberg cuanto éste se retirase.

Había un inconveniente: ¿qué haría Moisés Wartberg cuando se enterase de que su esposa, Bella, era la Mesalina de Beverly Hills?

Los reporteros de chismografía hablaban veladamente de las aventuras de Bella; no obstante, Wartberg tenía que darse cuenta. Bella era ya famosa.

Como siempre, Moisés Wartberg sorprendió a todo el mundo. Lo logró no haciendo absolutamente nada. Sólo raras veces se vengaba del amante. Contra su mujer, jamás tomaba represalias.

La primera vez que tomó venganza fue cuando un joven actor del rock-and-roll se ufanó de su conquista calificando a Bella Wartberg de «viejo chocho loco». En realidad, para él esto era un magnífico cumplido, pero para Moisés Wartberg era tan ofensivo como si uno de sus vicepresidentes apareciese en el trabajo con vaqueros y jersey de cuello de cisne. El cantante ganaba diez veces más dinero con un disco que con lo que le pagaban por el papel que interpretaba en la película. Pero se había contagiado del sueño norteamericano; el narcisismo de interpretarse a sí mismo en una película le embrujaba. La noche del estreno había reunido a su corte de compañeros de oficio y de chicas, y les había llevado a la sala de proyección privada de Wartberg, donde se apretujaban los artistas más destacados de los estudios TriCultura. Era una de las grandes fiestas del año.

El cantante se sentó allí y esperó. Fue pasando la película. Y en la pantalla no se le veía por ninguna parte. Su papel había quedado en la sala de montaje. Perdió absolutamente el control y tuvieron que llevarle a casa.

Moisés Wartberg había celebrado su paso de productor a jefe de unos estudios con un gran golpe. A lo largo de los años se había dado cuenta de que los peces gordos de los estudios estaban furiosos por la gran atención que se prestaba a actores, guionistas, directores y productores en los premios de la Academia. Les enfurecía el que sus empleados recibiesen todos los honores por las películas que ellos habían creado. Fue Moisés Wartberg quien años antes apoyó por primera vez la idea de que se entregase un premio Irving Thalberg en las ceremonias de la Academia. Fue lo bastante listo para incluir en el plan el que el premio no fuese anual. Eso habría significado que se adjudicaría al productor que mantuviese una calidad elevada de modo constante, a lo largo de los años. Fue también lo bastante listo como para introducir una cláusula según la cual no pudiese adjudicarse el premio a un individuo más de una vez. Y así, muchos productores, cuyas películas nunca ganaban premios de la Academia pero que tenían mucho peso en la industria cinematográfica, obtenían su cuota de publicidad ganando el Thalberg. De todos modos, esto dejaba al margen a los jefes concretos de estudios y a las auténticas estrellas taquilleras cuya obra nunca era lo bastante buena. Y entonces Wartberg apoyó la creación de un Premio Humanitario para el individuo de la industria cinematográfica de más altos ideales que se entregase denodadamente a la mejora de la industria y de la humanidad. Por fin, dos años atrás, Moisés Wartberg había recibido este premio y lo había aceptado en televisión ante cien millones de admirados telespectadores norteamericanos. Le entregó el premio un director japonés de fama internacional, por la sencilla razón de que no se había podido encontrar un director norteamericano que pudiese darle el premio sin que se le escapase la risa (o al menos eso dijo Doran cuando me lo contó).

La noche que Moisés Wartberg recibió su premio, dos guionistas sufrieron ataques al corazón de rabia. Una actriz tiró el televisor desde el cuarto piso del Hotel Beverly Wilshire. Tres directores presentaron la dimisión en la Academia. Pero ese premio se convirtió en la posesión más preciada de Moisés Wartberg. Un guionista comentó que era como si los internados en un campo de concentración votasen a Hitler como su político más querido.

Fue Wartberg quien perfeccionó la técnica de cargar a un actor de éxito, desde sus comienzos, con inmensos pagos hipotecarios por una mansión en Beverly Hills para obligarle a trabajar duramente en malas películas. Y eran los estudios de Moisés Wartberg los que pleiteaban constantemente ante los tribunales, hasta las últimas consecuencias, para privar a los verdaderos creadores del dinero que les correspondía. Y era Wartberg quien tenía los contactos en Washington. Entretenía a los políticos con guapas actrices, fondos secretos y lujosas vacaciones pagadas en las instalaciones que los estudios tenían por todo el mundo. Era un hombre que sabía utilizar a los abogados y utilizar la ley para el asesinato financiero, para robar y engañar. Al menos, eso decía Doran. A mí me parecía un hombre de negocios norteamericano como los demás.

Aparte de su astucia, sus relaciones en Washington eran el valor más importante de que disponían los estudios TriCultura.

Sus enemigos hicieron correr muchos rumores escandalosos sobre él que no eran ciertos. Difundieron rumores de que se iba en avión a París en secreto, todos los meses, para gozar con prostitutas infantiles. Se corrió la voz de que era un voyeur, que miraba por una rendija del dormitorio de su mujer cuando ésta estaba con sus amantes. Pero nada de todo esto era cierto.

De lo que no cabía duda era de su inteligencia y del vigor de su carácter. A diferencia de los otros peces gordos del cine, rechazaba los focos de la publicidad, con la única excepción de su persecución del Premio Humanitario.

Cuando Doran entró con el coche en el recinto de los estudios TriCultura, sentí el rechazo. Los edificios eran todos de hormigón, el recinto era como esos parques industriales que hacen que Long Island parezca un benigno campo de concentración para robots. Cuando cruzamos las verjas, los guardias no tenían sitio especial de aparcamiento para nosotros, y tuvimos que utilizar la zona de parquímetros, con su brazo de madera a fajas rojas y blancas que se alzaba automáticamente. No caí en la cuenta de que necesitaría una moneda de veinticinco céntimos para poder salir.

Creí que se trataba de un accidente, un olvido de una secretaria, pero Doran dijo que formaba parte de la técnica de Moisés Wartberg para colocar a talentos como yo en su sitio. A una estrella la hubiesen conducido inmediatamente a la parte de atrás. Nunca la habrían puesto con directores, ni siquiera con un actor importante. Pero querían que los escritores supiesen que no debían hacerse ilusiones de grandeza. Pensé que aquello era paranoia de Doran y me eché a reír, pero supongo que me fastidió, aunque sólo fuese un poco.

En el edificio principal, un agente de seguridad comprobó nuestras identidades y luego hizo una llamada para asegurarse de que nos esperaban. Bajó una secretaria y nos acompañó en el ascensor hasta la última planta. Y aquella última planta era bastante espectral. Elegante pero espectral.

Pese a todo esto, he de admitir que me impresionó la simpatía y la habilidad de Wagon. Sabía que era un tramposo y un embustero, pero eso, en cierto modo, me parecía natural. Como no deja de serlo el encontrar un fruto de aspecto exótico no comestible en una isla tropical. Mi agente y yo nos sentamos ante su mesa y Wagon dijo a su secretaria que bloquease todas las llamadas. Muy halagador. Pero evidentemente no le había dado la consigna secreta que realmente bloqueaba todas las llamadas, porque atendió por lo menos tres durante nuestra entrevista.

Aún tuvimos que esperar media hora a Wartberg para empezar la conferencia. Jeff Wagon contó algunas historias divertidas, incluso aquella de la chica de Oregon que le dio una cuchillada en los huevos.

—Si hubiese hecho mejor trabajo —dijo Wagon—, me habría ahorrado un montón de dinero y de problemas en estos años.

Sonó el teléfono de Wagon, y nos acompañó a Doran y a mí pasillo adelante, hasta una lujosa sala de conferencias que podía servir de plató.

En aquella gran mesa se sentaban Ugo Kellino, Houlinan y Moisés Wartberg. Charlaban tranquilamente. Al fondo de la mesa había un tipo de mediana edad de enmarañado pelo blanco. Wagon me lo presentó como el nuevo director de la película. Se llamaba Simon Bellfort, nombre que identifiqué. Veinte años atrás había hecho una gran película de guerra. Inmediatamente después había firmado un contrato por mucho tiempo con TriCultura y se había convertido en el director de toda la basura de Jeff Wagon.

Al joven que le acompañaba nos lo presentaron como Frank Richetti. Su cara respiraba agudeza e ingenio y vestía una mezcla Polo Lounge-estrella Rock-hippie californiano. El efecto me resultaba asombroso. Correspondía perfectamente a la descripción que había hecho Janelle de los hombres atractivos que vagaban por Beverly Hills y que eran proxenetas y donjuanes. Ella les llamaba Ciudad Lobo. Pero quizás dijese eso sólo por divertirme. No entendía cómo una chica podía aguantar a un tipo como Frank Richetti. Era el productor ejecutivo de Simon Bellfort en la película.

Moisés Wartberg no perdió el tiempo en preámbulos. Con voz desbordante de energía, puso inmediatamente las cosas en su sitio.

—No me gusta el guión que nos dejó Malomar —dijo—. El enfoque me parece totalmente erróneo. No es una película de TriCultura. Malomar era un genio, él podría haber filmado esta película. No tenemos a nadie de su clase en los estudios.

Frank Richetti interrumpió, suave y encantador.

—No sé, señor Wartberg. Tiene usted aquí a algunos magníficos directores.

Sonrió amablemente a Simon Bellfort.

Wartberg le miró con frialdad. No volveríamos a oír hablar a Richetti. Y Bellfort se ruborizó un poco y apartó la vista.

—Tenemos presupuestado muchísimo dinero para esta película —continuó Wartberg—. Es una inversión que hay que asegurar. Pero no queremos que se nos echen encima los críticos. Que digan que destruimos la obra de Malomar. Queremos utilizar su reputación para la película. Houlinan emitirá una declaración de prensa que firmaremos todos los presentes, diciendo que la película se hará tal como Malomar quería que se hiciera. Que será una película de Malomar, un último tributo a su grandeza y a todo lo que ha aportado a la industria.

Wartberg hizo una pausa mientras Houlinan iba pasando copias de la declaración de prensa. El encabezamiento era magnífico: el membrete de TriCultura en resplandeciente rojo y negro.

Kellino dijo tranquilamente:

—Moisés, muchacho, creo que será mejor que digas que Merlyn y Simon trabajarán conmigo en el nuevo guión.

—Vale, ya está dicho —dijo Wartberg—. Y, Ugo, permíteme que te recuerde que no puedes entrar interviniendo en la producción ni en la dirección. Eso es parte de nuestro acuerdo.

—Por supuesto —dijo Kellino.

Jeff Wagon sonrió y se apoyó en su silla.

—La declaración de prensa es nuestra postura oficial. Pero, Merlyn, debo decirle que Malomar estaba muy enfermo cuando le ayudó a usted en este guión. Es horrible. Tendremos que escribirlo de nuevo, yo tengo algunas ideas. Tenemos mucho trabajo por delante. En este momento tenemos que saturar a los medios de comunicación con Malomar. ¿Estás de acuerdo, Jack? —preguntó a Houlinan.

Y Houlinan asintió.

Luego, Kellino me dijo con mucha sinceridad:

—Espero que colabores conmigo en esta película para que sea la gran película que quería Malomar.

—No —dije—. No puedo hacerlo. Trabajé en el guión con Malomar, y a mí me parece magnífico. Así que no puedo estar de acuerdo con ningún cambio ni con ninguna nueva redacción. Y no firmaré ninguna declaración de prensa en ese sentido.

Entonces intervino Houlinan, con mucha suavidad.

—Todos sabemos lo que sientes. Trabajaste muy unido a Malomar en este guión. Apruebo lo que acabas de decir, pienso que es maravilloso. Es raro que haya tanta lealtad en Hollywood. Pero recuerda que tienes un porcentaje en la película. Te interesa que sea un gran éxito. Si no eres amigo de la película, si eres enemigo de la película, estarás quitándote tu propio dinero.

Tuve que echarme a reír al oír esto.

—Soy amigo de la película. Por eso no quiero que se modifique el guión. Vosotros sois los enemigos de la película.

Entonces, Kellino dijo brusca y ásperamente:

—Que se vaya a la mierda. No le necesitamos.

Por primera vez miré directamente a Kellino, y recordé la descripción que había hecho Osano de él. Su atuendo, como siempre, era maravilloso: traje de corte perfecto, magnífica camisa, suaves zapatos marrones. Estaba guapísimo, recordé que Osano había utilizado una palabra italiana del campo, cafone. «Un cafone», había dicho, «es el campesino que ha conseguido hacer mucho dinero y fama e intenta convertirse en miembro de la nobleza. Lo hace todo bien. Aprende buenas maneras, mejora su lengua y viste como un ángel. Pero por muy bien que vista, por mucho cuidado que tenga, por mucho que se limpie, lleva siempre pegado a los zapatos un trocito de mierda».

Y, mirando a Kellino, me di cuenta de lo bien que le iba tal descripción.

Wartberg le dijo a Wagon: «Resuelve esto», y luego salió.

Él no podía molestarse en andar discutiendo con un escritor medio tonto. Había ido a aquella reunión por cortesía hacia Kellino.

Entonces Wagon dijo suavemente:

—Merlyn es esencial en este proyecto, Ugo. Estoy seguro de que cuando se lo piense detenidamente, se unirá a nosotros. Doran, ¿por qué no volvemos a vernos todos de aquí a unos días?

—Claro —dijo Doran—. Ya te llamaré.

Nos levantamos para irnos. Le entregué mi copia de la declaración de prensa a Kellino.

—No sé que tienes en el zapato —dije—. Límpialo con esto.

Cuando salimos de los estudios TriCultura, Doran me dijo que no me preocupase, que él podría arreglarlo todo en una semana, que Wartberg y Wagon no podían permitirse tenerme como enemigo de la película. Llegarían a un acuerdo. Y no se discutiría mi porcentaje.

Le dije que me daba igual todo y que condujese más deprisa. Sabía que Janelle estaría esperándome en el hotel y me parecía que lo que más deseaba en el mundo era volver a verla; acariciar su cuerpo y besar su boca y tenderme a su lado, y oírle contar historias.

Me alegraba tener una excusa para quedarme una semana en Los Ángeles y estar con ella seis o siete días. En realidad, la película me importaba un bledo. Con Malomar muerto, sabía que sería otra de las basuras de los estudios TriCultura.

Cuando Doran me dejó a la puerta del Hotel Beverly Hills, me puso una mano en el brazo y me dijo:

—Espera un momento. Tengo que decirte algo.

—Dime —contesté impaciente.

—Hace tiempo que pensaba decírtelo —explicó Doran—, pero creí que quizás no fuese asunto mío.

—Demonios —dije—, ¿de qué hablas? Tengo prisa.

Doran sonrió con cierta tristeza.

—Sí, ya lo sé. Te está esperando Janelle, ¿verdad? Pues es de Janelle de quien quiero hablarte.

—Mira —le dije—, lo sé todo de ella y no me importa nada lo que haya hecho, fuera lo que fuere. Me da absolutamente igual.

Doran hizo una pequeña pausa.

—¿Conoces a Alice, la chica con la que vive?

—Sí —dije—. Es una chica agradable.

—Es un poco lesbiana —dijo Doran.

Tuve una extraña sensación de reconocimiento, como si yo fuese Cully contabilizando un “zapato”.

—Sí —dije—. ¿Y qué?

—Pues Janelle es igual —dijo Doran.

—¿Quieres decir que es lesbiana? —pregunté.

—La palabra es bisexual —dijo Doran—. Le gustan las mujeres y los hombres.

Pensé un momento en lo que me había dicho y luego sonreí y dije:

—Bueno, nadie es perfecto.

Salí del coche y subí a mi habitación, donde me esperaba Janelle, e hicimos el amor antes de ir a cenar. Pero esta vez no le pedí que me contase historias, no le mencioné lo que me había dicho Doran. No hacía falta. Me había dado cuenta de ello hacía mucho y lo había aceptado. Era mejor eso que el que anduviese jodiendo con otros hombres.